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Disponible online el 11 de abril de 2018
El fraude en el pago de la Contribución Industrial y de comercio en España: el caso de los harineros, 1845-1907
Fraud in the payment of Industrial and Business tax in Spain: The case of the flour mills, 1845-1907
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Javier Moreno Lázaro
Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, Universidad de Valladolid, Valle de Esgueva, 6, 47011, Valladolid, España
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Recibido 17 Junio 2017. Aceptado 27 Noviembre 2017
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Tabla 1. Recaudación por la Contribución Industrial y de Comercio en 1845
Tabla 2. Contribuyentes de la Contribución Industrial y de Comercio, 1863-93
Tabla 3. Contribuyentes de algunos epígrafes de la Contribución Industrial (1895-1906)
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Resumen

En este trabajo defiendo la hipótesis de que el fraude en el pago de los impuestos que gravaban a la industria y al comercio en España superó el 50por ciento y, lo que es peor, creció a lo largo de la segunda mitad del siglo. El fraude fue el resultado de la complejidad de los tributos, de la complicidad de las autoridades con los grandes contribuyentes y de la ausencia de una auténtica inspección. Pero sostengo que la tolerancia al fraude fue un instrumento de la política industrial. El Gobierno lo toleró con el fin de favorecer el desarrollo de algunos sectores. Para demostrar esta hipótesis he considerado lo sucedido en la fabricación de harinas, la dedicación productiva más extendida del país.

Palabras clave:
Fraude fiscal
Impuestos
Hacienda
Fabricación de harinas
Política industrial
Códigos JEL:
H25, N13, N23, N33
Abstract

In this article, the hypothesis defended is that fraud in the payment of industry and business taxes in Spain exceeded 50percent and, worse still, it grew during the second half of the 19th century. This fraud was the result of tax complexity, complicity of authorities with wealthy taxpayers, and the absence of any real inspection. However, the study claims that tolerance to fraud was an instrument of industrial policy, by which the Government tolerated it so as to favour the development of certain sectors. To demonstrate this hypothesis, an analysis is made of flour manufacturing, the most widespread productive industry in the country.

Keywords:
Tax fraud
Taxes
Treasury
Flour manufacturing
Industrial policy
JEL classification:
H25, N13, N23, N33
Texto completo
1Introducción

El fraude fiscal deja pocas huellas documentales por su propia naturaleza. Esta debe de ser la razón por la que la historiografía económica española se ha detenido en su estudio solo ocasionalmente. Existe —eso sí— la convicción de que a lo largo del sigloxix alcanzó tales proporciones, en especial en la liquidación de las contribuciones directas, que comprometió la propia suficiencia de la Hacienda española (Comín, 1994 y 2017).

Si cabe, el fraude en la liquidación de la Contribución Industrial ha estado más desasistido por la historiografía, seducida por el de la Contribución Territorial, debido al propio peso en la conformación de los ingresos tributarios y la dimensión social de la ocultación (Pérez Picazo, 1998; Pro, 1994, Corominas, 2014).

El olvido resulta, como poco, chocante, habida cuenta del uso que se ha hecho de la documentación generada por la liquidación del tributo (padrones, matrículas y estadísticas) en la reconstrucción de nuestro pasado industrial, tras divulgarla Corella (1977) y Nadal (1987). Carecen los ensayos de Carreras (1989), Martínez Carrión (1992) y Beltrán (1998) de un juicio crítico de la fuente que haya tenido en cuenta la incidencia del fraude, al margen ya de la idoneidad o no de las cuotas abonadas como indicador del VAB.

Llama también la atención que hayamos pasado por alto la controversia que suscitó la aplicación de este tributo y las timoratas respuestas que dio la administración a la extensión del fraude. Es preciso atender a una circunstancia muy singular: era el impuesto a cuyo pago estaba sujeto un mayor número de contribuyentes, cerca de medio millón en 1860. Así pues, los cambios en la normativa del impuesto suscitaron una inmediata respuesta de ciudadanos de diferentes estratos económicos.

Sostengo la hipótesis en este trabajo de que el fraude en el pago de la Contribución Industrial y de Comercio registró cifras escandalosas, cifras que, lejos de menguar, crecieron a lo largo del sigloxix. Millares de españoles de toda condición, clase social, convicción política o lugar de residencia se hermanaron en el fraude a este impuesto, con la plena anuencia de los poderes públicos, especialmente de filiación política moderada (Comín, 1994). Considero que en torno a este tributo se creó una estructura piramidal de saqueo de las arcas del país cuyos organizadores solo se cebaron con los pequeños contribuyentes cuando las necesidades recaudatorias lo requirieron.

Por último, mi estudio pretende demostrar que el fraude se sustentó en la complicidad de los inspectores de Hacienda, pero no tanto por la falta de estímulos salariales como en las sociedades contemporáneas (Ivanyna, Momoouras y Fragantos, 2016), sino por la obediencia debida a sus mentores, a la sazón grandes contribuyentes.

Justamente la continuidad de un fenómeno de esta naturaleza exigía, junto con un Estado cómplice, una tupida red clientelar, del arraigo —ya en la Restauración— del caciquismo. Por eso he escogido en este estudio a un colectivo muy específico tradicionalmente relacionado con esta perturbación en la sociedad civil: los fabricantes de harinas. Cacique y harinero eran en la España de la Restauración términos casi sinónimos.

La consideración de la harinería en mis cálculos sobre el fraude presenta una última virtud: la heterogeneidad —en lo que hace a las rentas del contribuyente— y su elevado número. Lo pagaban desde pequeños molineros depauperados a grandes propietarios de fábricas y de compañías navieras santanderinas. Las recopilaciones de establecimiento haciendo uso de fuentes registrales y notariales de Moreno Lázaro (1998) facilitan mis cálculos.

Así pues, en estas páginas propongo un recorrido por la legislación de la Contribución Industrial y la incidencia del fraude, vehiculado en torno a lo sucedido en este sector. En los párrafos que siguen extracto brevemente su historia.

La trituración del trigo era practicada a mediados del sigloxix por dos tipos de establecimientos muy distintos, tanto desde la perspectiva tecnológica como la mercantil: los molinos y las fábricas. Los molinos tradicionales, artefactos bastante toscos por lo común, se encargaban de la prestación de un servicio —la moltura del grano— a cambio de una entrega en especie por el cliente, la maquila. El molinero no acopiaba materia prima ni producía harina por decisión propia, sino por encargo. Es decir, sus condiciones de trabajo podrían ser adscritas —con ciertas licencias— a las propias del putting-out-system.

Entre tanto, los titulares de las fábricas, conocidas en España desde 1770 pero solo plenamente difundidas a mediados delxix, obtenían harinas con arreglo a criterios fabriles para la venta. Su dotación técnica era mucho más sofisticada, y en ellas se realizaban todas las fases del proceso de obtención del producto, desde la limpia del trigo al envasado. Pero estas fábricas, ubicadas en torno al Canal de Castilla, el Camino Real a Santander, así como las cercanías de Bilbao y Cádiz, fueron clausuradas durante la ocupación francesa. Ya en 1828 se construyó en San Fernando de Henares (Madrid), a instancias de Dolfuss, la primera fábrica de harinas española sistema inglés. Desde entonces las nuevas técnicas se difundieron con celeridad, sobre todo en las provincias de Castilla la Vieja.

En 1879 la Harinera Balear levantó en Palma de Mallorca la primera fábrica austrohúngara de España (Nadal, 1987). En estas factorías se procedía a la trituración del trigo mediante cilindros de fundición o de porcelana, en lugar de las muelas de sílex. Gracias a la llegada de trigo extranjero, mucho más adecuado que el aragonés o castellano para el uso de estos ingenios, la harinería tuvo ahora una mayor difusión en el litoral del país, en especial en el catalán. Sant Martí de Provençals, en las cercanías del puerto de Barcelona, arrebató a Valladolid la condición de epicentro harinero español (Nadal y Tafunell, 1992).

2La implantación del tributo (1810-1845)

Al marqués de la Ensenada en 1749 hay que atribuir el intento de gravar con un impuesto directo la riqueza industrial y comercial. El proyecto de «Única Contribución» no salió adelante. Pero su concepción del tributo non nato y la documentación que generó inspiraron los repartimientos a industriales y comerciantes realizados en 1799 (por valor de 300millones de reales), la Contribución Directa de 19 de septiembre de 1813, la General de 30 de mayo de 1817 y el reparto de los 18millones destinados a la guerra en América entre 1816 y 1818 (Dirección General de Contribuciones, 1855, p. 24).

Mas el primer tributo que gravó propiamente los ingresos obtenidos en el ejercicio de actividades industriales y comerciales fue el impuesto de Patentes, aprobado el 19 de noviembre de 1810, reformado por Real Decreto de 10 de Diciembre de 1811 firmado por Cabarrús. Tuvo una vida efímera y tortuosa. Cesada su recaudación en 1814, se reanudó en junio de 1822, aunque quedó en suspenso en octubre de 1823. En febrero de 1824 el Gobierno aprobó una nueva exacción sobre la actividad industrial, repartida entre las provincias hasta computar 10millones de reales (Martínez Alcubilla, 1877, tomo III, p. 167; Comín, 1988, pp. 139-182; Albiñana, 1953). Javier de Burgos exigió nuevas derramas con una cuantía de 44millones a industriales y comerciantes mediante la prórroga del Decreto en octubre de 1834. El estallido de la primera de las guerras carlistas obligó a acabar con la excepcionalidad de este tributo, desde entonces denominado Subsidio Industrial y de Comercio.

Por ley de 23 de mayo de 1845 el ministro Alejandro Mon incorporó al régimen fiscal español la Contribución Industrial y de Comercio. El contribuyente debía atender dos derechos: uno fijo, común a todos ellos, y determinado con arreglo a las bases de población de la localidad (divididas en ocho), y un segundo equivalente al 10por ciento del valor en renta del edificio donde se practicaba la actividad empresarial o la de la residencia de su propietario. Los contribuyentes quedaron clasificados en tres categorías: 1)profesionales, comerciantes y artesanos; 2)banqueros, especuladores y tratantes, y 3)fabricantes. Mon no hizo otra cosa que aplicar miméticamente la reforma fiscal de la Francia revolucionaria de 1790-1791 (Delalande, 2014, pp. 21-53).

Este impuesto supuso un auténtico hito en la historia fiscal española, por el número de contribuyentes que se incorporó al sistema tributario y sus pretensiones recaudatorias (tabla 1). Y ello a pesar de que en el País Vasco y Navarra su recaudación compitió a las Haciendas forales. Por otra parte, Mon trató de adoptar el principio de equidad que sustentó el sistema francés. La cuota media abonada por un fabricante en 1843 (129 reales) multiplicó por 4 a las ingresadas por un artesano.

Tabla 1.

Recaudación por la Contribución Industrial y de Comercio en 1845

Tarifa  Contribuyentes  DerechosCuotas  Total 
    Fijo  Proporcional     
1.°  191.303  21,001.912  4,498.268  34,5  25,500.180 
2.°  72.087  6,600.730  992.322  105,3  7,593.052 
3.°  13.862  12,224.693  561.800  128,9  1,786.493 
Total  277.252  28,393.192  6,052.390  101,7  34,879.723 

Fuente: Dirección General de Contribuciones (1855), p. 25, y elaboración propia.

Pero unos y otros recibieron con una hostilidad inusitada un impuesto que acababa con la opacidad fiscal —en lo que hace al pago de contribuciones directas— de artesanos, comerciantes, profesionales, navieros e industriales. Una oleada de motines originada en Castilla y extendida al conjunto de España obligó a Mon a reducir en un 20por ciento la cuantía de las cuotas de la tarifa primera. Gracias a ello afloraron 68.695 nuevos contribuyentes. Pero con la crisis de subsistencias de 1847 este pago, por más que aminorado, resultó aún más gravoso. El Gobierno, para desconsuelo de Mon, dejó en suspenso momentáneamente su cobro, forzado por el violento rechazo de pequeños productores y vendedores al por menor.

3Contrarreforma fiscal, fiebre harinera y extensión del fraude (1846-1867)

El marqués de Salamanca, ministro de Hacienda y factótum en el Gobierno de Pacheco, con la publicación de la orden de 27 de septiembre de 1847 desnaturalizó por completo el régimen tributario diseñado por Alejandro Mon. Salamanca eliminó la cuota proporcional, privándolo de lo poco que tenía de equitativo, con el argumento de que, suprimido el impuesto de Inquilinatos, carecía de cobertura estadística. En su lugar implantó el sistema de agremiación para la mayor parte de los contribuyentes. Las cuotas locales se repartían, primero, entre los gremios atendiendo a su importancia relativa y, después, entre sus miembros, a su vez guardando cierta proporción: el mayor contribuyente no podía pagar cinco veces más que el menor. La normativa incurrió en un arcaísmo incompatible con una reforma fiscal liberal, en tanto que empleaba al gremio, una institución formalmente abolida, como agente recaudatorio (Comín, 1996, p. 102). Desde entonces los moderados se alejaron por completo del ideario hacendista francés, a pesar de los buenos resultados que, en términos recaudatorios, había procurado (Comín, 1986, pp. 184-189). En el suyo prevaleció el objetivo de no dañar fiscalmente a los propietarios de la tierra, en tanto que conformaban el grueso de su electorado (fig. 1) y, en compensación, eliminar todo resquicio de proporcionalidad en la Contribución Industrial.

Figura 1.

Cociente de la recaudación entre la Contribución Territorial y la Contribución Industrial, 1850-1907.

Fuente: Comín (1982) y elaboración propia.

(0.07MB).

Con la aniquilación de la reforma de Mon, el tributo perdió en eficacia recaudatoria y en equidad. Los grandes industriales alardeaban de un absoluto sosiego fiscal. Mientras que la recaudación, en términos nominales, creció en 1852 con respecto a 1851 en la tarifa segunda un 9,5por ciento, en la tercera lo hizo solo en un 4,7por ciento, forzado el Gobierno por las presiones de los grandes industriales (Dirección General de Contribuciones, 1855, p. 27).

En octubre de 1852 la Hacienda introdujo un nuevo cambio, en virtud del cual determinó la base imponible de las fábricas con arreglo a su inmovilizado, como indicador externo de riqueza. Al tiempo, la Hacienda obligó a los Ayuntamientos a elaborar la llamada Matrícula Industrial, padrones que incluyese a todos los contribuyentes divididos en tarifas inspiradas en el interrogatorio de Ensenada (Martínez Alcubilla, 1877, tomo III, p. 169).

Bravo Murillo hizo también alguna concesión a los menos pudientes, como la exclusión del pago a los propietarios de telares de menos de dos varas y de hilaturas no mecánicas, lo que mermó la recaudación en términos relativos (fig. 1)1. Otro tanto sugieren las cifras que represento en la figura 22.

Figura 2.

Cuotas recaudadas por la Contribución Industrial, 1850-1907 (en porcentajes del PIB industrial).

Fuente: Comín (1982) y Prados de la Escosura (2017).

(0.08MB).

Todo quedó en buenas intenciones. Justamente la mayor deficiencia del tributo descansó en la facilidad con que las grandes fortunas podían evitar su pago. Un cálculo aproximado permite estimar su incidencia a escala nacional. En 1853, la Hacienda previó recaudar 120 millones de reales. No llegó a 50. Desde luego, un desfase tal no se justifica solo por la falta de tino. La recaudación en estos primeros años era un auténtico sainete. Los ministros moderados miraron para otro lado. En ese año, solo 3.080 contribuyentes fueron sancionados, un 0,6por ciento del total, y 74 municipios por encubrirlos (Dirección General de Contribuciones, 1855, p. 29).

Después de años de desidia, el Gobierno de Espartero nacido de la Revolución de 1854 tomó cartas en el asunto. En septiembre de ese año envió una circular a todos los responsables provinciales de Hacienda conminándoles a que luchasen contra el fraude de manera más enérgica (Dirección General de Contribuciones, 1855, p. 29). El propio gobernador civil de Zamora lamentó la saña con la que la Hacienda trataba a los artesanos rurales mientras toleraba las argucias de los industriales capitalinos (Guerola, 1855).

Pero aquejado el país por el cólera y por una agitación social inusitada, originada justamente en la excesiva presión fiscal a las rentas más bajas, no parecía aconsejable esforzarse en exceso en ello, ni con los pobres por lo levantiscos ni con los ricos por lo diletantes en sus posicionamientos políticos. Únicamente el Gobierno trató, en una primera instancia, de medir la magnitud de la riqueza ocultada.

En efecto, en 1856 el Ejecutivo retomó la vieja idea de elaborar una estadística industrial, formulada (y abandonada) por Madoz en 1845. Lo hizo empleando las Matrículas de ese año. Recogió sus cálculos en las conocidas Estadísticas Administrativas de la Contribución Industrial. Acometió la tarea Juan Bautista Trupita, un hacendista y estadístico formado en Francia, discípulo de Madoz. De sus cifras se ha hecho mucho uso, pero ninguno de su preámbulo. En este documento —elaborado para estimarlo— Trupita mostró su desolación por la magnitud constatada del fraude3.

La Hacienda tenía las manos atadas, a decir verdad. La enorme dispersión de la población entorpecía la recaudación del tributo. Se podría cobrar con facilidad y rendimientos para la Hacienda en las poco más de medio centenar de localidades murcianas, por citar un caso; pero era imposible hacerlo en los miles de asentamientos humanos en forma de pedanías, parroquias y cotos redondos del norte de España. Allí el Estado, salvo en las capitales y sedes de Partidos Judiciales, estaba ausente. Arraigó por ello en estos territorios el fraude con suma facilidad. Así las cosas, en Galicia y Asturias la Hacienda recaudó en 1855 entre 4 y 9 reales por habitante, cuando la media nacional se cifró en 25. Cierto que el guarismo presenta alguna congruencia en las provincias económicamente más dinámicas (92 reales en Madrid, 78 en Barcelona o 68 en Cádiz), pero no en las más depauperadas. El fraude y solo el fraude explica las enormes diferencias en la recaudación per cápita en las provincias del noroeste con las depauperadas Badajoz (13 reales), Teruel (14), Soria y Murcia (12), por citar algún caso.

Procede ahora cuantificar el fenómeno en la elaboración de harinas. La Hacienda determinó las cuotas, tanto para molinos como para fábricas, en función de: a)el número de piedras y disponibilidad de elementos para la limpia y cernido; b)prolongación temporal de la molienda; c)tipo de motor aplicado, y d)la clase de cereal triturado.

La forma más habitual de defraudación consistió en la declaración de una harinera como molino maquilero. Así lo habían hecho los fabricantes sistemáticamente en el pago del viejo Subsidio hasta 18454. Era también muy frecuente que el harinero revelase un número de piedras menor a las que, de hecho, molturaba. Pues bien, en 1857 no abonaron la Contribución Industrial los propietarios de un 52por ciento de las harineras en activo en las mayores provincias productoras de Castilla la Vieja, atendiendo a las cifras proporcionadas por Moreno Lázaro (1998). Considerando la ocultación de maquinaria de las que sí lo hicieron, el fraude ascendería a un 62,6por ciento5.

Varias referencias de detalle revelan que en el resto del país ocurrió otro tanto. En Zaragoza tributaron ese año 5 de las 12 fábricas existentes; en las provincias manchegas la mitad, y en La Coruña, ninguna de la media docena de las que tengo constancia de su trabajo6.

No puede imputarse la ocultación de estos artefactos al disfrute de franquicia alguna, como de las que sí gozó la mitad de los industriales algodoneros catalanes en aplicación de la Ley de Aguas de 1849, que exoneraba del pago de contribuciones a nuevos aprovechamientos hidráulicos (Carreras, 1989, p. 238). El grueso de las factorías castellanas se edificó sobre viejos molinos. Incluso a los titulares de los artefactos del Canal de Castilla se les privó de las exenciones que sí tenían los accionados por la acequia Condal.

Tanto daba. Podían defraudar sin riesgo alguno. Fábricas incluidas en los catálogos de exposiciones industriales nacionales o internacionales, cuyas virtudes eran descritas con toda suerte de epítetos, no figuraban en las Matrículas Industriales de la localidad a la que pertenecían. El mismo responsable político, el Gobernador Civil, que tramitaba la apertura o transformación de un artefacto, no lo echaba en falta cuando visaba la Matrícula. Porque, desde luego, el Ayuntamiento raramente lo habría incluido. Qué otra cosa podía esperarse si frecuentemente el propietario era, no ya senador, diputado o concejal, sino el propio alcalde, como sucedió en las ciudades de Santander, Valladolid y Palencia desde 1834. Eran ellos quienes defraudaban con alevosía. Los ajenos al círculo de harinócatras pagaron religiosamente.

La ocultación de los molinos superó al de las fábricas. En los municipios de la antigua provincia de Palencia se contaron, con ocasión de la elaboración del Catastro de Ensenada en 1752, un total de 496 molinos con 672 piedras7. Trascurridos cien años, y según las Matrículas, eran solo 154 y 193, respectivamente8.

La complejidad en la determinación de la base imponible invitaba al fraude. La actividad de molinos estaba regulada en 70 artículos. Tal era la confusión que ello provocó que, en 1864, la Hacienda tuvo que orientar con nuevas directrices a unos atribulados molineros que no sabían a qué atenerse al cumplimentar las Matrículas (Martínez Alcubilla, 1877, tomo III, p. 188).

A la vista de los datos elaborados durante el Bienio, el Gobierno de Narváez ordenó la constitución en 1857 de las llamadas Juntas Administrativas, compuestas por grandes contribuyentes, a quienes competía la inspección a escala local. A decir verdad, fueron algo más resolutivas.

De esta suerte, en 1863 la Hacienda gravó a los propietarios de 198 fábricas de harinas, un número mucho más ajustado al real que el cuantificado en 1857 (desde entonces se construyó en torno a media centena). Pero la ocultación no menguó en lo que hace al número de piedras declarado (la mitad de las reales). Es más, las Juntas Administrativas se cebaron con los pequeños artesanos, mientras hacían la vista gorda con los contribuyentes adinerados. Las Estadísticas Administrativas de la Contribución Industrial proporcionan unas cifras nada congruentes con los cambios estructurales que estaba atravesando la industria española. En un contexto de arraigo progresivo de la economía de fábrica, según esta fuente entre 1857 y 1863 creció el número de molinos en algo más de 2.000, y el de telares manuales —por referirme a otro sector— pasó de 5.401 a 6.950 en ese lapso de tiempo. Es decir, ganaron peso la molienda y la tejeduría tradicionales. Obviamente, tal fue el resultado de una mejora selectiva en la inspección. La Hacienda gravó la actividad de miles de contribuyentes rurales, especialmente en Galicia, Asturias y León. Solo entonces, la recaudación de la Contribución Industrial se habría extendido al conjunto de España (salvo en las provincias exentas). Pero los fabricantes más potentes no cejaron en la ocultación.

El fraude alcanzó proporciones escandalosas en un sector derivado de la harina, en manos de los mismos personajes: la elaboración fabril de pan. Para entonces, ya trabajaban media docena fábricas de pan con amasadoras accionadas por máquinas de vapor en Santander y Valladolid. Pero la Hacienda ignoraba su existencia, a pesar de que lo hacían exclusivamente para el abasto del Ejército. La normativa no exigía entonces estar al corriente de las obligaciones tributarias a los adjudicatarios de contratas.

No presenta el volumen de ocultación diferencias significativas al del otro gran sector manufacturero de la economía española: la industria textil. Con arreglo a las cifras de Jiménez Güited (1862), no caracterizadas precisamente por su exhaustividad, el fraude y la elusión en la industria algodonera ascendieron a un 32,5por ciento. En la lanera como en la harinería, sectores unidos por esa coexistencia de la producción fabril y la elaboración preindustrial, el castigo fiscal a los productores domésticos rondó lo obsceno. Nada menos que un 80,4por ciento de los telares mecánicos escaparon al control de la Hacienda, frente al 25por ciento de los manuales.

Desde luego, la opacidad de la molienda fabril no obedeció exclusivamente a la ineficacia y letargo de la Hacienda, como demuestra el celo de sus responsables para multar a otros contribuyentes. Prueba de la discriminación fiscal positiva de que gozaron la industria harinera y algodonera, en otro gran sector manufacturero en el que España mostró una especialización muy acusada, la industria aceitera, la ocultación solo alcanzó el 9,5por ciento.

La incidencia del fraude fue inversamente proporcional a la presión fiscal. Atendiendo a las cifras proporcionadas por Jiménez Güited (1862), las cuotas abonadas por los fabricantes de harinas representaban un 0,06por ciento del valor de la producción, mientras que las de los molineros ascendían al 0,48por ciento. Compartía la harinería esa discriminación positiva con las industrias algodonera y la sedera (ambas un 0,08por ciento), frente a la añeja lanera (0,41), la aceitera (0,25) o la papelera (0,24).

No era de esperar que del Parlamento surgiese iniciativa alguna que enmendase esa situación. La harinería y la mayor mercantilización del agro castellano que su modernización trajo consigo habían convertido en contribuyentes a miles de ciudadanos. Por ello, las provincias especializadas en este giro tuvieron una sobrerrepresentación en el Congreso. Valladolid y Palencia eran las provincias españolas con un mayor número de contribuyentes por cada mil habitantes (23,5), muy por encima de Madrid (20,8), de Barcelona (17,7) y de la media nacional (11,5). El fabuloso negocio de las harinas tuvo esa curiosa consecuencia parlamentaria de la que supieron hacer uso. Y no solo en el diseño de la política arancelaria. También de la fiscal.

El voluntarioso Trupita, ahora convertido en Ministro de Hacienda, quiso enmendar la situación en 1864. Improvisó entonces un cuerpo de inspectores. Pero lo hizo con funcionarios de bajo nivel y menos cualificación. En efecto, ordenó a los Gobernadores Civiles que, entre los subalternos, escogiesen a quieres ahora se denominarían «investigadores». La inspección fiscal quedó en manos de ordenanzas y bedeles iletrados (Vereterra, 1861).

La coyuntura económica malogró sus buenas intenciones. La crisis financiera de 1864-1866 se dejó sentir en la producción industrial y, por ende, en la recaudación de los gravámenes a que estaba sujeta. Pero al decir de los contemporáneos, los escándalos financieros incitaron al fraude, ahora socialmente tolerado por los desfalcos y apropiaciones de depósitos de bancos, como sucedió en la propia Valladolid (Tortella, 1972).

4La obra malograda de Figuerola y su legado (1868-1873)

A Laureano Figuerola se debe propiamente el primer intento de reforma de este tributo tan permisivo con el fraude, que procuraba escasos ingresos y, sobre todo, tan agresivo con los pequeños contribuyentes. Básicamente lo que recaudaba la Hacienda en su liquidación eran motines. Obró con pragmatismo. Figuerola no se propuso «por ahora» (la cursiva es suya) cambiar sustancialmente los tres principios en que se sustentaba: 1)las bases de población; 2)la agremiación, y 3)la inspección. Pero sí acabar con una maraña de reglamentos que habían hecho «la administración del impuesto muy complicada y difícil» (Reglamento de 20 de mayo de 1870). A tal efecto nombró en 1869 una comisión formada por grandes propietarios y hacendistas que elevó una memoria al ministro con sus propuestas de reforma.

Visto su contenido, Figuerola prescindió de los vecindarios para emplear los datos censales en la determinación de la base de población, estableció como sujeto de imposición la fábrica y no cada elemento de inmovilizado como hasta entonces y aumentó las cuotas para acompasarlas a la modernización tecnológica. Adicionalmente, se propuso dotar a la Hacienda de una auténtica inspección fiscal, «una investigación oficial como defensa de los intereses del Tesoro», y prescindir de los funcionarios subalternos. «Hechos repetidos demuestran que la investigación no ha sabido o no ha querido descubrir mucha ocultación», arguyó.

Figuerola literalmente se escandalizó ante la magnitud del fraude constatado por esa comisión y por la mera comparación con las cifras de Jiménez Güited (1862) en la liquidación de la Contribución Industrial por los fabricantes de tejidos de algodón catalanes. La industria textil tenía unas dimensiones —él lo sabía bien (Figuerola, 1849)— considerablemente mayores que las declaradas. En ajustar las cuotas a los beneficios reales obtenidos por los industriales y en acabar con la ocultación puso su empeño, que mostró también en otros sectores fabriles muy arraigados en el Principado, como la industria papelera o la corcho-taponera. No en balde en 1863 tributaron 215 factorías de esta última naturaleza cuando Jiménez Güited (1862) contabilizó solo en la provincia de Girona 484.

A pesar del rechazo que suscitaba su gestión (o justamente por ello) en Castilla, mantuvo las cuotas que gravaban la elaboración de harinas. El ministro actuó con mesura. La reducción de los derechos que devengaba la importación de harinas en Cuba y en España en 1869 ya le había causado bastantes problemas. Los harineros mantenían su presencia en el Parlamento, formando un grupo informal unido por sus intereses económicos, aunque distanciados políticamente, algo de lo que carecían los industriales catalanes (no solo los textiles). Laureano Figuerola inició, por extraño que parezca, una política en la que perseveraron quienes le siguieron en el ministerio: la de aliviar la presión fiscal a la que estaban sujetas las industrias alimenticias (véanse los anexos).

Finalmente, la reforma de Figuerola no salió adelante por culpa de las protestas populares que originó, azuzadas por las instituciones patronales. Segismundo Moret, quien sucedió a Figuerola en el cargo, solo respetó uno de sus contenidos: el encabezamiento de los pueblos. La elaboración de 33.000 matrículas al año (tantas como entidades locales) suponía un enorme desembolso para el Estado;, y, lo que era peor, sin que procurase ingresos significativos. En el grueso de los pueblos del interior del país contribuía una taberna, una abacería, un molino, un horno y un puñado de telares. Moret dispuso que los núcleos no capitalinos abonasen lo ingresado en 1870 sin más averiguaciones. Únicamente debían elaborarse las matrículas en las capitales de provincia. Incluso un industrial podía firmar directamente un concierto de encabezamiento con la Administración (Martínez Alcubilla, 1877, tomo III, p. 169).

En realidad, Moret se rindió ante el fraude. Una medida que pretendía reducir los costes de recaudación acabó por resucitar los cupos, una muestra más de la camaleónica capacidad que tenían los mayores contribuyentes de recuperar el viejo orden fiscal con un engañoso barniz de modernidad. Cierto es que no merecía la pena elaborar matrículas en pueblos donde la Hacienda iba a recaudar menos de lo que costaba el propio formulario. Pero asumió una ocultación en las industrias rurales, como la harinería, en la proporción que he estimado antes. En la práctica, el pago de la Contribución Industrial en el mundo rural se convirtió en un juego de naipes. El municipio o el industrial podían plantarse en una cuota líquida si creían que una valoración o una inspección pudiesen comportar el pago de una cantidad mayor.

El Gobierno cometió un error de bulto al encabezar a todos los pueblos. En muchas de las localidades españolas con mayor proyección industrial no recaía la condición de capital de provincia. Por extraño que parezca, no reparó en ello hasta 1872, en que desencabezó a Alcoy, Gràcia, Sabadell, Jerez de la Frontera, Ferrol, Vélez-Málaga, Cartagena, Gijón, Vigo y Reus. Pero en Vallecas, Sant Martí de Provençals, Béjar o Antequera, por citar algunos núcleos fabriles rurales o periurbanos, sus industriales pudieron eludir el pago del tributo.

Es más, hizo dejación la Hacienda de sus funciones inspectoras en las propias capitales. Prueba de ello es que las cinco harineras de la ciudad de Palencia —uno de los núcleos harineros más potentes del país— fueron declaradas como molinos a lo largo de los primeros años de la década de 18709.

Otro tanto sucedió en el resto de España. El abogado y diputado valenciano Joaquín Company y Abarques (1871, p. 16) denunció con vehemencia lo extremadamente injusto en el reparto de la carga tributaria10. Ni exageraba ni era una voz discordante. Él supo expresar con intemporales palabras los efectos de las crisis políticas y económicas en la conducta de los contribuyentes. El fraude «tan arraigado en nuestro suelo patrio» tenía «mayor desembozo y osadía en los tiempos turbulentos y agitados como los que, por desgracia, meses hace atravesamos».

El fraude, pues, alcanzó proporciones desconocidas, tanto más tras el estallido de la tercera de las guerras carlistas, debido a la impunidad con la que pudieron proceder defraudadores y contrabandistas, amparados en el caos administrativo. Juan Tutau, ministro de Hacienda de la República, les culpó expresamente «del lamentable estado de la recaudación de los impuestos» (Decreto de 5 de junio de 1873).

Los defraudadores, ahora, eran vistos como enemigos de la democracia, como culpables del castigo fiscal «a las clases menos acomodadas». Tutau rehabilitó la obra reformista de Figuerola. El ministro estableció como prioridades dotar a la Contribución Industrial de mayor equidad y luchar contra el fraude. Para lo primero —y por primera vez— consultó a un grupo de ingenieros industriales a fin de obtener información más ajustada de la que podían proporcionar los hacendistas (y desde luego, los mayores contribuyentes) sobre la productividad del capital. Fruto de estas averiguaciones dispuso un aumento de las cuotas «acomodadas a su verdadero tecnicismo» (figuras 1 y 2). La Ley de Presupuestos de 1873 otorgó competencias al Ejecutivo para reformarlas, en aras a una mayor flexibilidad y sencillez, sin necesidad de la aprobación parlamentaria. A fin de recabar su ayuda, cedió a los Ayuntamientos lo recaudado a industriales defraudadores que identificasen. Finalmente, retomó la tarea iniciada por Figuerola en su intento por acabar las exenciones a la industrial textil algodonera. «A la sombra de esta concesión, se vienen cometiendo abusos perjudiciales a los rendimientos del impuesto», argumentó.

5El fraude y los primeros Gobiernos de la Restauración (1874-1889)

El Gobierno de Cánovas de Castillo se apresuró a restablecer la citada exención, dado que conculcaba la Ley de Aguas de 1866. Catalanes y castellanos volvieron a disfrutar de sus franquicias fiscales, explícitas o no. Bastante castigo soportaron con los recargos del 25por ciento en la Contribución Industrial (si la pagaban) establecidos para financiar la guerra carlista. Los conservadores consideraron, en plena contienda, subir los impuestos a los ricos, una desdichada ocurrencia republicana. Eso sí, Cánovas formó una nueva comisión para confeccionar una estadística industrial con el mismo resultado que los intentos que lo precedieron: ninguno.

De hecho, a los primeros Gobiernos de la Restauración el fraude no les inquietó lo más mínimo, en tanto que la recaudación creció incluso por encima de la producción industrial (fig. 3), a pesar de la rigidez, inherente a su condición de impuesto de producto.

Figura 3.

Recaudación de la Contribución Industrial y de Comercio. Índices de la producción industrial, 1850-1907 (en números índices base 1850 y términos nominales)

Fuente: Comín (1985) y Prados de la Escosura (2003).

(0.1MB).

Ya en 1877, el ministro de Hacienda José García de Barzanallana retomó la labor de reducir el fraude. El principal foco de ocultación se ubicaba en Cataluña, como había detectado Figuerola. El ministro desencabezó a las localidades de Tarrasa, Manresa, Mataró y otras del llano barcelonés, auténticas zonas francas hasta entonces. Entre tanto, otras como Igualada, Capellades u Olot siguieron ajenas a la poco atenta mirada de la Hacienda.

En un segundo término, Barzanallana dio los primeros pasos para crear una auténtica inspección fiscal. Dispuso la constitución de comisiones que se encargasen de confeccionar las Matrículas, de manera que las Juntas Administrativas perdieron sus facultades en la inspección para tener exclusivamente un carácter consultivo11.

Pero las nuevas comisiones incurrieron en los mismos hábitos de costumbre: dar por bueno lo declarado (o no) en lo que hacía a los ricos y perseguir a los modestos. La que por entonces alardeaba de ser la mayor harinera del país, La Industrial Harinera Barcelonesa, en San Martí de Povençals, nunca tributó por las 24 piedras con que estaba dotada. Todo lo más, lo hizo por la mitad de ellas12. De la treintena de fábricas en activo en Zaragoza en 1879, solo cotizó ¡una! Entre tanto, atendiendo a la información que proporcionan las Estadísticas Administrativas de ese año, las comisiones detectaron 2.000 nuevos molinos.

Como digo, Barzanallana se quedó corto en los desencabezamientos. No lo hizo, desde luego, por desconocimiento de la realidad industrial del país. Por poner un ejemplo muy revelador, los industriales textiles de Béjar, acogidos a esta forma de elusión, suministraban uniformes al Ejército y a la Guardia Civil. Es decir, el Gobierno contrataba por grandes sumas con evasores. Pero no era cosa fácil. Figuerola los estableció, con buen criterio, para reducir los costes de elaboración de las matrículas y con la intención de actualizar los cupos año a año, cosa que nunca se hizo. En la práctica, la consecuencia no deseada fue viciar a la Contribución Industrial de las mismas prácticas clientelares y fraudulentas de la Contribución Territorial (Pro, 1994 y 1995). El sistema de encabezamientos, por más que se acomodase al nuevo orden caciquil, era impropio de una hacienda liberal, se prestaba a las corruptelas y mermaba la cultura tributaria de los ciudadanos. Los presupuestos de 1876-1877 contemplaron un considerable aumento de la cuantía de los cupos, lo que suscitó quejas airadas de muchos de los alcaldes. El Gobierno no tuvo más alternativa por ello en julio de 1878 que dar plena libertad a los Ayuntamientos para elegir el régimen tributario. La mitad decidió seguir encabezado. El ministro de Hacienda sancionó esta burla a los intereses del Tesoro.

A tal situación se enfrentó Juan Francisco Camacho. Desde 1880, abordó la reforma de la Contribución Industrial y de Comercio más profunda de las practicadas desde 1845. Es más, hizo de la lucha contra el fraude una cuestión de Estado.

Camacho emprendió, primero, una batalla nada fácil contra los encabezamientos, que conculcaban el principio de universalidad y que, en sus propias palabras, no habían dado los resultados esperados, más bien lo contrario. Todos los municipios de la Monarquía (salvo de las provincias vascas y navarras) debían someterse al régimen de cálculo de la base imponible de su riqueza comercial e industrial mediante la elaboración de las Matrículas. Con gran dificultad, consiguió el apoyo del Parlamento para su propósito (Ley de 24 de marzo de 1880).

El ministro obtuvo un logro incontrovertible. Pero hubo de hacer frente a duras resistencias. Los alcaldes obtuvieron el respaldo de sus vecinos en su rechazo con el falaz argumento de que la presión fiscal aumentaría, cuando hasta entonces se limitaron a hacer repartos per cápita sin prorrateo alguno. En el caso de la provincia de Palencia, de los 250 municipios solo atendieron las órdenes de la Hacienda 16713. Los 83 restantes pasaron de pagar un cupo a no pagar nada. No hay razón que invite a pensar que ese 33,2por ciento de insumisión fiscal fuese menor en otras partes de España.

En un segundo término, Camacho formó el cuerpo de funcionarios inspectores de Hacienda, «con retribución bastante, estímulo poderoso y dándoles estabilidad, así como exigiéndoles la responsabilidad debida» (Real Decreto de 12 de mayo de 1882).

Mayor elogio merece, por lo osado, el cambio en el reglamento del impuesto que propuso Camacho. A tal efecto, nombró una comisión presidida por Juan García de Torres, diputado sempiterno por Córdoba y Canarias desde 1859, entonces director general de Rentas, un reputado hacendista que, salvo el de ministro, había ocupado todos los cargos en el Ministerio. Completaron la comisión el presidente del Círculo Mercantil Florencio Santibáñez, su predecesor en el cargo Camilo Lahorga, Hilario González y Luciano Berrueco. Fungía como secretario el Jefe del negociado del Subsidio Industrial Víctor Peiro. Esta composición, a decir verdad bastante exótica, disgustó a la patronal catalana. Un fabricante madrileño de mesas de billar y conocido por la autoría del reglamento que regía tan distinguido juego, Lahorga, representaba los intereses de los industriales, mientras que los de los comerciantes corrieron a cargo del harinero castellano Hilario González. La identidad de los personajes se presta a especular dónde y en qué circunstancias Camacho los eligió.

La redacción de texto corrió a cargo, en la práctica, de García de Torres, a quien Camacho premió el esfuerzo promoviendo su nombramiento de senador vitalicio14. El 31 de diciembre de 1881 el Parlamento dio el visto bueno al nuevo reglamento que contempló una simplificación de los epígrafes y un aumento de las cuotas. Al tiempo determinó la aprobación anual de un anexo en el que se incluyesen nuevos epígrafes, pretendidamente más sensibles al cambio técnico y a la aparición de procesos fabriles desconocidos hasta entonces.

La iniciativa de Camacho concitó gran hostilidad desde el mismo momento en que se hizo pública la composición de la comisión, particularmente entre los fabricantes catalanes, una vez más en el punto de mira (Cirer, 2011). Con arreglo a los cálculos del Fomento del Trabajo Nacional (1882), tras la aplicación de la reforma, la cuota a pagar por una fábrica de tejidos de lana dotada de 10.000 husos de hilatura y 200 telares creció en un 19,1por ciento, y una de tejidos de algodón con la misma maquinaria de hilado y 250 telares, un 29,7por ciento. Si damos crédito a sus cálculos, un establecimiento de estas características pagaría en España 11.418 pesetas y en Francia 10.763. De nuevo la industria textil compartió este castigo fiscal con la fabricación de papel, con un incremento de las cuotas del 19por ciento. En las industrias química, metalúrgica, siderúrgica, curtidora y aceitera rondó el 10por ciento.

Pero las quejas más aguerridas llegaron curiosamente del Sindicato Madrileño de Comercio, Industria, Arte y Oficios, institución tan poderosa como poco conocida. La patronal madrileña, que en 1870 ya consiguió paralizar la reforma de Figuerola, volvió a movilizar a los contribuyentes de la capital contra el tributo. Camacho desestimó sus reclamaciones alegando defectos formales sin entrar en discutir sus argumentos, engañosos por otra parte.

También llegaron quejas desde Castilla, con menos fundamento, ya que las cuotas de los harineros crecieron solo en un 13,7por ciento (Liga de Contribuyentes de Santander, 1884, y Varela, 1977). El temperamental Camacho no solo desatendió estas solicitudes, sino que ordenó expresamente que ninguna de ellas volviese a ser discutida en el Consejo de Ministros (Oliva, 1891, tomo V, pp. 444-445).

Finalmente la Hacienda hubo de ceder a las presiones de unos y otros. En la práctica, en 1885 el Gobierno dejó en suspenso las reformas introducidas por Camacho (Abella, 1951). Desde entonces se sucedieron cambios menores con el ánimo de reducir las tensiones entre la administración y los contribuyentes, con el fatal efecto de incrementar el fraude. Incluso en 1892 dotó de nuevas competencias de inspección a los gremios (ahora a cargo de su síndico). Era una medida tan arcaica como pintoresca: combatía el fraude el jefe de los defraudadores. Al tiempo las exenciones contempladas en la Ley de Aguas quedaron en suspenso. Una de cal y otra de arena. Ya en 1893 Gamazo aprobó un nuevo reglamento —muy complaciente con los castellanos, ocioso decirlo— sin consecuencias tangibles. Se trataba del octavo en vigor desde 1845, cuando el tributo francés en el que se inspiró la Contribución Industrial española no había conocido cambio alguno hasta entonces.

En lo que a la harinería concierne, a comienzos de la década de 1880 la elaboración por el procedimiento austrohúngaro era ya conocida en España (Nadal y Tafunell, 1992). Pero la Hacienda no se percató de ello hasta 1890. En ese ejercicio contribuyeron 16 fábricas, todas ellas en Barcelona y Tarragona. Abonaron con arreglo a la longitud trabajante, es decir, a la suma del diámetro de los cilindros de que constaban los laminadores.

En 1892 los propietarios de fábricas austrohúngaras de Cataluña hicieron llegar su malestar al ministro de Hacienda por ese tratamiento fiscal tan discriminatorio en relación con las del resto del país (Ministerio de Hacienda, 1892, pp. 70-71). Estaban cargados de razón. En algunas provincias el sector había alcanzado un notable crecimiento al que fue ajeno por completo la Hacienda. Entre ellas se encontraba la propia Madrid, donde desde 1882 trabaja una fábrica de grandes dimensiones propia de la Sociedad Industrial Española, mientras que en la provincia el nuevo sistema era conocido en una docena de localidades15. Por fin, y ante las más que justificadas quejas catalanas, en 1893 figuraron en las Matrículas 121 factorías que hasta entonces eran declaradas como tradicionales.

A pesar de las quejas iniciales, los harineros salieron bien parados en relación con otros industriales, aquejados de un aumento de la presión fiscal (fig. 2). En la práctica, tanto liberales como conservadores trataron de compensarlos de los perjuicios que acarreó la reducción de los aranceles que gravaban la importación de harina extranjera en España y Cuba mediante la de las cuotas de la Contribución.

La evolución de las pagadas por contribuyente, aproximación cuantitativa un tanto grosera a la presión fiscal, resulta muy reveladora. La carga tributaria de harineros y molineros permaneció prácticamente estancada desde 1879, mientras que la del conjunto de industriales del país se multiplicó por 1,7 en ese período (véanse los anexos). Las figuras 1 y 2 dan cuentan de un aparente aumento de las cuotas para comerciantes, artesanos e industriales a la que escaparon los harineros.

En segundo lugar, la lucha contra el fraude tuvo pobres frutos en lo que hace a la harinería. Para los grandes fabricantes no era difícil eludir sus obligaciones tributarias debido al ejercicio del patronazgo político y económico (Comín, 1988, tomo II, pp. 493-508; Comín, 1996, pp. 97-98, y Varela, 1977). Frecuentemente hicieron valer su condición de alcaldes, concejales o diputados provinciales para reducir sus entregas a la Hacienda. Los inspectores pertenecían, en no pocas ocasiones, a la red clientelar de los caciques, a quienes debían el puesto. No en balde, de ellos recibieron las cantidades precisas para afianzar su cargo en las Delegaciones de Hacienda.

El mismísimo Germán Gamazo, portavoz más cualificado de la Liga Agraria, siendo ministro omitió de los padrones de riqueza industrial a sus fábricas de harinas, casualmente de las mayores de España. Uno de sus epígonos políticos, Abilio Calderón Rojo, diputado entre 1898 y 1936 y sin más receso en su mandarinato parlamentario que el de propietario de hasta cinco fábricas, ocultó sistemáticamente a la Hacienda tres.

Gracias esta lógica de lealtades, favores y componendas entre 1891 y 1898, de las 33 fábricas palentinas sancionadas solo una se dedicaba a la transformación del trigo, a pesar del ser el sector, con mucho, más potente de la provincia (sino, y a esas alturas del marasmo de la industria textil, el único). Por la fábrica en cuestión, ubicada en la pequeña localidad de Sotobañado, pagaba un industrial sin el menor contacto con los grupos de presión santanderinos y vallisoletanos.

Malograda la iniciativa de Camacho, pudieron eludir el pago de la Contribución Territorial con mayor libertad y descaro. La complicidad de la Hacienda era tal que no solo evitó la sanción sino que corrigió a la baja las declaraciones de riqueza rústica de los harineros, acrecentando la carga de arrendatarios y pequeños propietarios que sufrían entonces los efectos de la crisis finisecular. En 1886 el exceso de gravamen lo cifró la Delegación de Hacienda palentina en 15.895 pesetas, equivalente a un 14por ciento del cupo. En 1894 la corrección a la baja llegó al 30,5por ciento. La Hacienda redujo la carga a harineros y a la poderosa Compañía del Canal de Castilla16.

En 1896 el Gobierno aprobó un nuevo reglamento con el ánimo de atajar con más eficacia el fraude. A tal efecto, no actuó tanto sobre los contribuyentes cuanto sobre los inspectores. Sabedores de que obedecía, en buena medida, a la conveniencia con los grandes industriales y a los escasos estímulos salariales, las autoridades tributarias limitaron a un máximo de dos años su estancia en la misma localidad para evitar el compadreo, como si fuese cuestión de tiempo. Adicionalmente, les concedieron dos tercios de la cuantía de las sanciones (un 10por ciento de la riqueza ocultada y defraudada).

La Hacienda trató de subsanar las vías a la elusión que una reglamentación ampulosa y complicada en grado sumo facilitaba. La normativa, inspirada —reitero— en el interrogatorio de Ensenada, inducía a la confusión y, por ende, a evitar el pago del tributo. El problema estaba originado en la difícil distinción entre «industria» (tarifa I) y «fabricación» (tarifa III), en discernir «el límite racional que separa a la industria manufacturera de comercio al detal» (Franco, 1897). La frontera era tan difusa que los grandes industriales buscaron refugio fiscal en la tarifa I. El Tesoro que en 1897 tuvo que aclarar a los contribuyentes el significado técnico y fiscal de una fábrica («concurso de primeras materias […], tratamientos y procedimientos físicos o químicos […], fuerza trasmitidas por motores»). En esas estábamos en España en plena Segunda Revolución Industrial.

Pero el esfuerzo fue en vano. En la práctica, la nueva ordenación legal auspició una nueva forma de evasión: la declaración del industrial como «fallido», esto es, insolvente. Para ello no precisaba acreditar una quiebra, suspensión de pagos o cualquier otra figura contemplada el Código de Comercio. Bastaba con que, al cumplimentar la matrícula, se definiese como tal. El inspector —si era el caso— no tenía más instrumentos para averiguar la veracidad de esta situación patrimonial que preguntar al alcalde de barrio —cuya complicidad con el defraudador era más que probable— y consultar los amillaramientos, viciados por una ocultación obscena (Vila Serra, 1911, pp. 79-82).

La consideración de las cifras de contribuyentes fallidos desvela la debilidad de nuestra Hacienda y la magnitud del fraude. En 1896 10.906 industriales y comerciantes se declararon insolventes en toda España, salvo en el País Vasco y Navarra, con arreglo a las Estadísticas Administrativas de este año. La distribución territorial resulta, como poco, llamativa. Solo en tres provincias el número de fallidos superó el millar: Barcelona (2.330), Zaragoza (1.500) y ¡Guadalajara (1.027)! Pues bien, la inspección de Hacienda realizó 2.558 averiguaciones, de las que solo desvelaron fraude 24, todas ellas, salvo dos, en Zaragoza.

6El fracaso de Villaverde (1899-1907)

Las prácticas caciquiles habían conseguido en el muy corto plazo desactivar todos los mecanismos de detección del fraude que arbitró Camacho. No tardó en constatarlo Raimundo Fernández Villaverde cuando examinó las resultas de la recaudación del tributo (tabla 2).

Tabla 2.

Contribuyentes de la Contribución Industrial y de Comercio, 1863-93

Año  Industria  Comercio  Profesiones  Artes y Oficios  Fabricación  Total 
1863  162.468  148.900  34.286  94.847  70.768  511.269 
1879  121.175  97.272  37.592  93.407  64.519  413.965 
1889  109.659  107.376  43.592  70.521  55.928  387.076 
1893  128.030  136.736  46.882  86.098  55.365  453.111 
Diferencia  −34.438  +17.835  +12.596  −8.749  −5.403  −18.159 

Fuente: Proyecto de Ley de 19 de junio de 1899.

La disminución de los contribuyentes por fabricación, objetó de manera aguda, no podía obedecer a «la sustitución de la gran industria a la industria doméstica sino que desgraciadamente se debe a ocultación y defraudación en el impuesto». Había que encarar el problema del fraude de una vez y de manera decidida, dado que «pasada la oportunidad del momento, la base tributaria desaparece, y con ella el Tesoro pierde un derecho que no podrá recobrar jamás».

Villaverde dispuso una amnistía para quienes no habían pagado la Contribución hasta la fecha. Completó esta medida con la eliminación de las competencias de los gremios, la reducción de las tarifas de los contribuyentes en poblaciones con menos de 500 habitantes, la mayor implicación de los Ayuntamientos y «la creación de un cuerpo de investigación inteligente, activo y probo», organizado en torno a una inspección «sedentaria» en la capital de cada región y una «ambulante» que recorrería sus localidades.

Al tiempo, continuando con la tarea iniciada en 1896, encomendó a los ingenieros del Ministerio decenas de informes sobre el cambio técnico experimentado en cada sector manufacturero, a fin de acomodar las cuotas a tales avances.

Fernández Villaverde no tuvo más fortuna que sus predecesores en el cargo. La amnistía no sirvió de nada. Es más, el número de contribuyentes cayó en 1900 en un 7por ciento con respecto a 1895. Un total de 29.000 escapó del control de la Hacienda, a pesar de sus buenas intenciones, aguadas por un caciquismo rampante que, en plena catarsis tras el 1898, buscaba el abrigo de la opacidad. Los datos de la tabla 3 son extraordinariamente reveladores. La Hacienda se cebaba con los más débiles, como molineros o tejedores, mientras los grandes industriales defraudaban sin reparo. Si hacemos caso a las cifras referidas, España habría asistido en los años de entre siglos a una dramática desindustrialización, cuando lo que padeció fue una generalización del fraude entre la clase empresarial del país.

Tabla 3.

Contribuyentes de algunos epígrafes de la Contribución Industrial (1895-1906)

SectorContribuyentes
1895-96  1900  1906 
Molinos  17.694  19.267  16.147 
Fábricas de harinas tradicionales  687  554  474 
Fábricas austrohúngaras  120  157  250 
Industrial algodonera  1.200  1.507  1.468 
Industria lanera  3.075  3.040  2.403 
Industria linera  2.092  1.614  1.147 
Industria sedera  396  287  267 
Metalurgia y siderurgia  2.197  2.182  2.399 
Industria química  431  1.347  2.875 
Fabricación de curtidos  2.147  1.979  1.900 
Cerámica y vidrio  5.661  5.319  4.875 
Fabricación de papel  460  345  350 
Fabricación de aceite  5.256  4.632  4.679 

Fuente: Dirección General de Contribuciones (años indicados).

Con arreglo a los datos vertidos por las Estadísticas Administrativas de la Contribución Industrial de 1905, la riqueza aflorada con la inspección equivalió a un 4,8por ciento de lo recaudado. Solo un 4,4por ciento de los contribuyentes sufrieron sanción. La Hacienda, entonces a cargo de Echegaray, no obraba a ciegas. La inspección apenas intervino en Girona (un 0,8por ciento, el menor de toda España), donde desde antiguo sabían las autoridades de la importancia del fraude. Entre tanto, en Sevilla alcanzó un 29por ciento. Insisto en la complicidad de la Hacienda. Los porcentajes de riqueza aflorada en las provincias castellanas especializadas en la producción de harineras no superaron el 1,5por ciento.

Tras este fracaso, quienes le siguieron en el cargo olvidaron toda tentativa de abordar el problema del fraude. Es más, recuperaron la benignidad con el sector. Entre 1901 y 1908 fueron elevados en Palencia 107 expedientes de defraudación, de los cuales ninguno contra un harinero. La consulta de los expedientes de ocultación y defraudación desvela actuaciones del fisco realmente irrisorias, como las emprendidas contra conductores de carruajes o suministradores de grano que trabajaban en una fábrica de harinas que para la Hacienda no existía17.

Así pues, los harineros defraudaron con más insolencia que nunca. Entre 1895 y 1906 se habrían literalmente esfumado 83 harineras de la región; o lo que es lo mismo, el fraude en el sector habría crecido un 10,7por ciento. Pero lo más habitual era que el propietario de una fábrica tradicional la declarase como molino, y el de una por cilindros, como una factoría por piedras. El propietario de una harinera austrohúngara ingresó en las arcas públicas, en promedio anual entre 1893 y 1906, un 352,7por ciento más que el de una dotada de muelas de idénticas dimensiones, cuando sus ingresos solo eran superiores en un 10,3por ciento18. Finalmente, el industrial solía declarar una capacidad de trituración muy inferior a la real, un 16,5por ciento en el caso de los titulares de las fábricas de harinas en Palencia y Valladolid entre 1900 y 190619. De esta suerte, puedo cifrar la ocultación en el sector y en Castilla la Vieja en un 42,7por ciento en 1900 y en un 46,1 en 1906.

Los porcentajes calculados son sensiblemente menores a ese 62,6por ciento ocultado en 1857 en esta región. No fue propiamente el celo de la Hacienda lo que aconsejó a los industriales a cumplir con sus obligaciones fiscales, sino el descenso de la presión fiscal.

Poco podía esperarse del nuevo cuerpo de inspectores de Hacienda, arquitectos e ingenieros, en nómina también de Diputaciones y Ayuntamientos. Era inconcebible que sancionasen a unos contribuyentes con los que les unían lazos de sangre, ideológicos o mercantiles. La desidia de estos funcionarios produce sonrojo. Entre 1904 y 1906 los inspectores encargados de visitar los pueblos de la provincia de Palencia solo salieron de sus despachos con este fin una media de 12días al año. El resto lo ocuparon a «labores de oficina» [sic]. Obviamente no levantaron ni una sola acta a un industrial. Con sancionar a unos cuantos molineros cumplían con su trabajo20. Huelga decir que la temporalidad del destino se incumplió sistemáticamente. Si los inspectores —familiares o ahijados políticos de los caciques— no salieron de sus despachos para ejercer su labor, mal habrían de hacerlo para cambiar de domicilio. En sectores donde operaban empresas más potentes que en la harinería (todas ellas de naturaleza familiar), los inspectores llegaron a formar parte de sus consejos de administración (Puig, 1994). No hubo inspección fiscal en España, sino compadreo.

Tampoco se asistió a mayor avance en el fraude en la Contribución Territorial. Por ofrecer un cálculo ahora de la Urbana, los grandes industriales palentinos ocultaron un tercio de su riqueza inmueble21. En la práctica, para la Hacienda la soportalada calle Mayor de la ciudad donde residían en nobles edificios no existía.

Cabría por último preguntarse si las reformas introducidas por Villaverde consiguieron equiparar el nivel de fraude con el del resto de Europa. No es del todo factible, ya que en los países europeos inquietó más el nivel de ocultación en el impuesto de sucesiones y la fuga de capitales, y no tanto el practicado en la liquidación de los impuestos industriales, que devengaron rendimientos menores (Lescoeur, 1909; Falk, 1912; Margaraiz, 1971).7 Pero procede verter algún agregado comparativo con ese país, en tanto que de ahí se inspiró nuestro sistema tributario, si bien luego adulterado. Los primeros cálculos sobre la incidencia del fraude no se elaboraron hasta 1918. Pues bien, el porcentaje de industriales y comerciantes que eludieron el impôt des Revenues estuvo muy próximo al proporcionado en estas páginas: un 42,8por ciento. Sin embargo la riqueza ocultada no sobrepasó el 10por cierto del total (Delalande, pp. 318-322, y Chaussade, 1935, p. 23). A diferencia de lo sucedido en España, los evasores eran pequeños contribuyentes a quienes la administración tributaria no persiguió en exceso.

7Conclusiones

La extensión de fraude constituye la mayor lacra de la Hacienda española en la segunda mitad del sigloxix. Su arraigo comportó dos problemas adicionales: la insuficiencia y la regresividad del sistema tributario español.

El estudio de la recaudación de la Contribución Industrial y de Comercio evidencia la enorme extensión de la ocultación en el sector secundario y terciario español. La complejidad del tributo, auténticamente enrevesado, parafraseando a los responsables del Fomento del Trabajo Nacional (1882), la determinación de la base imponible sobre la base de indicadores técnicos que ignoraban la modernización técnica y la fijación de unas bases de población basadas en censos deficientes facilitaron la evasión y la elusión del tributo a tal punto que el número de contribuyentes decreció entre 1857 y 1907. En síntesis, la defraudación en el pago de este tributo, lejos de remitir, fue a más. Entre un 40 y un 60por ciento de los profesionales, comerciantes, artesanos y fabricantes españoles —según sectores— vivió al margen de la norma tributaria o defraudó sin tapujos.

No es cuestión baladí. La economía sumergida gozaba ya en la España delxix de una extensión apreciable. Que un empresario no pagase la contribución industrial significaba que tampoco abonaba los recargos municipales, las licencias de obras y apertura o el impuesto de consumos, por citar otros tributos y tasas. Este mundo paralelo al margen del Estado no se ubicaba solo en los remotos pueblos de montaña. El fraude campaba por sus fueros en los grandes enclaves industriales urbanos.

Únicamente Mon, Figuerola, Camacho y Villaverde trataron de atajar el fraude. Y fracasaron. Las patronales catalana y madrileña lo impidieron en los despachos ministeriales, los oligarcas en las Cortes y los menesterosos en las calles. El resto de los ministros literalmente no quiso saber nada del asunto.

En efecto, de la comparación de lo sucedido en Francia podemos colegir que la implantación de una auténtica Hacienda liberal contribuyó a reducir el fraude entre las rentas más altas y, por tanto, a dotar al sistema tributario de mayor equidad. No sucedió en España, donde los grandes contribuyentes disfrutaron de toda suerte de prerrogativas fiscales.Los contribuyentes españoles adolecían de una moralidad muy laxa porque —a diferencia de Francia, de la que se tomó su sistema impositivo— aquí no penetraron «las nuevas ideas económicas entre las masas» (Garnier, 1866, p. 18). El contribuyente no tuvo la percepción de una mejora de los bienes públicos que deslegitimase el fraude (Prieto, Sanzo y Suárez, 2006) porque no hubo tal cosa, en relación con el país vecino, donde había arraigado en mucha menor medida la convicción de que pagar impuestos contribuía a «proteger a la sociedad y […] contribuir al bienestar y al progreso» (Garnier, 1866, p. 9). De ahí la antipatía, el rechazo y las revueltas.

La ocultación de la riqueza guardó una relación directa con el nivel de renta, un mal secular de la Hacienda española (Torregosa, 2016). Como advitió Comín (1996, pp. 101-102), el caciquismo alimentó el fraude y erosionó notablemente el reparto equitativo de la carga tributaria. El estudio de lo sucedido en la harinería corrobora tal aserto. Los fabricantes de harinas, moradores de una arcadia fiscal, defraudaron sistemáticamente a la Hacienda haciendo uso de su enorme influencia política. La nómina de ministros harineros (hasta de Hacienda, caso de Gamazo) es extensísima, como sus tentáculos en la Administración.

Que los harineros dejasen de ingresar a la Hacienda —por proporcionar una cifra tentativa del período que aquí estudio— la mitad de lo que debían ocasionó un notorio perjuicio a los intereses públicos. Al margen de los efectos nocivos que ello pudo tener en el encarecimiento del dinero (Ivanyna, Moumouras y Ragazas, 2016), aún por estimar en España, hubo de incidir en la distribución de la renta. Los harineros usaron su influencia para transferir hasta un tercio de sus obligaciones tributarias en el pago de la Contribución Territorial a los titulares de pequeñas explotaciones y se ampararon en amillaramientos falseados para justificar insolvencias ficticias.

Quiero insistir en el retroceso que sufrió nuestro sistema tributario por culpa del marqués de Salamanca y su combinación contra natura en 1847 de las reformas de Mon y Santillán con el viejo statu quo fiscal propio del Antiguo Régimen. El daño, acrecentado por la aplicación de los encabezamientos, fue irresoluble. Poco pudieron hacer Figuerola, Camacho y Villaverde. España perdió la oportunidad no ya solo de articular un sistema impositivo liberal stricto sensu, sino de inculcar la cultura fiscal entre sus habitantes.

La indolencia y la complacencia (bien retribuida) de los inspectores engendraron al fraude. De hecho, la inspección fiscal, a pesar de los intentos de Camacho y Villaverde, fue un elemento más de ese colosal tejido de complicidades que constituyó la evasión fiscal. Su trabajo consistió en desvelar la riqueza oculta de los pobres y parapetar a los ricos de la Hacienda, a pesar de su escasa voracidad.

No hubo debate político en España sobre el fraude en la Contribución Industrial. De sobra sabían los responsables públicos de su calibre. Bastaba leer lo que escribían los geógrafos españoles de la época, a quienes tan poca atención hemos prestado. Sería una ingenuidad echarlo de menos con un régimen censitario y un Parlamento compuesto por adinerados. Pero su ausencia invita de nuevo a reflexionar sobre la mayor sensibilidad al fraude en las sociedades donde el fenómeno estaba menos arraigado, caso de Francia. Una vez más, el atraso fiscal protegió a los defraudadores, ahorrándoles una condena social y política.

El comportamiento fiscal de los españoles en este período y en su dimensión moral —en especial en lo que hace a los harineros— responde miméticamente al caracterizado por López y Sanz (2016). En el plano individual, el orden político invitaba al fraude y disuadía comportamientos fiscales patrióticos. En el colectivo, la constatación de que los poderosos incumplían sin disimulo sus obligaciones tributarias legitimaba la rebeldía tributaria de los pobres, que encontró justificación en un Estado ausente y negligente.

Finalmente, la ocultación, la evolución dispar de las cuotas y la práctica de los encabezamientos han de hacernos reflexionar sobre la idoneidad de las Matrículas y las Estadísticas Administrativas de la Contribución Industrial en los estudios de Historia Industrial. De hecho, los propios responsables de la confección de esos cálculos confesaron en 1900 que la Administración carecía «de una verdadera estadística industrial y fabril capaz de poner de relieve el estado de dichos elementos de riqueza» (Ministerio de Hacienda, 1892-1900, p. 664). Hemos de hacer de la necesidad virtud, pero con mesura y con el consuelo de que el potencial industrial español (especialmente el catalán) era mucho mayor del que sugieren. Tanto como el volumen del fraude estimado en estas páginas.

Agradecimientos

Quiero agradecer a Francisco Comín la ayuda recibida en el rescate y reelaboración de un trabajo que él me confió hace tiempo, cuyo resultado han mejorado considerablemente las agudas observaciones de los evaluadores.

Anexos

Distribución sectorial del número de contribuyentes por la tarifa III de la Contribución Industrial y de Comercio, 1863-1907

SectorEjercicio presupuestario
1863  1879  1889-90  1893-94  1895-96  1900  1901  1902  1903  1904  1905  1906  1907 
Alimentación  39.516  36.286  33.418  36.321  35.533  35.004  34.732  34.468  34.181  35.061  29.851  29.978  31.042 
Químicas  3.180  2.346  2.460  2.439  2.261  2.232  2.166  2.259  2.275  2.317  2.282  2.288  2.420 
Textil  17.161  14.635  8.915  11.206  9.145  8.964  8.295  9.043  8.550  8.167  8.019  6.737  7.533 
Cerámica  6.144  5.449  5.874  5.851  5.661  5.319  5.147  5.076  5.028  5.022  4.988  4.895  4.378 
Cuero  2.208  2.344  2.200  2.239  2.235  2.057  2.045  2.274  2.259  2.156  2.057  2.016  2.003 
Madera  331  809  1.225  2.421  1.739  2.344  2.019  2.376  2.367  2.626  2.579  2.756  2.707 
Metal  697  766  1.037  1.328  1.537  1.825  1.783  1.972  2.133  2.280  2.456  2.399  2.314 
Papel  489  554  885  1.310  2.332  1.510  1.541  1.648  1.705  1.876  1.868  1.621  1.800 
Otras  319  568  74  2.382  1.092  1.710  2.281  2.006  2.344  2.071  2.274  3.129  3.300 
Total  70.045  63.757  55.998  65.497  61.535  61.005  60.009  61.122  60.842  61576  56.374  55.819  57.497 
Harinas  24.938  25.710  22.096  22.833  22.216  21.436  20.674  20.487  20.465  20.542  19.395  19.361  20.897 

Distribución sectorial de las cuotas abonadas por la tarifa III de la Contribución Industrial y de Comercio (en porcentajes), 1857-1907

SectorEjercicio presupuestario
1857  1863  1879  1889-90  1893-94  1895-96  1900  1901  1902  1903  1904  1905  1906  1907 
Alimentación  55,7  52,8  40,0  43,6  39,4  40,2  39,8  39,9  40,4  41,3  39,8  38,9  38,1  37,7 
Químicas  3,5  4,2  7,1  6,3  5,6  5,9  5,4  5,7  5,3  5,0  4,7  5,9  5,3  6,0 
Textil  23,6  23,0  28,5  23,7  28,8  23,6  26,2  27,7  27,6  26,1  26,7  26,6  25,4  23,9 
Cerámica  5,3  4,1  5,2  4,8  4,3  4,2  4,0  3,8  3,4  3,5  3,6  4,0  3,9  3,8 
Cuero  3,8  4,0  5,1  3,2  2,7  3,1  2,8  2,8  2,7  2,8  2,3  2,8  2,8  2,6 
Madera  1,2  1,1  1,9  2,5  2,5  2,5  3,1  3,1  3,1  3,3  3,4  4,0  3,3  3,7 
Metal  3,2  5,0  6,1  6,6  7,9  7,1  7,6  7,4  7,5  8,0  8,4  9,2  8,8  9,0 
Papel  2,3  2,5  2,7  4,0  3,9  5,3  5,1  4,8  4,5  4,8  4,9  4,9  4,9  4,8 
Otras  1,1  2,9  2,9  4,9  4,5  5,0  5,7  4,4  5,0  4,7  5,9  3,2  7,2  8,6 
Total  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0  100,0 
Harinas  26,9  29,2  19,8  20,6  14,6  14,9  13,1  14,2  11,5  11,6  11,1  11,8  12,0  12,7 

Trayectoria sectorial de las cuotas abonadas por contribuyente, 1863-1907 (en pesetas corrientes)

SectorEjercicio presupuestario
1863  1879  189-90  1893-94  1895-96  1900  1901  1902  1903  1904  1905  1906  1907 
Alimentación  33,0  39,6  62,2  78,3  77,4  80,1  80,7  95,2  99,9  98,1  105,6  103,2  96,4 
Químicas  33,0  109,1  123,0  166,1  178,5  172,7  186,1  192,9  183,1  177  209,7  188  199 
Textil  33,1  70,1  126,9  185,5  196,0  206,2  235  247,6  252,2  282,3  269,2  306,1  255 
Cerámica  16,4  34,7  39,4  53,4  51,5  53  53,2  54,3  58,5  62,2  65,0  64,8  69,7 
Cuero  45,8  78,2  70,6  87,6  95,4  97,4  96,6  98,9  103,7  92,7  113,9  113,6  106,6 
Madera  82,4  88,1  99,2  75,0  101,2  93,6  108,7  107  117,9  112,5  126,9  99,1  109,9 
Metal  178,0  286,0  305,2  433,2  319,6  295  293,4  312  313  319,2  304,3  300,1  313,6 
Papel  127,0  177,2  218,3  218,3  157,9  240,2  219,1  225,6  236,2  227,2  214,3  246,4  218,2 
Otras  231,2  188,4  3.208  136,5  315,1  230,2  137,1  205,6  166  249,3  116,6  187,4  209,5 
Total  35,2  56,3  85,2  110,0  111,0  115,4  117,0  132,7  135,7  140,2  143,5  145,3  139,5 
Harinas  29,0  27,7  44,6  46,3  45,9  43,2  40,3  45,8  47,1  46,9  49,5  50,1  49,1 

Trayectoria sectorial de las cuotas por contribuyente, 1863-1907 (en número índices 1863 = 100 y términos nominales)

SectorEjercicio presupuestario
1863  1879  1889-90  1893-94  1895-96  1900  1901  1902  1903  1904  1905  1906  1907 
Alimentación  100,0  119,9  188,2  236,7  234,0  242,3  244,1  288,1  302,2  296,7  319,5  312,2  291,5 
Químicas  100,0  330,4  372,3  502,7  539,7  522,8  563,2  583,8  554,2  535,7  634,7  569,1  602,3 
Textil  100,0  211,5  383,2  560,0  592,7  622,3  709,2  747,4  761,1  852,0  812,3  923,6  769,5 
Cerámica  100,0  210,7  238,9  324,3  155,9  321,6  332,6  329,6  354,9  377,5  394,6  393,0  423,0 
Cuero  100,0  170,6  154,0  191,0  288,5  212,5  210,7  215,6  226,2  202,2  248,4  247,7  232,5 
Madera  100,0  106,8  120,4  91,0  306,0  113,6  131,8  129,8  143,1  136,4  154,0  120,2  133,4 
Metal  100,0  160,6  171,3  243,2  966,6  165,6  164,7  175,2  175,7  179,2  170,9  168,5  176,1 
Papel  100,0  139,5  178,8  171,8  477,6  189,0  172,4  177,5  185,9  178,8  168,7  193,9  171,7 
Otras  100,0  81,5  1.387,4  59,0  953,0  99,5  59,3  88,9  71,8  107,8  50,4  81,0  90,6 
Total  100,0  159,6  241,5  311,9  311,9  335,6  331,7  376,4  384,8  397,6  406,1  412,0  395,5 
Harinas  100,0  95,6  153,7  159,7  138,7  149,0  139,0  158,1  162,5  161,7  170,6  172,2  169,2 

Fuente: Dirección General de Contribuciones (1857-1907). He empleado los mismos criterios de agregación de Nadal (1987). He excluido al sector de agua, gas y electricidad.

Fuentes

Archivos consultados

ACA: Archivo de la Corona de Aragón.

AGA: Archivo General de la Administración.

AHPB: Archivo Histórico Provincial de Burgos.

AHPC: Archivo Histórico Provincial de Cantabria.

AHPP: Archivo Histórico Provincial de Palencia.

AHPV: Archivo Histórico Provincial de Valladolid.

AMAPA: Archivo del Ministerio de Agricultura y Alimentación.

AMB: Archivo Municipal de Burgos.

AML: Archivo Municipal de León.

AMP: Archivo Municipal de Palencia.

AS: Archivo del Senado.

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Hacienda y economía en la España Contemporánea (1800-1936) (2 vols.).
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[Comín, 1994]
F. Comín.
El fraude fiscal en la Historia. Un planteamiento en sus fases.
Hacienda Pública Española, (1994), pp. 31-46
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Crítica-Grijalvo, (1996),
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El fraude y la elusión en la España del siglo xix.
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La tarifa tercera de la Contribución Industrial desde la reforma de Mon a la reforma de Villaverde.
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Dirección General de Contribuciones, (1855),
[Dirección General de Contribuciones, 1857-1907]
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Estadística de Barcelona.
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Tal circunstancia invita a poner en cuestión el alcance y el ritmo reales de la desindustrialización en la España atrasada.

Estas cifras no pueden considerarse siquiera como una aproximación a la presión fiscal nominal por dos razones. Los cálculos del PIB industrial incluyen a la minería y a la energía, no gravados por el tributo que, por otra parte, incorpora lo abonado por contribuyentes adscritos al sector terciario.

Su dictamen, publicado ya en abril de 1857, fue concluyente: «Al terminar la Dirección los trabajos que ahora presenta, ha visto con sentimiento que, si bien en ellos están bien enumerados los industriales comprendidos en las matrículas, su número, sus clases y sus condiciones distan mucho de la exactitud».

AML, sección «Rentas Reales y Contribuciones», caja 658, expediente 27; AMP, sección «Histórica», legajo 71, y AHPP, sección «Hacienda», legajo 5527.

Cálculos realizados con la información obtenida de AMB, sección «Estadística», expediente 253; AHPC, sección «Sautuola», legajo 63, expediente 53; AHPP, AHPV, AHPC, «Protocolos», escrituras de compra-venta de harinas, y Dirección General de Contribuciones (1857).

Boletín de Fomento, 1856, tomo 21, f. 454; Malo (1850), p. 32; Madoz, 1845-1850, tomo XVI, p. 630.

AHPP, sección «Catastro», legajos del 8646 al 8663.

AHPP, sección «Hacienda», legajo 3183.

AHPP, sección «Hacienda», libros del 961 al 970.

«El pequeño industrial queda siempre mal parado y recargado en demasía; al paso que el opulento industrial no llega a sentir el gravamen, para él siempre pequeño». La inspección se reducía: «…a los paseos por la provincia de dos o tres investigadores, empleados pobremente dotados que, por lo general, cúranse más de su granjería y provecho que del pro del Nacional Tesoro y fomento del impuesto. Los defraudadores pregonan que nunca les ha faltado la benignidad y clemencia de esos funcionarios y de los buenos oficios de los mismos alcaldes y magnates de la localidad. Además, la cuestión viene siempre acompañada de amigable entendimiento y un pequeño desembolso entre todos ellos […] en pago de convenido ajuste». Aseguraba que, en toda España, tan pronto como un inspector se personaba en un establecimiento de un industrial poderoso «salía tragándose los vientos al encuentro del alcalde para recabar de él la gracia». Los mandatarios locales consentían «tras tomar dinero de su criminal concierto».

Estos fueron sus argumentos: «Divergentes por punto general sus individuos en la apreciación de los hechos […], los expresados grupos adolecen desde su origen de un vicio de organización que les hace verdaderamente inútiles» (Real Decreto de 9-VIII- 1877).

ACA, H-12739, H-12722, H-12720, H-12730 y H-12679.

AHPP, sección «Hacienda», legajo 442.

AS, Legajo 158.

AMAPA, legajo 259.

AHPP, sección «Hacienda», legajo 3.604.

AHPP, sección «Hacienda», legajos 211, 427, 720, 920, 931, 3962, 3963, 3741y 3742.

La Industria Harinera Moderna, Viena, 1-4-1882.

AHPV, sección «Delegación de Hacienda», libros 1016 y 1211 y legajos 1759 y 1760, AHPP, sección «Hacienda», libro 3210, y legajos 3531 y 3532.

AHPP, sección «Hacienda», legajo 504.

AHPP, sección «Hacienda», legajo 3.603.

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