Este artículo propone analizar la vinculación entre los discursos de nivel internacional para la generación de política social en América Latina y las transformaciones que ha transitado la definición de la cuestión social en Argentina durante las últimas tres décadas.11 Este trabajo fue discutido previamente en las Primeras Jornadas del Área de Estudios Políticos Latinoamericanos del idihcs realizadas en 2014, agradezco los comentarios de Jerónimo Pinedo, Ramiro Segura, Fernanda Torres, Cristina Cravino, Cecilia Ferraudi y Lucas Alzugaray.
This article aims to analyze the linkage between the speeches of international level of generation of social policy for Latin America and the transformations that has gone through the definition of the social question in Argentina for the last three decades. We affirm that the displacement of the social question understood as poverty to its redefinition as inequality takes shape in the passage of the social assistance linked to the struggle against poverty and the emergency of the conditional cash transfer programs for the renationalisation of the welfare system in 2008 and the implementation of the Asignación Universal por Hijo in 2009.
La preocupación por el modo en que las sociedades democráticas latinoamericanas consolidan el desarrollo económico con bienestar social, luego de las dictaduras que tuvieron lugar hasta mediados de la década de los ochenta en el continente, ha tenido un lugar relevante en las discusiones recientes acerca de cómo definir la cuestión social.2 Asimismo, se multiplicaron los análisis sobre cuáles son las intervenciones de los estados desde su política social, entendida como “la intervención del modo de funcionamiento de los vectores a través de los cuales los individuos y grupos se integran con grados variables de intensidad y estabilidad a la sociedad”.3 No obstante, esta bibliografía pone su acento en el nivel de los estados nacionales y pierde de vista la vinculación con las defique, a escala regional, han atravesado la construcción de la cuestión social desde fi de los ochenta. En cambio, consideramos que los modos de intervención de los estados y la naturaleza y alcance de las definiciones e instituciones ligadas al bienestar han variado en estrecha vinculación con los lineamientos que los organismos internacionales promovieron –en tanto que discursos expertos– para la política social de América Latina.
A partir de allí, este artículo se propone vincular las transformaciones que ha tenido la definición de la cuestión social en Argentina durante las últimas tres décadas con los discursos de nivel internacional sobre la generación de política social. Para ello, dos ejes analíticos recorren el trabajo. Por un lado, están los documentos sobre política social producidos por organismos internacionales, los cuales proveen financiamiento y servicios en el establecimiento de políticas sociales que funcionan como foro de discusiones políticas donde los gobiernos negocian acuerdos vinculantes o de perfil teórico-académico cuya perspectiva ha estado históricamente orientada a diagnosticar y definir políticas para América Latina.4 Elegimos deliberadamente documentos del Banco Mundial (bm), del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) y de la Comisión Económica para América Latina (cepal). Por otro lado, mediante la revisión de fuentes secundarias y artículos académicos, reconstruimos el modo en que se configura la cuestión social en un ámbito nacional a partir del análisis de las intervenciones concretas del Estado argentino en política social.
En el primer apartado, presentamos las modificaciones que se produjeron en los lineamentos que proponen estos organismos para la política social de la región y buscaremos mostrar que ocurrió un desplazamiento de la cuestión social entendida como pobreza a su redefinición como desigualdad. En el segundo, nos adentramos en el análisis de la cuestión social a escala nacional en el caso de Argentina. Ponemos de relieve las implicaciones del pasaje de la asistencia social ligada a la lucha contra la pobreza y la emergencia de los programas de transferencia condicionada de ingresos en las políticas sociales. Finalmente, en la última parte nos detenemos en dos medidas específicas: la renacionalización del sistema previsional en 2008 y la implementación de la Asignación Universal por Hijo para la Protección Social (auh) en 2009, basadas en un enfoque de derechos orientado a la protección social. Así, podremos avanzar en comprender cómo se han enlazado las definiciones de la cuestión social de escala global con los denominadores de las políticas sociales en la Argentina de las últimas décadas.
I. La cuestión social como pobrezaPobreza y desigualdad son dos conceptos con una larga historia tanto para la investigación en ciencias sociales como para la intervención pública. Para este artículo, comenzaremos con una visión de la pobreza consolidada reforzada por la reflexión que realizaron adelante las ciencias sociales desde principios de la década de los ochenta. La pobreza fue presentada como un asunto de política social y no de política económica y de este modo se generó una nueva institucionalización de lo social: el Estado debía intervenir particularmente sobre aquellos que no pueden integrarse a la sociedad a través del mercado de trabajo. De este modo, se escindieron las condiciones de vida (entendidas como pobreza e indigencia) de las condiciones de trabajo (desempleo e informalidad laboral), y el Estado llevó adelante la lucha contra la pobreza a través de la asistencia y de la focalización territorial anclada en la comunidad local.
Como ya mostró Merklen,5 este consenso en torno a la pobreza funcionó como operación de clasificación sobre las poblaciones a las que se aplicaba. Produjo una simplifi que homogeneizó bajo el nombre de “pobreza” una experiencia diversa que adquiría características heterogéneas,6 trató a los receptores como incapaces de reconstituir una fuerza social y perdió de vista el registro de universalidad que requiere una lógica basada en los derechos ciudadanos.
Estas políticas continuaron durante toda la década de los noventa, aunque las referencias a la situación de pobreza no se mantuvieron estáticas. Hacia 1993, se discutieron a escala global nuevas nociones de pobreza que comenzaron a visibilizar su carácter multidimensional. Dichas perspectivas enfatizaron que, a la par de la continuidad de los procesos de pobreza estructural, se consolidaban procesos de empobrecimiento que afectaban a nuevas poblaciones de manera heterogénea. Asimismo, se interrogaron acerca de sus causas y reconocieron la diversidad de factores que la provocan. Un ejemplo de ello son los informes del bm, que buscaron incorporar las nociones de desventaja social, vulnerabilidad y poder apelando a un conjunto de técnicas cualitativas que permitían comprender los significados subjetivos de la pobreza, las barreras percibidas para escapar a ella, los factores políticos y socioculturales que la determinan, sus dimensiones internas y sus dinámicas.7 En la misma dirección, en la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Social que se llevó adelante en 1995 en Copenhague, el pnud incorporó la idea de que la pobreza no debe medirse sólo en su carácter monetario sino que es multidimensional. De esta manera, los informes del pnud ampliaron el concepto de pobreza a partir de la noción de pobreza humana y de la construcción de índices para medirla. En segundo lugar, desplazaron los objetivos de las políticas sociales desde la lucha contra la pobreza –como noción mercantilizada de la política social– al discurso del desarrollo social. Ambas transformaciones derivaron en la incorporación de una visión sobre la igualdad de oportunidades entendida a través del enfoque de capacidades de Amartya Sen.8
No obstante, la complejización de estas definiciones no revirtió los vectores estructurantes de las reformas de los programas sociales en América Latina que, hacia mediados de la década de los noventa, adquirieron la forma de descentralización, focalización y privatización. Bajo los imperativos de competencia internacional, los gobiernos modificaron sus fundamentos sociales y sus políticas universalistas y redistributivas: para hacer más atractivo un país a la inversión extranjera era necesario reducir los estándares de protección social.9 Como consecuencia de la descentralización del sistema de servicios universales sin una descentralización correspondiente de presupuesto, la estructura de bienestar adquirió un carácter dual. Por un lado, polarizó entre merecedores de ayuda social y aquellos capaces de abastecerse mediante su incorporación en el mercado de trabajo, y aún dentro de éste, segmentó la atención entre trabajadores formales e informales. Por otro lado, profundizó la distancia entre lo privado y lo público, donde el primero abordó subsistemas selectivos de buena calidad, mientras que se delegó en el segundo la atención de mala calidad de los problemas llamados “residuales”. Así, el sistema de protección social desarticuló asistencia y seguridad social.10
Una nueva forma de transferencia de dinero estatal: los ticLos programas de transferencia de ingresos condicionada (tic) constituyeron, podemos decir, una marca registrada de América Latina que se expandiría luego alrededor del mundo.11 Reconocen un origen común en el Programa de Educación, Salud y Alimentación (Progresa) que en el año 1997 se instaló en una escala nacional en México y actualmente está reconvertido en el llamado Programa Oportunidades.12 Su objetivo consiste en evitar la transmisión intergeneracional de la pobreza. Otorgan dinero en efectivo a grupos de población de bajos ingresos como garantía de un ingreso mínimo, a cambio del cual exigen una serie de condicionantes que los beneficiarios y sus familias, catalogados como “pobres con hijos a cargo”, deben cumplir para recibir la ayuda, entre los que más frecuentemente se encuentran la asistencia escolar y el cuidado de la salud.13 Estas políticas corrieron el acento de los “incentivos” y “derechos” al empleo, y colocaron a las personas en la “obligación” de emplearse como condición para recibir un subsidio.14
Las evaluaciones sobre estos programas mostraron su alto impacto en la capacidad de gasto y en la disminución del nivel de pobreza de los hogares beneficiarios, así como en el aumento de la tasa de asistencia escolar, la reducción de las tasas de abandono y el aumento a las visitas a los centros de salud. Asimismo, algunos trabajos afirman que han resultado en instrumentos efectivos para reducir la pobreza de largo término a través de incentivos al capital humano. Cabe aclarar que estas evaluaciones toman como parámetro que el sistema de protección social tiene que orientarse al consumo y a la prevención de la pobreza.
Ahora bien, los tic se diferencian del horizonte que tiene el sistema de protección social, en tanto que el tipo y los objetivos de las transferencias cambian. Mientras la seguridad social se construye en la concepción de manejo del riesgo que propone mitigar su impacto en las personas orientado por un objetivo de carácter preventivo, la asistencia social ayuda a las familias a lidiar con los riesgos mediante transferencias de ingreso que se orientan a reducir la pobreza y la desigualdad a través de la provisión de transferencias de dinero a familias pobres (con efectos redistributivos) y a reducir la transmisión intergeneracional de la pobreza, a través de la inversión en capital humano en servicios de salud y educación, con el objetivo de actuar sobre los resultados. La crítica más profunda a los tic sostiene entonces que, a diferencia de aquellos programas que son universales, incondicionales e integrados a un sistema de tributación progresiva, mantienen un carácter focalizado, exigen condiciones cuyo incumplimiento es penalizado con la pérdida del beneficio y representan un gasto mínimo en sistemas fiscales que mantienen un carácter profundamente regresivo.
La intervención política a la luz del siglo xxi: el enfoque de derechosA fines de los noventa, desde los diagnósticos de los organismos internacionales, la desigualdad se expresa como un obstáculo para la sostenibilidad del crecimiento económico global así como para los objetivos de desarrollo humano. Los distintos organismos internacionales coincidieron en plantear con preocupación la desconexión entre “lo económico” y “lo social”, o en otras palabras, entre las intervenciones en política económica y las acciones de asistencia a la pobreza.15
Podemos demarcar algunos hitos significativos en esta discusión. En 1999, un examen del Decenio de la Asamblea General de la onu reveló que el crecimiento económico por sí solo ya no era un factor suficiente de desarrollo. La atención se concentró en una serie de condiciones previas que debían cumplir las instituciones, incluidas la buena gestión de los asuntos públicos, la transparencia y responsabilidad, la descentralización y participación y la seguridad social. El mismo año, el bm afirmó que las políticas de crecimiento comienzan a incorporar las preocupaciones por la exclusión social y la equidad en reemplazo de los ejes de pobreza y vulnerabilidad.16 La cepal, por su parte, recuperaba su propia crítica a la mayor desigualdad en la distribución del ingreso realizada dos décadas atrás, que se actualizaba en el contexto de la globalización neoliberal, al entender que “el desarrollo latinoamericano mostraba un ‘casillero vacío’, pues no logra conjugar el crecimiento con la equidad, y sostiene la mayor desigualdad en la distribución del ingreso”.17
Es necesario revisar los fundamentos políticos de este viraje. Una vez atravesadas las dictaduras que redujeron drásticamente las políticas sociales, el Estado y la política habían tenido por delante –desde esta mirada– dos tareas: el crecimiento económico y la democratización, con especial participación en la sociedad civil.18 La recuperación democrática había visibilizado lo social en el centro de la escena, con el propósito de consolidar una sociedad de ciudadanos con igualdad de derechos y orientar las políticas sociales a alcanzar mayores grados de inclusión social mediante la universalización de derechos sociales.19 Desde sus informes, el bm puso el acento en las tareas pendientes de una democracia que, ya consolidada en los países de América Latina, permitiría ahora concentrar los esfuerzos en el fortalecimiento de la ciudadanía: “con la democracia consolidada en la mayoría de los países, el desafío del emponderamiento va de la mano con aquel de la ciudadanía y el derecho de los pobres a que sus voces sean escuchadas y justamente reflejadas por los investigadores del desarrollo”.20
Finalmente, la transición al siglo xxi constituyó una coyuntura significativa para hacer balances y redefinir el papel de la intervención estatal a través de las políticas sociales en la relación entre desigualdad y ciudadanía. El informe sobre pobreza publicado por el pnud en el año 2000 evaluó los obstáculos en dos niveles que tuvieron los programas de reducción de pobreza: el crecimiento y el desarrollo humano permanecían aislados, en tanto las políticas económicas que se habían formulado hasta entonces no consideraban a los pobres, dejando esa tarea a los servicios sociales.21 Otra limitación de dichos programas fue que se puso en evidencia la ineficacia de las recetas basadas en la complementación de un crecimiento rápido y en la consolidación de redes de seguridad. Este momento es relevante como punto de inflexión para visibilizar una categoría de igualdad sostenida ahora en la relación virtuosa entre disminución de la pobreza y crecimiento.
A partir de estas evaluaciones, ese mismo año se produjo la Declaración de los Objetivos del Milenio (odm), un acuerdo firmado por 189 países en el cual se buscaba combinar esfuerzos para hacer frente a la pobreza y promover el desarrollo económico y social. El sentido de las metas del milenio se comprende desde un enfoque de desarrollo humano, que da prioridad a los derechos humanos y a la democracia como vía de participación a través de la garantía de umbrales mínimos de ciudadanía.22
Los cuestionamientos que recibió dicho acuerdo fueron de dos tipos. El primero llegó de la mano del enfoque de las capacidades y planteaba que omitía la preocupación por la libertad necesaria para hacer uso de esas mínimas garantías;23 el segundo se circunscribió a la ausencia de definiciones del problema de la desigualdad.24
No obstante, podemos afirmar que, en el nivel del discurso internacional, los odm significaron un punto de inflexión al dejar planteada una estrategia unificada para la política global y la emergencia de dos posicionamientos que terminarán complementándose: el enfoque de riesgo social y el enfoque de derechos. El manejo del riesgo social le atribuye mayor importancia a las causas de la pobreza y recurre a la terminología propia del aseguramiento. En esta dirección, la protección social es definida como las intervenciones públicas que ayudan a individuos, hogares y comunidades en el manejo del riesgo y que apoyan a los más pobres. La noción de riesgo individualiza la responsabilidad, se desestima la solidaridad en la diversificación de riesgos y en el financiamiento y confiere una responsabilidad pública mínima en materia de protección social a la vez que el bienestar social queda depositado en manos privadas.25
En cambio, el enfoque de derechos tendería a la reducción al mínimo de los riesgos, al asumir que las políticas sociales deberán cambiar un papel complementador del crecimiento económico para la consolidación de umbrales mínimos de acceso a bienes y servicios. O de otra manera, ocupar un rol propositivo de la mano de un proceso de consolidación democrática que busca trascender la categoría de ciudadanos consumidores hacia la de ciudadanos de derechos, con la preocupación explícita por lograr mejores niveles de distribución de los beneficios del desarrollo económico, y disminuir la elevada desigualdad prevaleciente. A su vez, este enfoque busca separar la noción de protección social de la inclusión por el trabajo, ya que en un sistema que profundiza la segmentación del mercado laboral, la mera inclusión en éste no garantiza la integración social.26 Este diagnóstico adquiere mayor relevancia a la luz de los trabajos que muestran que pese a la lenta recomposición de las condiciones laborales de la última década en América Latina, persisten en el nivel regional una significativa tasa de desempleo abierto y precariedad del empleo.27
Así para la cepal, el desarrollo es entendido en términos económicos como el originado en la convergencia entre sectores productivos hoy ampliamente distanciados en el que una mayor igualdad de oportunidad promueve el sentido de pertenencia, lo cual favorece la cohesión social, que es un imperativo para el crecimiento. La consolidación de una agenda global “sólida y equitativa” requería, en términos de la cepal, avanzar hacia tres objetivos esenciales: garantizar un suministro adecuado de bienes públicos globales, superar gradualmente las asimetrías de carácter global y construir una agenda social internacional basada en los derechos.28
Este planteamiento coincide con la perspectiva general que hacen el pnud y el bm. El primero afirma la relación directa que hay entre la reducción de los niveles de desigualdad y la viabilidad para alcanzar los objetivos de desarrollo del milenio. Desde esta perspectiva, el planteo relaciona pobreza, igualdad y crecimiento como variables de ajuste mutuo: a menor desigualdad, se requeriría una menor tasa de crecimiento para erradicar la pobreza hacia 2015. En el informe sobre equidad y desarrollo del bm,29 el interés consiste en responder por qué la equidad es importante para el desarrollo. En un inicio se reconoce que existe un sentido de justicia, pero también que hay disparidades en las oportunidades económicas, sociales y políticas, al dar inferiores beneficios a algunos ciudadanos respecto a otros, pero las preocupaciones éticas son rápidamente desplazadas y la desigualdad pasa a ser la variable de ajuste entre crecimiento y pobreza. El círculo que construyen estos diagnósticos es pensado de modo virtuoso, si entendemos que la consolidación de la democracia pone en el centro de la discusión la preocupación por la igualdad de oportunidades y de derechos, que a su vez ayudan a consolidar la democracia y que permitiría volver a poner en conexión la economía y la política, esferas que durante los noventa los discursos expertos presentaron como funcionando separadamente.
Como vemos, el diagnóstico principal de estos organismos plantea que el problema de la desigualdad se liga estrechamente con la fragmentación de la seguridad social, es decir, por la distancia entre instancias formales e informales de inclusión en el sistema. En condiciones extendidas de informalidad, la ciudadanía social ya no queda garantizada por el acceso al trabajo. Y el problema de los programas no contributivos es que asumen que las personas están completamente dentro o completamente fuera del mercado laboral formal. Será la noción de “protección social” basada en el acceso a derechos como modo de intervención orientada a la igualdad la que busque superar a la seguridad social y la asistencia social ante un mercado de trabajo segmentado.
ii. La cuestión social en el ámbito nacionalEn Argentina, la pobreza como categoría organizadora de la intervención estatal triunfó en la década de los ochenta. Hacia 1984 se publicó un informe sobre La pobreza en Argentina a la vez que su medición comenzó a constituir un asunto de Estado30 y un diagnóstico prevaleciente articuló de modo específico la cuestión social. De la mano del debilitamiento y privatización del sistema de seguridad social, la asistencia social se configuró mediante políticas denominadas de “desarrollo social”. La privatización del bienestar se institucionalizó en el traspaso del Estado de bienestar a un sistema nacional integral de políticas sociales, que quedó sellado en 1994 con la creación de la Secretaría de Desarrollo Social, a cargo de poblaciones estructuralmente pobres, nuevos pobres y vulnerables.31 Se vislumbró la aparición de la denominación de desarrollo en el área asistencial vinculada a la noción de desarrollo humano de Naciones Unidas que implica “el prudente traspaso de las responsabilidades del Estado a la sociedad, se reemplaza la noción de Estado de bienestar por un Sistema nacional integral de políticas sociales”.32 Un primer gran indicio del comienzo de la consolidación de una política de “mínimos básicos” bajo la lógica de compensación de riesgos.
La propuesta de intervención consistió en “un ajuste con rostro humano”. Para ello, se buscó convertir activos (recursos) en satisfactores de necesidades, a través de relaciones en las que se prioriza el vínculo no mercantil, que fortalece la noción de capital social. De esta manera, se distinguía un espacio donde primaban relaciones basadas en la solidaridad, la autogestión de la propia pobreza y la producción informal de una esfera mercantil, cimentada en la competencia. La focalización territorial promovió la participación tendiente a la autogestión de la pobreza. Se gestionaba una pobreza territorializada, a través de intervenciones fuertemente asistenciales aunque sostenidas en un discurso ciudadano. La ciudadanía fue releída en clave de la vinculación al trabajo comunitario participativo, instrumento cuya eficacia consistía en “aprovechar” el propio conocimiento que la población tiene de sus relaciones locales. Se valorizó la participación de las comunidades en la gestión de las políticas públicas definiéndola como la organización “racional, consciente y voluntaria” para la satisfacción de necesidades, basada en los imperativos morales de la educación ciudadana y la cohesión social.33
Como contracara, se colocó el foco en la transitoriedad de la situación de vulnerabilidad en el riesgo. Este reconocimiento de capacidades enmarcado en un desarrollo social humanizado sacó el foco de los derechos y garantías que el Estado regulaba para revalorizar capitales de las familias o de la comunidad en situación de extrema precariedad, lo cual tuvo como correlato la mercantilización cada vez más profunda de la reproducción de la vida y el bienestar. Las intervenciones fueron asistencialistas no por su metodología, sino porque sustituyeron un marco de derechos y garantías que obligaba a asistir a los grupos sociales con necesidades específicas y a los sectores sociales en condiciones de máxima explotación bajo el derecho a la asistencia, por la generalización de intervenciones que se focalizaron en las carencias y que asumieron un carácter volátil.34
La particularidad de la política social durante la década de los noventa fue que quienes debían ser asistidos no lo eran por causas accidentales que los incapacitaban a conseguir sus medios de vida debido a la limitación estructural del mercado de trabajo para cumplir los objetivos de distribución.35 La asistencia pasó a ser entonces una de las formas de intervención central organizada fuera de las instituciones del trabajo. La población comenzó a ser vista como recurso y las políticas asistenciales buscaron garantizar la reproducción de categorías básicas de fuerza de trabajo urbana. Es decir, una política compensatoria de las fallas de otros vectores centrales de inclusión se volvió el foco central de la intervención estatal, lo que a su vez tuvo correlación con el modo en que las instituciones se repartieron su intervención sobre los diferentes problemas, entre el Ministerio de Desarrollo Social (para aquellas personas no empleables) y el Ministerio de Empleo, Trabajo y Seguridad Social (para quienes estuvieran en condiciones de reingresar al mercado de trabajo).36
En resumen, estas transformaciones nos muestran que en Argentina, aunque podemos pensar también en la región, los estados adoptaron políticas económicas, fiscales y sociales similares: desregulación, privatización y residualización del bienestar, atravesados por patrones transnacionales de organización que promovieron la modificación de la lógica de un horizonte universalista del derecho ciudadano, hacia otra de acceso condicionado. Dicha dinámica tuvo continuidad y dio a luz a los denominados programas de transferencia condicionada de ingresos (tic o cct según su definición en inglés, “Conditional Cash Transfers”).
Los tic en ArgentinaLos tic tienen su historia particular en Argentina. A partir de la aplicación, de principios de la década de los noventa, de un conjunto de políticas orientadas al “achicamiento del Estado” mediante ajustes estructurales, privatizaciones y descentralización de los servicios básicos, la sociedad argentina comenzó a crecer a costa de la exclusión del mercado de trabajo formal e informal de amplios sectores de la población y la exclusión de estos grupos del acceso a los derechos sociales históricamente adquiridos. La crisis del mercado laboral y los programas de asistencia social desplegaron entonces un recorrido concomitante.37 Frente a las demandas de obtención de trabajo de los sectores populares, en 1995 el Estado respondió con la aplicación de “programas de emergencia de empleo” tendientes a la transitoriedad, a cambio de los cuales los receptores debían realizar una contraprestación laboral, fuese mercantil o social.38
El carácter focalizado de estas intervenciones individualizó el problema del empleo, desdibujando su carácter de riesgo social. En una primera instancia –con la implementación del Plan Trabajar– el Estado adoptó un papel activo en la mercantilización de tareas que hasta ese momento se llevaba adelante de modo voluntario, pseudoprofesionalizando a través de un precio las tareas comunitarias a escala barrial, como “contraprestación laboral”.39 Esto tuvo tres consecuencias: los recursos “planes” se constituyeron en insumos clave para la reproducción al mínimo de la vida ante la dificultad de acceso al trabajo; se transformaron asimismo en recursos organizacionales y el Estado delegó a las organizaciones comunitarias.
Las tareas que se encontraban en su órbita de responsabilidad. Por otra parte, la condicionalidad de las transferencias a través de la contraprestación obligatoria y el criterio de “prueba de medios” pusieron en discusión la noción de ciudadanía (y con ella de universalidad) que las sustentaba.40
Estas discusiones se actualizaron en 2002 con el establecimiento masivo del Programa Jefes y Jefas de Hogares Desocupados (jjh) que llegó a tener dos millones de beneficiarios, con ello se cubrió 20% de los hogares existentes.41 La proliferación de estas políticas asistenciales conllevó una discusión pública acerca de la manera en cómo distribuir recursos a través de programas para el gasto público focalizado. En ella, la contraprestación se delineó como un elemento controvertido que generó oposición desde dos puntos de vista completamente diferenciados respecto a los planes: por un lado, quienes han defendido la universalidad del derecho a la asistencia, y que por lo tanto, cuestionan la condicionalidad del plan; por otro, quienes se han opuesto a la derivación de gasto estatal a las políticas sociales y sostienen que la contraprestación se constituye en un desincentivo al trabajo. Aunque logró que los ingresos de la población empobrecida no cayeran más fuertemente, por el tipo de población focalizada no significó un aumento del ingreso en los hogares42 y tampoco tuvo un impacto directo frente al problema del desempleo. En cambio, se constituyó en insumo clave para la reproducción al mínimo de la vida ante la dificultad de acceso al trabajo.43
Lo que este recorrido por la larga década de los noventa muestra es que nuestro país atravesó un conjunto de transformaciones estructurales que conformó una política social adaptada al gasto público social, a las estrategias de contención del conflicto y a la búsqueda de alternativas al funcionamiento del mercado de trabajo formal. Los mecanismos de integración social buscaron compensar un acceso restringido a la seguridad social, sea por la exclusión de grandes grupos del mercado de trabajo formal, como por las propias limitaciones de las condiciones de trabajo asalariadas que dejaron de constituir una garantía de protección social.
En síntesis, se consolidó una forma de intervención basada en la desestatización del bienestar que provocó la fragmentación y diferenciación de servicios entre las jurisdicciones, generando estratos diferenciados de ciudadanía. Y la individualización y la mercantilización orientaron las lógicas de acción hacia los sectores vulnerables, promoviendo la competencia por la ayuda social y un contenido instrumental y calculable de la ciudadanía por sobre su contenido de derechos.44
iii. Asignación Universal por Hijo, jubilaciones y derechosLas medidas que toma el gobierno argentino y que abordamos en este apartado no se comprenden disociadas de este clima transnacional que marca un rumbo y delinea objetivos comunes para definir y afrontar la cuestión social. Ya en 2003, adopta un posicionamiento público respecto a la tendencia internacional que había marcado la declaración de los odm del año 2000. En su adaptación de este plan, la particularidad del gobierno argentino fue que profundizó las metas, al transformar al trabajo en objetivo y fijar como cuestión transversal aquella referida a la reducción de las desigualdades.45
Dentro de estas reformulaciones, la renacionalización del sistema previsional en 2008 y la implementación de la Asignación Universal por Hijo para Protección Social (auh) en 2009 constituyen dos políticas paradigmáticas para comprender cómo se incorporaron en la definición de la política social argentina los debates en torno al acceso a derechos y a la igualdad, a la vez que subordinar los diagnósticos en que prevalecía “el problema de la pobreza”. En esta dirección, el gobierno nacional propuso atender al problema de la desigualdad a partir de una modificación en el modo de intervención de la política social. Frente a un paradigma basado en la asistencia social, propuso una intervención desde lo que se ha denominado un “enfoque de las garantías ciudadanas”, que busca integrar acciones simultáneas en los ámbitos del mercado de trabajo, la asistencia social y los servicios públicos, con el horizonte controvertido de la inclusión social.46
En el primer caso, mediante el envío al Congreso de la Nación en 2008 de un proyecto de reforma estructural del sistema previsional, se propuso la creación del Sistema Integrado Previsional Argentino (sipa) en reemplazo del sistema de capitalización individual configurado a principios de la década de los noventa.47 La Ley 26.425 de noviembre de 2008 produjo la derogación del régimen de capitalización y la unifi del régimen de reparto en el sipa, que a su vez habilita a usar los fondos del Sistema Fondo de Garantía de Sustentabilidad.48 De esta manera, se proponía la conformación de un sistema único de reparto con administración estatal centralizada.49 A partir de allí el gobierno contó con recursos fiscales disponibles para el financiamiento de la transferencia de ingresos. La renacionalización del sistema previsional permitió transformar el Fondo de Jubilaciones y Pensiones en un Fondo de Garantía de Sustentabilidad, que llegaría a 10% del pib, además de recuperar el flujo de dinero que quedaba antes en manos de las Aseguradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones.50 Asimismo, redefinió necesariamente la relación entre políticas de mercado de trabajo y seguridad social. A partir de la creación del sipa, se llevaron adelante moratorias que permitieron la incorporación al sistema de una gran cantidad de población, ya sea aquella que contaba con la edad jubilatoria pero no podía acreditar los años de aportes necesarios para jubilarse, o que contaba con los años de aportes pero se encontraba desempleada al momento de jubilarse.51 De este modo, se buscaba dar cuenta de trayectorias disímiles por el mercado laboral, propias de la reconfiguración de las condiciones de trabajo de la Argentina neoliberal, ya que muchas personas contaban con los años trabajados, pero los recorridos por instancias de trabajo informales o las situaciones presentes de desocupación obstaculizaban el goce del beneficio. Con estas modificaciones, en 2010 se llegó a un aumento significativo de las tasas de cobertura que alcanzaron 85% de la población con posibilidades de acceder, es decir, hombres mayores a 65 años y mujeres mayores a 60 años, que se vio a su vez reforzada por el aumento de los haberes mínimos y medios previsionales.
En el caso de la auh es una asignación familiar que reciben por sus hijos los trabajadores desocupados e informales que cobren menos del salario mínimo, vital y móvil. Combina por un lado, las condiciones de los tradicionales programas tic precedentes en términos de salud y educación; por otro, la lógica de seguros sociales de la protección social en general –por su carácter de asignación familiar– y finalmente, un marco de ampliación de derechos –de los trabajadores en general y de los/as niños/as y jóvenes en particular–. La auh se constituye en componente del sistema de asignaciones familiares establecido el 1¿ de noviembre de 2009. Otorga una prestación no contributiva similar a la que reciben los hijos de los trabajadores formales “a aquellos niños, niñas y adolescentes residentes en la República de Argentina, que no tengan otra asignación familiar prevista por la presente ley y pertenezcan a grupos familiares que se encuentren desocupados o se desempeñen en la economía informal” (Decreto P.E.N 1602/2009, que modifica la Ley de Asignaciones Familiares N¿24.714).52 Cobran la auh los hijos de trabajadores formales con salarios menores de aquellos montos afectados por impuesto a las ganancias y los trabajadores informales que cobren menos del salario mínimo, vital y móvil.53 Rápidamente, se establecen modificaciones que permiten ampliar el alcance de la población que podría incorporarse: la Administración Nacional de la Seguridad Social (anses) anunció que, a partir del 1¿ de diciembre de 2009, se incorporaban al cobro los hijos de trabajadores rurales y de las empleadas domésticas.
Diversos trabajos coinciden en mencionar el impacto positivo que la auh ha tenido en términos de inclusión y justicia social frente a la situación donde sólo había asignación familiar contributiva, a partir de variables macroeconómicas como la modificación de tasas de pobreza e indigencia, un impacto relevante en la mejora de índices de desigualdad y en la tasa de escolaridad, como en la equiparación de oportunidades económicas, la reducción de la pobreza y de las brechas de desigualdad. Persisten, asimismo, cuestionamientos acerca de la continuidad de la focalización de su instrumentación, en especial en cuanto a que el impacto es mayor en términos de reducción de desigualdad que de pobreza, ya que muchos hogares pobres sin niños quedan excluidas de su cobro.54 Particularmente en un contexto en el que, aun cuando aumentó la cantidad de población ocupada, son las condiciones de informalidad las que se ligan estrechamente con la pobreza.55 Esto se explica a partir del recorrido por los cambios del contexto socioeconómico argentino, donde se puede apreciar cómo, debido a las reformas laborales que se profundizaron en la década de los noventa, el empleo formal dejó de estar vinculado por sí mismo a la seguridad social, se flexibilizaron las condiciones laborales y el trabajo adquirió un carácter de imprevisibilidad. Con ello se modificó un sistema caracterizado históricamente por una extensión de la ciudadanía social a través de la tendencia a imitar la situación de los asalariados cubiertos por los complejos seguros de las diferentes ramas de actividad.56 El trabajo, anteriormente asociado a un conjunto de derechos y garantías conquistados, se reconoce ahora en nuevas condiciones de informalidad que imprimen un obstáculo a ese modo de funcionamiento.
De un modo visible, la política social encarnada en las intervenciones mencionadas recupera la discusión acerca de las lógicas de mercantilización/desmercantilización del bienestar que disputaron la orientación de las políticas sociales en las décadas anteriores, retoma la tensión entre beneficio/derecho para pensar las lógicas de inclusión social, y desplaza el foco del debate de las políticas de asistencia a la noción integral del sistema de protección social. Recordemos que, tal como sostiene Danani, tanto la mercantilización como la comunitarización del bienestar transcurridas en los noventa resultaron dos estrategias de privatización de la protección social, fuese en el mercado o en el par familia/comunidad, y expresaron el socavamiento de las responsabilidades colectivas sobre el goce de derechos, al negar la responsabilidad social sobre el bienestar.57 Frente a ellos, el sentido de lo universal de la auh tuvo el efecto de radicalizar el lenguaje de la ampliación de derechos a nuevos grupos sociales, aun cuando éste se lleve adelante mediante instrumentos de focalización. En esta dirección, diversos trabajos reconocen que la auh modificó la incidencia de los programas sociales en el bienestar al presentar un alto impacto en términos de inclusión y justicia social, no sólo por el monto de transferencias monetarias otorgadas (el más alto de ese tipo entre los programas existentes en América Latina), sino también porque tanto su carácter de beneficio permanente –que trasciende la transitoriedad de las transferencias que la precedían– como los efectos esperados en el mediano plazo en la incorporación de los/as niños/as a servicios educativos y sanitarios tienen impactos en términos del acceso a derechos de poblaciones históricamente vulnerables.
Resulta entonces interesante el modo en que tanto la auh como el nuevo sistema jubilatorio incorporan un horizonte novedoso: a diferencia de aquellas intervenciones asistenciales que delimitaron rígidas fronteras para la inclusión social en términos de empleabilidad/no empleabilidad de la población, estas políticas vuelven a poner en discusión los alcances de las distintas formas de participación en el mercado de trabajo como mecanismo central, definición de subjetividades y de integración social. Por otra parte, la vinculación de la auh con el sistema contributivo se expresa no sólo en que se encadena la asignación a su correspondiente en el mundo del trabajo formal, sino por su fuente de financiamiento. Así, Repetto y Langou sostienen que “Los ptc [Programas de Transferencia Condicionada] preexistentes a la auh no contemplaban en su diseño la articulación con el régimen contributivo de seguridad social. La Asignación fue diseñada expresamente para universalizar los beneficios del régimen contributivo tradicional a los sectores excluidos”.58 Al modificar de este modo el régimen de capitalización individual a través de la recuperación de uno de reparto, estas medidas interpelaron a la política y a las ciencias sociales sobre el papel del Estado como garante de la protección social vinculada a los trabajadores en sus diferentes etapas de ciclo vital.
ConclusionesEste artículo propuso comprender cómo las mutaciones que ha atravesado la definición de la cuestión social argentina en las últimas tres décadas se vincula a los lineamentos que los organismos internacionales han ido construyendo para orientar la política social en América Latina. Como hemos mostrado, la definición de la cuestión social como pobreza característica de las décadas de los ochenta y noventa en nuestro país no partió sólo de un diagnóstico de alcance nacional, sino que se ancló en discursos, conceptualizaciones e instrumentos de medición elaborados por expertos internacionales a los que las ciencias sociales y la política locales otorgaron legitimidad. Luego, ya en la transición al siglo xxi, el consenso en torno al fracaso de los programas contra la pobreza junto a la preocupación central por ligar democracia y desarrollo económico llevó a una redefi de los modos de inclusión social que centró su atención en el enfoque de derechos como nueva vía hacia la protección social. Allí, hizo su aparición la cuestión social como desigualdad.
La centralidad que adoptó la categoría de desigualdad se vincula simultáneamente con dos procesos de alcance transnacional. En términos económicos, con la preocupación de darle sostenibilidad a un proyecto global que pueda articular virtuosamente crecimiento, combate a la pobreza y a la desigualdad. En términos políticos, al objetivo de fomentar la democracia como valor universal para redefinir los términos de la inclusión social, volviendo a reflotar a la ciudadanía –ahora asociada al bienestar–, como categoría integral para poner un límite a las desigualdades que genera la lógica del mercado.
Asimismo, desarrollamos el modo en que dichos lineamentos generales fueron tomando forma concreta en intervenciones vinculadas a la política social en nuestro país, desde las definiciones de programas sociales hasta la delimitación de las instituciones encargadas de llevarlos adelante. De esta manera, el establecimiento de planes de empleo que –más allá de su nombre– tuvieron la finalidad de combatir la pobreza y dieron a la política social un fuerte sesgo asistencial; la reconfiguración de los programas de transferencia condicionada de ingresos con la masificación del Programa Jefes y Jefas de Hogar; el papel que desempeñaron los ministerios de Desarrollo Social y de Trabajo, Empleo y Seguridad Social para clasificar a la población en sujetos empleables y no empleables presentan estrechas vinculaciones con contextos más amplios que, como clima de época regional, realizan aportaciones a la comprensión de las decisiones tomadas en los ámbitos nacionales.
En particular, las más actuales son la renacionalización del sistema previsional y la implementación de la auh que reinscriben a la protección social desde un enfoque de derechos y en el reconocimiento de la necesidad de equiparar las condiciones de los grupos que participan en el mercado de trabajo de modo formal e informal. También vale la pena recuperar que la novedosa preocupación por la desigualdad adopta en la dinámica nacional sus particularidades y se enfoca concretamente en equiparar situaciones desiguales. En un caso, por la diversidad de trayectorias laborales de generaciones que transitaron de modo intermitente por el mercado laboral producto de la estructuración de un mercado laboral expulsivo que dejó de funcionar como articulador de la integración social. En otro, por la segmentación de las situaciones laborales del presente, basada en condiciones de precarización que aumentan la vulnerabilidad de los lazos de inscripción en el mundo laboral de algunos grupos sociales. De esta manera, se combinan conceptualizaciones de alcance internacional con la propia historicidad de las relaciones políticas, económicas y sociales que imprimen a la preocupación por la desigualdad una dinámica de intervención concreta. Estas intervenciones dejan abierto el interrogante sobre cómo se está reformulando la cuestión social hoy en Argentina y en América Latina, a partir de las luchas que proponen revisar las bases que sustentan el orden social y que buscan poner en juego otras definiciones deseables sobre éste.
Este trabajo fue discutido previamente en las Primeras Jornadas del Área de Estudios Políticos Latinoamericanos del idihcs realizadas en 2014, agradezco los comentarios de Jerónimo Pinedo, Ramiro Segura, Fernanda Torres, Cristina Cravino, Cecilia Ferraudi y Lucas Alzugaray.
Entendemos la cuestión social como el desafío a la capacidad de una sociedad para existir como conjunto vinculado de interdependencias, y se asocia al interrogante acerca del modo en que constituimos sociedades más o menos incluyentes, y a los efectos que la profundización de las desigualdades y la fragmentación social tienen en los modos de sociabilidad. Ese desafío se renueva permanentemente, en tanto todo orden social es siempre transitorio, Robert Castel, La metamorfosis de la cuestión social: una crónica del salariado, Buenos Aires, Paidós, 1997.
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Ibid., pp. 100 y 101. La Secretaría surge en el ámbito de la presidencia de la nación, como un área pública del saber y hacer política, y se autonomiza de otras áreas a las que tradicionalmente se había asociado el bienestar social, como la salud, educación, o el trabajo y diferente también de las viejas áreas de asistencia social.
Así, en el documento Cohesión social. Inclusión y sentido de pertenencia en América Latina, la cepal afirma que la participación social “desarrolla la conciencia cívica de las personas, refuerza los lazos de solidaridad, hace más comprensible la noción de interés general, y permite que los individuos y grupos más activos intervengan en la gestión pública. La participación es a la vez un medio y un objetivo democrático, que reconoce el derecho de todos los ciudadanos, produce conocimientos, nuevas modalidades de acción colectiva, y persigue fines igualitarios para la sociedad.” cepal, 2007, op. cit., p. 91.
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“La pobreza comenzó, entonces, a ser asociada al trabajo. Pero no a las condiciones de la ocupación expresadas en los indicadores señalados, sino como otra carencia del sujeto pobre: la ‘falta’ de trabajo. Falta asociada a sus propias características (esto es, sus otras carencias, como la educación, el capital cultural, la flexibilidad necesaria para adaptarse a los cambios tecnológicos y organizacionales) que lo hacían ‘inempleable’. El trabajo fue puesto, entonces, en el centro de la escena social y ya no sólo de la economía. Ahora el trabajo mereció un tratamiento abstracto y a-histórico: desprendido de la producción, fue constituido en una necesidad del sujeto y se revitalizó la concepción reificada que concibe al trabajo como condición de humanización por sí mismo y sin consideración de las relaciones en cuyo marco se realizan las capacidades humanas de producción de la riqueza, de su distribución y de los objetivos de la misma”, Grassi y Alayón, op. cit., p. 6.
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Creado mediante el Decreto n¿ 565 del 03/04/2002, el Programa Jefes y Jefas de Hogar desocupados consiste en una prestación de dinero por $150 mensuales, a cambio de la cual el beneficiario debe realizar una contraprestación laboral, sea mercantil o social, de 4 horas diarias (Decreto 165/2002). Julieta Rossi, Laura Pautassi y Luis Campos, “¿Derecho social o beneficio sin derechos? Plan Jefes y Jefas”, Buenos Aires, Centro de Estudios Legales y Sociales (cels), 2003, y Sonia Draibe y Manuel Riesco, Estado de bienestar, desarrollo económico y ciudadanía: algunas lecciones de la literatura contemporánea, cepal, 2006.
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