La COVID persistente es una entidad de sintomatología compleja, inusual, multisistémica e impredecible, que plantea profundas discrepancias entre las experiencias personales, la información oficial y la percepción pública de la misma y conlleva tanto importantes repercusiones directas sobre el estado mental y emocional, como efectos profundos sobre la autoidentidad, las relaciones y el estilo de vida1.
Del mismo modo, en su condición de enfermedad nueva, multifacética y definida por los propios pacientes, desafía los fines de la medicina, la relación médico-paciente y los principios éticos en la toma de decisiones.
Por los rasgos distintivos y valores inherentes a nuestra labor como médicos de familia, tenemos la particular responsabilidad ética de examinar la experiencia de enfermedad2, reconocer y manejar su impacto individual para minimizar el sufrimiento evitable y encontrar un sentido al sufrimiento físico y emocional, de modo que ayudemos al paciente a sobrellevar el proceso.
Ahora bien, por su dimensión interpersonal, todo encuentro clínico es típicamente comunicativo, un intercambio de conocimiento entre médico y paciente para interpretar la evidencia de enfermedad3. Esta comunicación depende, en buena medida, de la credibilidad percibida del comunicante, por lo que si alguien la pierde, su testimonio podría ser puesto bajo sospecha o ignorado, recibiendo de este modo un cuidado menos eficaz.
En este sentido, conviene que seamos conscientes de la existencia de una «jerarquía de prestigio» entre las enfermedades, que puede condicionar involuntariamente nuestra toma de decisiones y ser causa de discriminación del paciente, tanto en términos sanitarios como sociales, así como perjudicial para su calidad de vida4,5.
Entre las condiciones menos «prestigiosas» se encuentran aquellas sin diagnóstico claro, no órgano-específicas, cuyos síntomas son difícilmente explicados en términos médicos y/o con escasas opciones terapéuticas eficientes. A menudo quienes las padecen acaban siendo considerados como hiperfrecuentadores o problemáticos y tildados socialmente de hipocondríacos o rentistas, siendo en cierto modo culpados de su propio padecimiento.
En este sentido, es frecuente que las personas con COVID persistente refieran que los profesionales sanitarios dudan de su relato, ignoran sus argumentos o los consideran irrelevantes con respecto al tratamiento y cuidados1,2,6.
Y es que incluso para profesionales empáticos con las mejores intenciones, puede resultar difícil otorgar toda la credibilidad necesaria ante unos síntomas a menudo poco específicos, fluctuantes, desconcertantes y difíciles de identificar en la consulta. La discordancia entre las experiencias y vivencias expresadas por el paciente y el conocimiento y experiencia médicas, puede llevar a considerar poco fiable al «relatante».
Estos sentimientos de rechazo contribuyen a denigrar la imagen o la autoestima del paciente, añadiéndose al importante impacto emocional debido a la incertidumbre y confusión ante la escasa evidencia científica, así como a una frecuente dificultad de acceso al sistema sanitario1,2.
Estamos, por tanto, ante personas vulnerables y vulneradas, no sólo por su patología, sino también por el sistema asistencial y lo que esto conlleva. Personas que, además de políticas equitativas, demandan cuidados concretos y ante las que es muy importante tener siempre presente las posibles fuentes de sufrimiento añadido, innecesario e inútil, infligido tanto por nuestras propias acciones o conductas como por las condiciones del entorno asistencial.
Como médicos de familia, nuestro ámbito de actuación es, precisamente, la individualidad desde un enfoque esencialmente humanista. A partir de esta especial responsabilidad, detectar, reconocer y atender las necesidades únicas de los pacientes, implica un compromiso estricto cuya finalidad es adaptar nuestra atención a su trayectoria vital, de forma tanto más humanizada cuanto más «desprestigiada» sea su dolencia.
Esta ética del cuidado, siguiendo una perspectiva bioética europea, integra la aplicación de cuatro principios fundamentales que enmarcarían la protección del ser humano y que debemos contribuir a impulsar en un marco común de solidaridad y responsabilidad7:
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El reconocimiento de la vulnerabilidad sería considerado como el eje de toda moral y sustrato de los restantes principios, que conlleva conciencia de cuidado, responsabilidad y empatía, así como el propósito de reducir las asimetrías y compensar y prevenir daños.
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Al mismo tiempo, por el mero hecho de serlo y con independencia de sus condiciones singulares, toda persona es intrínsecamente valiosa, inviolable en sí misma y merecedora de amor y consideración. Como valor fundamental y prioritario de la vida humana, la dignidad sustenta la igualdad fundamental entre personas, expresa nuestra responsabilidad moral y afirma la obligación de respeto mutuo en las relaciones interpersonales.
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Por su parte, el respeto a la integridad, al carácter de totalidad de la vida de las personas, expresión de su contexto vital que le confiere sentido existencial, es indispensable para edificar la confianza en la relación clínico-asistencial y, por tanto, constituye la base de la atención centrada en la persona.
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Y, finalmente, tan importante es la necesaria salvaguarda y promoción de la autonomía, que supone la defensa de la libertad personal, entendida como libre desarrollo de la personalidad, y enlaza con la integridad física y moral, especialmente en nuestro ámbito de atención, pues es en el entorno comunitario donde las cotas de autonomía de los pacientes son mayores.
Aplicar estos principios en la consulta pasa por desarrollar una verdadera relación de alianza terapéutica con el paciente (tabla 1) que, desde el compromiso emocional, el respeto por sus preocupaciones, perspectivas y valores y la voluntad de actuar, asegure la protección de su integridad y dignidad, facilitando su participación informada en la toma de decisiones.
Estrategias prácticas para el apoyo en consulta del paciente con COVID persistente
Validación | ■ Atender el relato del paciente sobre su vivencia de enfermedad con una escucha atenta activa que nos permita identificar sus preocupaciones y comprender sus perspectivas y sentimientos al respecto.■ Reconocer que los síntomas referidos son reales y angustiantes.■ Reconocer, aceptar y compartir con el paciente que la medicina tiene límites y que la incertidumbre es frustrante.■ Admitir los efectos del estigma social y aceptar que es causa de sufrimiento. |
Explicación | ■ Tener en cuenta y reflejar en la historia clínica los diagnósticos y síntomas físicos, psicoemocionales y psicosociales.■ Ofrecer explicaciones cuidadosas sobre lo que se conoce de la enfermedad y compartir todo recurso disponible. |
Coordinación de cuidados y apoyo | ■ Coordinar la atención para evitar duplicidades de pruebas y la exacerbación del daño yatrogénico.■ Aconsejar y apoyar el acceso a servicios y soporte adecuados.■ Mantener la valoración funcional y de la calidad de vida como índice de gravedad de la enfermedad.■ Mantener el apoyo y la coordinación del cuidado, aun cuando consideremos preciso derivar al paciente con otro profesional. Es en el contexto de una relación asistencial habitual, prolongada en el tiempo y basada en la confianza, donde el deber de no abandono se manifiesta en su plena dimensión. |
Manejo de la enfermedad | ■ Negociar el plan terapéutico desde el respeto a las decisiones personales, intentando siempre transmitir una visión positiva, esperanzadora, y asegurándonos siempre de su comprensión.■ Proporcionar alivio sintomático y apoyo práctico para abordar la discapacidad (apoyo domiciliario, etc.).■ Incentivar las terapias físicas (fisioterapia, hidroterapia, etc.).■ Manejar las comorbilidades con la máxima eficacia posible.■ Recomendar el apoyo psicológico para abordar el impacto emocional de la enfermedad y aspectos subyacentes que puedan exacerbar los síntomas.■ Discutir con el paciente los objetivos de hábitos saludables.■ Intentar reducir el daño evitando pruebas y tratamientos de escasa utilidad.■ Monitorizar la evolución de la enfermedad en busca de nuevos diagnósticos ante cualquier cambio significativo, como aparición de nuevos síntomas.■ Clarificar los objetivos a lo largo del tiempo, con disposición a reconsiderar la situación, en caso necesario, pues una nueva información o cambios en el estado emocional del paciente pueden aclarar el curso o modificar el abanico de opciones. |
Actitud empática | ■ Emplear una actitud abierta a las emociones y al pensamiento irracional, prestando atención a los elementos no cognitivos de la decisión que puedan ser sentidos por el paciente o por nosotros mismos.■ Manejar cuidadosamente la relación terapéutica y buscar apoyo si se vuelve de escasa utilidad. |
Para ello es preciso plantear dicha relación desde la honestidad y el mutuo reconocimiento, atendiendo al relato del paciente con una escucha activa que nos permita identificar sus preocupaciones y comprender sus perspectivas y sentimientos, con una actitud abierta y positiva, también ante las emociones y el pensamiento irracional, mientras mantenemos en todo momento el apoyo y la coordinación del cuidado. Y eso es algo que nos exige destrezas cognitivas, preparación emocional y capacidad reflexiva.
Conflicto de interesesLos autores declaran que no existe por su parte ningún potencial conflicto de intereses derivado de relación alguna, presente o pasada, con entidad pública o privada, que pudiera afectar de forma no intencionada al contenido y desarrollo esta actividad.