La enfermedad de Alzheimer (EA) se caracteriza básicamente por el deterioro progresivo de algunas facultades individuales: las actividades de la vida cotidiana, el comportamiento y las funciones cognitivas, tríada que los anglosajones definen como el ABC del paciente (Activities of daily life, behaviour y cognition). La organicidad de la enfermedad viene definida por la aparición en el tejido cerebral de depósitos extracelulares de proteína betaamiloide y de ovillos neurofibrilares intraneuronales. Las formas de inicio precoz se pueden explicar en función de una superproducción de proteína beta-amiloide, secundaria a mutaciones de los genes de la proteína precursora del amiloide (APP) o de las presenilinas 1 y 2, que modifican el metabolismo de la APP. La patogenia de la enfermedad de Alzheimer de inicio tardío, en cambio, no se comprende muy bien; sólo se han reconocido de forma unánime como factores de riesgo la edad y la presencia del gen de la ApoE4. La fase inicial se caracteriza frecuentemente por depresión, ansiedad y ligero empeoramiento de las relaciones sociales.
El cuadro clínico, con frecuencia oligosintomático, no permite el diagnóstico antes de los cinco años del inicio de la enfermedad, cuando la pérdida de memoria interfiere ya significativamente en las actividades cotidianas; la vida social se deteriora y aparece agitación, agresividad verbal y alteraciones de ritmo sueño-vigilia. Son frecuentes las alucinaciones y el estado confusional, a menudo acompañados de agresividad física, apraxias y afasias de diversos tipos. El cuadro evoluciona hacia la progresiva pérdida de autonomía del paciente, quien ya no es capaz de realizar sin ayuda las actividades básicas de la vida diaria (alimentación, vestirse, aseo personal, etc.) ni de controlar sus esfínteres, por lo que requiere la asistencia continua de un familiar: el cuidador informal.
Familia y síntomas
Esta enfermedad afecta a cerca de 25 millones de personas en todo el mundo y constituye la cuarta causa de muerte en los países occidentales después de las cardiopatías, los tumores y el infarto cerebral. La prevalencia de la enfermedad, es decir el número de casos en un momento determinado, alcanza nada menos que el 47% de las personas de más de 85 años. La supervivencia del enfermo desde el diagnóstico de la demencia de Alzheimer varía entre 5 y 10 años. La Asociación Psicogeriátrica Internacional (IPA) considera que los síntomas psicológicos y conductuales de las demencias (SCPD) (síntomas de alteración de la percepción, del contenido del pensamiento, del estado anímico y de la conducta) constituyen potentes agentes estresantes inductores de graves enfermedades en los cuidadores. Los síntomas conductuales en la EA (agresividad física, chillidos, inquietud, paseo sin rumbo, desinhibición sexual, acoso, seguimiento del otro, etc.) y los síntomas psicológicos (ansiedad, ánimo depresivo, alucinaciones e ideas delirantes) pueden originar un alto grado de sufrimiento emocional en los cuidadores. Igualmente se relacionan con el ingreso hospitalario, el aumento de los costes del cuidado y pérdida significativa de la calidad de vida y del equilibrio psíquico y físico en cuidadores y familiares. Son diversas las causas vinculadas a los efectos negativos de la EA sobre la salud del cuidador, entre ellas su experiencia cotidiana, que incluye los problemas persistentes de comportamiento y su percepción o su incapacidad para enfrentarse a ellos, y la falta de armonía familiar y de apoyo (Ostwald et al, 1993).
Más de la mitad de las personas dementes viven en su entorno natural de vida (80% de los españoles con EA son atendidos en sus hogares exclusivamente por sus familiares) y no en residencias; la responsabilidad de estos enfermos corre a cargo, en la mayoría de los casos, de la familia, que cubre la mayor parte de las necesidades básicas de ayuda y los cuidados a las personas mayores; en cambio, las instituciones sólo se ocupan del 10-20% de las personas ancianas (el presupuesto español correspondiente al año 2001 para el plan Alzheimer fue de 850 millones de pesetas). Este presupuesto, a todas luces insuficiente (serían necesarios unos 40.000 millones programados para unos tres o cuatro años), condena a que las mujeres mayores de 60 años (80% de los cuidadores españoles) sufran más intensamente las consecuencias psicofisiológicas de este rol ante el enfermo de Alzheimer.
El sufrimiento de los cuidadores
El problema además es muy grave porque cada vez hay menos cuidadores familiares, ya que la familia está cambiando drásticamente (los valores tradicionales de cuidado, atención, respeto y convivencia con los ancianos prácticamente han desaparecido) y las personas encargadas de cuidar a los enfermos son ancianas que a su vez necesitan todo tipo de cuidados. ¿Qué podemos hacer?
Precisamente las cuidadoras más jóvenes (menores de 45 años) son las que emplean un mayor número de modos de afrontamiento: aislamiento del problema (actividad de entretenimiento para el anciano, buscar ayuda y turnarse con otros en el cuidado), estrategias de entrenamiento cognitivo (enseñar al anciano demente habilidades que está perdiendo progresivamente; ayudas mnemotécnicas) y reestructuración cognitiva (aceptación de la situación; planificación de tareas con suficiente antelación) que son eficaces frente a la sobrecarga física y emocional.
En general, las mujeres más jóvenes tienen una mejor planificación del trabajo diario con el enfermo de Alzheimer, estimulan a los pacientes en el nivel cognitivo y mantienen su funcionalidad de la mejor manera posible; al mismo tiempo controlan y aceptan mejor las situaciones problemáticas que se desencadenan súbitamente en la EA. La deshumanización en las relaciones entre las personas, y especialmente en la pareja, evidencian cada vez más la posible desaparición de los cuidados a los ancianos.
Además, hay que tener en cuenta también la caída de las estructuras de poder patriarcal y, en consecuencia, el desmoronamiento de los valores tradicionales que sustentaban a la familia y a la sociedad. La cuidadora es testigo de una dramática realidad, ya que asiste a la pérdida de identidad, memoria y autonomía que el anciano demente va experimentando. El enfermo le puede perseguir incansablemente por la casa y trata de pegarse a él como intentando entrar en una virtual bolsa marsupial (síndrome de canguro). También le pregunta constantemente: «¿cuándo nos vamos?». Esto lo puede repetir cientos de veces, y entonces la demencia del enfermo produce finalmente la «seudodemencia» del cuidador; por eso es esencial superar la «autosuficiencia de los cuidadores» (¿sensación de omnipotencia?) y encontrar las diversas fórmulas operativas para neutralizar el distrés del cuidado.
La familia es la primera fuente de ayuda a las personas mayores con un trastorno emocional, y también es el tipo de ayuda que prefieren las personas de edad avanzada dependientes y sus propias familias. La familia, por tanto, llena las lagunas del sistema o completa los cuidados y los servicios que proporciona la red pública de salud, pero, además, es la que más contribuye a mantener la calidad de vida, la seguridad y el bienestar psicológico y físico de los ancianos.
Aproximadamente un 70% de los cuidadores son mayores, y frecuentemente son esposas e hijas que sufren la soledad y la angustia vital; un auténtico melodrama con poder aniquilador de su equilibrio psíquico. El resultado de toda esta experiencia de convivencia con la EA suele ser una resignada desolación, la impotencia, la insatisfacción, un acto de locura y abyección.
Esta carga física y psicológica, ante la destrucción de un ser querido, indica sin eufemismos el grave problema psicológico de estas cuidadoras que, en muchos casos, tratan incluso de ser perfeccionistas. Pero, de cualquier forma, las cuidadoras habrán de pagar un peaje de trastornos conductuales y de la personalidad enhebrados, a su vez, con los propios síntomas del enfermo. Aparentemente, todo es dolor en estos enfermos silentes; dolor que se puede traducir en felicidad, seguridad y desarrollo personal.
Además, casi una cuarta parte de los cuidadores activos laboralmente tienen a su cargo algún familiar anciano con problemas de demencia, y estas cifras continúan disparándose. La atención y los cuidados son continuos (siete días a la semana) durante un tiempo no menor de 8-10 h al día. El sexo del cuidador tiene importantes efectos en la forma en que es proporcionado el cuidado. Por ejemplo, las mujeres proporcionan un cuidado más íntimo, mientras que es más probable que los varones contraten a otros para proveer los servicios de cuidado.
La cuidadora ha de realizar múltiples actividades: las labores de la casa, la higiene del enfermo, la administración de la medicación, la preparación de las comidas (algunas dietas especiales para el enfermo demente), la movilidad y los traslados del anciano, el cuidado de la piel, actividades de ocio, tareas lúdicas, cambios de posturas corporales, informes a la familia, solicitud de ayudas, visitas al médico y a otras instituciones sociosanitarias, etc. He aquí un sinnúmero de tareas no remuneradas y no valoradas que, unidas a las noches de sueño interrumpido, a las dificultades inherentes al hecho de ver a sus padres desnudos, a los frecuentes cambios de pañales, a los conflictos en el seno de la pareja, a la penuria de la situación económica, a la escasez de metros y dificultades de accesibilidad en la vivienda familiar, al escaso conocimiento técnico de los cuidados, a la continua interferencia en las actividades de relación sociolaboral (bajas, permisos, días no trabajados, etc.), terminan debilitando la integridad psíquica del cuidador y de toda su familia.
Parece claro, por lo tanto, que a la causa orgánica responsable de las alteraciones cognitivas se añaden otros factores ambientales y familiares muy importantes que afectan a su expresión, su evolución y que, además, explican el desarrollo de la enfermedad mediante una forma de desaprendizaje (Thomas y Hazif-Thomas, 1997). Muchos de estos trastornos (agresión, reacción de pánico, agitación nocturna, pasividad, etc.) no se sabe si son directamente causados por la degeneración del cerebro o por diversos factores psicosociales. El medio institucional o residencial, por lo tanto, se constituye en un factor esencial para neutralizar, moderar o potenciar este tipo de trastornos que tanto repercuten en el personal.
La regla principal es que el entorno ha de adaptarse al paciente y no al revés. Desgraciadamente, rara vez se sigue esta pauta. Las normas referidas a baño, desayuno, cena y acostarse suelen ser bastante rígidas y, por ello, en muchas ocasiones el paciente se resiste, se enfrenta a la enfermera o a la auxiliar. Conocer sus costumbres y hábitos puede ser una estrategia simple, pero muy eficaz, que nos ayuda a moderar las alteraciones de la conducta y disminuir el propio estrés del personal.
La adaptación al entorno y el equilibrio emocional
El ambiente ha de ser agradable, calmado, relajante. La habitación tiene que favorecer la intimidad, con ropa propia, objetos propios, fotos familiares, iluminación suave y colores delicados. El personal se acercará suavemente al paciente, identificándose al llegar, hablando claramente, usando oraciones muy simples, colocándose enfrente del paciente y manteniendo constantemente el contacto visual. Al mismo tiempo hemos de subrayar las múltiples opciones que podemos desarrollar en este medio, utilizando todos los recursos psicológicos y terapéuticos, para facilitar la adaptación del enfermo, mejorar el programa de entrenamiento y/o aprendizaje y prevenir los efectos psicopatológicos deletéreos sobre el personal. El equilibrio emocional, mantener una imagen positiva de sí mismo, hacer frente al entorno institucional, desarrollar una adecuada relación con el personal y mantener las relaciones sociales suponen graves trastornos psicológicos en el paciente que precipitan la aparición de los síntomas conductuales. En efecto, los síntomas negativos de la enfermedad (encerrado en sí mismo, cambios en los patrones de sueño, conductas excesivamente demandantes, desmotivación y apatía) se intensifican en la institucionalización del enfermo de Alzheimer.
Los trastornos del comportamiento y la intolerancia familiar igualmente repercuten en los cuidadores formales, es decir, profesionales de la institución (residencia, centro de día, centro geriátrico, centro de respiro, etc.). Los síntomas afectivos suelen presentarse al comienzo de la enfermedad, apareciendo posteriormente las conductas de agitación y psicosis (Tariot y Blazina, 1994) que tanta repercusión tienen en el estado emocional del personal de la institución. Las ideas delirantes de tipo persecutorio o paranoide agotan a los profesionales, porque además son un factor de riesgo para que aparezca la agresividad física (Gilley, 1997), especialmente si no conocen ninguna estrategia psicológica eficaz para neutralizarlas (Flórez Lozano, 2001). Temas relacionados con el robo de las cosas (acusaciones formales al médico, enfermera o auxiliares), con los errores en la identificación (la enfermera es una impostora), con los sentimientos de abandono (el paciente cree que se le ha abandonado en una residencia) y con la infidelidad implican necesariamente un gran agotamiento emocional que explica, a su vez, la alta vulnerabilidad psicopatológica de estos trabajadores. De otra parte, otros síntomas como la apatía (disminución del interés, lentificación psicomotriz y falta de energía), la ansiedad (fobias en el medio institucional; por ejemplo, miedo a ir al baño), el vagabundeo (caminar de noche, intentos de escapar de la residencia, hiperactividad, etc.), la agitación (inquietud, acciones agresivas, negativismo, quejas o gemidos, etc.), las reacciones catastróficas (estallidos de cólera, patadas, mordiscos, golpes, etc.), la desinhibición (llanto/euforia, agitación motriz, desinhibición sexual, impulsividad) y la intrusividad (impaciencia, exigencia, agarrar, empujar) constituyen potentes agentes estresantes en el medio residencial que justifican indudablemente una formación rigurosa en el ámbito de este tipo de psicopatologías que se van agravando en función del tiempo de la institucionalización y de la evolución de la propia EA.
El negativismo, que se expresa a través de un rechazo a hacer cosas y que desemboca en una conducta terca y reacia a todo tipo de cooperación, constituye sin lugar a dudas uno de los caballos de batalla más importantes en el trabajo cotidiano en la residencia. Es necesario subrayar también la fuerte «regresión del yo» que se produce en la personalidad de estos pacientes instuticionalizados y que evoluciona a la total disolución del «yo» con desaparición progresiva del concepto de identidad y de autoestima. Asimismo, los pacientes ingresados en cualquier tipo de institución son especialmente sensibles y vulnerables a los cambios en su entorno, y no digamos a los que se producen en el personal (sustituciones, vacaciones, cambio de enfermera y/o auxiliar, etc.). Un simple cambio en una enfermera o en un gerocultor es suficiente para precipitar una depresión en el enfermo (Flórez Lozano, 2001). Por la misma razón, se aprecian aumentos significativos de la agitación y de la morbimortalidad de los pacientes institucionalizados. Cualquier cambio en la institución residencial, se convierte en un potente agente de estrés (life event), ya que las personas dementes son especialmente sensibles y vulnerables a los eventos estresantes. De ahí que el personal sanitario y de gestión de la propia institución debe adoptar todos los mecanismos necesarios para tratar de minimizar los cambios sociales, laborales o ambientales, al objeto de prevenir la potenciación de los síntomas conductuales y psicológicos de la demencia (SCPD). Por el contrario, las mejoras ambientales y sensoriales (programas de psicoestimulación) aumentan las concentraciones de somatostatina y ácido homovanílico en el líquido cefalorraquídeo, lo cual supone un alivio de la intensidad de los SCPD.
Las habilidades terapéuticas del cuidador
Así pues, la desesperación del gerocultor y la falta de apoyo psicosocial en la propia institución pueden potenciar la intensidad de los síntomas. La interpretación y comprensión de los síntomas es fundamental. Fomentar las habilidades de los gerocultores para interactuar con el paciente resulta esencial para frenar el estrés del cuidado de estos pacientes y, al mismo tiempo, para conseguir una mayor calidad en la atención al enfermo de Alzheimer. Si el profesional no tiene la formación adecuada, puede entender que los SCPD representan sentimientos antagonistas hacia él; así, por ejemplo, considera que la irritabilidad es una falta de respeto o que las «preguntas repetitivas» son formas de molestar o de acaparar totalmente la atención del profesional. En estos enfermos, el contacto físico paradójicamente se puede relacionar con un aumento de la agresividad, posiblemente debido a la «agresión» que podemos producir en su espacio personal (intimidad) (Marx y Werner, 1989). También el contacto físico, en otros pacientes, funciona como un potente ansiolítico, tranquilizando las reacciones inadaptativas de los pacientes a la enfermedad y a la institución. De ahí que el tratamiento de los trastornos afectivos y de conducta del enfermo requieran una responsabilidad compartida por todos los profesionales que prestan asistencia en la institución. El proyecto de demostración comunitario Geriatric Interdisciplinary Team Training (Andreson et al, 1994), diseñado para mejorar la atención a estas personas enfermas dementes mediante la formación conjunta de los diversos profesionales, es un modelo idóneo para adaptarlo a estas instituciones, donde la colaboración y comunicación interdisciplinarias forman parte integral de una buena asistencia. Un programa de esta naturaleza tiene que ser capaz de generar un conocimiento común, basado en la evidencia de las causas y en los distintos profesionales (médico, enfermera, auxiliar, gerocultor, etc.) para identificar las oportunidades de prevención y tratamiento, y además debe versar sobre intervenciones prácticas, específicas y validadas, adaptadas a la función específica de cada uno de los profesionales de la residencia. El contenido comprende técnicas para modificar las contingencias precedentes y ambientales que favorecen el comportamiento perturbador y altamente estresante para el personal cuidador, estrategias interpersonales que reduzcan al mínimo el riesgo de respuestas perturbadoras, diseño y ejecución de programas que ocupen a los enfermos en actividades incompatibles con el comportamiento perturbador y tratamientos psicológicos que mejoren las alteraciones de conducta, asociados habitualmente con estado de agitación, psicosis, ansiedad, angustia y depresión.
Por otro lado, en la institución geriátrica el demente se vuelve un «ausente presente», es decir, muy presente psicológicamente (atención, afectividad, estimulación, cuidados, alimentación, higiene, cariño, empatía, etc.); ello conlleva también un estrés muy importante en los cuidadores y una tendencia progresiva hacia la «regresión psicológica», lo cual explica también la rápida degeneración neurológica y conductual del enfermo de Alzheimer (Thomas y Hazif-Thomas, 1997). La regresión psicológica resulta de la combinación de la desmotivación del enfermo y de la dependencia buscada por el paciente demente. La «sobreprotección» del personal, los fracasos en los actos de la vida cotidiana, la pérdida de confianza en sí mismo y la desaferentación sensorial y relacional implican un deterioro creciente de las funciones cognitivas y de la manifestación conductual.
La prevalencia de los SCPD llega al 64-91% (Zimmer, 1984; Tariot, 1993), lo cual representa una gran carga asistencial, ya que el 50% de los pacientes muestra cuatro o más síntomas de conducta. Además, más del 20% de los pacientes institucionalizados presentan trastornos conductuales graves, causando sufrimiento físico y emocional para el gerocultor (Reisberg, 1987). Así pues, desde la perspectiva del modelo «adaptación-coping model» (Lazarus y Folkman, 1984), los problemas de comportamiento en los pacientes con demencia senil tipo Alzheimer pueden ser considerados como el resultado de un complejo proceso de adaptación que se desarrolla cuando el enfermo se enfrenta a sus problemas de memoria, desorientación e incapacidad de cuidarse a sí mismo y, por supuesto, cuando se ingresa en la institución.
A modo de conclusión
Para evitar la aceleración de la enfermedad neurodegenerativa y psicológica es muy importante conseguir que el personal de la institución perciba al anciano demente como una persona capaz, creíble, con una potenciación significativa en lo que se refiere al aprendizaje, a la estimulación y al mantenimiento de las funciones cognitivas. En este contexto residencial, el comportamiento en la institución puede representar una forma de comunicación para el paciente con deterioro cognitivo y dificultad de expresión; una manera de expresar necesidades básicas como hambre, sed, frío, calor, sueño, aburrimiento o soledad. De otro lado, ciertas conductas del profesional de enfermería o de la auxiliar de geriatría pueden exacerbar los SCPD. Actitudes como ignorar las necesidades del paciente, ser excesivamente rígido, actuar agresivamente, exigir por encima de las posibilidades del paciente, introducir cambios súbitos en el ambiente, etc., producen un aumento significativo en la intensidad de los síntomas. Sin embargo, las actitudes más «profesionales» (empatía, cariño, calor, paciencia, flexibilidad, preocupación, respeto, sentido del humor, intuición, creatividad y capacidad de observación) pueden prevenir y aliviar la intensidad de los SCPD.
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