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Vol. 11. Núm. 1.
Páginas 43-51 (febrero 2015)
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Tierras y azúcar. Las transformaciones agrarias y el ascenso de la plantación en Cuba
Lands and sugar. The agrarian transformation and rise of the plantation in Cuba
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Imilcy Balboa Navarro
Departamento de Historia, Geografía y Arte, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Universitat Jaume I, Av. Sos Baynat s/n, 12071, Castellón, España
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Tabla 1. Expedientes de venta y composición de tierras y recaudación por este concepto presentados en la región occidental entre 1747 y 1757
Tabla 2. Total de fincas por tipo en 1775 y 1792
Tabla 3. Recaudación por la venta de realengos entre 1806 y 1815
Tabla 4. Valor de la producción agropecuaria en 1827 y 1860
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Resumen

En el presente trabajo mostramos el análisis entrelazado de la estructura económica de Cuba durante los años del llamado boom azucarero –entre fines del siglo xviii y principios del siglo xix– con la evolución de la tenencia de la tierra y los grupos sociales que se fueron cohesionando durante el proceso. No es posible entender la ordenación agraria y su incidencia en la economía y la sociedad cubana durante el período de consolidación de la plantación sin analizar previamente el proceso de afianzamiento de la propiedad en la isla.

Palabras clave:
Cuba
Plantaciones
Azúcar
Tierras
Usos y dominio del suelo
Códigos JEL:
N16
N36
Q15
Abstract

In this paper we present an analysis linking the economic structure of Cuba during the so-called sugar boom years of the late eighteenth and early nineteenth century with the evolution of land tenure and the social groups that were drawn together during this process. It is necessary to understand farm management, and its projection and impact on the Cuban economy and society during the consolidation of the plantation to better understand this process in a historical perspective. The consolidation of the plantation system is equal to the concentration of land ownership.

Keywords:
Cuba
Plantations
Sugar
Lands
Use and control of land
JEL classification:
N16
N36
Q15
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1Introducción

El 14 de agosto de 1791 los esclavos que laboraban en las plantaciones azucareras de la isla Saint Domingue se sublevaban en reclamo de su libertad. Para los hacendados cubanos, la rebelión en la colonia vecina representaba una «preciosa ocasión de aumentar su agricultura» (Ferrer, 2004, pp. 179-231). Lograr el desarrollo a partir del azúcar y la plantación se revelaba como un objetivo factible, pero aún quedaban por resolver 3 cuestiones: aumentar los volúmenes de producción, regularizar el abasto de mano de obra y la comercialización de lo producido (García, 2005, pp. 2-9 y García, 2006, pp. 155-158).

Los estudiosos coinciden en señalar que los procesos económicos son producto de la acción humana, una acción que implica intencionalidad, asociada tanto a la racionalidad como a la interactividad entre varios elementos. Ahora bien, la acción exige no solo elegir los medios más adecuados para alcanzar los objetivos propuestos, sino que supone la elección entre diversos y disímiles objetivos, lo que comporta, a su vez, la reordenación jerárquica de unos, y la posposición o eliminación de otros, en un proceso de aprendizaje donde se va trocando su urgencia, rango, o escalafón (Bratman, 1987, 1999; Encinar, 2002). La interacción entre ellos termina convirtiéndose en sostén del desarrollo económico en la media en que genera otros nuevos (Cañibano et al., 2006, pp. 310-321).

En este sentido, la apuesta por la economía de plantación en Cuba combinaba no solo los objetivos más visibles: azúcar, esclavos y libertad comercial, sino que necesitaba, a su vez, de un cuarto elemento: la tierra. El volumen de las cosechas dependía de los brazos empleados, pero también del área cultivada. La supervivencia de los ingenios estaba ligada a la búsqueda de nuevas tierras donde instalar las manufacturas, trasladar las antiguas o ampliar las existentes, a lo que habría que añadir la importancia de los bosques, fuente de materia prima y de terrenos vírgenes (Moreno Fraginals, 1978, pp. 52-54; Funes, 2004, p. 70).

En esta coyuntura las cuestiones relacionadas con la propiedad se convierten en objetivo prioritario y adquieren mayor relevancia. Su consecución vendría acompañada de otros objetivos que se van superponiendo en el tiempo: lograr revestir de legitimidad las mercedes otorgadas por los cabildos en los siglos anteriores, abreviar los pleitos en torno a los terrenos, así como establecer fórmulas para su división y puesta en circulación. La agricultura comercial –en particular del azúcar– necesitaba tierras para afianzar su expansión.

Para que se cumplan tales presupuestos, esto es, acción-objetivos como motor socioeconómico, entrarían en juego 2 nuevas nociones: la intencionalidad y el marco de estabilidad. Utilizamos el concepto de intencionalidad como el vínculo entre acción y objetivos que genera nuevos propósitos que conducen finalmente al avance socioeconómico, es decir, la intencionalidad como motor de la acción económica (Cañibano et al., 2006; Muñoz et al., 2014). Y aquí debemos considerar a los actores del proceso –la Corona y los hacendados– y los propósitos de cada uno. Tras siglos de enfrentamientos, acercamientos y desencuentros, las demandas de los hacendados azucareros encontraron un marco institucional favorable y una coincidencia de intenciones con el poder metropolitano que se concretarían, primero, en las medidas adoptadas bajo el Despotismo Ilustrado: la liberalización del comercio y la trata de africanos (Piqueras Arenas, 2005), y más tarde, con la vuelta al Antiguo Régimen en las medidas dictadas por Fernando VII para consolidar la propiedad (Balboa Navarro, 2013, pp. 166-181).

No podemos olvidar, así mismo, el nexo existente entre el marco de estabilidad y el marco institucional, entendido en 3 sentidos: a) el régimen legal y su aplicación (North, 1990); b) las estructuras gubernamentales (Williamson, 1985), y c) las costumbres y patrones de comportamiento (Veblen, 1899; Hodgson, 1988, 2006), todas ellas aplicadas en un contexto colonial donde el papel de las elites como agentes transformadores (Beattie, 2009) vendría acotado –y en no pocas ocasiones determinado– por su condición colonial, el interés de la Corona y la coincidencia de intenciones y objetivos entre esta y los hacendados isleños, que retardarán o impulsarán dicho proceso.

En el presente trabajo proponemos el análisis entrelazado de la estructura económica con la evolución de la tenencia de la tierra y la conformación de los grupos sociales. Esto nos permitirá explicar la dinámica interna del proceso de construcción jurídica y consolidación de la propiedad, asociado al despegue y expansión de la plantación azucarera –sobre todo en el Occidente–, pero a su vez condicionado por los intereses metropolitanos. De ahí la importancia del estudio de las cuestiones relacionadas con los usos y dominio del suelo para comprender en su totalidad el sistema esclavista en Cuba.

2Las tierras del rey: reclamos y conflictos

Comencemos por explicar la evolución del marco jurídico y el enfrentamiento entre la Corona y los hacendados, en el que las intenciones de una y otros se entrecruzan-enfrentan generando nuevos objetivos que reordenan el proceso y compatibilizan los intereses disímiles o coincidentes de los actores implicados mientras generan nuevos factores de avance (Muñoz et al., 2011, pp. 193-203.)

Para entender la evolución del problema agrario debemos retrotraernos a los primeros tiempos de la colonización. Las cuestiones relacionadas con los usos y dominio del suelo constituyeron una fuente de conflictos permanente entre la Corona y los colonizadores. Las tierras recién descubiertas fueron consideradas regalías, y las concesiones efectuadas por el rey solo implicaban «un uso y disfrute condicionado, revocable o decaedizo por incumplimiento de los requisitos». Los repartos trasladaron algunos de los principios vigentes en España, como el interés de poblar o la limitación de los señoríos. Las concesiones estaban sujetas a la residencia un número determinado de años –vecindad– y a la posterior confirmación real, que en estos primeros años significaba la reafirmación de la potestad del soberano, quien reconocía en última instancia la merced otorgada «sin su autorización» y ordenaba la revocación de las concesiones que no hubiesen sido confirmadas (Le Riverend, 1992, pp. 39, 45-47, 60-61; Ots Capdequí, 1925, pp. 10-11).

Aunque desde un inicio la Corona trató de reglar el proceso de reparto de tierras, la lejanía de la metrópoli posibilitó que los poderes locales actuaran con cierta autonomía y allanó el camino a las confusiones y usurpaciones. Como reconoce Juan de Solórzano en su obra Política Indiana, la abundancia de terrenos y la falta de pobladores facilitaron que en los primeros tiempos apenas se tuviese presente el derecho real, y se permitió que «los gobernadores y los Cabildos de las ciudades las pudiesen repartir y repartieren a su voluntad entre los vecinos» (De Solórzano, 1996, p. 2403).

Tales prerrogativas fueron cortadas en los virreinatos en el siglo xvi, mientras en las Antillas –Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico–, con una situación económica y demográfica diferente, los cabildos mantuvieron la facultad de los repartos de forma unilateral (Rodríguez Sampedro, 1865, pp. 667-668; Cassá, 2003, p. 158; Le Riverend, 1992, pp. 40-49; Godreau y Giusti, 1993, pp. 418-420).

En el caso de Cuba, dichas competencias les fueron reconocidas por las Ordenanzas Municipales, redactadas en 1574 por el oidor Alonso de Cáceres (Pichardo, 1971, pp. 114-115). Además, acorde con la aspiración de la elite de dotar las posesiones de un carácter permanente, las normas fijadas por Cáceres regularon las concesiones de terrenos, sus límites y dedicación productiva, revistiéndolas de legalidad para el futuro, pero sin corregir las usurpaciones anteriores.

Hasta ese momento no existía una definición clara de las unidades agrarias. La voz hato se refería más al rebaño que a la posesión del suelo; por su parte, sabana indicaba el tipo de crianza, y la expresión más utilizada para definir las mercedes era sitio. La medida a la redonda –forma característica de los repartos antillanos, aunque perduraron más en Cuba– tampoco fue uniforme y la merced no entrañaba la propiedad, solo la facultad de crianza dentro de esas tierras. En resumen, el derecho de uso no significaba posesión (Le Riverend, 1992, pp. 77-84; Bustamante, 1943, p. 337; Cassá, 2003, pp. 181-183).

Las confusiones derivadas de las denominaciones utilizadas favorecieron los fraudes: los cabildos concedían nuevas mercedes sobre terrenos ya mercedados, y muchos beneficiarios solicitaban licencia para poblar de ganado mayor haciendas concedidas para la crianza de ganado menor, o viceversa. En la medida en que la tierra adquiere un mayor valor en correspondencia con la producción y comercialización, los propios hacendados abogan por un marco institucional más favorable que permitiera normalizar las mediciones y dotar de un contenido más claro las figuras agrarias. Un punto de encuentro con los objetivos de la Corona. La oligarquía, que había visto validadas sus actuaciones anteriores en las ordenanzas dictadas por Cáceres, 5 años más tarde obtuvo también el respaldo de la Real Cédula de 11 de febrero de 1579, que con el objeto de evitar los pleitos por el disfrute de los pastos, ordenaba que se tomaran las medidas oportunas. Ese mismo año se inició el proceso de amojonamiento de las fincas. La extensión de los hatos quedó fijada en 2 leguas a la redonda (22.521ha), y la de los corrales, en una legua (5.628ha)1. Con ellos se consagró la medida circular, a excepción de la parte oriental, donde los límites fueron irregulares. En ambos casos –como era usual en la época–, para fijar los linderos se utilizaron los elementos del paisaje –ríos, montañas, árboles, etc.–, lo que a la postre alimentó los conflictos, pues con el tiempo no pocos variaban o desaparecían.

La Real Cédula de 1579 y el inicio del proceso de deslinde impulsaron la reconsideración de las mercedes otorgadas hasta entonces con un tope claro: los títulos no fueron cuestionados, pues la mayoría carecía de ellos. La rivalidad entre los hacendados, entonces, se centró en la extensión de los terrenos.

Las disputas por los límites coincidieron con la nueva ofensiva de la metrópoli para reglamentar las concesiones. Una nueva Real Cédula expedida en 1591 reivindicaba de manera incontestable que todas las tierras pertenecían al rey, quien solo cedía el dominio útil a sus súbditos, y restablecía la potestad de revisión de los títulos, al tiempo que introducía un nuevo elemento en la política agraria: la transformación de la tierra en un ramo del fisco (Rodríguez Sampedro, 1865, p. 669).

Para la verificación de los títulos se emplearon 2 conceptos: la composición y el amparo real, y se renovó el contenido de las confirmaciones. Las composiciones y confirmaciones enlazaban con la función fiscal, mientras que el amparo real atendía al reconocimiento. La composición se aplicaba a los terrenos detentados ilegalmente; se procedía entonces a la evaluación de las tierras seguida del pago de una determinada cantidad. La confirmación solo se otorgaba después de pagadas las cantidades del remate del realengo o baldío, así como de los impuestos correspondientes (Ots Capdequí, 1946, pp. 55-58, 110-115 y 167-173). Las tierras no compuestas –sin título– pasaban a considerarse realengas y se restituían al patrimonio real para proceder a su venta posteriormente2.

Una cuestión importante: la aplicación de esta política identificaba los realengos con los baldíos, 2 realidades que fueron asimiladas como una sola con el objeto de crear patrimonio, pues mientras los primeros atendían a la titularidad del suelo, los segundos indicaban su condición marginal desde el punto de vista económico y geográfico (Sebastià y Piqueras, 1997, pp. 25-30). A partir de aquí se impulsan las ventas de realengos y baldíos, con un elemento añadido: la recompensa a los que descubriesen y denunciasen los terrenos de este tipo (Ots Capdequí, 1946, pp. 55-58 y 67-75). Los usurpadores y, por extensión, las denuncias se convirtieron en piezas clave del proceso, invirtiéndose la relación entre la Corona y los propietarios. La primera, conoce que no puede controlar las amplias posesiones americanas y traspasa el papel de «gendarmes» a los solicitantes, con un beneficio añadido: la cuarta parte de los terrenos denunciados como realengos.

La convergencia de intenciones entre la Corona y los hacendados encuentra otro punto de coincidencia en el impulso –institucional– a la actividad económica. No olvidemos que el proceso de revisión de los títulos y la enajenación de realengos promovido en 1591 tuvo su contrapartida en la Real Cédula de 30 de diciembre de 1595, conocida como Ley de Privilegio de Ingenios, ensayada primero en Santo Domingo (1521) y Puerto Rico (1535) (Rodríguez Morell, 2012, pp. 235-239 y 266-276; Moscoso, 1999, pp. 55-56; Moya Pons, 2008, pp. 35-40). En ella se estipulaba que los ingenios y sus pertenencias (tierras, esclavos, instrumentos y máquinas) no podían ser ejecutados por deudas, y una reducción del 50% del diezmo para los productores que, además, no podían renunciar a este privilegio. Cuatro años más tarde otra Real Cédula de 24 de julio de 1600 concedió un préstamo de 40.000 ducados a dueños de ingenios. Los que se habían beneficiado del comercio con la flota y habían acumulado cierto capital estaban en condiciones de diversificar la producción o invertir en nuevos ramos alentando el giro económico de la colonia a partir del cultivo de la caña y el fomento de trapiches (Macías, 1978, pp. 49-52).

La ley no inspiró una diferenciación social asentada en la dedicación productiva –azucareros frente a señores de hatos o comerciantes–, aunque a la postre la beneficiaría. El azúcar es todavía un cultivo en ciernes, un medio de probar nuevas vías de enriquecimiento, pero el poder sigue estando en manos del grupo que se ha consolidado al calor de las mercedes de tierras y amparados por sus cargos en los cabildos. Ahora bien, obsérvese que desterramos el viejo paradigma que separa a «criollos y peninsulares». La integración en un mismo grupo social –diferenciado y hegemónico– se asegura mediante los lazos conyugales, sobre todo a través de una cuidadosa estrategia de alianzas. La oligarquía nacida en los inicios de la conquista y fundada en el hato ganadero había conseguido hacerse no solo con la supremacía dentro del cabildo, sino también extenderla a otros sectores que alcanzaban desde los escribanos, pasando por los funcionarios del poder colonial –contadores, militares, con ramificaciones en el Santo Oficio–, hasta llegar el propio gobernador (Knight, 1977, pp. 231-253; Cornide, 2001; Rousett, 1918).

En esta coyuntura, el rol de los realengos en el proceso de legitimación de la propiedad iría en aumento, no solo por el interés de la Corona, que fomentó su enajenación para acrecentar los ingresos del fisco, sino también de los hacendados isleños, para quienes el «descubrimiento y denuncia» de realengos se convirtió en una de las formas más recurrentes de agrandar sus propiedades. No obstante, continuaron apelando a otras vías ya ensayadas, como las entregas de tierras realengas disfrazadas de mercedes, o la simple apropiación de los terrenos colindantes.

En 1631 otra Real Cédula volvía contra los que poseían las tierras de forma ilícita y obligaba a los usurpadores a someterse a «moderada composición». En esta ocasión, las tierras serían rematadas en subasta y su cesión se efectuaría a «censo al quitar», una figura limitativa del dominio que permitió a la Corona reafirmar su potestad sobre las tierras, y a los hacendados les brindó la posibilidad de –previo pago– transformar el dominio útil en directo (Sebastià y Piqueras, 1997, pp. 158-175 y 185-189).

Las disposiciones de 1591 y 1631 sentaron las bases para legalizar las usurpaciones, pero no las desterraron. Los hacendados aprovecharon la legislación para reivindicar las tierras no explotadas como realengas y proceder a su venta. El mercado de tierras se reanimó además con la derogación –en 1628– de los artículos 70 y 71 de las Ordenanzas de Cáceres, que autorizaban el establecimiento de las estancias dentro de los hatos y corrales sin el consentimiento expreso del dueño. Con ello se favorecía, por un lado, la subordinación de los pequeños agricultores al dueño de la hacienda, y por otro, el aumento de los pleitos y denuncias, pues mientras los concesionarios originales recuperaron el dominio directo, los beneficiarios de tierras concedidas dentro de otra merced no estaban dispuestos a perder lo que en base a los usos y las costumbres asumían como propio. Los hacendados reclaman y consiguen adecuar el marco legal. Un año más tarde, el 31 de marzo de 1632, se constituyó en La Habana, a instancias del cabildo, el registro de Anotaduría de Hipotecas, con el fin de suministrar a los vecinos referencias sobre las compraventas de tierras, hipotecas y censos (Pérez de la Riva, 1946, pp. 80-82). Este instrumento otorgó seguridad a las inversiones y una mayor transparencia a las cargas sobre las tierras, lo que coadyuvaría a aligerar el mercado y reducir los pleitos.

Las disposiciones adoptadas hasta aquí –que hemos ido reseñando– no pretendían forzar un enfrentamiento con los hacendados castigando a los usurpadores. Se trataba de recaudar, por lo que podían legalizar su situación mediante el pago de una determinada cantidad. La solución resultaba beneficiosa para ambos. La Corona conseguía aumentar sus ingresos, mientras los propietarios en precario podían convertir en realidad las expectativas de dominio asociadas a las mercedes.

A partir del siglo xviii los problemas relacionados con la tierra adquieren un nuevo ritmo, y el enfrentamiento se profundiza en la medida en que los intereses de unos y otros marchan por caminos divergentes. Ante los pobres resultados de las medidas regalistas, pues muchos preferían mantener sus tierras en precario y enfrentar a la Corona ante el hecho consumado, la política real apela a medidas más drásticas.

3El ascenso de la plantación: reconversión de los usos y ampliación del dominio

En las primeras décadas del siglo xviii se trataron de variar las bases mismas del sistema de repartos. Una Real Cédula fechada en noviembre de 1729 advertía al Ayuntamiento de La Habana de que no poseía facultad alguna para otorgar mercedes, así como realizar ventas y traspasos, y depositaba tales prerrogativas en el subdelegado para la venta y composición de tierras, establecido en la isla en 1720 (Rodríguez Sampedro, 1865, pp. 678-679). El subdelegado, en nombre del rey, sería el encargado de dirigir y vigilar el proceso de concesión y venta de terrenos, por encima incluso del capitán general.

La Real Orden no supuso el cese de los repartimientos, por el contrario, los conflictos se agravaron, pues los propietarios representados en el cabildo habanero trataron de reafirmar dicha potestad, desafiaron a la Corona y se enfrentaron al subdelegado para la venta y composición de tierras, José Antonio Gelabert. Pero los tiempos de coincidencia de intereses habían quedado atrás, transcurrida una década la Corona ratificaba la suspensión al cabildo habanero y lanzaba una nueva ofensiva que se materializó en la Real Cédula de 15 de octubre de 1754, que ratificó a los realengos y baldíos como ramos de la Real Hacienda, y consagró las composiciones de tierras, poniendo especial cuidado en las recaudaciones por este concepto (Ots Capdequí, 1946, pp. 167-173).

Tomemos como ejemplo la década en que Gelabert estuvo al frente de la subdelegación, en la que los ingresos a la Real Hacienda presentaron un incremento sustancial. Entre 1747 y 1757 se iniciaron en la región occidental 173 expedientes de venta y composición de tierras, de los que se resolvieron 66, que reportaron por la venta de realengos 125.679 pesos, mientras para los terrenos sometidos a composición la cifra fue de 59.658, para un total de 276.537 pesos.

Es importante señalar cómo tanto en las ventas de realengos como en la composición predominaron las cesiones a censo redimible. El interés que debían satisfacer era del 2%, por debajo incluso del 3% vigente en España por Pragmática Real desde 1705. Un interés tan bajo beneficiaba a aquellos que pretendían hacerse con el dominio de las tierras y alentaba las cesiones (Sebastià y Piqueras, 1997, pp. 165-166).

A partir de aquí la preponderancia del interés fiscal sobre el derecho de posesión se hace más evidente. Las irregularidades serían castigadas, aunque el proceso combinó las advertencias y oportunidades. Los pleitos y las denuncias se dispararon, alentados no solo por el interés fiscal, sino también por los que pretendían acrecentar sus posesiones o acceder a nuevos terrenos y legitimarlos.

La manifestación en Cuba de la aplicación de esta política fue la profundización del diferendum entre la ganadería y la agricultura comercial en la medida en que la segunda necesitaba las tierras de la primera, y se reflejó en la reconversión de los usos productivos del suelo y la consolidación de la oligarquía, que se aleja de su raíz pecuaria y apuesta por la agricultura comercial: azúcar y tabaco, que reportaban mayores beneficios que la cría de ganado y el comercio de reses (Le Riverend, 1992, pp. 168-183).

Desde el punto de vista socioeconómico, lo que distingue el proceso de reconversión agraria en estos años fue el ascenso de un nuevo grupo: los hacendados azucareros y, con ellos, el triunfo del modelo plantacionista. Y fueron precisamente los dueños de ingenios los que se erigieron en portavoces y abanderados de los propietarios en precarios para consolidar el dominio. Y en este empeño se vieron beneficiados por los cambios que de la mano de las nuevas ideas ilustradas comenzaron a aplicarse en la isla.

La aspiración de los hacendados, que era lograr la legitimidad de las mercedes otorgadas con anterioridad, chocaba no solo con el derecho real, sino también con los propios vicios y excesos del sistema de repartos y la organización agraria adoptada y auspiciada por la propia oligarquía desde el cabildo. La forma circular de las mercedes de tierras había facilitado la existencia entre ellas de espacios «vacíos» –en realidad realengos–, en algunos casos ocupados por pequeños agricultores, y en la mayoría, objeto de disputas entre los colindantes. Las entregas de terrenos sin control y la práctica de fijar los límites a partir de elementos naturales que podían variar con el paso de los años o por las inclemencias climáticas habían facilitado las confusiones y superposiciones de varios fundos. Asimismo, la explotación extensiva de la ganadería coadyuvó a que una parte considerable de los terrenos –dentro y fuera de los círculos– permaneciera despoblada y sin explotar.

Otra cuestión no menos importante, aun reconociendo su limitación geográfica a las regiones del Centro y Oriente, fue la existencia de las llamadas haciendas comuneras, en las que no se delimitaban los espacios, el ganado circulaba libremente y cada propietario tenía su sitio y potestad para disponer de los pastos. En caso de deslinde la titularidad de la parte del suelo se determinaba en base a los pesos de posesión, una medida imaginaria que presentaba numerosas dificultades al intentar interpretar en la práctica el derecho de uso compartido en superficie medible.

Al hilo de lo anterior, resulta pertinente señalar las diferencias entre el Occidente y el Oriente en el proceso de legitimación de la propiedad, así como el papel de las elites como agentes del desarrollo (Beattie, 2009; Cañibano et al., 2006; Muñoz et al., 2014; Fernandez-de-Pinedo et al., 2010). En la zona occidental los hacendados aprovecharon el proceso de composición y venta de realengos para acrecentar su patrimonio y consolidar el dominio como paso previo al desarrollo a gran escala del azúcar. En Oriente, la vieja aristocracia local trató de mantener sus privilegios y aumentar sus predios mediante la apropiación de realengos. Mientras en Occidente el azúcar y la esclavitud fueron ganando terreno, en las regiones del este, dedicadas a la ganadería fundamentalmente, prevalecieron los usos y costumbres de naturaleza señorial, que permitieron, a la postre, la subsistencia de un número considerable de terrenos realengos en la zona.

Las intenciones de la oligarquía insular, que ya había comenzado a acusar las consecuencias de sus propios excesos en los dilatados y costosos litigios, coinciden nuevamente en las décadas finales del siglo con los intentos reformadores de la metrópoli y la aplicación de la nueva política agraria inspirada en las ideas ilustradas que defendían el derecho pleno de propiedad. Y fueron precisamente los hacendados –para quienes los postulados ilustrados resultaban coincidentes con sus ideas– quienes comenzaron a reclamar medidas más eficaces para asegurar los terrenos obtenidos hasta el momento, aunque su particular reformismo comienza y termina en el azúcar.

Para la plantación se hacía indispensable un marco institucional adecuado –incluido el régimen legal– que diera solución a las cuestiones relacionadas con la legitimidad de la propiedad, abreviara y abaratara los procesos de reclamación y estableciera fórmulas para la división y la puesta en circulación de los terrenos públicos –sobre todo los realengos y las haciendas comuneras– y el libre aprovechamiento de los recursos naturales –bosques y ríos– (North, 1990; Williamson, 1985).

La propiedad plena respaldada en el marco teórico ilustrado resultaba harto conveniente para los hacendados, que contaban con la lentitud de las leyes para, en un doble juego, ir copando los terrenos mientras esperaban convertir las usurpaciones de hecho en derecho. Los propietarios azucareros conocían que la política aplicada por la metrópoli hasta el momento les había permitido ir consolidando el dominio, siempre que pagaran las cantidades estipuladas. De ahí que mientras presionaban para conseguir una resolución que legitimara definitivamente la propiedad y liberara el mercado de tierras, paralelamente se lanzaron a la «conquista» del espacio circundante. Las tierras que requerían la expansión azucarera se obtendrían entonces por 3 vías fundamentalmente: a) la reconversión de las propias haciendas ganaderas; b) la apropiación del patrimonio público, y c) la expulsión de los pequeños propietarios.

El proceso de demolición de las grandes haciendas ganaderas que ya venía de antes cobró mayor impulso a fines del siglo xviii bajo el empuje de la agricultura comercial. La subdivisión de las fincas no comportó un debilitamiento de la gran propiedad agraria, sino una redistribución de las tierras a partir de la intensificación de su uso, y una revalorización de los terrenos sobre la base de su calidad, la cercanía a otros centros productores o los puertos, etc. A nivel social tampoco podemos hablar de un enfrentamiento clasista; las plantaciones fueron promovidas mayormente por los grandes hacendados con intereses ganaderos, que movilizan sus recursos y tierras hacia la producción azucarera con mejores perspectivas de ganancias. Las nuevas unidades agrícolas, con una extensión adecuada a las necesidades del cultivo y mejor situadas en relación con los centros exportadores, obtenían ingresos superiores y reforzaban la posición económica y la representación social de los plantadores.

Obsérvese cómo en la isla la tendencia predominante es hacia el aumento de las grandes propiedades: hatos e ingenios –ganado mayor y azúcar– o aquellas especializadas, como los potreros, o los sitios de labor, mientras descienden los corrales –dedicados a la cría de ganado menor-, las estancias y las vegas de tabaco. Sobre todo en el occidente en tan solo 17 años se fundaron 135 ingenios y trapiches, 472 potreros, destinados a abastecer las fábricas de azúcar de animales de tiro, y 2.338 sitios, pequeñas unidades encargadas de los cultivos de subsistencia que fueron ocupando el lugar de las estancias y vegas.

Las otras vías más empleadas por los dueños para hacerse con más terrenos fueron el corrimiento de los límites, apropiándose de los terrenos circundantes, y la variación del primitivo asiento –en el centro del círculo del hato o corral–, con lo cual las mediciones efectuadas arrojaban un saldo de nuevos terrenos a su favor. Y aquí entraron a disputar las tierras que aún pertenecían al patrimonio real: los realengos. Recordemos: al denunciante le correspondía un tercio de las tierras «descubiertas», una vía cómoda y rápida de acrecentar las propiedades.

El incremento del número de pleitos en torno a los realengos motivó el informe que Andrés Saavedra, Fiscal de la Audiencia de Santo Domingo, elevó en 1796 a la Intendencia de Hacienda. Saavedra conocía la realidad de la isla, había sido comisionado de la Real Hacienda, administrador y tesorero de rentas reales de Bayamo3. En su escrito acusaba a los hacendados que se creían «dueños» de los terrenos, y también de los «sobrantes», de ser los causantes de los costosos litigios, y proponía realizar el deslinde de las haciendas en base a las medidas originales, 2 leguas para los hatos y una legua para los corrales, y declarar todo el sobrante como realengo.

Los hacendados contraatacaron con otro informe –de 1797–, encargado al Intendente José Pablo Valiente, donde defendía la legitimidad de las mercedes otorgadas por los cabildos y refrendaba el concepto de realengos adoptado –y adaptado– por los plantadores: «los terrenos no repartidos en hatos y corrales y a los jirones que indispensablemente, quedaron entre las circulaciones de ellos»4, desconociendo la política real. Valiente no solo era versado en leyes, también tenía intereses en el azúcar. Según el Superintendente de Tabacos Rafael Gómez Roubaud, había invertido unos 100.000 pesos en el ingenio La Ninfa de Arango y Parreño (Arango y Parreño, 2005, pp. 372-376). Pero resulta aún más curioso que estudiosos como Bernardo y Estrada (1860, pp. 278-280), Pichardo y Tapia (1875, p. 314) o Pérez de la Riva (1946, pp. 50-51) adoptasen la noción ofrecida por Valiente, es decir, la versión interesada de los dueños de ingenios, y que no atendieran a las consideraciones legales vigentes en la época, una línea que ha continuado la historiografía posterior (Marrero, 1984, p. 61; Iglesias, 1998, p. 84).

En cuanto a la expulsión de los pequeños propietarios, el azúcar, en su doble papel, al tiempo que fomentó la pequeña agricultura de subsistencia y toleró el asentamiento de población libre en los sitios de labor cercanos, alentó la apropiación de los terrenos contiguos y comenzó a disputarle –en aquellos lugares más convenientes desde el punto de visto geográfico o económico– las tierras a otros cultivos menores, forzando el desplazamiento de los cultivadores asentados en ellos. «Los frutos que con el nombre de menores se conocen en esta isla no merecen todavía, al menos a mis ojos, la consideración que a otros deben», sentenciaba Arango y Parreño desde el Real Consulado (Arango y Parreño, 2005, p. 494).

La expansión azucarera también disputó las tierras dedicadas al cultivo del tabaco, cercanas a los cursos fluviales, más fértiles y de regadío natural. La Factoría de Tabacos prohibió a los vegueros que vendieran sus tierras, lo que fue interpretado por los azucareros como una «ofensa al derecho de propiedad». Por su parte, la Corona trató de asegurar la supervivencia de las vegas y terminó declarando realengas las márgenes de los ríos. El final de la historia es conocido: el tabaco fue expulsado del hinterland habanero y la Factoría terminó comprando a los hacendados tierras para asentar a los cultivadores de tabaco. Precisamente la mayoría de ellas eran realengos usurpados en los años anteriores5.

4El triunfo de los dueños de ingenios: la propiedad libre y plena

La Revolución de Haití alentó la fundación de ingenios y la inversión de grandes sumas en el azúcar. Pero la expansión de la producción en los primeros años del siglo xix coincidió con años de inestabilidad comercial producto de las contiendas en que se vio envuelta España durante el período. Además, los precios del dulce en el mercado mundial presentaban una tendencia a la baja6, a lo que se sumó en 1807 el embargo norteamericano, al tiempo que crecía la preocupación tras la abolición de la trata por Inglaterra y su intención declarada de extenderla a otros territorios (Le Riverend, 1971, pp. 225-227; Fernandez-de-Pinedo Echevarría, 2002, pp. 38-45).

Los hacendados, desde el consulado, promovieron un expediente con el objeto de solicitar a la metrópoli medidas urgentes para salvar el ramo. Alertaban sobre «el exterminio» de la agricultura, pero en realidad defendían solo el cultivo de la caña de azúcar, donde a su juicio se concentraba «la riqueza de la isla». En contraposición a las regiones del Centro y Oriente, donde la ganadería seguía siendo la actividad fundamental, defendieron la reforma de las cuestiones patrimoniales, sobre todo de las haciendas comuneras7.

Entre tanto se producía en España la invasión de Napoleón, el inicio de la Guerra de la Independencia (1808-1813) y la constitución de las Cortes de Cádiz en septiembre de 1810. Los hacendados se sumaron con entusiasmo a los postulados liberales, pero las discusiones en Cádiz en torno a la esclavitud y la propiedad de la tierra fueron recibidas con preocupación y expectativa en la isla. En relación con las cuestiones patrimoniales, el decreto de 4 de enero de 1813 sancionó la reducción a propiedad particular de «todos los terrenos baldíos o realengos, y de propios y arbitrios» (Rodríguez Sampedro, 1865, pp. 676-678). Su objetivo final, crear una masa de pequeños propietarios, era contrario a las intenciones e intereses de los azucareros. Además, la vaguedad de lo legislado en la cita gaditana, que insistía en la confusión entre baldíos y realengos y añadía los propios (Sebastià y Piqueras, 1997, pp. 29-33), alentó a aquellos que presumiblemente habían llegado tarde a los repartos anteriores a principiar una embestida por hacerse con los terrenos necesarios.

Y en efecto, los pleitos se dispararon durante el bienio 1812-1813. Resulta sintomático que tanto los denunciantes como los denunciados invocaran la Constitución de 1812 para amparar sus pretensiones y cuestionar todo lo anterior: los derechos reales, las mercedes otorgadas por los cabildos, la dedicación productiva de las haciendas, el cambio de nombre o la degradación de las señales naturales que delimitaban los primitivos asientos8. Pero el aumento de los pleitos no significó el incremento de las recaudaciones para las arcas reales. Las sumas ingresadas en concepto de realengos fueron «exiguas». Entre 1806 y 1815 se recaudaron aproximadamente unos 16.408 pesos. Y específicamente durante el bienio 1812-1813 el total apenas sobrepasó los 1.000 pesos.

La vuelta de Fernando VII el 22 de marzo de 1814 abrió un nuevo capítulo de cautela, pero también de beneficios. El cariz de algunas causas y sus cuestionamientos de los derechos reales, a lo que se sumaba el intento de crear una Junta Provincial en La Habana en 1808, resultaban cuando menos incómodos (Piqueras Arenas, 2008, pp. 427-486). Pero las ventajas fueron mayores. Para Cuba la vuelta al Antiguo Régimen no solo significó el mantenimiento de la esclavitud, sino también la conservación de los preceptos constitucionalistas en la política de tierras, conjugando la aplicación de la Real Instrucción de 15 de octubre de 1754 en lo relativo a la resolución de los pleitos con la ratificación de lo legislado en Cádiz acerca de la enajenación de tierras, destinando lo recaudado a la Real Hacienda (Rodríguez Sampedro, 1865, pp. 680-681). La solución mezclaba el añejo procedimiento que apelaba a la composición de realengos con las medidas liberales de 1813, que defendían la propiedad particular. Se reconocía la propiedad, pero sin renunciar a las sumas que pudiesen reportar los nuevos pleitos.

A la legislación de 1814 le siguió una nueva disposición que trató de poner fin al diferendum entre la Marina y los hacendados habaneros por el acceso a los bosques. La primera ostentaba el privilegio real para la explotación forestal con destino a los arsenales de la Armada –los llamados cortes del Rey–, mientras que los segundos necesitaban tierras y maderas baratas para el ensanche y aprovisionamiento de los ingenios azucareros; un pulso entre el derecho real de corte feudal y la plena propiedad propugnada por la ilustración y el liberalismo burgués, que se saldó con la Real Cédula de Montes y Plantíos promulgada por Fernando VII el 30 de agosto de 1815, que otorgó a los particulares «libertad para cortar sus árboles, y vender sus maderas» (Del Valle, 1977, pp. 73 y 102; Funes, 1998, pp. 67-90; Rodríguez Sampedro, 1865, pp. 698-700).

Los azucareros terminan aplaudiendo la vuelta de Fernando VII. El camino hacia la propiedad plena se va despejando cada vez más. Un año más tarde, en octubre de 1816, el Intendente de la Real Hacienda, Alejandro Ramírez, elaboraba un reglamento que contemplaba 3 de las principales peticiones de los hacendados: a) se reconocían como títulos legítimos las antiguas mercedes hasta el año 1727; b) se respetaría la justa prescripción, es decir, la posesión no interrumpida durante 40 años, y c) para justificar la tenencia de las tierras se aceptaba el testimonio de los colindantes y el atestado del Ayuntamiento, de un juez territorial o de cualquiera de los subdelegados de la Real Hacienda9. Los dueños de ingenios, en definitiva, obtienen un marco legal estable y favorable que comprendía amplias facilidades para probar el dominio y hacerse con un título, en esta ocasión sin realizar desembolso alguno.

Cuatro años más tarde, la Real Cédula sobre terrenos baldíos y realengos de 16 de julio de 1819 resolvería de un modo definitivo los problemas en torno al dominio del suelo, armonizando los intereses de la Corona y los hacendados. La primera mantenía los derechos sobre la enajenación de los realengos y la composición de los que tuviesen dueño. A favor de los segundos, la disposición reconocía las mercedes otorgadas antes de 1729 –fecha en la que se le retiró al Cabildo la facultad de mercedar– como «títulos legítimos de dominio», así como las usurpaciones posteriores (prescripción de 40 años). También se mantenían los requisitos para las denuncias con la clara intención de reducir los pleitos y dar tranquilidad a los poseedores de los terrenos (Rodríguez Sampedro, 1865, p. 681).

La Real Cédula de 1819 ratificó la propiedad libre y plena. Los hacendados podían disponer de las tierras con entera libertad, y definitivamente se convertían en propietarios con plenos derechos, mientras el azúcar pasaba a dominar la economía de la isla, siendo el rubro con mayor peso dentro de la producción agropecuaria.

Las disputas en torno al dominio no cesaron de repente con la legislación de 1819, pero fueron reconducidas en la línea que marcaba la propiedad individual y absoluta. La disposición, al no establecer la obligación de cultivar las tierras, propició que los hacendados se hicieran con los realengos y baldíos que, en condición de incultos, eran evaluados y vendidos a bajo precio. Como consecuencia, a mediados de siglo apenas quedaban en la isla poco más de 300.000ha de terrenos realengos, la mayoría de ellos ubicaba en el Centro y Oriente10, escenario hacia donde se trasladaría en adelante la lucha por la propiedad de la tierra.

En las regiones del este los bienes públicos se convirtieron en el centro del proceso de remoción de la vieja estructura agraria durante el período de extensión de las relaciones capitalistas. La guerra (1868-1878), la expansión azucarera y el establecimiento de ingenios centrales en la zona en que emplearon trabajadores libres, así como el fin del sistema de servidumbre (1880-1886), constituyeron el marco en que tuvieron lugar tales cambios.

Aun de forma tardía, y menos espectacular que en el occidente, esta zona no escapó a las apropiaciones, usurpaciones y los conflictos derivados: grandes extensiones sin determinar, realengos denunciados desde inicios de siglo que no habían sido deslindados pero sí ocupados por los colindantes, que los utilizaban en comunidad para la crianza de ganado. Otros habían sido usurpados, desmontados y dedicados al cultivo. Por su parte, los ayuntamientos también disponían arbitrariamente de estos terrenos para obtener recursos. La cesión en arriendo también fue utilizada por el Estado precisamente en el este de la isla. En Oriente y Puerto Príncipe no solo se conservaba el mayor número de realengos, sino también una peculiaridad significativa: una parte de los campesinos asentados en esas zonas eran aparceros y pequeños arrendatarios de tierras del Estado o de la Iglesia (Balboa Navarro y Piqueras Arenas, 2006, p. 396).

También desde el gobierno de la isla se habían aprovechado las destrucciones ocasionadas por la guerra (1868-1878) y la existencia de un número considerable de terrenos públicos para avanzar en la transformación de la estructura productiva, desamortizando tierras del Estado e impulsando la colonización. El Real Decreto de 27 de octubre de 1877, o Decreto de Reconstrucción, estableció el reparto de terrenos públicos –baldíos y realengos– o de propios y arbitrios entre licenciados del ejército, aunque en la práctica también fueron incluidos los cultivadores de la isla (Balboa Navarro, 2000, pp. 49-91 y 108-117 y Balboa Navarro, 2006, pp. 191-209).

De esta forma, el patrimonio público se vio mermado considerablemente en las 2 últimas décadas del siglo xix, aun cuando el Estado no cesó de reclamar las tierras que consideraba suyas: la política de repartos y el proceso desatado a partir de esta, las ventas y, en definitiva, las apropiaciones redujeron su número rápidamente. No obstante, en los años finales del siglo existía un número considerable de terrenos que nunca llegaron a ser deslindados, y otros sobre los que se desconocía su ubicación y límites. Todavía en 1893 la Inspección de Montes reivindicaba la división de las haciendas comuneras y el deslinde de los realengos situados entre ellas, terrenos que constituían «la mayor parte de los tentados o usurpados» y cuya venta podía reportar grandes beneficios al Estado. La nueva guerra por la independencia que estalló en 1895 dejaría en suspenso este proceso. Las haciendas comuneras y otras categorías de naturaleza señorial, como los realengos y los llamados pesos de posesión, sobrevivieron hasta el siglo xx. El desenlace llegaría de la mano de las autoridades de intervención norteamericana, que comprendieron pronto que cualquier solución del problema agrario debía pasar por eximir la propiedad de las cargas que arrastraba, para facilitar su puesta en circulación. Y para ello, era necesario atacar los últimos resquicios de naturaleza señorial.

La Orden Militar 62 «Sobre el deslinde y división de haciendas, hatos y corrales» de 5 de marzo de 1902 (Pichardo, 1969, pp. 181-198) facilitó la puesta en circulación de los terrenos, y aunque no fue el origen de las adquisiciones de tierras por parte de compañías norteamericanas, que ya venían produciéndose, sobre todo en la zona centro-oriental, sí le imprimió un mayor impulso al concederle fuerza legal. Los capitales estadounidenses invertidos en la isla aumentaron de 30 millones en el período comprendido entre 1898 y 1902 a 80 millones entre el último año citado y 1906 (Jenks, 1929, pp. 168-172). Tierras y azúcar, 2 rubros que continuaron íntimamente relacionados, pues la mayoría de los terrenos adquiridos se dedicaron al fomento de grandes latifundios vinculados a la producción azucarera (tablas 1–4).

Tabla 1.

Expedientes de venta y composición de tierras y recaudación por este concepto presentados en la región occidental entre 1747 y 1757

Año  Expedientes  Terrenos realengos denunciados y rematadosTerrenos admitidos a composición
    Al contado  Recaudación al contado  A censo  Recaudación a censo  Al contado  Recaudación al contado  A censo  Recaudación a censo 
1747  10.666  --  --  --  --  --  -- 
1748  952  42.360  --  --  10.121 
1749  10  1.823  37.694  --  --  7.333 
1750  17  2.599  25.014  4.484  18.195 
1751  10  --  --  4.061  5.200  10.810 
1752  1.419  8.720  600  1.915 
1753  4.824  3.822  1.000  --  -- 
1754  2.533  10.666  --  --  --  -- 
1755  50.408  --  --  --  --  --  -- 
1756  3.181  5.904  --  --  --  -- 
1757  233  --  --  --  --  --  -- 
Total  66  19  78.638  26  138.241  11.284  12  48.374 

Fuente: elaboración propia a partir de «Venta y confirmaciones de tierras (1736-1765)» (AGI, Indiferente, 1661).

Tabla 2.

Total de fincas por tipo en 1775 y 1792

Tipo de finca  OccidenteCentroPuerto PríncipeOrienteCuba
  1775  1792  1775  1792  1775  1792  1775  1792  1775  1792 
Corrales  326  287  43  157  64  --  184  133  617  577 
Hatos  275  315  84  211  121  110  498  440  978  1.076 
Ingenios y trapiches  160  245  142  116  50  55  126  113  478  529 
Potreros  95  567  30  13  --  227  339  599 
Sitios  717  3.055  519  326  258  209  387  30  1.881  3.620 
Estancias y vegas  3.930  3.595  1.001  809  152  103  850  1.099  5.933  5.606 
Total  5.503  8.064  1.793  1.649  658  477  2.272  1.817  10.226  12.0007 
Tabla 3.

Recaudación por la venta de realengos entre 1806 y 1815

Años  Recaudación (en pesos) 
1806  7.366 
1807  1.733 
1808  2.448 
1809  -- 
1810  385 
1811  1.176 
1812  305 
1813  851 
1814  1.851 
1815  293 

Fuente: «Expediente sobre fijar las reglas dictadas por el Sr. Intendente de Ejército», 1816, ANC, Fondo Realengos, Leg. 75, n.o 1.

Tabla 4.

Valor de la producción agropecuaria en 1827 y 1860

Productos  OccidenteCentroPuerto PríncipeOrienteCuba
  1827  1860  1827  1860  1827  1860  1827  1860  1827  1860 
Azúcar  33  68,1  14,3  67,7  8,0  52,3  10,0  26,4  25,2  61,4 
Café  26  1,7  5,7  0,2  0,8  0,1  33,4  8,8  22,2  2,3 
Tabaco  18,2  3,3  6,6  0,8  2,1  9,9  23,0  6,3  15,0 
Ganadería  2,5  22,5  5,4  54,5  29,3  15,5  6,9  14,6  4,8 
Apicultura  0,6  1,4  2,0  2,7  2,0  12,7  2,1  5,8  1,1  2,8 
Otroa  24,9  8,1  52,2  17,4  33,9  3,6  29,1  29,1  30,6  13,7 
Total  100  100  100  100  100  100  100  100  100  100 

Datos expresados en porcentajes.

Fuente: Instituto de Historia de Cuba (1994, p. 475).

a

Incluye cereales, legumbres, hortalizas, viandas y otros productos de menor importancia como algodón, añil, cacao, maloja, hierba de Guinea y cogollos.

5Conclusiones

Los procesos económicos vienen asociados a la acción humana y, por tanto, a la intencionalidad de los agentes de esa acción. En dicho proceso se combinan e interactúan la elección, el aprendizaje, la generación y la readaptación jerárquica de diferentes objetivos que actuarán finalmente como motores del desarrollo. Ahora bien, para el cumplimiento de tales presupuestos, esto es: acción-objetivos-intencionalidad, se necesita, a su vez, de un marco de estabilidad asociado al encuadre institucional.

La interrogante en nuestro estudio vendría dada por la aplicación de estos presupuestos en un contexto colonial donde la intencionalidad como vínculo estructural entre acciones y objetivos puede impulsar o retardar un proceso. En el caso de Cuba podemos apreciar cómo el desarrollo por la vía plantacionista necesitaba la consecución de varios objetivos considerados prioritarios –esclavos y libertad comercial–, pero también otros menos «visibles», como la consolidación de la propiedad: la tierra como punto de partida y sostén de todo el entramado azucarero. Y en este proceso jugaron un papel fundamental los objetivos e intenciones de los agentes implicados: la Corona –lograr mayores ingresos para el fisco– y los hacendados –convertir las usurpaciones de hecho en derecho–.

Más allá de las intenciones de los segundos, el marco institucional favorable solo podría venir de la mano de la Corona, que concentraba la capacidad de legislar. La unión entre marco de estabilidad favorable y concordancia de intenciones entre esta y los hacendados creó las condiciones para la consolidación del dominio y favoreció el llamado boom azucarero. En 1819, tras siglos de usurpaciones, confusiones y enfrentamientos entre el derecho real y las intenciones de los propietarios, la plantación quedaba legitimada y, con ella, la gran propiedad en la isla.

Financiación

El presente texto se inscribe en los proyectos de investigación HAR2012-36481 (Ministerio de Economía y Competitividad) y UJI (P1-1B2012-57), así como en el Programa Prometeo 2013/023 de la Generalitat Valenciana para Grupos de Excelencia.

Fuentes

  • 1.

    Archivo Nacional de Cuba (ANC). Fondos:

    • -

      Realengos.

    • -

      Real Consulado y Junta de Fomento (RCJF).

    • -

      Intendencia General de Hacienda (IGH).

  • 2.

    Archivo General de Indias (AGI). Fondos:

    • -

      Santo Domingo.

    • -

      Ultramar.

  • 3.

    Archivo Histórico Nacional de Madrid (AHN). Ultramar, Sección Fomento.

  • 4.

    Archivo del Consejo de Estado (ACE), Madrid. Ultramar.

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Para medir la superficie en la isla se utilizaba la llamada legua corralera, que equivale a 105 caballerías (1.407ha), con lo cual la superficie del hato se correspondía con 16 leguas corraleras y el corral con 4 leguas corraleras. Funes (2008, p. 48).

«Dictamen del Consejo de Estado», 14 de febrero de 1862, ACE, Ultramar 31-31.

D. Andrés Saavedra con el motivo de haber obtenido en la isla de Cuba varias comisiones de Real Hacienda, 1801, en «Cartas y expedientes del Obispo de La Habana (1788-1815)», AGI, Santo Domingo, 2236.

Informe de José Pablo Valiente, La Habana, 6 de septiembre de 1797, en «Expediente sobre fijar las reglas dictadas por el Sr. Intendente de Ejército, D. Alejandro Ramírez, para proceder en los asuntos de terrenos realengos y sus denuncias», 1816, ANC, Realengos, Leg. 75, n.o 1.

Ver, por ejemplo, «Expediente sobre el entredicho puesto por la Real Junta Factoría de Tabacos a las tierras de la vega de Güines», ANC, RCJF, Leg. 85, n.o 3.489. «El Superintendente de Tabacos de La Habana da cuenta con testimonio n.o 1.o de lo resuelto en Junta de 14 de febrero de 1801 sobre el reparto de 45 caballerías de tierras compradas al capitán D. José Mariano de Cárdenas, y sobre lo que los labradores deben pagar respecto a los costos que causó la operación», 1801-1802, AGI, Ultramar, 234. «Instancia de D. Francisco del Castillo proponiendo vender a la Factoría 66 caballerías a la Factoría a seis leguas al sur de Güines», 1803, AGI, Ultramar, 235.

Según el estudio presentado al Consulado, el azúcar se cotizaba en 1795 entre 24 y 28 pesos; en 1796 entre 23 y 27 pesos; en 1797 entre 14 y 18 pesos; en 1804 entre 13 y 17 pesos; en 1805 entre 11 y 15 pesos, y en 1806 entre 10 y 14 pesos. «Expediente n.o 602, sobre calificar la extrema decadencia que sufre la agricultura», 1807, ANC, RCJF, Leg. 93, n.o 3953, Exp. 1.

Expediente n.o 602, sobre calificar la extrema decadencia que sufre la agricultura y el comercio de esta isla, particularmente el ramo del azúcar, Negociado de Agricultura, 21 de enero de 1807, ANC, RCJF, Leg. 93, n.o 3953, Exps. 1 y 2.

«Expediente para cumplimentar la orden de 4 de enero de 1813 sobre distribución y repartimiento de terrenos realengos», ANC, IGH, Leg. 388, exp. 19.

«Expediente sobre fijar las reglas dictadas por el Sr. Intendente de Ejército, Superintendente general, Subdelegado de Real Hacienda de esta Isla, D. Alejandro Ramírez, para proceder en los asuntos de terrenos realengos y sus denuncias», 1816, ANC, Realengos, Leg. 75, n.o 1.

«Memoria sobre el ramo de montes pedida por el Ministerio de Ultramar en 9 de junio próximo pasado», La Habana, 2 de octubre de 1869, AHN, Ultramar, Fomento, Leg. 246, n.o 16.

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