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Inicio Latinoamérica. Revista de Estudios Latinoamericanos La Teología de la Liberación: pastoral y violencia revolucionaria
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Vol. 64.
Páginas 185-221 (enero 2016)
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La Teología de la Liberación: pastoral y violencia revolucionaria
Liberation Theology: pastoral and revolutionary violence
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Pastor Bedolla Villaseñor
* Programa de becas posdoctorales en la UNAM. Becario del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, asesorado por el doctor Mario Magallón Anaya
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Resumen

El artículo hace un balance general de la relación entre la Teología de la Liberación (tl) y la realidad histórica signada por la violencia a la que se enfrentaron los más destacados representantes de la pastoral de esta corriente latinoamericana durante el siglo xx. El posicionamiento de estos últimos frente a la violencia de carácter revolucionario funge como hilo conductor de este trabajo. Tras el acercamiento introductorio a la historia del surgimiento de la tl, es presentada parte de la complejidad del parecer de estos teólogos que reflexionaron sobre la legitimidad de la violencia revolucionaria como instrumento histórico de emancipación.

Palabras clave:
Teología
Liberación
Violencia revolucionaria
Pastoral
Latinoamérica
Palabras clave:
Theology
Liberation
Revolutionary violence
Pastoral
Latin America
Abstract

The article makes an overall assessment of the relationship between Liberation Theology (lt) and the violent historical reality that the most prominent representatives of this pastoral trend in Latin America faced during the twentieth century. The positioning of these theologians against violence of revolutionary nature serves as the main theme of this work. After the introductory approach to the history of the emergence of lt, some of the complexities in the opinions of those who reflected on the legitimacy of revolutionary violence as a historical instrument of emancipation is presented.

Texto completo

Del sol y de los mundos, nada sé yo qué decir,

sólo veo cómo se fatigan los mortales.

El raquítico dios de la tierra

sigue siendo de igual calaña

y tan extravagante como en el primer día.

Un poco mejor viviera si no le hubieses dado

esa vislumbre de la luz celeste,

a la que da el nombre de Razón

y que no utiliza sino para ser más bestial

que toda bestia.

Fausto

Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

Introducción

En la historia del subcontinente latinoamericano, como en la del mundo, el capitalismo ha producido miseria e iniquidad crecientes por doquier. Frente a la dominación tácita o el dominio manifiesto de los poderes hegemónicos, las resistencias han transitado naturalmente por distintos cauces, la mayoría de las veces colmados de dilemas y contradicciones que, no obstante, han sido expresiones de un pensamiento en búsqueda de identidad y de la liberación latinoamericana, disidente de la hegemonía en nuestro subcontinente.

Durante la mitad de la centuria anterior, el marco de bipolaridad resultante de la posguerra mundial determinó un panorama político global de división, disputa e intenso debate ideológico. A la sazón, los acontecimientos parecieron sugerir una evidente aceleración del curso histórico. En América Latina el triunfo de la Revolución cubana (1959) y su pronta decantación comunista, animó numerosas y polisémicas empresas revolucionarias entre quienes consideraron lícita la violencia como expresión de formas heterodoxas de confrontación al imperialismo estadounidense.1

El proceso en su conjunto generó seria preocupación entre Estados Unidos de Norteamérica y las oligarquías nacionales latinoamericanas, catalizando los vientos funestos de los golpes de Estado, las dictaduras y las represiones masificadas. La inquietud de los poderes hegemónicos se ahondó cuando la interpretación de los “signos de los tiempos” fue compartida en sentido radical incluso entre algunos sectores tradicionalmente conservadores, tales como la Iglesia católica, hasta entonces histórico baluarte del mantenimiento del statu quo.2

Entonces los signos de una profunda renovación eclesial y de compromiso social efectivo fueron ostensibles en un conjunto de hitos fundantes. Bajo el pontificado de Juan xxiii, la Iglesia católica convocó al xxi Concilio Ecuménico, mejor conocido como Concilio Vaticano ii (1962-1965), donde fueron patentes dos aspectos apremiantes: por una parte, la clara disposición eclesial de reivindicación profunda de la dignidad humana y, por otra, la necesidad de la Iglesia de abrirse al diálogo con el mundo moderno.

El aggiornamento sería corroborado y aplicado para la realidad de América Latina pocos años más tarde, en la ii Conferencia del Consejo Episcopal Latinoamericano (celam)3 en Medellín (1968) y, posteriormente, en la iii edición celebrada en Puebla (1979). La voluntad de cambio gestada, especialmente desde los espacios con altos índices de marginación económica y exclusión social, tuvo repercusiones de gran calado entre el catolicismo vinculado a diversas expresiones de izquierda que vieron con agrado cómo entonces éste “se transformó en una religión que le pedía a sus seguidores comprometerse con la causa de los pobres a través de una reforma estructural de la sociedad convirtiéndose en una fuerza política progresista”.4

La Teología de la Liberación5 latinomericana surgió como un movimiento socioeclesial disruptivo de la ortodoxia católica “en la periferia de los centros metropolitanos de la cultura y la producción teológica”.6 Estaba fundada en una enérgica denuncia ética respecto a la imposibilidad de elusión del pecado estructural implícito en el capitalismo dependiente, que es el generador de la pauperización de las grandes mayorías en un subcontinente que reunía, y sigue reuniendo, la mayor concentración demográfica global de católicos enfrentados a una realidad histórica crítica, cambiante y violenta.7

Desde su conceptuación inicial en 1968, por Gustavo Gutiérrez Merino —considerado “padre” y uno de los más trascendentes exponentes de esta corriente— la tl surgió como una reflexión posterior a un primer momento, consistente en la realidad misma de diversos sectores del pueblo latinoamericano en su apego a una ética de liberación histórica.8

Para los promotores y simpatizantes de la renovación eclesial, la praxis del amor cristiano debía asumir el compromiso de una ética social en contacto con la realidad, más allá del ámbito de la moralidad personal, para luego complementarse con la concientización y el análisis de las causas de la pobreza y la miseria social.9 Entonces, el acercamiento con la realidad derivó en el apego a la premisa teológica de opción preferencial “por los pobres y contra su pobreza”.10

Según esta perspectiva, la difusión del mensaje ético cristiano se encontraba en un estado de distorsión, debido a la permanencia y sofisticación de una visión eclesial de ensimismamiento, basada en una teología escatológica, anquilosada e inconexa con la realidad histórica.11 Reducida así, la labor pastoral apuntaba hacia su antípoda, produciendo la “complicidad histórica de la Iglesia católica en la preservación de las condiciones de pobreza e inequitativa distribución de la riqueza”.12

De tal manera, a la par del desarrollo de los movimientos armados y ante una realidad histórica de grave falencia institucional, iniquidad sistemática y obturación de las vías de participación política en la gran mayoría de las latitudes latinoamericanas, “las organizaciones católicas desempeñaron el papel de fuerzas políticas de sustitución”.13

La liberación, decía Leonardo Boff, uno de los máximos exponentes de la tl, debe ser “‘integral de todo hombre y de todos los hombres’, es decir, de todas las dimensiones oprimidas de la vida humana (personal y social), sin excluir a hombre alguno”. Como parte de un proceso de simultaneidad dialéctica, la liberación “abarca las instancias económica (liberación de la pobreza real), política (liberación de las opresiones sociales y gestación de un hombre nuevo) y religiosa (liberación del pecado, recreación del hombre y su total realización en Dios)”.14

Las fuertes críticas de los teólogos de la liberación a las estructuras capitalistas fueron notorias como evidencia de un “compromiso revolucionario de clérigos y militantes católicos en el terreno de la acción colectiva”.15 Empero, aunque las implicaciones de su cercanía a los procesos revolucionarios latinoamericanos sugirieron un claro carácter disruptivo en sus esfuerzos, los teólogos de la liberación no fueron pacifistas de una “paz” opresiva sistémica, ni revolucionarios armados a ultranza, sino escudriñadores de la realidad histórica.

Hoy en día, a casi cinco décadas del surgimiento de la tl, la aparición de estudios académicos sobre la temática es ingente e incansable. Este artículo, por tanto, además de lo realizado en líneas anteriores, obvia la necesidad de incorporar un abundante panorama respecto a la historia del surgimiento y evolución del pensamiento liberacionista, sobre todo, debido a que esa labor la han realizado ya de forma brillante muchos otros autores.16

Considero oportuna la aclaración metodológica de que el acercamiento de este artículo a la tl es, inherentemente, un ejercicio de reflexión acotado. A partir de un lugar de enunciación se tienen “en cuenta unos aspectos y otros no”, se leen “unos textos y otros no”.17 Esto propicia un efecto doble según el cual, si bien es cierto, se brinda una imagen no absoluta de una realidad socioeclesial, también lo es que se genera una interpretación rigurosa que aun cuando no “salda la cuestión”, posibilita un espacio fecundo para la oportunidad de un próximo acercamiento novedoso al tema.18

La “condenable” heterodoxia de la Teología de la Liberación

La fuerza de los revolucionarios

no está en su ciencia; está en su fe,

en su pasión, en su voluntad.

Es una fuerza religiosa,

mística, espiritual.

José Carlos Mariátegui

Una de las más acres y reiteradas recriminaciones a la tl provenientes de los sectores eclesiales más conservadores, ha estado fundada en el uso del instrumental teórico de origen marxista y su tesis de la lucha de clases, debido a que se le atribuye una irreconciliable incompatibilidad con la fe y la ética cristianas. Ciertamente, una de las novedades que introdujo esta corriente en la tradición teológica católica fue el auxilio metodológico de las ciencias sociales, en función del cual el pobre fue concebido como el penitente de un pecado estructural y sistémico derivado de la contraposición entre clases sociales con intereses divergentes.19

La tl contribuyó al desarrollo de la reflexión crítica que trascendió entre la esclerosis del marxismo teleológico, escolástico, embalsamado y dogmático.20 La visión de los teólogos que reflexionaron sobre la relación entre violencia y revolución, en palabras de Leonardo Boff, correspondía a una tendencia del análisis social de carácter dialéctico “que contempla la sociedad, ante todo, como un conjunto de fuerzas en tensión y en conflicto originadas por la divergencia de intereses (por lo general, la visión de los que se hallan al margen del poder)”.21 Esta tendencia “exige una reformulación del sistema social, de tal manera que se manifieste una mayor simetría y una mayor justicia para todos”.22

La calificación del joven Carlos Marx (1818-1883) a la religión como el “opio del pueblo”, hecha en 1843, ha sido profusamente reproducida y utilizada por el conservadurismo eclesial como fundamento separatista entre el corpus marxista y el pensamiento religioso. Sin embargo, es preciso destacar que la consideración del filósofo alemán, inevitablemente, tenía una dimensión concreta de crítica a la religión que observaba como degradación y alienación del hombre. La cita en extenso puede contribuir a la ilustración de esto:

La miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado, y también es el espíritu de situaciones carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo.

Renunciar a la religión en tanto dicha ilusoria del pueblo es exigir para este una dicha verdadera. Exigir la renuncia a las ilusiones correspondientes a su estado presente es exigir la renuncia a una situación que necesita ilusiones. Por lo tanto, la crítica de la religión es, en germen, la crítica de este valle de lágrimas, rodeado de una aureola de felicidad.23

La crítica no es per se contra el fenómeno religioso mismo, sino contra la dimensión de la religión como justificación de la dominación. El mundo del hombre, es decir, el Estado y la sociedad producen la religión, dice Marx, por consiguiente, “la crítica de la religión, es una forma de lucha contra ese mundo que ha creado la religión como su aroma espiritual y su justificación y consuelo”.24

Entendida como dominación, la religión es definitivamente una instancia ideológica de justificación de “la opresión del hombre sobre el hombre, de una clase dominante contra otra oprimida, de una nación imperial sobre otras naciones dependientes”.25 Sería difícil afirmar lo contrario si se trae a cuenta la dominación de

los romanos contra sus provincias dominadas, de los faraones contra sus campesinos y esclavos, la de los señores feudales contra sus siervos, la de los Reyes Católicos contra los indios, la de los calvinistas americanos contra los mexicanos e indígenas, etc.26

Sin embargo, ese no es el caso de la praxis desarrollada por los teólogos de la liberación latinoamericanos a partir de la opción por los pobres, cuya raíz fundamental encontraron en el Evangelio, y su nodal interés por la consecución de una liberación histórica de las víctimas de la opresión. Vilipendiada por la asociación al pensamiento marxista, su consideración de la violencia se encuentra más bien en la línea del filósofo francés Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) y reconocimiento de una violencia insurrecional humanizadora fundada en la solidaridad proletaria.27

En el desarrollo del concepto de “indignación ética”, dos destacados teólogos de la liberación, Pedro Casaldáliga (1928-) y José María Vigil, citaban al filósofo francés cuando afirmaban:

La indignación ética es también compasión. Es sentir como propio el dolor del mundo, padecer con él. El origen de esta espiritualidad, la pasión que está en el origen de este espíritu, es lo que está en el origen de la teología y de la espiritualidad de la liberación. Es lo que está al origen de toda utopía revolucionaria: “una persona no se hace revolucionaria por la ciencia, sino por la indignación”.28

Y es que en la historia de la tl, la cercanía entre la indignación ética y la violencia revolucionaria ha tenido un espacio tan amplio, como controvertido. Como Enrique Dussel ha referido con claridad, la situación es de una complejidad extraordinaria y “el factor religioso, contradictorio y él mismo atravesado por la lucha de clases (cuestión que no pudieron plantear ni Marx ni Lenin en su tiempo y en su continente), tiene otra vigencia en América Latina”.29

En 1925, en su ensayo “El hombre y el mito”, José Carlos Mariátegui (1894-1930) ya había hablado sobre la necesidad de rescatar la dimensión espiritual y ética de la lucha revolucionaria: la creencia, la solidaridad, la indignación moral, el total compromiso, la disposición a arriesgar la propia vida. El socialismo era, para él, inseparable de un intento de reencantar al mundo a través de la acción revolucionaria.30

Esto no es poca cosa, sobre todo si se tiene presente el hecho de que el pensamiento de Mariátegui significó una de las más importantes referencias marxistas para Gustavo Gutiérrez Merino.31 El pensador peruano, a principios del siglo xx, lo decía así:

La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría, de la técnica de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. [...] Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales.32

En ese mismo ensayo, Mariátegui decía, “hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo”; citaba entonces un texto del filósofo francés Georges Sorel (1847-1922),33 y reivindicaba lo dicho por éste en lo referente a la identificación de una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, así como en lo relativo a una fe religiosa en los socialistas, evidente en “su inexpugnabilidad (sic) a todo desaliento”. El filósofo peruano concluía su ensayo con un hálito casi profético:

Los profesionales de la inteligencia no encontrarán el camino de la fe; lo encontrarán las multitudes. A los filósofos les tocará, más tarde, codificar el pensamiento que emerja de la gran gesta multitudinaria. ¿Supieron acaso los filósofos de la decadencia romana comprender el lenguaje del cristianismo? La filosofía de la decadencia burguesa no puede tener mejor destino.34

Durante los años sesenta del siglo xx, la ola revolucionaria de los movimientos populares en América Latina confirmó a los filósofos y teólogos la agudeza intelectual de Mariátegui. El hecho nuevo en el campo religioso latinoamericano fue desarrollado por este pueblo militante cristiano que no renegó de sus antiguas creencias, resguardadas “como un valor incontaminado propio”.35 En este contexto histórico donde el pueblo comenzaba a ser brutalmente explotado por los desarrollismos, muchos cristianos militantes reivindicaron la opción por los pobres.

En ello radica parte de la originalidad de la tl, el redescubrimiento de una religión de liberación, existente ya desde la tradición mosaica, según la cual Dios es concebido como impulso utópico de liberación del pueblo y la religión como impulso al compromiso revolucionario. De la posible compatibilidad entre cristianismo y revolución dio cuenta también el acontecimiento histórico del triunfo sandinista (1979), con la crucial participación de las mayorías cristianas nicaragüenses.36

En sentido teológico, desde la perspectiva religioso-espiritual concerniente al Reino de Dios, los pensadores liberacionistas han argumentado con abundancia la legitimación de la índole radical del evangelio. Basta citar sólo unos cuantos ejemplos. Uno de los más destacados estudiosos de la temática, el teólogo de la liberación Rubén Dri (1929-), ha señalado cómo la labor histórica de Jesús adquirió una dimensión de lucha antiimperial.37

Así también, Jon Sobrino (S. J.), otro de los más ilustres representantes de esta corriente, ha indicado cómo “los evangelios muestran abundantes ataques de Jesús a los escribas, fariseos, sacerdotes y ricos... y no aparecen tales ataques ni denuncias ni con tal virulencia a grupos o acciones armados”, como era el caso de los zelotes.38

Ignacio Ellacuría (S. J.), el filósofo vasco-salvadoreño, lo planteó a partir de la que llamó la filosofía de la realidad histórica. Desde esta perspectiva, abordó el tema por medio de una pregunta básica, ¿por qué muere Jesús y por qué le matan? La prioridad histórica, dice el filósofo, ha de buscarse en ¿por qué le mataron? ‘A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que cumplió [...] La lucha por el Reino de Dios suponía, necesariamente, una lucha a favor del hombre oprimido de manera injusta. Esta lucha debía llevar, necesariamente, al enfrentamiento con los responsables de la opresión. Por eso murió”.39

La acción de Jesús, dice Ellacuría, “pretendiendo ser primariamente un anuncio del Reino de Dios, era, de hecho y necesariamente, una amenaza contra el orden social establecido, en cuanto éste estaba estructurado sobre fundamentos opuestos a los del Reino de Dios”.40 Jesús muere violentamente, señala el filósofo, “por los que no aceptan los caminos de Dios”, por los que no aceptaron su prédica de un Reino no transterreno, sino concreto, contradicción de un mundo estructurado por el poder del pecado histórico, más allá del corazón del hombre.41

En una línea un tanto coincidente con Ellacuría, el teólogo protestante francés, Oscar Cullmann (1902-1999) propuso también una interpretación del radicalismo del Jesús histórico. El mayor potencial beligerante de Jesucristo, afirmaba, se encuentra no en la incitación a la toma de la espada, sino en su anuncio y contribución manifiesta a un Reino divino que transgrede el statu quo mantenido por los poderosos sobre las clases oprimidas a lo largo de la historia; es decir, el avance de una praxis transformadora en el mundo, que impera la abolición de las normas de los hombres que ofenden la voluntad divina.42

“Jesús estigmatizó en su predicación la injusticia social de su tiempo” y lo hizo sin compasión, decía Cullmann. “Jesús anuncia que, a la luz del Reino que ha de venir, la diferencia entre ricos y pobres es contraria a la voluntad divina. Ese juicio sobre el orden social presente es, de suyo, revolucionario”.43 Pero este carácter no implica una opción por las armas, aseveraba el teólogo francés, es más bien un llamamiento hacia el cambio de la relación del hombre con Dios y, luego, de la relación del individuo con el prójimo. El radicalismo escatológico de Jesús, añadía, es la base de su obediencia absoluta a la voluntad divina y, por tanto, de su condenación de todo legalismo, de toda hipocresía e injusticia.44

Sin embargo, tal como ha analizado con agudeza el teólogo Darío Martínez Morales,

Aunque la perspectiva pacifista del cristianismo se sustente en la vida de Jesús narrada en los Evangelios, se muestre en el testimonio de los primeros cristianos y se ratifique en los escritos apostólicos que conforman el Nuevo Testamento; esta perspectiva se diluye con la conversión de Constantino y la adopción del cristianismo, por parte del Imperio romano, como su religión oficial. El signo de la cruz se vincula al proyecto militar-imperial.45

Fue Agustín de Hipona (354-430), “el gran filósofo y teólogo cristiano [quien], tiempo después, a través de sus escritos, consolidará la justificación de la función coercitiva del Estado y de la ‘guerra justa”’.46 Los cristianos, por tanto, debían participar activamente en ese orden cuyo fin legítimo era la paz efectiva. Asimismo, dice Martínez Morales, en los escritos de Tomás de Aquino (1225-1274) es fácil encontrar una justificación argumentativa de la guerra justa, propuesta como lícita bajo tres condicionamientos: a) ser declarada por una autoridad legítima, b) la causa ha de ser justa, y c) la intención de los contendientes ha de ser recta.47

“Esto último significa que los contendientes tendrán que motivar esta acción por deseos de paz, por deseos de castigar a los malvados y de defender la justicia”.48 Luego entonces, la doctrina eclesial católica pos- constantiniana proveyó de un corpus de pensamiento legitimador de la lucha armada, allende la radicalidad de la perspectiva religioso-espiritual escatológica de Jesús y el legado evangélico. En este entendido, los teólogos de la liberación pusieron al servicio de las mayorías pauperizadas una tradición cristiana que contiene y da curso, bajo circunstancialidad histórica, a la justificación de la violencia guerrera.49

La postura de la tl frente al dilema de la violencia, en la teoría o en la praxis, trasciende la suscripción a una tradición eclesial combativa. El fondo ético de esa opción ha de encontrarse en la conciencia y el compromiso de estos sacerdotes frente al sufrimiento del pueblo oprimido. Aun cuando, tal como consideró Ignacio Martín Baró (1942-1989), para los teólogos “[n]o es fácil intentar una reflexión cristiana (¿teológica?) sobre la violencia”.50

Las empresas guerrilleras en América Latina fueron, a decir de Erich Hobsbawm (1917-2012), “un error espectacular”.51 Empero, el naufragio ideológico y los mortíferos dogmatismos en la historia guerrillera latinoamericana no deben obliterar el reconocimiento a la existencia de una ética revolucionaria armada, signo de un efectivo amor al ser humano. La decisión de no pocos teólogos de la liberación para llevar hasta el extremo sus convicciones, correspondió a un fiel acompañamiento del pueblo sufriente.

Evidentemente, como corriente socioeclesial heterogénea, la tl adquirió particularidades en función de los lugares de reflexión y enunciación teológica. Para el caso que concierne a este artículo, es importante destacar que en países como Argentina, Nicaragua y El Salvador -donde las condiciones de represión militar alcanzaron niveles intolerables—, los teólogos de la liberación estrecharon su cercanía crítica —no su homologación— con los grupos guerrilleros nutridos por un pueblo que empuñó las armas no por vocación o mero enajenamiento, sino como límite urgente ante el exterminio progresivo que lo acosaba.

Teología de la Liberación y pastoral, ¿proclividad hacia la violencia?

Si doy comida a un pobre, me llaman santo,

pero si pregunto por qué es pobre,

me llaman comunista.

Helder Pessoa Cámara (1909-1999).

En su magnífica obra, Para comprender la Teología de la Liberación, Juan José Tamayo-Acosta (1946-) ha destacado cómo, a pesar de que la violencia es una “realidad cotidiana y omnipresente en la vida del pueblo latinoamericano”, ha sido un objeto de reflexión poco abordado por los teólogos de la liberación. Además, asegura, “[c]uando se aborda el tema, se hace sin entrar a fondo en él, siguiendo, en la mayoría de los casos, la doctrina social de la Iglesia al respecto”.52 El autor destaca la diatriba usada con delectación por los detractores de la tl:

Con frecuencia suelen hacerse identificaciones fáciles y caricaturescas entre el cristianismo liberador latinoamericano y la defensa de la violencia por parte de no pocos cristianos. Con frecuencia se presenta a los teólogos de la liberación como legitimadores de la violencia. Cosas ambas infundadas y falseadoras de la realidad.53

Una vez que simplifican la problemática latinoamericana al ámbito de la violencia, dice el autor español, “lo único que parece interesar a los de fuera es si el uso de la violencia está justificado o no”, y la respectiva petición de clarificación a los teólogos de la liberación funge como trampa saducea: “si se muestran contrarios a ella, se les acusará de pacifistas ingenuos y conformistas; si la respuesta es afirmativa, se les acusará de dar la espalda al ideal evangélico”.54

En este último sentido, el papado conservador de Juan Pablo II (1978-2005), hoy reconocido ampliamente como uno de los principales artífices del afianzamiento del neoliberalismo, instrumentó la execración hacia la tl, casi tres lustros después del nacimiento de ésta. El encargado de tal empresa fue el entonces cardenal Joseph Ratzinger (1927-) quien, como prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, fijó la postura del Vaticano al respecto en dos documentos, la Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación” (1984)55 y la Instrucción Libertatis conscientia. Sobre libertad cristiana y liberación (1986).56

“El Evangelio de Jesucristo es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación”, sentenciaba en su enunciado inicial la primera Instrucción.57 No obstante, la oración sólo preludió la severa condena subsiguiente. Ratzinger apuntó con claridad la principal preocupación de la Iglesia respecto a la tl: el empleo del instrumental teórico del marxismo y su incompatibilidad con la vida cristiana. La condena era irremisible e implicó la crítica rotunda a la toma de las armas para la reversión dialéctica de la relación de dominación, por medio de una contraviolencia revolucionaria.58 La lucha de clases, decía Ratzinger, “es presentada como una ley objetiva, necesaria” que conduce sólo al “amoralismo político”.59

“[E]l recurso sistemático y deliberado a la violencia ciega, venga de donde venga, debe ser condenado”, decía el cardenal.60 Sugería, en cambio, la necesidad de contemplar la problemática a partir de la dimensión personal pues, aseguraba, “[l]a urgencia de reformas radicales de las estructuras que producen la miseria y constituyen ellas mismas formas de violencia no puede hacer perder de vista que la fuente de las injusticias está en el corazón de los hombres”.61

No obstante, la condena del pontificado de Juan Pablo II a la tl no fue llana ni absoluta. La segunda Instrucción moderó su postura y ahondó el reconocimiento de los conceptos de libertad y liberación en cuanto a su “alcance ecuménico evidente”.62 En este segundo documento Ratzinger reconoció que “la búsqueda de la libertad y la aspiración a la liberación, que están entre los principales signos de los tiempos del mundo contemporáneo, tienen su raíz primera en la herencia del cristianismo”.63

Esta mesura sería confirmada apenas unos días después de la publicación de la segunda Instrucción, por medio de una carta, fechada en el Vaticano el 9 de abril de 1986, escrita por Juan Pablo II al episcopado brasileño en la que afirmó sin ambages: “la Teología de la Liberación es no sólo oportuna sino útil y necesaria”. La misiva agregaba que ella debía “constituir una nueva etapa en estrecha conexión con las anteriores” en la tradición bíblica y eclesial.64

El visto bueno de la Santa Sede, dirigido a los obispos del país con más católicos del mundo, por supuesto tuvo una intencionalidad específica que no incluía lo concerniente a la cercanía de los teólogos de la liberación con los procesos revolucionarios armados latinoamericanos y el marxismo. La carta aseguraba ser una reiteración al mensaje implícito en ambas Instrucciones y una muestra del acompañamiento pontificio al esfuerzo del episcopado brasileño para brindar respuestas ante el desafío impuesto por la realidad latinoamericana.

Muy a pesar de que ambos documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe citaban repetidamente el documento conclusivo de la reunión de la conferencia del celam en Puebla -que no la de Medellín—, la postura de Ratzinger evidenció el criterio hegemónico enunciado desde una perspectiva eurocéntrica, distante de la realidad latinoamericana. Otro cariz presentaba la realidad a los teólogos latinoamericanos que convivían cotidianamente con la violencia cruenta e impune, que redundó en una interpretación radical de estos documentos del magisterio de la Iglesia.

De acuerdo con la acepción del historiador Arturo Colombo (19342016), el radicalismo puede ser entendido como un concepto útil para indicar una postura política guiada por “el preciso objetivo de abandonar toda hipótesis retardataria [sic] y toda táctica moderada para dar paso a un proceso de robusta (y por tanto ‘radical’) renovación en los diversos sectores de la vida civil y del ordenamiento político”.65 En este sentido, los teólogos de la liberación, en definitiva, desarrollaron un corpus de pensamiento radical.

Aunque proporcionalmente fueron una minoría (nutrida en las zonas rurales y en los suburbios urbanos), hubo algunos teólogos que en su labor pastoral, es decir, de dirección espiritual entre los fieles, se ocuparon de la reflexión respecto al posible sentido teológico e histórico de la revolución; se plantearon la interrogante sobre “si las revoluciones formaban parte de un plan divino, encaminado a redimir las condiciones estructurales de pobreza y exclusión, tal como lo sugería la lectura bíblica del Éxodo y de los Evangelios, donde se daba cuenta de la obra revolucionaria del ‘Creador’ en beneficio de los oprimidos.”66

En esa senda, el antecedente celebérrimo del compromiso sacerdotal con la revolución armada se encuentra en el pensamiento religioso y político de Camilo Torres Restrepo (1929-1966), sacerdote colombiano quien experimentó una transmutación de su postura política como resultado de un proceso paulatino hacia la radicalización, coincidente con las vivencias de muchos otros miembros de las izquierdas armadas que transitaron hacia la clandestinidad tras el agotamiento de no pocas instancias de la legalidad estatal.67

Diez años antes de su incorporación al Ejército de Liberación Nacional (eln), ante la pregunta por la celeridad en la realización de la “revolución” sin el derramamiento de sangre, el colombiano respondía, “si [éste] implica odio de cualquier clase que sea, nunca lo podremos realizar”. La opción por la revolución, decía, depende de “circunstancias históricas muy determinadas”.68

En el culmen de su travesía rebelde, el sacerdote colombiano desplegó de manera decidida su distanciamiento de la ortodoxia clerical y asumió la profesión del pensamiento revolucionario como significante de un cambio fundamental en las estructuras económicas, sociales y políticas. El pueblo debía tener organización y armas iguales a las de la reacción, por lo menos, aseguraba.69

El hombre será juzgado de acuerdo a las acciones a favor de Cristo sufriente en el prójimo, por ende, si la transformación de las estructuras económicas, sociales y políticas redunda en el beneficio del prójimo, infería Torres, “[e]sto se llama revolución [...] para un cristiano es necesario ser revolucionario”.70 De tal manera, la violencia quedaba circunscrita a su índole de factor posibilitador de las transformaciones. En agosto de 1965, el “cura guerrillero” arengaba,

Es necesario, entonces, quitarles el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías pobres. Esto, si se hace rápidamente es lo esencial de una revolución. La Revolución puede ser pacífica si las minorías no hacen resistencia violenta. [...] Por eso la Revolución no solamente es permitida sino obligatoria para los cristianos que vean en ella la única manera eficaz y amplia de realizar el amor para todos. Es cierto que “no hay autoridad sino de parte de Dios” (San Pablo, Rom. XIII, 1). Pero Santo Tomás dice que la atribución concreta de la autoridad la hace el pueblo.71

Cuando el 7 de enero de 1966 el eln dio a conocer una proclama dirigida al pueblo colombiano, redactada con la crucial participación de Camilo Torres, la sorpresa por la incorporación de éste a la guerrilla y su posterior muerte temprana en combate, tan sólo 39 días después, trascendió como muestra de la congruencia al pasar de la teoría a la praxis.72

Este signo ejemplar, dice el estadounidense Phillip Berryman (1938), no se tradujo en la masiva incorporación de sacerdotes a las guerrillas, aunque sí contribuyó al proceso de radicalización de muchos otros quienes vieron sacudidas sus conciencias ante “la voluntad de Torres para llevar sus convicciones hasta las últimas consecuencias”.73 Así, el vigor crítico y militante del prócer colombiano fue pionero de muchos otros que sumarían su voz a esta corriente pastoral.

Un año después, como parte del influjo posconciliar, fue publicada la encíclica del papa Pablo vi, quien presidió su papado de 1963-1978, Populorum Progressio (1967). La novedad de este documento de enseñanza social católica fue la insinuación de una fuerte crítica hacia el orden económico internacional existente, aun cuando mantenía una postura moderada de priorización del consenso, por encima de la lucha revolucionaria:74

Revolución

31. Sin embargo ya se sabe: la insurrección revolucionaria -salvo en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país— engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor. 75

En agosto de ese mismo año, un grupo de dieciocho obispos hizo manifiesta su congratulación con la encíclica y lanzó una declaración que adoptó un enfoque positivo de la revolución. Su repercusión fue casi inmediata y derivó en la aparición argentina del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (mstm), el cual se convirtió en un modelo de compromiso social católico que sería reproducido en múltiples latitudes latinoamericanas.76

Es preciso señalar, sin embargo, como lo ha hecho el autor estadounidense, que los religiosos radicalizados fueron una minoría; en el país austral los sacerdotes argentinos representaban cerca de la quinta parte. Su influencia entre los sectores pauperizados, llamados “villeros”, empero, no era fácilmente desestimable, sobre todo porque “estaban en mayor contacto directo con los sectores pobres de la población, mientras que muchos de los otros clérigos estaban en las escuelas”.77

“Para saber cuál es la voluntad de Dios, leo el periódico”, decía Sergio Méndez Arceo (1907-1992), otro escudriñador de los tiempos cuyas opiniones liberacionistas pronto adquirieron notoriedad, incluso más allá de las fronteras mexicanas.78 Consagrado obispo de Cuernavaca en 1952, inició su trabajo pastoral centrado en la religiosidad popular y la consideración de que si bien en nuestros países las élites se servían del catolicismo para legitimar el dominio, también era posible y necesario propiciar el surgimiento de una conciencia religiosa crítica que se convirtiese en agente de cambio social.79

En 1966, en un congreso en Caracas, una declaración suya dio la vuelta al mundo cuando emitió una opinión alusiva al prócer martirial, Camilo Torres: “Las revoluciones violentas de los pueblos pueden estar en algunos momentos de su historia absolutamente justificadas y ser totalmente lícitas, porque la revolución en el propio sentido de renovación es finalizar lo inacabado o aquello que se puede perfeccionar. ”80

El obispo de Cuernavaca, en aquel aciago 2 de octubre de 1968, condenó la masacre de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas y arremetió desde el p£lpito: “La Biblia contiene la condenación irremisible de la violencia de los opresores y estimula la violencia de los oprimidos [...] La opción entre la violencia de los opresores y la de los oprimidos se nos impone, y no optar por la lucha de los oprimidos es colaborar con la violencia de los opresores.”81

Méndez Arceo, partidario del diálogo entre cristianismo y marxismo, execró el capitalismo y el imperialismo; se pronunció por el socialismo democrático, no autoritario ni economicista y lo presentó como el sistema más coherente con los principios evangélicos. La Iglesia católica, por consiguiente, debía sumergirse en los procesos revolucionarios para comprenderlos y ayudarlos en el proceso de liberación de los pueblos latinoamericanos.82

No obstante, pastor de almas y no guerrillero, Méndez Arceo sugería a los cristianos radicalizados, “[s]i hubiera un tercer camino eficaz, la no violencia activa, por ejemplo, el cristiano tendría que optar por ella”.83 La violencia revolucionaria es incomprensible sin su atención comprometida con una ética humanista de dimensión histórica. Consecuentemente, el obispo criticaba los secuestros políticos perpetrados por los grupos guerrilleros pues decía: “los tenemos que reprobar por ser un lenguaje totalmente ambiguo, sin eficacia movilizadora para el pueblo, provocadores de represalias en serie contra el mismo pueblo”.84

Caso similar fue la labor pastoral de otro obispo mexicano, asignado a la diócesis de Chiapas entre 1960 y 2000,85 Samuel Ruiz García (1924-2011), internacionalmente conocido por haber sido mediador entre el gobierno mexicano y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) en 1994. En entrevista con la periodista Lya Gutiérrez Quintanilla, años después aseguraba:

La realidad es radical [...], si hay una pobreza extrema en comparación con una riqueza extrema, entonces eso ya es una radicalización existente [y aclaraba], quizá la palabra radical se entiende como una reacción despro porcionada ante una realidad, cuando que, al contrario, radical es lo que va a la raíz.86

A diferencia del mundo europeo de la época, donde la Iglesia católica debió enfrentar la adversidad de la pluralidad religiosa, decía, en toda Latinoamérica la predicación del Evangelio hubo de ser dirigida no a los no creyentes, sino a los pobres, a los indígenas, a los “no hombres”.87 El compromiso de la Iglesia católica, al seguir la opción evangélica, debía desmantelar el entramado y transformar la realidad vigente donde los pobres eran víctimas de una situación estructural de dominación.88

Paradójicamente, los cuadros preparados por la línea pastoral, diáconos y catequistas, se convirtieron naturalmente en las bases de acción de las organizaciones campesinas, de los cuadros activos en comunidades y de ciertos métodos de acción rápida que el ezln utilizaría después.89 Sin embargo, en cuanto a la violencia armada, la postura de monseñor Ruiz siempre fue tajante. Apenas un día después del levantamiento neozapatista del 1 de enero de 1994, la comisión de prensa de la diócesis emitió un comunicado donde aclaraba:

Ni ahora, ni antes, ni en ningún momento, la diócesis de San Cristóbal de las Casas ha promovido entre los campesinos indígenas el uso de la violencia como medio para solucionar sus demandas sociales y humanas ancestrales. Menos todavía ha mantenido ningún tipo de relación operacional y mucho menos institucional con esas agrupaciones armadas que propugnan una solución violenta.90

En la coyuntura, el obispo de San Cristóbal fue inquisitivamente acusado de hacer promoción de la toma de las armas por los indígenas chiapanecos. Quienes lo acusaron de coadyuvar a la guerrilla no carecen del todo de razón, aunque se debe precisar la afirmación. Su labor pastoral fue radical, sí, pero de otra índole. El aporte más trascendente del tatic (padre en lengua tzotzil) respecto al surgimiento del ezln fue de otra naturaleza.

Su interpretación neotestamentaria proponía una teología basada en el Jesús histórico como un rebelde, un “profeta revolucionario” consciente del contexto político de sus afirmaciones y “opuesto a los oropeles del culto, a las injustas estructuras sociales y a los poderes opresivos de su tiempo”.91 Así lo decía el monseñor Ruiz: “Jesús provocó la violencia contra sí mismo de una manera consciente y serena [...] no se había propuesto como meta evitar la violencia, sino ser fiel a su misión, sin retroceder aunque con ello provocara la violencia [...]. Jesús arrostró el conflicto, lo provocó y no retrocedió ni aun ante la muerte [...]. ”92

La toma de conciencia que derivó en la incorporación de numerosos catequistas y contribuyó al levantamiento armado neozapatista, abrevó de la pastoral del obispado que, aun sin propugnar el uso de la violencia armada, durante 34 años había repetido que los indígenas tenían tanta dignidad como los ladinos ante los ojos del “Padre”; que la situación miserable pervivida no era querida por el “Creador”, ni formaba parte de la naturaleza de las cosas; que las culturas indígenas tenían valía tanto como sus vivencias y testimonios; que la iniquidad era producto de un pecado social y de estructuras injustas factibles de ser erradicadas.93

Ahora bien, otros ministros trataron más profundamente el tema de la violencia. Uno de ellos, hoy beatificado por el papa Francisco (2013-), es insigne no sólo por las condiciones martiriales y emblemáticas de su muerte en el altar durante la celebración de la Eucaristía, sino por la unicidad de su desempeño pastoral.94 Óscar Arnulfo Romero y Galdámez (1917-1980), arzobispo de San Salvador entre 1977 y 1980, experimentó una radicalización político-religiosa ante la descarnada realidad salvadoreña.95

Como urgencia ineludible, en su tercera y cuarta cartas pastorales, monseñor Romero jerarquizó la violencia según su maldad histórica y ética, de acuerdo con su capacidad para originar otras violencias.96 La primera de ellas, la violencia institucionalizada, era la peor; “producto de una situación injusta donde la mayoría de los hombres y mujeres -sobre todo de los niños— [...] se ven privados de lo necesario para vivir”. Quienes acaparan el poder económico, denunciaba, son los principales cómplices de la violencia institucional.97

El arzobispo insistía en lo enunciado ya por el celam reunido en Medellín, la violencia estructural es injusta “porque con ella el Estado defiende, por encima de todo y con sus poderes institucionales, la pervivencia del sistema socioeconómico y político que está vigente”. Lo más grave e inhumano es, consideraba, el impedimento de toda verdadera posibilidad de que el pueblo, en uso de su derecho primordial de autogobernarse, pudiera hallar un nuevo camino institucional hacia la justicia.98

Esta violencia primigenia es generadora, a) de la violencia represiva del Estado y de grupos ultraderechistas para mantenerla, y b) de insurrecciones populares como respuesta.99 La raíz de la violencia primera se encuentra en “la absolutización del poder político, social y económico, sin el cual no es posible mantener los privilegios aun a costa de la propia dignidad humana”. Sin embargo, reconocía el arzobispo, el deber cristiano primario es la lucha contra la injusticia estructural y, simultáneamente, la búsqueda de otros medios de solución.100

La Iglesia “ha condenado siempre la violencia buscada en sí misma o usada abusivamente en contra de algún derecho humano, o como primero y único medio para defender y alcanzar un derecho humano. No se puede hacer un mal para alcanzar un bien”. Pero monseñor Romero tampoco sancionaba, sin más, la violencia revolucionaria: “Existe otra clase de violencia peligrosa que algunos llaman ‘revolucionaria’ pero que preferimos calificarla como terrorista o sediciosa, ya que el término ‘revolucionaria’ no siempre tiene un sentido peyorativo como el que aquí deseamos definir”.101

Esta última, pensada equivocadamente como un fin último y único modo eficaz para cambiar la situación social, lamentaba, “hace de las armas un despliegue de autismo y cerrazón”. Más aún, es una violencia “que produce y provoca estériles e injustificables derramamientos de sangre, lleva la sociedad a tensiones explosivas, racionalmente incontrolables y desprecia por principio toda forma de diálogo como posible instrumento solución para los conflictos sociales”.102

No obstante, aunque se pronunciaba abiertamente por la paz como una fuerza dinámica y constructora, el arzobispo puntualizó las condiciones bajo las cuales la Iglesia permite la violencia en legítima defensa, siempre y cuando:

- que la defensa no exceda el grado de la agresión injusta (por ejemplo, si basta defenderse con las manos no es lícito disparar un balazo al agresor);

- que se acuda a la violencia proporcionada sólo después de agotar los medios pacíficos posibles;

- que la defensa violenta no traiga como consecuencia un mal mayor que el que se defiende: por ejemplo una mayor violencia, una mayor injusticia.103

Monseñor Romero añadía que: “por ser raíz de mayores males, la Iglesia ha condenado la violencia institucionalizada, la violencia represiva del gobierno, la violencia terrorista y toda la violencia que pueda provocar una legítima defensa también violenta”.104 La justa insurrección, refería, era avalada por la Encíclica Populorum Progressio del papa Paulo VI, y consagrada también en la Constitución Política.105 La violencia en legítima defensa y la violencia insurreccional, por tanto, son fuerzas provocadas por la demora en el cambio de las estructuras de violencia opresora.106

Sabias palabras que cobrarían una vigencia subrepticia años más tarde, cuando el influjo del deshielo y el fin de la bipolaridad mundial zanjaron el debate sobre la legitimidad de la violencia revolucionaria. De cualquier forma, el dilema nunca fue sugerido por los pastores liberacio- nistas analizados en este artículo, en función de la legitimidad histórica de la respuesta ante los factores estructurales motivantes de la toma de las armas, sino respecto a la siempre latente absolutización de la vía armada como propiciadora de la transformación del statu quo latinoamericano.

Conclusión

...y vimos el dolor de las madres llorando por una

mujer asesinada por haberse atrevido a defender

el pan de sus hijos, el futuro de esos hijos

que no quieren ser condenados al hambre,

a la tuberculosis, al alcoholismo.

“Carta abierta al arzobispo de Tucumán

Monseñor (j. c.) Aramburu”.

mstm

La modernidad -según Gustavo García- se afirma como la realización de un proyecto económico y social que, mediante su vocación por la “no-violencia”, está encaminado hacia la cancelación y abolición de toda violencia destructiva. Se enorgullece, por ello, del carácter “civilizado” de su política, creador de instituciones para la solución de conflictos e instaurador del discurso como el lugar privilegiado para la contienda.107

Cuando los poderes hegemónicos en los sistemas-estado rememoran sus acontecimientos fundantes, la violencia “heroica” adquiere el esplendor de la legitimidad “histórica”. Empero, cuando las resistencias cuestionan los sistemas de dominación vigentes y contemplan la utilización de medios cruentos para la transformación de la realidad, la violencia carga consigo la infausta leyenda de la incivilización y el atentado contra el bien común de los ciudadanos.

Transgredir la permanencia y reproducción infinita de las relaciones capitalistas, decía Bolívar Echeverría (1941-2010), equivale a ejercer violencia contra la marcha consagrada de las cosas. En consecuencia, “toda actividad política que se atreva a no comportarse ‘constructivamente’ con respecto al ‘proyecto de nación’ tras el que se escuda el Estado capitalista es ya, en principio, violenta: implica un atentado, un boicot, una acción destructiva”.108

En la historia latinoamericana, algunos de quienes han apostado por un modelo de civilización, fundado en un humanismo efectivo, han transitado desde un natural marasmo, hacia la denuncia cuasi impertérrita de los alcances de la sevicia capitalista en su proceso de reconfiguración y sofisticación de la hegemonía. El compromiso valiente con la justicia, sin embargo, ha sido inherente a las consecuencias ineludibles e inminentes de la censura, la persecución e incluso la muerte.

Desde la época colonial hubo quienes, siendo miembros activos del clero, desarrollaron una labor subversiva en defensa de la dignidad de las mayorías expoliadas. La labor práctica e intelectual de personajes como Vasco de Quiroga (1470-1565), el dominico fray Bartolomé de las Casas (1484-1566), el jesuita Francisco Xavier Clavijero (1731-1787), o el prócer José María Morelos (1765-1815), es paradigmática en este sentido, sobre todo, por haber trascendido simbólica e históricamente.

Varios siglos después, los teólogos de la liberación se reconocieron como herederos no sólo de una secular doctrina católica combativa, sino también de una tradición histórica subcontinental de opción por los pobres y oprimidos. Entre las izquierdas, la simple mención nominal de Camilo Torres, monseñor Romero, monseñor Enrique Angelelli (1923-1976), Ignacio Ellacuría, etc., ha pasado a la posteridad como símbolo de la convicción pastoral llevada hasta las últimas consecuencias.

Durante las tres décadas de la recta finisecular, la tl mantuvo cierta vinculación con la violencia revolucionaria, pero sólo en lo referente a su acepción como expresión de una consideración seria de la circunstancialidad histórica y del uso instrumental de las armas para la transformación de la relación de fuerzas sociales en permanente conflicto, dicho en términos gramscianos, de la dominación padecida por las clases subalternas.109

Si los teólogos de la liberación aludieron a la violencia, fue porque la conocieron en carne propia, por el contacto con el pueblo oprimido y por las consecuencias mortales de la labor pastoral con las mayorías sufrientes; fue debido al alarido estrujante de una realidad histórica que los precisó a inquirir por la negatividad del Ser y a denunciar a “los violentos de guante blanco, que esconden la negrura tras la blancura del guante, y a quienes una vez desatada la violencia de respuesta ‘se apropian de la plusvalía generada por la violencia [...] una plusvalía del miedo”’.110

Aunque no ha sido homogénea la respuesta de los teólogos de la liberación a la pregunta sobre la legitimidad del empleo consciente de la violencia con fines revolucionarios, es posible observar que los casos referidos de la dimensión pastoral, tienen perspectivas comunes al respecto. Según los prelados citados, la liberación de las mayorías depauperadas no debe transitar por los medios violentos a priori, sino sólo como respuesta ineludible ante circunstancias históricas precisas de agotamiento real de los medios pacíficos, peligro de muerte inminente y proporcionalidad.

Entre estas perspectivas subyace un complejo concepto de paz que implica una relación dialéctica con la justicia, pues ésta “no consiste únicamente en el pacifismo a ultranza o en la ausencia de guerra”.111 En ello radica el interés profundo de la tl por la esperanza cristiana de una paz efectiva, contraria a la realidad quimérica que intenta “hacer pasar por paz el orden establecido, la tranquilidad de minorías que han usurpado el poder, un poder que o es popular -participativo- o no es poder sino coerción”.112

En nuestros días, el triunfo de la democracia neoliberal no ha sido, en lo más mínimo, la panacea social que cabalga sobre el pacifismo. La persistente injusticia estructural de la realidad cotidiana contraría los informes optimistas de los ideólogos de la hegemonía. El neoliberalismo ha mantenido irresuelta la satisfacción de las demandas de justicia y de erradicación de la violencia destructiva, pues las bases estructurales de la modernidad capitalista no contemplan tales consecuciones.

La violencia instalada en la realidad cotidiana, ejercida por la modernidad capitalista como mecanismo de protección de su propia existencia, ha dejado intactos los motivos que, durante el siglo xx, coadyuvaron y condujeron a las expresiones más radicales de las izquierdas hacia la consideración de la legitimidad de la violencia revolucionaria. Aunque también, empuñar las armas nunca fue ni será un ejercicio para el cual sea suficiente la “buena voluntad” de transformación de las realidades inicuas.

En Centroamérica, por ejemplo, una vez que pasaron los días álgidos de los enfrentamientos armados y sobrevinieron las posibilidades de participación política legal, los movimientos revolucionarios y guerrilleros centroamericanos mantuvieron intactas las estructuras económicas, en función de una ilusa creencia en el cambio político como garantía para la transformación de los mecanismos de opresión. Naturalmente, la explotación y el despojo propios del dinamismo capitalista han continuado agudizando la pobreza y el sufrimiento de las grandes mayorías oprimidas.

Por tanto, ante la permanencia y diversificación de la violencia institucional, es imprescindible el desarrollo de otra de tipo disruptivo no armado, que una, humanice y reintegre el legítimo derecho a la libertad, el derecho a la vida de todos los seres humanos. Ser “revolucionario” hoy en día no necesariamente equivale a belicismo. Puesto que el dominio y la dominación están presentes en todos los ámbitos de la realidad, en todos éstos también deben manifestarse y han de seguir diversificándose las resistencias fundadas en una opción revolucionaria de dignificación efectiva del ser humano.

“Violenta la tierra el germen de la semilla cuando en la búsqueda de la luz se abre paso hacia fuera”.113 Ni en el Antiguo, ni en el Nuevo Testamento, ni en la tradición eclesial católica ha sido condenada la violencia. Lo que ha sido condenado es el uso injusto de la violencia, dice Dussel. Cualquiera que se estremezca ante la violencia injusta y se sienta éticamente conminado a llevar avante prácticas que abolan las iniquidades, ha de asumir un compromiso que, aunque oneroso, es ineludiblemente liberador.

En nuestro tiempo no existe una sola tl, sino varias -feminista, indígena, ecológica, africana, musulmana, budista, hindú, etc.-. La tl ha evolucionado y continúa realizándose desde la opción por los pobres —miles de millones en el mundo—, y en denuncia de todo aquello que impide la liberación del hombre. Mientras permanezcan las causas profundas de la marginación, seguramente continuarán siendo manifiestos los esfuerzos de estos hombres y mujeres por poner su fe e inteligencia al servicio de la teología para la transformación histórica del mundo, como un “segundo acto” de reflexión y acompañamiento de las víctimas en su sufrimiento y vivencia profunda de la fe.

En un mundo de profusa indolencia e indiferencia —en el cual también participan, en mayor o menor medida, las estructuras académicas—, continúa teniendo sentido la reflexión en torno a las historias de sufrimiento, lucha, sacrificio, muerte y trascendencia vividas por todos aquellos que, como sujetos históricos de esta época, a partir de una espiritualidad popular de liberación, han propuesto el conflicto como un proceso que conlleva a un Reino de hermanos; han decidido tornar la impotencia y el odio, en perdón; y han optado por enfrentar la muerte injusta como posibilidad de “resurrección”. Tal como lo sentenció Mariátegui hace noventa años, “La emoción revolucionaria es una emoción religiosa”.114 Amén...

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El Informe Rockefeller (1969), realizado por quien llegó a ser vicepresidente estadounidense (1974-1977), Nelson Rockefeller (1908-1979), no dejaba dudas al respecto cuando identificó al catolicismo progresista conformado por sujetos desafiantes a la seguridad nacional y determinó su deseable aniquilación. Véase “Informe Rockefeller”, en Foro Internacional, vol. x, año iii, n£m. 39, México, enero-marzo de 1970, pp. 286-344.

En adelante, abreviado como celam.

Gustavo Morello, “El Concilio Vaticano ii y su impacto en América Latina: a 40 años de un cambio en los paradigmas en el catolicismo”, en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, vol. xlix, n£m. 199, México, enero-abril de 2007, p. 82.

En adelante, abreviada como tl.

Diego Facundo Sánchez, Teología de la Liberación. En el derrotero hacia otro modelo de Iglesia, Mar del Plata, 2009, 103 pp. (Tesis de profesorado en Teología, Escuela Universitaria de Teología).

Cabe aclarar que la TL, interpelada por las víctimas, nació como un discurso crítico ecuménico entre protestantes [Rubem Alves (1933-2014), Richard Shaull (1919-2002), José Miguez Bonino (1924-2012), etc.] y católicos [Gustavo Gutiérrez (1928-), Leonardo Boff (1938-), Juan L. Segundo (1925-1996), José Comblin (1923-2011), Hugo Assmann (1933-2008), Franz Hinkelammert (1931-), Pablo Richard (1939-), Juan C. Scannone (1931-), José María Vigil (1946-), Enrique Dussel (1934-), Jon Sobrino (1938-), Ignacio Ellacuría (1930-1989)]. Cfr. Enrique Dussel, “Teología de la Liberación. Transformaciones epistemológicas”, en Theologica Xaveriana, núm. 47, Bogotá, 1997, p. 211.

La teología, decía Gutiérrez, es un acto segundo, una “inteligencia progresiva, continua, variable en cierto modo [...] de una postura en la historia, de cómo se sitúa el cristiano en el devenir de la humanidad, de cómo vive su fe”. Gustavo Gutiérrez Merino, “Hacia una teología de la liberación”, Conferencia en el II Encuentro de Sacerdotes y Laicos realizado en Chimbote, Perú, entre el 21 y el 25 de julio de 1968. En http://www.ensayistas.org/critica/liberacion/TL/documentos/gutierrez.htm (fecha de consulta: 20 de noviembre, 2016).

Cfr. Juan José Monroy García, “La Iglesia católica y su participación política en Nicaragua (1960-1979)”, en Contribuciones desde Coatepec, n£m. 12, enero-junio de 2007, pp. 90 y 91.

Leonardo Boff, La fe en la periferia del mundo: el caminar de la Iglesia con los oprimidos, Santander, Sal Terrae, 1980, p. 74.

Cfr. José Aróstegui Sánchez, “Ética y espiritualidad: un desafío para el siglo xxi”, en Revista Cubana de Filosofía, núm. 2, La Habana, enero-mayo de 2005, véase la revista en edición digital. En http://revista.filosofia.cu/debate.php?id=42 (fecha de consulta: 11 de julio, 2016).

Luis J. García Ruiz, “La Teología de la Liberación en México (1968-1993). Una revisión histórica”, en Clivajes. Revista de Ciencias Sociales, año ii, núm. 4, Veracruz, julio-diciembre de 2015, p. 70.

Morello, op. cit. Las Comunidades Eclesiales de Base (ceb), creadas bajo la visión libe- racionista, fueron reproducidas con disímil profusión: tuvieron un éxito en los países centroamericanos y en algunos sudamericanos, donde fungieron como verdaderos espacios de reflexión política y transformación social. Cfr. Jean Meyer et al., Samuel Ruiz en San Cristóbal 1960-2000, México, Tusquets, 2000, p. 26, citado en ibid.

Boff, La fe en la periferia del mundo…, pp. 73 y 74. Véase entrevista de Rogelio García Mateo al P. Gustavo Gutiérrez, en Teología de la Liberación (Gustavo Gutiérrez), München, Institut für Kommunikation und Medien, 1985. En https://www.youtube.com/watch?v=3iw1bV3rixw (fecha de consulta: 12 de julio, 2016).

Malik Tahar Chaouch, “La Teología de la Liberación en América Latina: una relectura sociológica”, en Revista Mexicana de Sociología, n£m. 9, México, julio-septiembre de 2007, p. 429.

Sólo a manera de muestra, baste mencionar algunos pensadores brillantes y acuciosos, quienes han brindado magníficos acercamientos al pensamiento liberacionista desde diversas perspectivas que resultan complementarias entre sí. Véase Juan José Tamayo-Acosta, Para comprender la Teología de la Liberación, Navarra, Verbo Divino, 1989, 295 pp.; Enrique Dussel, Teología de la Liberación: un panorama de su desarrollo, México, Potrerillos Editores, 1995, 193 pp.; Horacio Cerutti Guldberg, Filosofía de la liberación latinoamericana, México, fce, 2006, 527 pp.; Luis Gerardo Díaz Núñez, La Teología de la Liberación latinoamericana a treinta años de susurgimiento: balance y perspectivas, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2005, 254 pp.

Cfr Sergio Silva Gatica, “La Teología de la Liberación”, en Teología y Vida, vol. l, núm. 1-2, Santiago de Chile, 2009, p. 93.

Oscar Wingartz Plata, “Teología de la Liberación latinoamericana: una construcción propia”, en Cuadernos Americanos, núm. 128, México, 2009, pp. 39-52, p. 48.

Cfr. Freddy Quezada et al, “El pensamiento latinoamericano”. En Red de Bibliotecas Virtuales de Clacso. En http://biblioteca.clacso.edu.ar/Nicaragua/cielac-upoli/20120813030605/quezada3.pdf (fecha de consulta: 12 de julio, 2016).

Abel Suárez, “Bolívar Echeverría, gran pensador y científico radical”, en La Jornada Quincenal, 22 de marzo, 2011. En http://www.lajornadaquincenal.com.ar/2011/04/18/bolivar-echeverria-gran-pensador-y-cientifico-radical/ (fecha de consulta: 18 de julio, 2016).

Boff, La fe en la periferia del mundo..., p. 76.

Loc. cit.

Carlos Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, trad. de Analía Melgar, Buenos Aires, Del Signo, 2004, 78 pp. (Col. Nombre Propio, 7), p. 50. Cursivas en el original. Esta edición de la editorial argentina recupera y cita la nota 1 de la edición Contribution a la critique de la philosophie du droit de Hegel, París, Aubier Montaigne, 1971, 119 pp., donde la traductora Marianna Simon “recorre ejemplos sobre la concepción de la religión en la tradición marxista. La comparación de la religión con los efectos narcóticos, analgésicos, del alcohol y de drogas como el opio, parece ser creación de Bruno Bauer, mientras que su difusión sería obra de Moses Hess y Karl Marx. Muchos otros también la usaron, como Ludwig Feuerbach y Heinrich Heine. [N. del T.]”. Marx, op. cit.

Ibid., pp. 49 y 50.

Enrique Dussel, Praxis latinoamericana y la filosofía de la liberación, Bogotá, Nueva América, 1983, p. 239.

Loc. cit.

Maurice Merleau-Ponty, Humanismo y terror, Buenos Aires, La Pléyade, 1947, pp. 12-13. Citado en Horacio Tarcus, “Notas para una crítica de la razón instrumental. A propósito del debate en torno a la carta de Oscar del Barco”, en Políticas de la Memoria, vol. vi, n£m. 7, Buenos Aires, pp. 14-25.

Pedro Casaldáliga & José María Vigil, Espiritualidad de la liberación, presentación de Ernesto Cardenal, pról. de Gustavo Gutiérrez, Managua, Envío, 1992, p. 55.

Dussel, Praxis latinoamericana..., p. 252.

José Carlos Mariátegui citado en Michael Löwy, “Marxismo y religión, ¿opio del pueblo?”, en Atilio Borón et al., La teoría marxista. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, Clacso, 2006, p. 294.

Loc. cit.

Artículo originalmente publicado en José Carlos Mariátegui, “El hombre y el mito”, en Mundial, 16 de enero, 1925. Puede ser consultado en José Carlos Mariátegui, José Carlos Mariátegui, 1894-1930, vol. ii, México, unam, 1937, 133 pp.

Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia, Buenos Aires, La Pléyade, 1978, 301 pp.

Mariátegui, op. cit.

Dussel, Praxis latinoamericana..., p. 253. El pueblo oprimido que era, en palabras de Enrique Dussel, “sucesor de indígenas y mestizos de la colonia, de los esclavos de las plantaciones, masas urbanizadas por el proceso de industrialización pero dejadas a su propia miseria”, en ibid.

Ibid., p. 240.

Rubén Dri, El movimiento antiimperial de Jesús: Jesús en los conflictos de su tiempo, Buenos Aires, Biblos, 2004, 254 pp.

Jon Sobrino, Jesucristo libertador, México, Centro de Reflexión Teológica-Universidad Iberoamericana, 1994, p. 267.

Ignacio Ellacuría, “¿Por qué muere Jesús y por qué le matan?”, en Ignacio Ellacuría, Escritos teológicos, 4 vols., San Salvador, uca Ediciones, 2000, vol. ii, p. 87.

Loc. cit.

Ibid., pp. 87 y 88.

Oscar Cullmann, Jesús y los revolucionarios de su tiempo. Culto, sociedad y política, 2a ed., Madrid, stvdivm Ediciones, 1973, p. 26.

Ibid, p. 37.

Ibid., p. 71.

Darío Martínez Morales, “Camilo Torres Restrepo: cristianismo y violencia”, en Theo- logica Xaveriana, vol. lxi, núm. 171, Bogotá, enero-junio de 2011, p. 158.

Loc. cit.

“Es entendible que ya en el siglo xx, después de los dos grandes holocaustos, que significaron la Primera y la Segunda Guerra mundial, los cristianos y, particularmente, los católicos europeos, problematizaran la teoría de la ‘guerra justa’, abriendo de nuevo el debate en torno a su plausibilidad, pues según sostenían, ninguna guerra moderna puede ser justa a causa de su violencia desproporcionada”, en ibid., p. 159.

Ibid, p. 158.

Ibid., pp. 159-161; véase Tomás de Aquino, Suma de Teología, Madrid, bac, 612 pp.

Ignacio Martín Baró, “Los cristianos y la violencia (1968)”, en Teoría y Crítica de la Psicología, núm. 6, Morelia, 2015, p. 415. Ignacio Martín Baró fue uno de los seis jesuitas asesinados el 16 de noviembre de 1989 en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, bajo el fuego de un comando del ejército salvadoreño.

Erich Hobsbawm, Historia del sigloxx, Buenos Aires, Crítica, 1998 (Grijalbo Mondadori), p. 439.

Tamayo-Acosta, op. cit., p. 179.

Ibid, pp. 179 y 180.

Ibid, p. 179.

Joseph Aloisius Ratzinger, Instrucción sobre algunos aspectos de la “Teología de la Liberación”, 6 de agosto, 1984. Este documento suscitó numerosas respuestas por parte de los teólogos de la liberación. Destaca el libro de Juan Luis Segundo, Teología de la Liberación. Respuesta al Cardenal Ratzinger, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1985, 195 pp.

Joseph Aloisius Ratzinger, Instrucción Libertatis conscientia. Sobre libertad cristiana y liberación, 22 de marzo, 1986. [Ambas Instrucciones, en La Santa Sede]. En http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/doc_dottrinali_index_sp.htm (fecha de consulta: 22 de agosto, 2016).

Ratzinger, Instrucción sobre algunos aspectos..., Introducción.

Ibid., capítulo VIII - Subversión del sentido de la verdad y violencia, nota 5.

Ibid., nota 1.

Loc. cit. Aunque natural, la postura del Vaticano resulta peculiar, si tenemos en cuenta las acusaciones, hoy documentadas, sobre sus vínculos con la siniestra Central Intelligence Agency (cia). En su xiv Asamblea ordinaria de 1912 en Sucre (Bolivia), el CELAM cambió de orientación y autoridades, dando paso a un movimiento conservador y tradicionalista bajo la conducción del colombiano Mons. Alfonso López Trujillo (1935-2008), orientado hacia la contención del catolicismo liberacionista. Cfr Enrique Dussel, Historia de la Iglesia en América Latina: medio milenio de coloniaje y liberación (1492-1992), Madrid, Mundo Negro-Esquila Misional, 1992, p. 318. Un sacerdote de origen belga, Roger Vekemans (s. J.) (1921-2001), sería el encargado de instrumentar los vínculos con la cia y el Vaticano. En 1916 un periódico bogotano publicó “a grandes titulares y en primera página: ‘obispos en la cia, involucrado Monseñor López Trujillo”’, la publicación citaba que éste y Vekemans “ficharon e informaron, tanto al Vaticano como a la cia, a más de 4,500 obispos, sacerdotes y religiosos (as), que hacían parte del movimiento de cristianos a favor de la Teología de Liberación”. Redacción, El Espacio, Bogotá, 12 de febrero, 1916, pp. 1 y 2. Citado en, Antonio José Pérez Echeverry, Teología de la Liberación en Colombia: un problema de continuidades en la tradición evangélica de opción por los pobres, Cali, Universidad del Valle, 2001, p. 136. Véase Blanche Petrich, “La cia recomienda el asesinato contra insurgencias”, en La Jornada, 18 de diciembre, 2014.

Ratzinger, Instrucción sobre algunos aspectos..., capítulo xi-Orientaciones, nota 8.

Ratzinger, Instrucción Libertatis conscientia., Introducción.

Ibid, capítulo I-Situación de la libertad en el mundo contemporáneo, nota 5.

Juan Pablo II, “Mensaje a la Conferencia Episcopal Brasileña”, en sic, n£m. 49, Caracas, mayo de 1986, p. 237.

Norberto Bobbio et al. [eds.], Diccionario de política, trad. de R. Crisaho, A. García et al, México, Siglo xxi Editores, 2007, p. 1329. En esta misma entrada, el autor señala que “por esta constante propensión en favor de reformas auténticas, el término ‘radical’ asumirá una connotación polémica ante los ojos de todos aquellos conservadores que verán en el r. un explícito ataque a todas sus pretensiones de mantener el statu quo y los viejos privilegios”, loc. cit.

García Ruiz, op. cit, p. 71.

Cfr. Martínez Morales, op. cit, pp. 134-139 y ss. Véase también: Tanalís Padilla, “‘Por las buenas no se puede’. La experiencia electoral de los jaramillistas”, en Verónica Oikión S. & Marta E. García U., Movimientos armados en México, sigloxx, Zamora, El Colegio de Michoacán-CIESAS, 2006, vol. iii, pp. 275-306.

Entrevista a Camilo Torres Restrepo, por Rafael Maldonado P (1936-), “Conversaciones con un sacerdote colombiano”, julio-septiembre de 1956, en Camilo Torres R., Camilo Torres Restrepo. Obra escogida, Bogotá, Fundación Pro-Cultura/Comité de Solidaridad con los Presos Políticos/Revista Solidaridad/Movimiento de Cristianos por el Socialismo, 1985, p. 37.

Camilo Torres, Cristianismo y revolución, prol. de Óscar Maldonado, México, Ediciones Era, 1970, p. 36.

Camilo Torres, “Encrucijadas de la iglesia en América Latina” [Documento anexo a: “Carta al Obispo Coadjutor de Bogotá”, 19 de abril, 19650], en Torres R., Camilo Torres Restrepo..., p. 101.

“Mensaje a los cristianos”, en Frente Unido, n£m. 1, Bogotá, 26 de agosto 1965, en Torres, Cristianismo y revolución..., p. 526. Véase Torres, “La revolución, imperativo cristiano...”, pp. 316-345, en ibid.

Aunque también, cabe decirlo, el arrojo de Camilo Torres suscitó el vilipendio de otros más, quienes consideraron imprudente su proceder por el desvarío implícito en el falso reconocimiento de su lugar en el proceso revolucionario.

Phillip Berryman, Teología de la Liberación. Los hechos esenciales en torno al movimiento revolucionario en América Latina y otros lugares, México, Siglo xxi Editores, 2003, pp. 22 y 23.

Ibid, p. 24.

Pablo VI, Populorum Progressio, en La Santa Sede 26 de marzo, 1967. En http://w2.vatican.va/content/paul-vi/es/encclicals/documents/hf_p-vi_enc_26031967_ populorum.html (fecha de consulta: 17 de agosto, 2016).

Cfr. Berryman, op. cit.

Ibid., p. 25.

Carlos Fazio, “Don Sergio Méndez Arceo, patriarca de la solidaridad”, en Leticia Rentería Chávez & Giulio Girardi, Don Sergio Méndez Arceo, patriarca de la solidaridad liberadora, México, Ediciones Dabar, 2000, p. 197.

Monserrat Galí Boadella, “Música para la Teología de la Liberación”, en Anuario de Historia de la Iglesia, núm. 11, Navarra, 2002, p. 179.

“Sergio Méndez Arceo, 1966”, citado en Elena Poniatowska, “Los cien años del obispo Sergio Méndez Arceo”, en La Jornada, 7 de octubre, 2007.

Sergio Méndez Arceo, Homilía del 2 de octubre de 1968, Cuernavaca, Morelos, en Carlos Fazio, “Méndez Arceo y el 68”, en La Jornada, 6 de enero, 2008.

En 1970 lo dijo así ante tres mil estudiantes de la Universidad de Puebla: “La palabra de Dios es lo más explosivo y revolucionario que hay para la transformación de las personas, de la Iglesia y de la sociedad [...] Los sacerdotes deben cambiar estructuras dentro de la propia Iglesia, para que luego ésta sea agente del cambio de las estructuras”, en Carlos Fazio, “Don Sergio Méndez Arceo: patriarca de la solidaridad liberadora”, en sicsal (Servicio Internacional Cristiano de Solidaridad con los Pueblos de América Latina), artículos y noticias, 24 de octubre, 2007. En http://www.sicsal.net/articulos/node/347 (fecha de consulta: 15 de julio, 2016). Véase también Carlos Fazio, La cruz y el martillo. Pensamiento y acción de Sergio Méndez Arceo, México, Joaquín Mortiz/Planeta, 1987, 227 pp.

Fazio, “Don Sergio Méndez Arceo...”, p. 204.

Emiliano Ruiz Parra, “El volcán de sangre roja”, en Gatopardo, 24 de enero, 2011. En http://oldgatopardo.denumeris.com/detalleBlog.php?id=29 (fecha de consulta: 17 de julio, 2016).

Tiempo después de su nombramiento, Samuel Ruiz subdividió la diócesis y pasó a ser obispo de San Cristóbal de la Casas.

Lya Gutiérrez Quintanilla, Los volcanes de Cuernavaca. Sergio Méndez Arceo, Gregorio Lemercier, IvánIllich, Cuernavaca, Editora de Medios de Morelos, 2007, p. 280.

Samuel Ruiz García, “The pursuit of justice from the perspective of the poor”, San Diego, California, Universidad de California, Eugene M. Burke c.S.P. Lectureship on Religion and Society, 28 de octubre, 2002.

Véase Xochitl Leyva Solano, “Militancia político-religiosa e identidad en La Lacando- na”, en Espiral. Estudios sobre Estado y Sociedad, vol. i, núm. 2, Guadalajara, enero-abril de 1995, pp. 59-88; Samuel Ruiz García, “Teología de los pobres en San Cristóbal de las Casas I y II”, en Ámbar, núms. 0-1, Tuxtla Gutiérrez, octubre-noviembre de 1987, p. 16. De acuerdo con sus propias cifras, la diócesis formó cerca de 240 diáconos permanentes y 18 000 catequistas a quienes posibilitó el aprendizaje de la lectoescritura en más de 2 500 comunidades indígenas. Ruiz García, “The pursuit of justice...” Los diáconos podían administrar algunos sacramentos; a menudo eran los líderes de las organizaciones agrarias en la demanda de tierras y en la regularización de su tenencia. Carlos Montemayor, La guerrilla recurrente, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1999, pp. 41 y 42. Monseñor Samuel Ruiz favoreció la traducción al tzeltal de la Constitución Política, contribuyendo con ello a la formación de una nueva intelectualidad indígena de base que escapó del poder tradicional de los ancianos y de las estructuras del Partido Revolucionario Institucional (pri), que cooptaba líderes indígenas y los transformaba en caciques locales. Guillermo Almeyra, “Quince años del ezln y la autonomía en Chiapas”, en osal, año X, núm. 25, Buenos Aires, abril de 2009, p. 157.

Montemayor, op. cit.

Enrique Krauze, “El profeta de los indios”, en Letras Libres, vol. i, núm. 1, México, enero de 1997, pp. 10-18. En http://www.letraslibres.com/revista/convivio/el-profeta-de-los-indios (fecha de consulta: 16 de julio, 2016).

Loc. cit.

Samuel Ruiz García, Teología bíblica de la liberación, México, Jus/Librería Parroquial, 1975, pp. 36-40.

Cfr. Enrique Marroquín, “Lo religioso en el conflicto de Chiapas”, en Espiral. Estudios sobre Estado y Sociedad, vol. iii, núm. 7, Guadalajara, septiembre-diciembre de 1996, pp. 143-158.

Monseñor Romero murió el 24 de marzo de 1980, traspasado en el corazón por la bala de un francotirador de un escuadrón formado por civiles y militares de ultraderecha. Véase el reporte de la Comisión de Verdad de El Salvador. En http://www.uca.edu.sv/publica/idhuca/cv.pdf.

Monseñor Romero fue elegido como prelado en función de su perfil más bien conservador. Las circunstancias de miseria y graves violaciones a los derechos humanos tornaron su moderación en arrojo “profético”. En alguna ocasión, “comentaba ante la televisión mexicana: ‘La Iglesia en El Salvador no tiene problemas con el gobierno; es el gobierno el que tiene problemas con el pueblo y la Iglesia está con el pueblo’”. Dussel, Praxis latinoamericana…, p. 244.

Sobrino, op. cit., p. 265.

Óscar A. Romero y Galdámez & Arturo Rivera y Damas, “Tercera Carta Pastoral. Iglesia y las Organizaciones Políticas Populares”, San Salvador, 6 de agosto, 1978. Las cuatro cartas pastorales disponibles en Monseñor Romero. En http://www.romeroes.com/monsenor-romero-su-pensamiento/cartas-pastorales (fecha de consulta: 20 de julio, 2016).

Loc. cit.

Sobrino, op. cit., p. 266.

Óscar A. Romero y Galdámez, “Cuarta Carta Pastoral. Misión de la Iglesia en Medio de la Crisis del País”, San Salvador, 6 de agosto, 1979.

Romero y Galdámez & Rivera y Damas, “Tercera Carta Pastoral...”.

Loc. cit.

Loc. cit.

Loc. cit.

Paulo VI, Populorum Progressio, op. cit. Citada en Romero y Galdámez, “Cuarta Carta Pastoral...”.

Loc. cit.

Cfr Gustavo García, “Violencia en la modernidad capitalista”, en Teoría filosófica: contracontorno, 22 de marzo, 2011. En http://teoriafilosofica.blogspot.mx/2011/03/violencia-en-la-modernidad-capitalista.html (fecha de consulta: 25 de agosto, 2016).

Bolívar Echeverría, Vuelta de siglo, México, Ediciones Era, 2006, p. 79.

Massimo Modonesi, Subalternidad, antagonismo, autonomía: marxismos y subjetivación política, Buenos Aires, Clacso, 2010, p. 36.

Sobrino, op. cit., p. 269.

Juan Hernández Pico, “Revolución, violencia y paz”, en Ignacio Ellacuría & Jon Sobrino, Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de la Liberación, Valladolid, Trotta, 1990, vol. ii, p. 604.

Loc. cit.

Dussel, Historia de la Iglesia..., p. 278.

Mariátegui, op. cit.

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