El reciente hallazgo, consolidado mediante numerosos estudios epidemiológicos, de que un elevado porcentaje de la población presenta valores anormales de función renal representa, sin duda, un hecho clínico de gran trascendencia. En estos estudios, realizados inicialmente en países anglosajones, se comprobó que un 11% de la población general presentaba anomalías renales y que el filtrado glomerular (FG) estimado por la fórmula MDRD-4 (el método más extendido actualmente de valoración indirecta de la función renal) era inferior a 60ml/min/1,73m2 en aproximadamente un 4%1. Cuando se estratificaron los datos por edades, se observó que la prevalencia de enfermedad renal crónica (ERC) estadio 3 (definida precisamente por un FG estimado inferior a 60ml/min/1,73m2) era de un 7–10% en los sujetos de 60 a 69 años y superior al 25% en aquellos de más de 70 años. Dado que estos estudios se realizaron en población normal, sin antecedentes conocidos o clínica manifiesta de enfermedad renal, su impacto entre la comunidad científica y el público general fue considerable, y comenzó a hablarse de una «epidemia de enfermedad renal oculta» que asolaba a la población cada vez más envejecida de los países donde se realizaron estos estudios iniciales (EE. UU. y Reino Unido), y que muy verosímilmente iba a acarrear graves consecuencias sociosanitarias. Estudios de corte similares se han completado en diversos países y poblaciones, incluido el nuestro2,3, y han arrojado porcentajes de población general afectada muy superponibles a los descritos.
La alarma inicial que generó el conocimiento de la ERC oculta en la población general se basaba, sobre todo, en una probable avalancha futura de pacientes ancianos con insuficiencia renal terminal, que podrían colapsar los recursos sanitarios por la necesidad de métodos terapéuticos muy costosos y especializados, como la diálisis y el trasplante. La polémica generada en torno a estos datos ha persistido en los últimos años: por una parte, es cierto que la gran mayoría de pacientes que inician diálisis tienen edades superiores a 60–70 años y que la nefroangiosclerosis y la nefropatía diabética de tipo 2 son las causas principales del insuficiencia renal crónico, pero, por otra parte, diversos autores han expresado sus reservas a conceptuar como enfermedad renal oculta lo que en muchos casos puede representar solamente reducciones fisiológicas de la función renal asociadas al envejecimiento. En este sentido, es importante resaltar que las mediciones del FG mediante fórmulas (MDRD y Cockroft-Gault) representan solo aproximaciones a la realidad con un estimable margen de error. Estudios clásicos que utilizan mediciones precisas de FG demostraron la tendencia fisiológica a una reducción progresiva del FG con el envejecimiento, pero que, en ausencia de enfermedades específicas sobreañadidas, no lleva a situaciones de insuficiencia renal terminal4.
El seguimiento de cohortes de pacientes ancianos con diversos grados de ERC ha demostrado que el porcentaje de casos que realmente progresa hacia estadios avanzados que requieren diálisis o trasplante es ciertamente bajo5,6. Pero estos mismos estudios de seguimiento pusieron de manifiesto un hecho de enorme trascendencia clínica: que el riesgo de todo tipo de episodios cardiovasculares (coronarios, cerebrales, enfermedad vascular periférica y otras) se incrementaba de manera muy significativa a partir de reducciones leves de la función renal e iba aumentando conforme mayor era el grado de reducción del FG. Hoy en día sabemos, sobre la base de numerosos estudios clínicos y epidemiológicos, que la presencia de una ERC incluso leve constituye un factor de riesgo cardiovascular per se7,8, y que esta asociación entre ERC y riesgo cardiovascular global es incluso más evidente y con peores consecuencias clínicas en los pacientes diabéticos9. Las bases fisiopatológicas de tal correlación son actualmente un fértil campo de investigación10, donde se han demostrado diversos mecanismos de lesión vascular (lesión oxidativo, hiperfosforemia, acumulación de inhibidores endógenos del óxido nítrico, incremento de factores que promueven calcificaciones vasculares, factores fosfatúricos con efectos cardiovasculares nocivos, entre otros) relevantes en los pacientes con ERC y que se suman a los tradicionales factores de riesgo (hipertensión, dislipidemias, etc.) cuya incidencia en la ERC se conocía desde tiempo atrás.
Con todos estos datos, se puede concluir que la detección de un FG reducido en un paciente de edad avanzada representa un riesgo de complicaciones cardiovasculares muy superior al riesgo de progresión hacia la insuficiencia renal terminal. Con esta perspectiva, los hallazgos del estudio realizado por De Pablos-Velasco et al publicado en este número de Medicina Clínica11 son realmente interesantes. Los autores se propusieron investigar la prevalencia de ERC en los pacientes con diabetes de tipo 2 seguidos ambulatoriamente por especialistas de Endocrinología. Se recogieron datos de 541 pacientes controlados por 50 grupos distribuidos por todo el ámbito nacional. La prevalencia de ERC (definida por un MDRD inferior a 60ml/min/1,73m2) fue del 22,9%, aunque solamente una cuarta parte de ellos estaban diagnosticados previamente de ERC. La edad, la hiperuricemia y el sexo femenino se identificaron como factores de riesgo para presentar ERC, aunque el diseño transversal de corte del estudio impide establecer correlaciones causales.
Estos datos ponen de manifiesto la importancia de la ERC entre la población con diabetes de tipo 2 de España. Los autores insisten acertadamente en la importancia de una cuidadosa valoración de la función renal para la prescripción de medicamentos cuyo uso se ve modificado por la insuficiencia renal (hecho de gran importancia en pacientes diabéticos). Pero, además, como comentábamos antes, los especialistas que controlan a los pacientes con diabetes de tipo 2 deben de tener siempre en cuenta las repercusiones cardiovasculares de esta elevada prevalencia de ERC en ellos.
El estudio de De Pablos-Velasco et al, sin embargo, no analiza con la profundidad que se merece la presencia de microalbuminuria en sus pacientes. Se aporta el dato de una excreción urinaria de albúmina de 75mg/dl (media) con un cociente albúmina/creatinina medio de 72 en muestra matutina, pero sin añadir información sobre la mayor o la menor presencia de albuminuria en los pacientes con ERC o su posible correlación con la gravedad de ésta. La valoración de la albuminuria tendría una considerable importancia en cuanto al diagnóstico diferencial de los pacientes: en un diabético de tipo 2 en el que se detecta ERC las causas más frecuentes serían una nefropatía diabética evolucionada (en la que cabe esperar la presencia de una albuminuria significativa) o una ERC en el sentido de “enfermedad renal oculta” propia del sujeto anciano y en la que, característicamente, la albuminuria es escasa o incluso negativa. La importancia de establecer diagnósticos precisos en los enfermos con alteraciones renales (es decir, diagnosticar nefropatía diabética, glomerulonefritis membranosa, nefropatía isquémica o la enfermedad renal que se trate) y no meterlos a todos en el grupo de la ERC es algo que han señalado diversos autores, alarmados por el empobrecimiento clínico que supone la ausencia de un buen diagnóstico diferencial en las enfermedades renales y las repercusiones pronósticas y terapéuticas que ello conlleva. En este sentido, es curiosa la pobreza de datos disponibles en la bibliografía médica acerca de esta diferenciación entre nefropatía diabética tipo 2 como tal frente a ERC «oculta» en pacientes diabéticos: ¿progresa la insuficiencia renal de diferente manera en las 2 entidades?, ¿difiere entre ellas el riesgo cardiovascular?, y ¿deben de tratarse ambas de manera preferente con bloqueo del sistema renina-angiotensina-aldosterona? Es evidente que hacen falta más estudios en este tipo de pacientes para responder con rigor a estas cuestiones.
Por otra parte, datos muy interesantes publicados recientemente están reforzando la importancia de la albuminuria en la ERC. Así, la presencia de albuminuria y su cuantía determina de manera muy clara la progresión de la insuficiencia renal en la ERC12,13. De hecho, solo en aquellos pacientes con valores significativos de albuminuria se observa progresión de la lesión renal por encima del ritmo de pérdida de función renal que se podría calificar de «fisiológico». Estos datos se han recibido ciertamente sin sorpresa por parte de la comunidad nefrológica que, desde hace años, dispone de datos contundentes acerca de la relación estrecha entre cuantía de proteinuria/albuminuria y progresión de la insuficiencia renal, tanto en nefropatías diabéticas como no diabéticas14. Pero, además, datos asimismo recientes y de enorme trascendencia clínica señalan que no solo la progresión del lesión renal, sino el riesgo cardiovascular aumentado de los enfermos con ERC están significativamente condicionados por la presencia y la cuantía de la albuminuria15,16. Teniendo en cuenta que hoy en día disponemos de diversas medidas terapéuticas de contrastada eficacia para reducir proteinuria/albuminuria17, sobre todo el bloqueo del sistema renina-angiotensina-aldosterona, y que la reducción de la albuminuria con estos tratamientos se ha seguido de una disminución del riesgo cardiovascular18,19, podemos concluir que la determinación y el seguimiento de la albuminuria en pacientes con ERC, sobre todo si son diabéticos, es de fundamental interés pronóstico y terapéutico.