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Vol. 40. Núm. 4.
Páginas 167-182 (septiembre 2002)
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La muerte y el médico: impacto emocional y burnout
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JA. Flórez Lozanoa
a Ciencias de la Conducta. Departamento de Medicina. Universidad de Oviedo. España.
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Reiteradamente, escuchamos expresiones como las siguientes: «estoy cansado», «estoy quemado», «no tengo ganas de seguir trabajando», estoy rendido», «me da todo igual», etc. Este tipo de manifestaciones verbales lo podemos escuchar en una conversación informal en cualquier centro de la administración. Ello traduce unas actitudes y un estado anímico que merecen una investigación meticulosa con fin de poner de manifiesto las causas que determinan este «desfondamiento psicológico» de graves consecuencias para la calidad de la «relación médico-enfermo». Son muchas las variables que indican la explicación de este fenómeno (síndrome de burnout) que pone en peligro la salud de médicos y enfermeras que trabajan día a día con el enfermo oncológico y sus familias. Ciertamente, el médico lucha denodadamente con el paciente frente a una enfermedad ­el cáncer­ que nos recuerda el nihilismo del hombre y la angustia del dolor y de la muerte. En este sentido, el médico y también la enfermera sucumben en esa lucha desigual frente a un proceso lleno de sentimientos y emociones fuertemente desgarradoras.
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Además del trabajo específico con el paciente oncológico, hay un sinnúmero de variables en el medio hospitalario que también hostigan y contribuyen a la aparición del síndrome de burnout de médicos y enfermeras, lo que explica el creciente porcentaje de absentismo laboral (bajas por depresión, dolores musculares, inespecíficos, depresión anérgica, enfermedades psicosomáticas, etc.). Existe, en este sentido, un considerable número de trabajos acerca de los efectos deletéreos sobre el psiquismo del médico oncólogo, que tiene una jornada de trabajo muy larga, así como una gran sobreactividad laboral y científica (proyectos de investigación, sesiones clínicas, conferencias, revisión de diseño de diapositivas, etc.). Por otro lado, en este síndrome incide también una serie de variables objetivas (carga laboral, aspectos económicos, falta de autonomía, baja satisfacción profesional, etc.) que perturban el equilibrio psíquico del médico.

Con relativa frecuencia nos encontramos en los ambientes de trabajo y en los diversos equipos y niveles situaciones de inhibición e indiferencia, que comienzan a preocupar a las instituciones, a los usuarios y, por supuesto, a los propios responsables de la administración sanitaria. Posiblemente el trabajo del médico en una sociedad tan exigente, con pocos incentivos y motivaciones para estos profesionales, constituye una de las causas más importantes. Pero estamos convencidos de que en estas quejas psicosociales tan frecuentes existen unos determinantes mucho más profundos que obedecen a crisis de adaptación a las exigencias de la dedicación y vocación. El síndrome de estrés se define como una combinación de tres elementos: el ambiente, los pensamientos negativos y las respuestas físicas. Éstos interactúan de tal manera que ocasionan que el médico sienta ansiedad, cólera o depresión ante el fracaso terapéutico. El ambiente suele esgrimirse como la causa imperante del estrés que sufren los médicos y enfermeras y que les conduce finalmente a esa sensación de «estar quemado». Las tremendas responsabilidades que conlleva el trabajo, la falta de organización, la deficiente participación de los profesionales en los objetivos del sistema, las frustraciones frecuentes, la burocratización excesiva, la difuminación de las responsabilidades, la masificación, el clima laboral autoritario, la competitividad, el trabajo sedentario, las llamadas telefónicas, la rivalidad, el hipercontrol, las prisas, los desplazamientos al trabajo, los cambios sucesivos en el propio sistema (exámenes, sistemas de selección, carrera profesional, etc.). Todo ello genera una situación constante de ansiedad, de mal humor, con importantes cambios en la conducta y en la personalidad del médico que le llevan a dificultades de adaptación no sólo en el trabajo sino también en su propia familia y en la sociedad. Pero con independencia de estos factores objetivos que son innegables y que producen un estrés crónico en el médico y en las enfermeras, creo que merece la pena analizar y reflexionar acerca de aspectos psicológicos muy profundos capaces de herir el narcisismo del médico, así como su orgullo personal, lo que debilita sus resistencias psíquicas y sus propios mecanismos de defensa del Yo (Flórez Lozano, 1994).

Naturalmente, no es lo mismo el estrés que sufren los ejecutivos que el de los médicos, el de los policías, etc. Pero en todos ellos, las respuestas son muy similares. Al final se traducen en trastornos psicosomáticos y orgánicos que incluyen el cáncer y también los procesos infecciosos. El fenómeno del estrés ataca de manera muy especial a personas muy ambiciosas y también muy inseguras, es decir, que se sienten totalmente agobiadas ante cualquier dificultad. Pero, sin duda, el oncólogo y el personal sanitario que se ocupa del enfermo oncológico pueden sufrir un estrés que es susceptible de deteriorar a medio plazo su salud. El problema prioritario es probablemente el que afecta a la comunicación con el paciente y con la familia. Se me ocurre pensar ante este hecho, la siguiente cuestión: ¿estamos preparados para utilizar la información y la comunicación? Sinceramente, creo que no. Médicos y enfermeras de estos equipos y servicios oncológicos ­al igual que los profesionales de otros servicios­ no han sido suficientemente preparados y tampoco se han reciclado de forma conveniente en un fenómeno tan complejo como es la comunicación.

Tal como reconoce la mayoría de los autores, establecer una comunicación abierta y profunda con el paciente oncológico es un objetivo muy difícil de conseguir. Sin duda, la grave enfermedad, el dolor imposible de controlar, el sufrimiento humano y el fantasma de la muerte establecen una barrera infranqueable que puede alejar a los dos grandes protagonistas de la comunicación en esta situación singular, «médico oncólogo-paciente oncológico». Se establece, sin duda, un mecanismo psicológico y emocional complejo que puede contribuir a deteriorar el equilibrio emocional del médico e impedir la necesidad más imperiosa del paciente: la comunicación. Soledad, falta de comunicación, encarnizamiento terapéutico, falta de contacto físico, silencio sepulcral, disminución de las visitas, aumento de los calmantes y tranquilizantes, etc., son estrategias que sustituyen muy frecuentemente la comunicación con el enfermo oncológico. ¿Por qué no me escuchan?, ¿por qué no me hablan?, ¿por qué no me tocan?, ¿por qué no me informan?, ¿por qué no me miran abiertamente?, ¿por qué no ríen?, ¿por qué no lloran?, ¿por qué? Muchos interrogantes en momentos tan críticos que generalmente no encuentran respuesta y aumentan la angustia del enfermo, así como la del médico. La falta de tiempo, la negación de la muerte, la ausencia de confianza mutua y seguridad, la dificultad en el manejo de la comunicación no verbal (CNV), incrementan aún más el estrés del médico y también del enfermo (Sanz-Ortiz, 1992, 1995).

La sobretensión emocional afecta aproximadamente al 30% de los médicos y enfermeras, sobre todo, en edades entre 30 y 60 años. Los conflictos familiares, se unen con frecuencia a los laborales potenciando el grado de estrés como una mezcla explosiva, capaz de poner en peligro el equilibrio psicofísico del individuo y del grupo.

El estrés laboral tiene tal incidencia en la salud que, en España, ya ha sido considerado por algún Tribunal Superior de Justicia como accidente de trabajo, al producir al empleado un menoscabo físico o fisiológico que influye en su desarrollo funcional.

En fin, el médico y la enfermera consideran que el medio que les rodea («el medio laboral») puede exceder a sus propios recursos y, por ello, poner en peligro su situación de bienestar. La relación se hace tan insoportable que aparecen conductas de evitación, de absentismo laboral y de importantes trastornos psicosomáticos o de la personalidad. En suma, puede ser la respuesta del organismo a un estado de excesiva y permanente tensión que se prolonga más allá de las propias fuerzas. Generalmente, esta situación psicofisiológica, se acompaña de sentimientos de falta de ayuda, actitud negativa y posible pérdida de autoestima. Tanto el concepto de uno mismo como el de autoestima se ven sensiblemente deteriorados como consecuencia de esa inadaptación progresiva del médico al medio laboral.

Por otro lado, cada día le resulta más difícil convivir con sus compañeros/as del equipo, mantener la agilidad y habilidad que tenía por lo que respecta a sus trabajos y responsabilidades. Puede llegar al autoconvencimiento mental de que no merece la pena seguir, ya que su labor no es apreciada por el sistema y la familia, ni por los pacientes ni por sus jefes, cada vez más críticos e intolerantes; se llegan a encontrar, realmente, desesperados e indiferentes. La expresión «no puedo más, no quiero seguir» denota, sin duda, la existencia de un humos depresivo que se evidencia por apatía, desgana, «pasotismo», aburrimiento, irritabilidad, anhedonia y trastornos del control de los impulsos.

Asimismo, uno de los rasgos significativos en este síndrome, que amenaza la salud de nuestros trabajadores, es el «vacío de sentido» en el que se hunde el médico, el «vacío» es ausencia de realización (autorrealización) y aleja al médico y a la enfermera de una existencia realmente auténtica. La sensación de vacío que puede sufrir el médico atrapado por el síndrome de burnout, termina en despersonalización (extrañeza de uno mismo) y desrealización (distanciamiento del entorno). Se trata de una forma de alexitimia en la que se observa una «afectividad plana»; por tanto, el médico puede parecer «duro», «distante» o «frío» ante los ojos del paciente oncológico y de su propia familia.

De alguna manera, la angustia del paciente ­el miedo a la soledad­ se transfiere al médico. Esta angustia del paciente aumenta con el proceso de «despersonalización» y «rutinización» tan frecuente en nuestros hospitales. La soledad que puede apreciar el médico en el paciente y en él mismo es raíz y epifenómeno del dolor, de la angustia, del pánico y de la continua preocupación. A través del «sentimiento de soledad», el médico puede encontrar la mejor senda para iluminar la intimidad humana. Todo esto de un extraordinario interés para el médico que trata de ayudar incondicionalmente a su paciente. El médico tiene que atender tanto al «Yo superficial o estésico» como al «Yo profundo o sentimental». Este esfuerzo cotidiano del médico conlleva un cansancio generalizado del médico a medio-largo plazo; con ello se resiente también la calidad asistencial.

Este síndrome de inadaptación (burnout) que atenaza progresivamente al médico se expresa en su «corporeidad hiperirritada», es decir que los mecanismos de su conducta se proyectan hacia su «corporalidad», con lo cual este lenguaje tensión-estrés-preocupación también llega fácilmente al paciente oncológico. Por otra parte el médico se ve «amenazado» por otro agente estresante importantísimo: el «vector información» y que muchas veces le obliga, por ciertos condicionantes éticos y psicológicos, a un proceso de «interiorización». Esta doble vertiente «corporalidad-interiorización» explica suficientemente el estrés que sufre el médico. Este binomio puede explicar la dinámica afectiva del médico atrapado por el burnout, recurriendo a un repliegue autista del Yo como mecanismo básico de defensa. Se produce así una interiorización del Yo que propende a girar alrededor de sí mismo de forma obsesiva generando una gran desestabilización psíquica.

Obviamente algunos factores agravan la situación de estrés que pueden padecer muchos médicos en los diversos ámbitos del tratamiento del paciente oncológico. Éstos lo califican como una auténtica «tortura psicológica» que aumenta de manera patológica la sensación de estrés. El cuadro clínico del estrés disminuye las «defensas psicológicas e inmunológicas» y el individuo se encuentra más predispuesto para la enfermedad y, en consecuencia, ésta es una de las causas fundamentales del absentismo laboral con los consiguientes gastos sociosanitarios. El cuadro clínico del estrés se complica con la adicción a drogas o actividades diversas (comidas, deportes, cocaína, alcohol, etc.).

Así, la situación emocional del médico le conduce principalmente a una falta de comunicación con el paciente ­que tanto la necesita­ con la familia y con su propio equipo sociosanitario (enfermeras, auxiliares, celadores, administrativos, etc.). Lo mismo que existe el horror vacui existe el horror al silencio. Muchos pacientes que padecen cáncer perciben el silencio como extraño y temible. En medio del silencio se sienten solos y abandonados en buena parte como consecuencia del burnout de médicos oncólogos y enfermeras. El enfermo de cáncer hospitalizado puede comprobar como la sinfonía del mundo se apaga, al tiempo que van quedando muy pocos sonidos que merezca la pena oír.

El enfermo busca unas palabras de amistad o de amor; ansía el «ruido» que la auténtica vida hace al moverse; la armonía de la vida se transforma en disonante. Ahora se encuentra solo, se ha apagado el griterío y la furia de la vida; es el momento de armonizarse con uno mismo y de encontrar nuevos valores y desafíos ante la vida, aún cuando ésta sea evidentemente efímera, y en esta apasionante tarea el médico puede ser el gran maestro capaz de superar, con su ayuda y comprensión, el horror vacui del paciente, así como su propio silencio inducido progresivamente por el síndrome de burnout. El paciente, por su parte, se encierra desesperadamente en sí mismo, en su propia angustia y soledad. La soledad acarrea una constante preocupación por la muerte, obsesión que reafirma la soledad. El médico y también el equipo sanitario en su conjunto, que ayudan continuamente al paciente, pueden interrumpir esa dialéctica angustiante de lo absurdo, de la enfermedad y de la muerte. El paciente, a través de la enfermedad y hospitalización, puede alcanzar la angustia misma. Para Heiddeger, la angustia es nuestra experiencia de la nada. Quizá la gravedad de la enfermedad irreversible confirma esta tesis, es decir, el ser auténtico para la muerte, la finitud de la temporalidad. La angustia en cuanto realidad, la más profunda, del dolor, del sufrimiento, del padecimiento humano, tiene su origen principal en la conciencia de nihilidad que se fragua como consecuencia de la grave enfermedad y también debido a la conciencia de la soledad, de la incapacidad y de la desesperanza que experimenta progresivamente el enfermo oncológico en el curso de su enfermedad. Este dolor y sufrimiento humano es generalmente la constante más común del encuentro interpersonal que es, al fin y al cabo, el eje de la ética de todo acto médico.

Por otro lado, en el diálogo médico-paciente sobre propuestas terapéuticas, el paciente deberá tomar conocimiento de los hechos propios de su enfermedad y aceptará o no las medidas propuestas por su médico. En este sentido, es muy frecuente que los pacientes reciban informaciones escasas o parciales sobre su condición patológica e inmediatamente después una propuesta terapéutica agresiva, muchas veces de mutilación, incompatible con las explicaciones recibidas. El esfuerzo psicológico que realiza el médico por sortear al máximo los detalles embarazosos constituye también un fuerte agente estresante. El preconcepto antiguo cáncer-muerte pesa fuertemente en esa relación médico-paciente, se extiende como una mancha de aceite a todos los componentes humanos que intervienen en la enfermedad (médico, paciente, familia, equipo sanitario).

De forma reciente, algunos estudios sociológicos realizados en diferentes ámbitos de la sanidad confirman la situación de estrés y desmotivación que padecen numerosos profesionales médicos. Posiblemente las bajas remuneraciones de los médicos y enfermeras y la desmotivación profesional afecten a un porcentaje bastante elevado, situado entre el 60 y el 70%. Así la ausencia de mecanismos de promoción interna, la masificación, la burocratización imperante, la falta de participación en los mecanismos de gestión, organización, decisión y planificación, así como la inadecuada compensación económica en comparación con otros factores, una conducta de apatía y desgana que se traduce en disminución del rendimiento laboral, insatisfacción profesional, problemas de carácter y conducta, así como disfunciones familiares y sociales.

Por ello, nos encontramos a las puertas del siglo xxi con uno de los problemas psicopatológicos más serios que afectan a los equipos sanitarios que atienden al paciente oncológico y que, por tanto, será absolutamente imprescindible y prioritario desarrollar programas terapéuticos de intervención, prevención y preparación para adaptarnos a los grandes retos que suponen el cuidado, atención y cariño del paciente oncológico.

Por otro lado, las exigencias cada vez más grandes en relación con la calidad del servicio, las mayores responsabilidades civiles y penales, la atención a determinados tipos de usuarios que exigen una mayor atención y dedicación, también facilitan la aparición de estados de ansiedad/angustia que afectan gravemente al médico y ocasionan un estado psicológico de inercia, carente de todo tipo de ilusión, entusiasmo y energía para seguir con el trabajo, manteniendo al mismo tiempo una relación social y familiar aceptable. Los sucesos, los pensamientos y la activación del cuerpo constituyen el síndrome del estrés y el resultado es la angustia; una emoción dolorosa que termina por minar el equilibrio psicológico del profesional y que se traduce frecuentemente en tensión, enojo, agresividad e incluso cólera. A ello, tenemos que añadir los efectos relativos a los pensamientos negativos del médico por lo que respecta a la situación de su trabajo profesional. Pensamientos y sentimientos negativos en cuanto a su actuación, logro personal y jerarquía de valores, entre otros.

Esto facilita aún más el surgimiento de síntomas relacionados con la activación nerviosa (temblores de manos, taquicardia, aumento de la respiración, sentimientos de cólera, de soledad, de irritación, dolores inespecíficos, molestias gastrointestinales, tensión arterial elevada, etc.). Lenta pero inexorablemente se producen manifestaciones específicas de ansiedad, apareciendo signos de tensión motora, hiperactividad vegetativa, expectación aprensiva e hipervigilancia. Funcionando en un ambiente laboral frío y sin ninguna perspectiva de promoción y de comprensión, el médico presa del síndrome de burnout siente dificultad para concentrarse, problemas para conciliar el sueño, signos de fatiga, poca capacidad de concentración y signos de impaciencia e irritabilidad, entre otros.

Por otro lado, la intensidad del cuidado y la lucha ante el paciente con cáncer grave puede dar lugar a este síndrome clínico que afecta al oncólogo y que puede traducirse en ciertas enfermedades psicosomáticas (ansiedad, depresión, etc.). Posiblemente la represión emocional del médico acosado por tantas «pérdidas afectivas» y enfrentamiento con el dolor constituya una estrategia psicológica defensiva peligrosa para la salud de médicos y enfermeras. Se trata de una forma de afrontamiento (un estilo de coping) que contribuye a este agotamiento emocional del oncólogo.

Igualmente, los múltiples tratamientos médicos utilizados en oncología suelen ser agresivos debido a la propia naturaleza de la enfermedad, y ello hace que frecuentemente aparezca una serie de trastornos cognitivoconductuales que afectan a la propia adaptación del paciente a la enfermedad, al cumplimiento de instrucciones, cuidados, tratamientos, etc. Todo ello supone también un gran desgaste para el médico y enfermeras que se esfuerzan continuamente por mejorar la calidad de vida del paciente.

Así, por ejemplo, los diversos agentes quimioterápicos utilizados producen náuseas y vómitos a través de la estimulación, tanto directa como indirecta, de dos estructuras periacuductales del bulbo raquídeo, como son el centro del vómito y el área de estimulación de los quimioceptores. Hasta un 65% de los pacientes pueden presentar náuseas y vómitos, y complicar por tanto la relación con el paciente oncológico. Esta ansiedad extrema por su frecuencia y severidad puede dar lugar a tensiones muy importantes en el médico que no encuentra la fórmula para moderar las reacciones de desajuste psicológico del enfermo terminal.

Bien es cierto que la implementación de algunas técnicas propiamente psicológicas (relajación, desensibilización sistemática, biofeedback e inoculación de estrés) pueden mejorar las náuseas, los vómitos y las emociones negativas del paciente asociadas a la quimioterapia. Ello permite también mejorar la acción terapéutica del médico y disminuir su propio estrés. Sin embargo, esta opción no es fácil, porque en muchos hospitales aún no funcionan estos servicios específicos de psicooncología.

Estado de tensión de los diversos profesionales sanitarios

Al margen de los cambios sociopolíticos que se han producido en España en los últimos 10 años y que han generado, posiblemente en muchos profesionales, intenso estrés (enfermedades, suicidios, absentismo laboral, etc.) hay que señalar los recientes avances tecnológicos, las modificaciones en la estructura y planificación de la administración, el sistema de incompatibilidades y de promoción interna, los cambios organizativos y jerárquicos, etc. Todo ello, en conjunto, ha desencadenado numerosos conflictos sociolaborales, que han tenido y siguen teniendo importantes choques psicoafectivos y emocionales.

Así, en la medida en que el estatus social del médico se ha visto modificado por los cambios sociales de las últimas épocas, también es cierto que se ha ido generando paulatinamente un síndrome conocido como «síndrome de estar quemado» (burnout) y que traduce un estado anímico que se caracteriza por una actitud de pasividad, de pasotismo, de indiferencia y superficialidad, de despersonalización, de falta de colaboración, etc. El oncólogo vive muy frecuentemente la realidad del dolor y del sufrimiento humano que es, de alguna forma, su propia realidad. Además, su paciente próximo, íntimo, respetado, «único», conlleva una fuerte pérdida afectiva: un estrés emocional muy importante para médicos y enfermeras.

Al mismo tiempo, la insatisfacción profesional en el medio laboral le lleva también a importantes problemas en el orden familiar, que se traducen en cambios de conducta muy significativos y, finalmente, en disfunciones familiares (agresividad intraconyugal, problemas en la relación padres-hijos, etc.). El modelo de tensión psicológica, que se expresa en un intenso estrés del médico, sugiere la existencia de tres grupos de factores principales que producen tensión: a) factores relacionados con el trabajo; b) factores externos o no relacionados con el trabajo, y c) características individuales o personales.

Se supone que los factores externos y los relacionados con el trabajo conducen a la tensión de percepción; no obstante, algunas características personales pueden moderar estos factores o tener un efecto directo sobre los fisiológicos; así, por ejemplo, las alteraciones en la química sanguínea y presión arterial pueden deberse a cambios en los niveles de ejercicio físico y hábito de fumar. En el aspecto laboral, el médico se enfrenta continuamente con la enfermedad y la muerte y ello conlleva angustia y un desgaste emocional inusitado.

El médico oncólogo siente la pérdida de la individualidad de su paciente y ésta golpea su conciencia de vacío y de nada destruyendo el mito todopoderoso del médico tecnólogo que es capaz de superar cualquier enfermedad. Existen, por tanto, sentimientos inconscientes que minan el narcisismo y la salud del médico y que se relacionan finalmente con la conciencia realista del hecho de la muerte. Sin duda, la idea de la muerte, asociada inconscientemente con el cáncer, es la idea traumática por excelencia. El paciente terminal es la individualidad que se subleva ante la muerte, es una individualidad que se afirma contra la muerte. En la agonía oscura y calmada del paciente oncológico terminal persiste con toda certeza y fuerza la individualidad, el Yo; posiblemente el sentimiento más vivo de su Yo individual. Este hecho psicológico profundo supone una gran contrariedad y frustración para médicos y enfermeras que, frecuentemente, asocian el deterioro corporal (un vegetal) con el deterioro psíquico (la destrucción del Yo); pero curiosamente persiste el Yo como afirmación incondicional del individuo (paciente). El médico vive una coexistencia originaria y dialéctica con su paciente que le enfrenta constantemente con la conciencia de la muerte (conciencia realista, conciencia traumática). Ello puede producir ese desgaste emocional que hemos venido en llamar síndrome de burnout. La prevención, el cuidado psicológico y la formación del médico deben ser esenciales para proteger su propio psiquismo debilitado ciertamente por la intensidad de los sentimientos y emociones que recibe en sus cuidados.

Las tensiones percibidas en relación con el trabajo desarrollado en el medio (síndrome del edificio enfermo, falta de medios, escasez de personal, falta de motivación personal, ausencia de grupo de trabajo, etc.), así como las tensiones de la propia vida, siguen fundamentalmente dos vías, una psicológica y otra fisiológica. En última instancia, la tensión laboral que surge en el medio laboral (conflictividad, liderazgo, fricciones con los compañeros, falta de preparación y adecuación de los jefes en el tratamiento de grupos e individuos, etc.) puede tener consecuencias conductuales muy importantes como: absentismo, desempeño alterado de la función familiar y social, lentitud en el trabajo, inhibición, apatía, anergia, tristeza, frustración crónica, angustia, trastornos del sueño y disfunciones sexuales.

Asismismo, aumentan el riesgo de ciertas enfermedades tales como: enfermedad coronaria, úlceras, episodios de gripe o influenza. Por otro lado, otra salida frecuente del estrés es la depresión anérgica que se define por el agotamiento casi total de las energías y por diversos síntomas que se suelen asociar con la depresión (inhibición sexual, trastornos digestivos, disfunciones intestinales, cefalalgias, polialgias, fatiga psicofísica, etc.). La despersonalización (sensación de estar vacío o de ser un autómata) también se corresponde con frecuencia con el grado de estrés soportado. En este sentido, la CIE-10 recoge el síntoma de despersonalización dentro de los trastornos neuróticos secundarios a situaciones de estrés.

Por otro lado, en la tensión psíquica y física experimentada por el médico y enfermeras interviene una serie de factores propios del sistema como empresa. El clima general de organización del trabajo, la falta de rigor y disciplina en el trabajo, la ausencia de coordinación, la ausencia de motivación, los problemas de comunicación y de entendimiento con sus colegas y con los responsables jerárquicos (director, médico, gerente, etc.) constituyen algunos de los elementos determinantes de las alteraciones del carácter del personal sanitario (médicos y enfermeras del servicio de oncología).

Así, ante la agresión del medio (cambios tecnológicos, ausencia de un plan de valoración y promoción personal, déficit económicos, ausencia de estimulación y de valoración del trabajo, falta de apoyo grupal, etc.), se pueden producir conductas psicopatológicas (agresividad, irritabilidad, ansiedad, mal humor, etc.). Ello hace que el médico vaya desarrollando ciertas actitudes neuróticas que perturban la adaptación y el equilibrio con sus pacientes.

Todo ello, hace que el médico, que va percibiendo día a día la situación, llegue a tener una gran frustración, una valoración negativa de su trabajo y esfuerzo personal y, además, comprueba diariamente que la situación se va haciendo todavía más compleja, que no se resuelve, a pesar de sus quejas a las instancias superiores y que tampoco sus peticiones y demandas encuentran el eco y apoyo necesarios para tratar de paliar el problema suscitado y que escapa totalmente a sus posibilidades. Poco a poco, su psiquismo se va resintiendo de forma apreciable; su esposa nota que algo extraño le está sucediendo y también sus hijos perciben que ya no soportan su carácter tremendamente irritable e hipersensible; por tanto, su familia comienza a desestructurarse en el equilibrio de fuerzas psicoafectivas y de comunica-ción.

Por eso, el médico oncólogo necesita una serie de aprendizajes psicológicos (estrategias de afrontamiento), así como una serie de medidas laborales que permitan un mejor ajuste psicológico del médico y de todo el equipo sanitario. El proceso de toma de decisiones constituye una fuente inequívoca de múltiples agentes estresantes. Es una difícil labor que comienza cuando el médico se plantea cuándo hay que empezar un tratamiento o simplemente cuándo hay que pararlo. A veces, el médico favorece una actitud de sobreprotección del paciente, lo que también perjudica su colaboración y participación en todo el proceso de la enfermedad. Igualmente también se subestima la capacidad de escucha del paciente, con lo que le transmitimos importantes dosis de ansiedad e inseguridad. Subestimar al paciente, muchas veces supone ignorarle; el médico se centra más en la enfermedad que en la persona.

Ciertamente, es menos estresante para el médico centrarse en la enfermedad; la enfermedad está ahí, no pertenece a nadie en concreto, la enfermedad aislada, desvinculada de la persona no inquieta tanto al médico y éste es con frecuencia un mecanismo de defensa muy utilizado por el médico. Pero hablar, dialogar, apreciar el diálogo con el paciente, es entregarse en su totalidad, es valorar todas sus necesidades y sus derechos. El médico oncólogo tiene la posibilidad de mantener la imprescindible comunicación de forma bilateral. El médico tiene un tiempo para reflexionar y conocer hasta dónde quiere llegar el paciente en cuanto al conocimiento exhaustivo del proceso de su enfermedad.

Estas cuestiones: dígamelo todo, doctor, o quiero saberlo todo, tienen muchos componentes, muchos elementos psicológicos que plantean tensión y estrés en el médico oncólogo. Este proceso tan delicado exige el manejo de técnicas de comunicación y, además, una formación bioética que muchas veces el médico no ha incorporado a sus estudios. Los problemas éticos y deontológicos constituyen una fuente muy importante de estrés. Las posiciones son muy encontradas, así como lo son las perspectivas sociológicas y políticas. Algunos, por ejemplo, consideran que la eutanasia no se pide para aliviar el dolor del enfermo, sino para aliviar la carga social y asistencial, ya que el enfermo se vuelve insoportable.

Por otra parte, otros especialistas sostienen una posición radicalmente distinta: la eutanasia es en beneficio exclusivo del paciente y supone la única opción cuando el sufrimiento humano es insoportable. Desde esta perspectiva se considera que lo más humano, lo ético y lo digno para el paciente es que abandone este mundo. En cualquier caso, parece evidente que la confrontación que sufre el médico con la familia, con el paciente, con los otros miembros del equipo sanitario y consigo mismo constituye una fuente de estrés tan intenso que muchas veces adopta una actitud de indiferencia, de pasividad y de aislamiento.

Igualmente, el servicio nocturno, el de fines de semana, los turnos fijos y largos, el trabajo duro en la mayoría de las neoplasias, la peligrosidad existente, los bajos salarios en comparación con la responsabilidad y el esfuerzo realizado, constituyen algunos factores que también conducen al estrés de los diversos médicos que se dedican a la oncología. Podemos añadir también que la falta de rigor profesional, la ausencia de compensaciones adecuadas (económicas y laborales), los horarios inflexibles, las posibles demandas jurídicas, las críticas, la falta de apoyo decidido en la comunidad, la inexistencia de comunicación entre colegas, participan en la crisis psicológica que estudiamos. Del mismo modo, también tenemos que valorar la incidencia del aburrimiento y la capacidad del individuo que, a veces, realiza un trabajo muy inferior a su preparación y ello genera frustración y estrés. El aburrimiento es la enfermedad de nuestros días; por ello, se tratará de desarrollar programas de intervención psicoterapéutica que estimulen la creatividad, la participación y la expresividad; en suma, la satisfacción laboral.

Ante el sentimiento de insatisfacción profesional más o menos generalizado, el profesional reacciona con tres actitudes perfectamente definidas: permanecer callado (actitudes de inhibición/pasiva), continuar en la institución protestando (inconformista, polémico) o dejar el puesto de trabajo. Como es natural, abundan profesionales que han optado por cualquiera de las actitudes citadas anteriormente, pero en cualquier caso, psicológicamente, dejarán huella de resentimiento, frustración y agresividad que puede descompensar psíquicamente al individuo posteriormente, a lo largo de su vida.

Aunque el aspecto crematístico figura entre las reivindicaciones más importantes de estos colectivos, en realidad no es el más significativo ni el único. Se trata fundamentalmente de insatisfacción en el equilibrio social, en la valoración personal, en la comunicación, en la flexibilidad, en la capacidad de decisión y de participación, en la carga laboral, en la falta de autonomía, en la ausencia de expectativas de promoción y de realización profesional, etc., lo que da lugar a un sentimiento generalizado de importante frustración. Así pues, en relación al tratamiento con el paciente oncológico ­pacientes graves y/o terminales­ el médico y la enfermera, principalmente, se pueden ver afectados por este síndrome de burnout ­como una claudicación frente al estrés­ consecuencia del fracaso de las estrategias de afrontamiento (coping strategies) y que va a afectar su bienestar físico, psicológico y social (Flórez Lozano, 1994).

A todo ello se añaden además ciertos factores de frustración económica. En efecto, se ha señalado que el bajo salario entre los profesionales es una de las fuentes más grandes de frustración. Al mismo tiempo, sus aspiraciones de promoción profesional en función de dedicación, esfuerzo y estudio difícilmente son satisfechas, y ello origina una apatía personal que se traduce en continua desidia y desilusión (diselpidia). Pero aparte del estrés relacionado con la práctica actual de la medicina, que es común a muchos médicos, sin duda, en el caso que estamos estudiando, el estrés del médico se centra fundamentalmente en su contacto con la enfermedad, el dolor y la muerte (Broggi, 1995; Flórez Lozano, 1995).

No debemos olvidar que el médico ha de ser un virbonus medendi peritus, pero no es fácil mostrar compasión en todo caso clínico, ni controlar siempre la expresión de sentimientos ante la enfermedad y la miseria humana. Son muchos los «controles emocionales» que se exigen al médico, sin un adiestramiento o preparación previas. Debe tener calma ante enfermos ancianos, debe controlarse al infligir dolor con sus intervenciones terapéuticas y debe lograr un buen equilibrio entre el distanciamiento emocional y la necesaria sensibilidad. Como vemos, son muchos «debería», algunos de naturaleza muy profunda que participan en la angustia del médico.

Para sobrellevar esta tensión psicológica tan angustiante, algunos médicos recurren a la autoestima de sus emociones. En consecuencia, médicos y enfermeras que participan en el tratamiento del paciente oncológico no son conscientes de las frustraciones inherentes a su profesión y pueden acabar experimentando un cierto grado de resentimiento contra los pacientes, así como un exagerado sentimiento de culpa. El médico, tal como dijo Hipócrates, no es más que «el servidor de un difícil arte». En efecto, tiene que desarrollar un gran equilibrio en su personalidad que le permita moderar sus «fantasías narcisistas de omnisciencia y omnipotencia» en consonancia con sus posibilidades reales.

El médico oncólogo necesita atemperar sus emociones, pues el contacto con el paciente oncológico, en diferentes etapas de su enfermedad, supone un desgaste psicológico intenso como consecuencia del ajuste que tiene que realizar ante las somatizaciones y caracteropatías del paciente (personalidad obsesiva, histérica, neurótica, paranoide, etc.). Por eso el médico debe ser consciente de los múltiples agentes estresantes que pueden poner en peligro su salud. Debe conocerse y cuidarse más a sí mismo; es lamentable que, como consecuencia de este síndrome, muchos médicos sufran la ruptura de su propia familia que es, precisamente, el apoyo más eficaz contra el estrés profesional.

Además de todas las variables negativas que realmente pueden confluir en la desmotivación de médicos hay que añadir el hecho de los efectos deletéreos sobre el rendimiento y, en particular, en los que tienen una jornada de trabajo continuada, extenuante y que se puede prolongar entre 24 y 32 h (médicos y enfermeras). De igual forma, la reducción de los períodos de sueño normales para el individuo provoca importantes trastornos del carácter o de la conducta, hasta el punto de provocar crisis neuróticas que repercuten negativamente en las relaciones y en el rendimiento. Resulta especialmente curioso que mientras a otros profesionales (p. ej., pilotos) se les aplica rigurosamente un período de trabajo entre 8 y 14 h, los médicos, sin embargo, pueden permanecer desempeñando su trabajo de altísima responsabilidad durante mucho más tiempo.

Todo este conjunto de variables explican, además del burnout del cancerólogo, dos actitudes que perjudican su tarea asistencial frente al paciente. Por un lado, nos encontramos con mecanismos de defensa que generan una gran fragilidad emocional (crispación). Por otro lado, algunos médicos adoptan como mecanismo de defensa de su personalidad, para defenderse de la angustia proyectada del paciente y familia, una conducta que refleja distancia técnica, frialdad y distanciamiento. El médico, en este supuesto, se aferra a variables bioquímicas y/o radiológicas.

La «búsqueda del diagnóstico» es otra variable especialmente estresante; por un lado, quiere diagnosticar la enfermedad, y por otro quiere rechazar internamente el diagnóstico por las tremendas dificultades que tendrá que abordar (diálogo con el paciente y la familia, indicaciones terapéuticas, procedimientos médicos dolorosos y mutilantes, toma de decisiones, actitud ética, derecho a la información, «verdad» tolerable, derechos y deberes del médico y del paciente, etc.). Por eso, el médico oncólogo se puede sobrecargar de sentimientos de culpabilidad en relación a los enfermos, en relación a su gravedad y a la agresividad de los tratamientos. Los sentimientos de impotencia profesional muchas veces se asocian a los de culpabilidad de forma íntima. Igualmente, las actitudes de huir del paciente o la de hundirse juntos son relativamente frecuentes. Todo ello alimenta continuamente el cuadro clínico de burnout que evidencian muchos oncólogos.

El hospital como sistema estresante

Teóricamente el centro de trabajo es un «sistema abierto», que mantiene relaciones de intercambio con su entorno. Debe existir una relación de interdependencia entre entorno y sistema, de modo que un cambio de aquél se traduzca en cambios a éste. Así, los cambios en el sistema familiar terminan traduciéndose en ciertos efectos en el sistema o sistemas de la administración (hospitales). Por ello, el hospital oncológico no puede convertirse en un sistema cerrado sobre sí mismo, pues difícilmente logrará sus objetivos de prestación de servicios terapéuticos eficaces. El sistema tiene que apoyarse necesariamente en todas las posibilidades sociales, de tal suerte que los profesionales se sientan más valorados, se conozca mejor sus actuaciones y sacrificios frente al paciente oncológico y, en consecuencia, la sociedad apoye todos los aspectos reivindicativos de los médicos, una vez que es conocida su labor, entrega profesionalidad y vocación suficientemente demostradas.

Probablemente, este tipo de interacción social, que es necesario vehicular de forma adecuada, contribuya a la motivación de los profesionales y a moderar, en gran parte, el éstres que en la actualidad atenaza a un grupo de médicos oncólogos. El desarrollo de las interacciones sociales en el medio laboral influye también en el mantenimiento de la salud mental del especialista. Numerosos trabajos de investigación apoyan esta tesis, en el sentido de que la potenciación de la interacción social y del grupo repercute positivamente en el bienestar de las personas.

El desarrollo del grupo permite superar el aislamiento de médicos y enfermeras afectados del síndrome de burnout, reforzando lazos y apoyos recíprocos que constituyen la esencia de la integración sociolaboral. La armonía y el equilibrio de este clímax laboral permite potenciar la motivación, el esfuerzo laboral y la calidad de los servicios realizados. De todo ello se colige fácilmente que el trabajo con grupos es una estrategia útil y un instrumento terapéutico eficaz para neutralizar el síndrome de burnout en cualquier tipo de organización e institución. El sentimiento de pertenecer a un grupo, y de participar en el mismo, sustenta la autovaloración y autoestima, y es imprescindible para el ajuste psicológico del propio médico y del equipo sanitario en general.

En todo caso, los centros y hospitales vienen sufriendo un proceso de burocratización que inexorablemente neurotiza intensamente al personal y, por supuesto, también a los propios pacientes. Ello hace que aparezcan reacciones muy desagradables entre el médico y el paciente que terminan incrementando el nivel de insatisfacción de ambos.

El crecimiento de la tecnología, la división del trabajo, la intensificación y expansión de la especialización, etc., hace que el centro sea un sistema complejo de división del trabajo, con una elevada jerarquía de autoridad, canales formales de comunicación y un conjunto de reglas y normativas. En la actualidad, existen dos líneas de autoridad paralelas: la administrativa y la profesional. No es infrecuente la aparición de conflictos entre ambas, conflictos que, en gran medida, obedecen al choque entre conjuntos de valores distintos; para el

sistema administrativo el objeto principal consiste en el mantenimiento de la organización, mientras que el sistema profesional pone énfasis en el servicio que es necesario dispensar, en la humanización de la asistencia.

Precisamente este choque, que se repite casi continuamente, genera una constante fuente de ansiedad y de estrés, que contribuye a la desmotivación profesional. Pero, además, el modo en que se organiza el sistema de autoridad tiene múltiples repercusiones en otras partes del sistema. Así, se ha comprobado que cuando un centro hospitalario tiene un sistema de subordinación múltiple, es decir, que un mismo subordinado tiene que atender las órdenes de diversos superiores (gerente, director general, director adjunto, etc.), aumenta significativamente la situación de estrés.

Justamente debido a la insatisfacción profesional psicológica, que aparece en el seno de muchas instituciones, se va formando una organización informal que, en cierta medida, trata de paliar los conflictos cotidianos que surgen con los órganos administrativos. Dicha organización está de acuerdo con la comunicación, comprensión e, incluso, el afecto de sus componentes, apareciendo también la figura del líder y una estructura sociométrica muy peculiar. En efecto, sus componentes se proporcionan apoyo mutuo, al mismo tiempo que se reduce el estrés y aumenta la sensación de protección frente a otras estructuras más agresivas y competitivas.

Sin embargo, debido precisamente a los cambios frecuentes que suceden en las distintas unidades o servicios (vacaciones, sustituciones, traslados, fusiones, nuevas incorporaciones, cambios de servicio, etc.), la aparición de estas organizaciones informales con fuerte contenido psicológico se ve seriamente debilitada y es una de las causas más importantes por lo que respecta al síndrome de burnout. Así, los cambios frecuentes en el personal merman las relaciones interpersonales en el sistema e impiden la creación del sentimiento de grupo primario entre los médicos que trabajan juntos en un servicio.

Esta desestructuración social conlleva igualmente una descompensación psíquica del Yo que puede explicar la aparición de la neurosis. Precisamente, el origen de la neurosis es el fracaso y los conflictos interiores, entre los componentes eróticos y agresivos de las pulsiones inconscientes (hablando en términos psicoanalíticos). Así, los aspectos pulsionales reprimidos (lucha, privaciones económicas, fracasos profesionales, frustraciones con los jefes, conflictos con la enfermedad y la muerte, etc.) despliegan diversas actividades con el fin de lograr una descarga, de acuerdo con el proceso primario. En estas circunstancias intrapsíquicas se produce una especia de «astenia psíquica» que bloquea la gran mayoría de funciones psíquicas vinculadas al Yo y que permiten su ajuste a la realidad física inmediata. De esta suerte, el Yo se enfrenta de manera improductiva frente a la realidad y, en última instancia, no quiere saber nada de ella, dando lugar a un mecanismo de defensa de la personalidad que «neurotiza» a la persona en cuestión y que le aleja progresivamente de su paciente, destruyendo cualquier reacción positiva con el enfermo. Es conveniente insistir, entre el conjunto de factores estresantes que afectan al médico, en la agresión de las intervenciones terapéuticas que interfieren, muchas veces, en la calidad de vida del paciente. Así, por ejemplo, para tratar el cáncer epitelial ovárico se utiliza una cirugía primaria citorreductora seguida por quimioterapia de combinación basada en el platino. Después de un promedio de seis ciclos, se realizan además numerosas pruebas diagnósticas: exploración física, evaluación radiológica mediante tomografía computarizada (TC) abdominopélvica, ecografía y laparotomía second look para determinar la necesidad de tratamiento adicional. Este tipo de protocolos que se siguen con estos pacientes en el servicio de Oncología Médica son muchas veces agresivos, dolorosos y también rechazados por el paciente (Flórez Lozano, 1996).

Naturalmente, aquí hablamos de muchas pruebas, pero no hemos dicho nada de las molestias, preocupaciones, angustia del paciente que deambula por los pasillos de un hospital y que se pregunta constantemente: ¿por qué a mí? La propia dificultad de las pruebas y el rigor de los protocolos médicos constituyen un estrés muy intenso para el médico. Hay que aunar muchos datos, muchos criterios para llegar a una decisión. Hay que informar mucho al paciente y a la familia. Esta dedicación, este esfuerzo en competencia con el tiempo y la toma de decisiones del médico y del propio paciente constituyen los agentes estresantes más significativos en el trabajo del oncólogo, porque además no se encuentra suficientemente preparado para poner en sintonía todo este conjunto de variables tan complejas (algunas inconscientes) que pueden poner en peligro el equilibrio psíquico del médico. Además, el seguimiento exhaustivo del paciente oncológico supone también un esfuerzo adicional para el médico que también teme y sufre el impacto de una posible recidiva.

En fin, el propio sistema hospitalario desencadena un proceso de despersonalización que se produce a través de los diversos modos de funcionar del servicio hospitalario. La rutina de los procedimientos, la arbitrariedad, la burocratización imperante, la interrupción de las actividades diarias, la existencia de distintas líneas de autoridad, la falta de participación en la organización del sistema y de la planificación del trabajo, etc., van produciendo lentamente una deshumanización como consecuencia de las situaciones de ansiedad que se van generando. Se acentúan en consecuencia actuaciones comportamentales que traducen deficiencias en el control del Yo (acusaciones, amenazas, enfrentamientos, conflictos, injurias, etc.).

Ante la situación agresiva y deshumanizante del sistema, el paciente oncológico puede reaccionar con conductas inadaptadas como actos de rebeldía contra el grupo, inestabilidad emocional, irritabilidad, ira, reacciones paranoides, etc., todo ello genera una descompensación de la personalidad del médico que explica el síndrome de «estar quemado». En este contexto psicológico, el individuo sufre de «reactancia psicológica», ya que puede ocurrir que sus conductas y pulsiones libres se vean amenazadas o entorpecidas. Se genera un cierto malestar psíquico. Tras la fase de oposicionismo y agresividad, el paciente oncológico adopta finalmente un papel pasivo; literalmente se traduce en indiferencia, desilusión y desvalimiento psíquico. Esta circunstancia psíquica favorece finalmente la aparición de estados de ansiedad o depresión, al tiempo que se producen también conductas autodestructivas (aumento del consumo de tabaco, incremento del consumo de alcohol, indiferencia/rechazo ante los tratamientos, bajo cumplimiento terapéutico, etc.). Paralelamente, como síntoma aparece lenta e implacablemente la depresión anérgica, un trastorno bastante frecuente de esta situación, junto a otro tipo de adicciones (juego, compras y TV). Pero además, la acción del estrés sobre el especialista llega a producir trastornos psicosomáticos de naturaleza digestiva (gastritis, colitis, úlceras) o también de índole cardiocirculatoria (enfermedad coronaria, hipertensión arterial, etc.).

El estrés que experimentan estos médicos y que se evidencia en episodios de ira, agresividad o enfado explica que estas personas tengan un riesgo dos veces superior de sufrir un ataque cardíaco, con relación a otros médicos mejor ajustados y que han seguido un programa básico de intervención psicológica que les faculta para utilizar de forma más eficaz diversas estrategias psicológicas. Estos resultados han sido puestos de manifiesto recientemente por investigadores del Instituto Deaconess para la Prevención de la Enfermedad Cardiovascular. Igualmente, científicos del Ohio State University College of Medicine Collumbus en los EE.UU. han evidenciado que el estrés provoca daños en el sistema inmune y dificulta la reparación de los tejidos. La tranquilidad y el sosiego se constituyen, por lo tanto, en dos objetivos fundamentales a conseguir en el medio laboral.

De ahí el interés práctico de desarrollar programas de intervención y prevención eficaces, capaces de asegurar la integridad del Yo y la propia satisfacción personal del trabajador. Medidas piscoprofilácticas que puedan neutralizar el efecto negativo del estrés en el medio laboral, reduciendo al mismo tiempo ingentes gastos sociosanitarios originados por la enfermedad y el absentismo laboral. Por otra parte, la falta de sensibilidad frente al paciente en su quehacer profesional llega a ser notablemente manifiesta; los olvidos, disminución de la responsabilidad, de su capacidad intelectual y de rendimiento psíquico se va acentuando de forma preocupante y puede ocurrir cualquier tipo de accidente.

Es esos momentos, la situación personal, familiar y social comienza a preocupar debido a sus alteraciones de carácter y es cuando se necesita una actuación psicoterapéutica inmediata, tanto individual como de grupo. Este tipo de trastornos psíquicos que pueden llegar a afectar al médico se caracterizan además por dificultades en la verbalización de las emociones, pensamiento concretista (desprovisto de símbolos y abstracciones), rigidez en la comunicación preverbal con escasa mímica y pocos movimientos corporales.

Naturalmente, no todos los oncólogos afectados tienen el mismo grado de afectación. Lo realmente interesante desde el punto de vista clínico es conocer que no se trata específicamente de un rasgo de la personalidad sino de una alteración conductual que pone en peligro la relación de confianza y de comunicación profunda con el paciente oncológico. Por otra parte, es igualmente importante mantener y potenciar el concepto de autoestima del especialista ya que, precisamente, su déficit se asocia con diversas enfermedades, como depresiones, estados de ansiedad y trastornos psicosomáticos. El déficit de autoestima es la vía final común de los factores que causan vulnerabilidad a la depresión. Este concepto resulta en buena parte de un difícil equilibrio: el médico no debe ser indiferente al éxito ni debe dejarse arrastrar por él; de igual manera, tampoco puede quedar indiferente o destrozado frente a un fracaso terapéutico.

Liberar al médico oncólogo del sufrimiento que comporta una baja autoestima es un objetivo esencial en la intervención psicoterapéutica. Al mismo tiempo, éste ha de satisfacer plenamente la necesidad del enfermo que no es nunca sólo de ayuda técnica, sino que abarca también la de conocer, contener y saber vivir («a su manera») su nueva problemática. En fin, la comunicación entre médico y enfermo debe facilitar esta integración y la información es un instrumento primordial para lograrlo (incluso antes de ser un «derecho del paciente»). Este proceso de información es muy complicado para el médico que ha de ajustarse a las necesidades y evolución del propio enfermo (Flórez Lozano, 1997).

Por otra parte, la comunidad, es decir, el paciente también se ha vuelto más exigente e hipercrítico, posiblemente con toda la razón; pero aquí está el error, el oncólogo se puede convertir en blanco de protestas en todos los fallos del sistema, con lo que de nuevo se hiere su narcisismo y su Yo, y es presa de la mayoría de las críticas de la propia sociedad. Se genera entonces una irritabilidad inconsciente que hace que el médico actúe a la defensiva y desconfíe de las personas que le rodean (reacciones paranoides). Ello le lleva a un enfrentamiento continuo con los pacientes, las familias y la propia sociedad, lo que genera sentimientos de culpabilidad e insatisfacción profesional. A veces, una forma de defenderse de los embates y ataques del paciente y la familia es recurrir a la mentira; un camino precipitado e irreversible que dificulta cualquier esfuerzo de aproximación y de ayuda. La mentira evidencia la postura defensiva del médico, al tiempo que aumenta la angustia del paciente, ya que éste capta subliminalmente múltiples signos indicativos precisamente de lo contrario.

Curiosamente, la necesidad de la verdad no es generalizable a todos los pacientes ni a todas las cuestiones que se plantean a lo largo del proceso de la enfermedad. El enfermo, en concreto, también debe gozar en todo momento de una luz de esperanza y resplandor que ilumine su proceso de lucha frente a la enfermedad. Asimismo, las actitudes paternalistas o seudocientíficas (se trata exclusivamente de un problema técnico) no son adecuadas porque ahogan la participación del enfermo o propician la aparición de una actitud absolutamente pasiva del paciente. El paciente igualmente tiene necesidad de que se le respete incluso en su infantilismo, en su irracionalidad, al tiempo que el médico habrá de contener sus propios ideales o valores sin imponerlos a su propio paciente. Así, el valor prima facie en la información es el respeto a las necesidades, que es prioritario al de una autonomía personal supuesta.

Naturalmente, este juego de sentimientos, emociones, expectativas e informaciones es realmente un equilibrio difícil que conlleva un gran desgaste psicológico para el médico. Éste tiene que escuchar más que hablar, sin rehuir el silencio, que generalmente transmite un canal de comunicación muy importante: mensajes cifrados que el médico tiene que saber valorar e interpretar. Esta situación también se complica con la familia que es un agente terapéutico esencial que reclama para sí una autonomía total y un «consentimiento informado» real.

La enfermedad ­el cáncer­, por todas las implicaciones físicas, morales, sociales y financieras, pasa a ocupar un lugar primordial en todas las decisiones de la familia y, muchas veces, el enfermo y también el médico son directamente envueltos en el proceso. Una vez que al paciente se le impone el rótulo de «cáncer», el individuo activo y productivo dentro del contexto sociofamiliar pasa a ser considerado como una pieza defectuosa en el engranaje de la vida comunitaria. Sea por motivos reales de la propia enfermedad, de los tratamientos radicales y mutilantes que pueda recibir o aun por otras razones, más subjetivas, en general fruto de tabúes y preconceptos del ambiente social, el paciente se vuelve un elemento diferente del medio portando inconscientemente un mensaje de enfermedad y muerte (Schavelzon et al, 1978). La familia se ocupa mucho del canceroso; él se erige en el centro de la vida familiar por motivos fácilmente comprensibles de protección, sufrimiento, problemas económicos y quizá muerte.

Los problemas psicológicos derivados de esta crisis naturalmente afectan al oncólogo; problemas graves ante los cuales se siente realmente impotente (drogas, alcohol, ruptura de la familia, etc.). Los problemas de comunicación familia-paciente, sus actitudes (optimismo, desesperación, fantasías inconscientes, negación, etc.), constituyen también agentes de estrés muy importantes para el médico. En estas circunstancias el ambiente se vuelve bastante falso y el enfermo pasa a no hablar de su enfermedad (temores, preocupaciones, la muerte, el «después», el futuro de su esposo/a e hijos/as, etc.). Surge entonces, la «conspiración del silencio». Todos conocen el problema, sufren y se preocupan, pero nadie habla de él.

Por otro lado, el médico se convierte entonces en el vértice de la comunicación en el punto de apoyo del paciente y familia. Ambos descargan en él sus sentimientos. Una buena actuación psicológica del médico puede impedir que ésta bloquee el proceso de la información y de la curación. Sin duda, el vínculo que debe unir a médico y enfermo es la amistad (Laín Entralgo, 1984; Barcia, 1979). El paciente, de acuerdo con la «ética de la autonomía» es un ser autónomo, adulto y libre y, en consecuencia, capaz de tomar sus propias decisiones. De cuerdo con esta ética, son los valores y creencias del paciente los que determinan las responsabilidades morales del médico. Pero precisamente el médico, que no ha sido suficientemente preparado para este abordaje psicológico y emocional, sufre de estrés, en particular cuando los valores del paciente chocan con los del médico. En cualquier caso, la responsabilidad fundamental del médico oncólogo es respetar y facilitar la autodeterminación del paciente en la toma de decisiones. Por eso el médico ­cuando es posible­ debe informar verazmente al paciente sobre todos los diagnósticos y terapéuticas posibles para que el enfermo pueda decidir.

Esta nueva fórmula de establecer la relación médico-enfermo es mediante un consentimiento informado. Se trata de una relación que genera mucho estrés en el médico al manejar dificultosamente los canales de comunicación y sustentarse sobre la verdad. El planteamiento de Heidegger (1953) sobre la verdad es interesante en el contexto en que nos desenvolvemos; la verdad es un proceso de descubrimiento, de desvalimiento, de lo oculto que se abre a nosotros. En Heidegger la verdad confluye en la libertad; la esencia de la verdad es la libertad, libertad de dejar que las cosas y también los hombres se manifiesten en lo que son, sean lo que son. La verdad, por tanto, desde este planteamiento tan interesante tiene un carácter interpersonal; es un proceso entre dos semejantes libremente establecido. Este juego entre ética, moral, valores y la verdad constituye un entramado que genera un gran estrés al médico.

En otro orden de cosas, se ha escrito abundantemente acerca del problema de decir a un paciente la verdad acerca de su enfermedad, muchas veces, fatal. Muchas veces el médico no es consciente de que pacientes y familiares escuchan solamente lo que desean o están preparados para escuchar. Desde el punto de vista psicológico, los pacientes y también los familiares tienen mecanismos de protección que les impiden aceptar el conocimiento que no están preparados para aceptar, aún cuando se les confiesa la verdad abiertamente (Weinstein y Kanha, 1955). Pero la atención constante de un gran número de médicos, enfermeras y técnicos que someten al paciente a un gran elenco de pruebas y tratamientos días tras día, esta realidad cotidiana, lleva al paciente a una percepción, a una conclusión, de que algo serio que afecta a su salud anda muy mal.

Precisamente, la información del médico es muy importante porque «desconocer» aquello que anda mal puede provocar angustias muy graves, mucho más que la realidad más cruda. El médico tiene que encarar la verdad del paciente, desde luego con mucho tacto y gran sensibilidad. El médico que observa continuamente al paciente intercambiará aspectos relativos a la verdad de su enfermedad, de su estado, de su futuro y de sus expectativas. Pero este diálogo que se polariza en su enfermedad dependerá del estado psicológico de su enfermo, de su madurez y equilibrio psicológicos, de tal suerte que le permita escuchar y entender la dinámica de su enfermedad. Pero el médico, en esta situación tan compleja, tiene que enfrentarse a la furia de los pacientes y familiares y, al mismo tiempo, tiene que contener las relaciones emocionales derivadas de la agresividad de éstos. Precisamente esta contención emocional constituye un agente estresante significativo que alimenta el cuadro clínico del síndrome de burnout.

El conjunto de estas variables favorece un clima de tensión y preocupación entre los oncólogos que se ven desbordados por las necesidades informativas del paciente y de la familia (Flórez Lozano, 1997). Los métodos de trabajo insuficientes, debidos a instalaciones mal planificadas (sin diseños ergonómicos), provocan cansancio considerable y fatiga crónica. También se ha observado que las presiones del tiempo son un factor clave en la explicación del estrés de los médicos que atienden al paciente oncológico.

Por otra parte, muchas veces la situación se agrava debido a llamadas telefónicas, reuniones, cancelaciones, urgencias, fallos en el equipo y falta de ayuda adecuada, tanto en responsabilidad como en medios técnicos. Por supuesto, la personalidad del médico (personalidad paranoide, neurótica, agresiva, etc.) también es uno de los factores que interviene a la hora de analizar este síndrome, sobre todo cuando el personal sanitario ignora los métodos psicológicos de intervención que le permitan controlar reacciones emocionales inadecuadas con serias repercusiones para su salud, para su rendimiento y para sus relaciones interpersonales.

Además, el médico oncólogo desarrolla su actividad asistencial y terapéutica en un campo de fuerzas psicodinámicas que se caracterizan fundamentalmente por la interrelación entre aspectos de la transferencia y de la contratransferencia. Este conjunto de variables psicoanalíticas enmarcan un campo dinámico en el que actúa el médico. El médico aconseja, orienta, calma, apoya, sugiere, se enoja, se irrita, etc. Todas estas acciones son la forma en que él operativiza en el campo las acciones de su contratransferencia. Estas conductas son sus respuestas a las demandas del mundo exterior (pariente, familia, hospital, equipo sanitario, etc.) y a su propia interioridad psíquica (intus).

Este campo psicológico en el que se desenvuelve el médico no es neutral; su distancia, el tecnicismo, el autoritarismo y la omnipotencia son mecanismos psicológicos de defensa para evitar la inclusión en ese campo de elementos psicológicos tan variados. Este juego de fuerzas también puede estresar de forma muy importante al médico. La introspección puede ser una estrategia eficaz para conocerse mejor, para romper su estructura narcisista y dejar de ser un mero técnico.

Por otra parte, el drama situacional del paciente también origina un fuerte desgaste psíquico en el médico. La desesperación, la no aceptación de sus limitaciones, las respuestas agresivas y/o depresivas del paciente provocan muchas veces un sentimiento de culpabilidad en el médico ante la impotencia de no poder resolver su enfermedad. En fin, estas circunstancias psicológicas pueden llevar al médico a una forma ontológica de angustia existencial que resulta de su confrontación final con su propia pregunta: ¿estoy cumpliendo con todas mis funciones? También la propia angustia existencial del médico encargado de la atención de un paciente moribundo es una especie de liberación, al tiempo que le enfrenta con los aspectos más básicos de su propia vida. La muerte del paciente supone, de alguna forma, que también el médico comienza a considerar seriamente su propia mortalidad.

Por otro lado, la impotencia física y psíquica que vive el paciente produce sobredependencia y culpa. El paciente demasiado dependiente siembre busca la opinión tranquilizadora del médico. También puede recurrir a la defensa psicológica del rechazo, evidenciando simultáneamente una gran ansiedad. Estas circunstancias generan preocupación y tensión en el médico, sobre todo cuando éste no entiende este tipo de reacciones psíquicas y no tiene los recursos psicológicos necesarios para superar conductas defensivas que pueden interferir seriamente en los tratamientos. Igualmente, el papel del oncólogo conlleva también ayudar a la familia, mejorar sistemas de comunicación entre familiares y paciente, establecer nuevas técnicas de comunicación, etc. De esta forma se puede conseguir que el paciente y su familia hablen entre sí y que compartan, si llega el caso, la experiencia de morir. Ello mejora la sensación de unidad y apoyo para el paciente y sus seres más queridos.

Así, el enfermo alcanzado por el diagnóstico o por la sospecha de la enfermedad tiene heridos sus sentimientos de intangibilidad e inmortalidad. El enfermo percibe el terrible hecho de que es como los otros que también enferman y mueren. Se relaciona con el médico cargado de un gran número de ideas, sentimientos y temores respecto a su enfermedad que producen gran tensión y estrés. En este momento y en los futuros, médico y enfermo se enfrentan con el problema de la verdad. Ello es muy difícil de manejar en esta pléyade de conceptos, sentimientos, temores y actitudes.

Las relaciones familiares constituyen otro de los elementos esenciales cuando hay que valorar la tensión psicológica en el profesional. La interacción familiar difícil, como es natural, agrava la estructura psíquica descompensada y, además, el «síndrome de estar quemado», de otra parte, puede llegar a determinar disfunciones familiares severas, que a su vez repercuten sobre el propio individuo contribuyendo a la descompensación psicológica total (depresión, divorcio/separación, alcoholismo/ drogadicción, accidentalidad, elevada, etc.). Las distancias desde la residencia al lugar de trabajo, las dificultades en los transportes, el tráfico insoportable, los ruidos, las responsabilidades exageradas y los problemas económicos, entre otros, también contribuyen a aumentar la tensión psicológica de estos profesionales.

Al margen de los factores externos, las características psicológicas del médico, es decir, su perfil de personalidad (p. ej., personalidad tipo A), en cierta manera son determinantes. Así, por ejemplo, los individuos que tienen una conducta tipo A son más propensos a padecer trastornos relacionados con el síndrome objeto de estudio, además de otra enfermedad orgánica grave (coronariopatía, accidentes cardíacos, accidentes cerebrovasculares [ACV], etc.). Asimismo, la sobrecarga emocional del médico oncólogo obedece a un gran número de problemas clinicoasistenciales que no presentan los pacientes no oncológicos. En efecto, la Asociación Médica Británica (BMA) ha realizado un estudio mediante encuesta telefónica, constatando que los facultativos ejercen la medicina bajo una gran presión y con medios materiales y humanos realmente insuficientes. Según esta encuesta, el usuario valora de forma muy importante «la precisión en los diagnósticos» y el «tiempo que el médico dedica para escuchar y exhibir un buen trato con los enfermos».

Sin embargo, estas cualidades se pueden ver anuladas como consecuencia de la sobretensión emocional en el trabajo (exceso de responsabilidad, exigencias de la enfermedad y del enfermo, reuniones, relación con la familia, conflictos con la organización hospitalaria, enfrentamiento con el dolor, la soledad y el sufrimiento emocional del paciente, etc.). Esta red laboral que configura el ambiente en el que el médico realiza su trabajo le hace más propenso a la depresión anérgica, antesala del síndrome de estar quemado.

Así, problemas como dependencia funcional y cognitiva, posible incapacidad psíquica, úlceras por presión y sonda nasogástrica, gran número de enfermedades y de fármacos, presencia de dolor, vómitos, agitación, disnea, etc., complicaciones postoperatorias, contribuyen de forma muy importante al estrés del especialista. A pesar de los avances en quimio, radio y hormonoterapia, el tratamiento de algunos cánceres localmente avanzados está todavía sin resolver. Es bien sabido, por otro lado, que los tratamientos oncológicos clásicos afectan a la calidad de vida de los pacientes, sobre todo en pacientes ancianos en los que la capacidad de renovación celular se encuentra deteriorada como consecuencia de la senectud.

En fin, los protocolos asistenciales, la nueva tecnología médica y la renovación constante de la terapéutica (innovación famacológica), junto a los problemas de seguimiento, efectos secundarios (efectos neurotóxicos), recidivas, perfil de toxicidad, hematológica y renal, etc., complican enormemente la atención integral del oncólogo, elevando ostensiblemente el nivel del estrés de estos especialistas (Vachon, 1993).

Por otra parte, conviene subrayar que la nutrición y el metabolismo de un paciente oncológico es otro de los aspectos que conllevan un esfuerzo de trabajo y de responsabilidad para el médico, lo que, a su vez, alimenta la sensación de estrés de éste. El metabolismo de un paciente oncológico es completamente distinto al de una persona normal y su consumo de energía es mucho más elevado. Generalmente, los fármacos empleados en su tratamiento le hacen perder el apetito; es posible, además, que el propio tumor produzca sustancias que favorecen el adelgazamiento. En última instancia, el paciente se vuelve anoréxico, evidenciando la típica caquexia neoplásica. El estado nutricional del paciente va unido generalmente a cambios psicológicos muy importantes, que suponen igualmente un desafío terapéutico para el médico y, por tanto, más sufrimiento emocional, más desgaste emocional para alimentar el síndrome de burnout.

Al mismo tiempo, se produce un estado psicológico de diselpidia en el paciente, que le genera una gran sensación de frustración y de fracaso al médico. La desesperanza, que amenaza a tantos pacientes oncológicos, significa que ya nada en la vida tiene valor, por lo que no es posible vivir y sólo es deseable la muerte. Esta situación anímica del paciente relacionada con su estado nutricional y la gravedad de la neoplasia afecta profundamente al médico y al equipo sanitario que atiende al enfermo oncológico. El enfermo desesperanzado llega a la convicción personal de que no hay algo que valga la pena esperar (diselpidia es un término acuñado por Laín Entralgo, en La espera y la esperanza, Revista De Occidente, 1957).

Esta crítica situación psicológica del enfermo actúa consciente e inconscientemente en el médico debilitando su ego y generando, de alguna forma, un síndrome caracterizado por apatía, falta de ilusión y vacío existencial que alimenta el cuadro clínico de burnout. Desde esa radical soledad ­que diría Ortega y Gasset­ en la que muchas veces está sumergido el enfermo, el médico puede y debe motivarle y estimularle hacia un ansia de compañía, de tal suerte que permanezca abierta al otro, al extraño.

Por otra parte, el agotamiento emocional del médico se relaciona también con la reacción de pesar, es decir, con la depresión en sus variadas presentaciones clínicas y con un denominador común que es la falta de autoestima. Este desinterés por el self traduce un fallo en los mecanismos de autopreservación, lo que puede empeorar la situación y evolución de la neoplasia. Esta realidad psicosocial del paciente es muy preocupante para el médico que no encuentra ese punto de equilibrio en la relación triangular paciente-médico-familia. La desesperación y la baja autoestima del paciente le hacen mucho más vulnerable al proceso neoplásico y, al mismo tiempo, exige un esfuerzo adicional del médico en sus cometidos asistenciales. Este estado anímico puede estar relacionado con la verdad diagnóstica. Por eso entendemos que la verdad no puede reducirse a una simplificación ingenua de una mera comunicación al enfermo. Comunicar la verdad diagnóstica es una situación especialmente estresante para el oncólogo y, en todo caso, supone no sólo hacerse cargo de una nueva situación, sino hacerse responsable de un Yo que tiene que hacer un gran esfuerzo de adaptación para acomodarse a una realidad especialmente crítica y posiblemente amenazante para la integridad psicofísica del individuo y para su propia supervivencia. En este orden de cosas, hay una gran conmoción psíquica en el paciente y también en el médico. Entran en funcionamiento las perspectivas mágicas de la curación. La figura médica es revestida de un poder absoluto capaz de restituir el equilibrio homeostático. El médico puede representar esa imagen restitutiva y omnipotente frente a la enfermedad. Este esfuerzo, que tiene un gran interés clínico y humano, induce un cansancio emocional crónico que es típico en el burnout del médico.

El médico también siente dolor y ello puede minar su energía emocional, adoptando entonces mecanismos de defensa que perjudican seriamente su integridad psíquica. Conductas de distanciamiento (frialdad) y autoprotección, que perjudican seriamente su especial relación terapéutica con el enfermo, con la familia y también consigo mismo. Así, estas características típicas de la tarea del médico le exigen un esfuerzo continuo de adaptación muy intenso que se traduce en ansiedad y, posteriormente, en estrés. Cuando el médico o la enfermera no tienen recursos psicológicos para afrontar estas demandas y las respuestas de estrés se mantienen a lo largo del tiempo, y con la misma intensidad, se puede considerar la presencia del síndrome de burnout, manifestado principalmente por un estado de sobreactivación mantenido, y aparecen entonces múltiples señales de alerta como: fatiga, irritabilidad, insomnio, cefaleas tensionales, hipersensibilidad ante la crítica, dolores erráticos, pensamientos obsesivos acerca del hospital y los pacientes, etc. (Arranz y Gómez, 1997).

Este análisis nos lleva a la conclusión de que es absolutamente imprescindible prevenir este síndrome mediante un eficaz soporte emocional y un entrenamiento riguroso (individual y grupal). Las reuniones de grupo y el aprendizaje de diversas estrategias psicológicas deben constituir dos objetivos prioritarios de la institución hospitalaria que ha de velar por la salud de su equipo sanitario y por la calidad asistencial al paciente. La

formación en actitudes (acercamiento al enfermo, la congruencia y veracidad en las intervenciones, el desarrollo y profundidad en la empatía, la aceptación incondicional del paciente, etc.), el aprendizaje y perfeccionamiento de las habilidades de autocontrol (relajación, visualización, yoga, autorrefuerzo, solución de problemas, habilidades sociales y asertivas, etc.), junto con la cohesión grupal y el counseling (buena comunicación, habilidades de escucha, soporte emocional, etc.), constituyen objetivos esenciales en el trabajo con el equipo sanitario, con el fin de neutralizar el burnout.

Teniendo en cuenta estas reflexiones comentadas a lo largo de este capítulo, parece esencial potenciar y desarrollar no sólo los métodos psicológicos de entrenamiento aludidos anteriormente, sino también incentivar lo que Peters y Waterman (1982) denominan «cultura de la excelencia». Se trata de instituciones denominadas «hospitales magnéticos» que se centran primordialmente en la búsqueda de la satisfacción del médico y en la consecución de un alto grado de autoestima. Ello es posible mediante el estatus adecuadamente retribuido, la motivación interna, el reconocimiento profesional, los equipos de trabajo cohesionados, la desburocratización y la potenciación de la creatividad, la autonomía y la productividad.

El estrés de los oncólogos

Ha quedado suficientemente claro que los diversos profesionales experimentan un intenso estrés en sus continuas acciones y responsabilidades, que es causa de inadaptación y de absentismo laboral (Flórez Lozano, 1998).

El estrés se ha definido como un proceso dinámico en el que intervienen las variables del propio organismo, que interactúan entre sí, ante la apreciación de una situación como amenazante y la propia capacidad de afrontamiento ante tal situación. La respuesta biológica, como es sabido, incluye una activación hipotálamo-hipófiso-suprarrenal con participación del sistema nervioso vegetativo y del sistema inmunitario que determina una liberación multihormonal que puede llegar a desencadenar una enfermedad cardiovascular, digestiva, infecciosa y autoinmune. Precisamente, dada la gravedad de este tipo de circunstancias psicosociales adversas en las que generalmente se desenvuelve la atención al ciudadano, es realmente muy importante conseguir un estilo cognitivo o atribucional adecuado, propiciando en el médico expectativas de autosuficiencia y estilos de afrontamiento que permitan al especialista defenderse de las acciones amenazantes para su propio Yo y generar expectativas positivas de adaptación y satisfacción en el medio laboral.

Si examinamos detenidamente el comportamiento de cualquiera de estos oncólogos, fácilmente encontramos rasgos de conducta del siguiente tipo: sensación de urgencia del tiempo, alta implicación laboral, gran impaciencia, tendencia a la hostilidad interpersonal, etc. Ello, indudablemente, se relaciona con el patrón de conducta tipo A, que ha sido validado clínica y epidemiológicamente como factor de riesgo de coronariopatía y de otras afecciones psicosomáticas y/o psiquiátricas. En la actualidad se están estudiando variables como el apoyo social y el abordaje terapéutico controlado del estrés con el fin de moderar y neutralizar el síndrome de «estar quemado».

Obviamente, no son sólo las deficientes condiciones físicas u organizativas las que desencadenan inexorablemente el estrés en estos equipos sanitarios. Tratar con cierto tipo de pacientes, ya hemos dicho, que en algunos casos se convierte en un factor determinante. De esta suerte, el médico percibe el choque psicológico que se genera en su interior y que posibilita la aparición de conflictos psicológicos inherentes al estrés patológico.

Así, el estrés psicológico se define como una relación entre la persona y el medio que le rodea, que es valorada como muy deficiente, simplemente negativa, que excede a sus propios recursos y pone en peligro la sensación de bienestar psicofísico. Esta respuesta genérica e inespecífica del organismo se acompaña, además, de sentimientos de falta de ayuda, actitud negativa y posible pérdida de autoestima en su actuación profesional y social (Flórez Lozano, 1998).

Se sabe, por otra parte, el esfuerzo continuado de estos profesionales, y que ese impulso continuado por la comunicación, el cuidado y el celo profesional también pueden contribuir a la aparición del síndrome de «estar quemado» (síndrome de burnout). Muchos de estos profesionales se sienten amenazados por el estrés y construyen alrededor «murallas psicológicas gigantescas» que actúan como mecanismos de defensa de la personalidad y que tratan de paliar los efectos del estrés.

Sus familiares (esposa/hijos), amigos, etc., advierten pequeños cambios en el carácter. Las salidas emocionales, de otro lado, son suficientes debido a las presiones administrativas y sociales y, por tanto, el profesional tiene serias dificultades para reducir el peso acumu-

lativo del estrés que se genera día a día en su unidad o servicio. De esta suerte, al poco tiempo aparecen síntomas de ansiedad y/o depresión, tales como insomnio, cambios de apetitos, disfunciones sexuales, ira/agresividad, etc.

Lenta, pero implacablemente aparecen síntomas relativos a la situación psicológica de «estar quemado» (burnout) y que se caracterizan por la disminución de la energía y la capacidad de concentración de la persona, sintiéndose sobrepasada en todos los aspectos de la vida. Se trata de un síndrome que afecta con frecuencia a diversos profesionales de la administración en los que se produce un vaciamiento existencial, un declive progresivo de su energía y capacidad de iniciativa y una imposibilidad para ayudar a los otros; todo ello cristaliza en un autoconcepto negativo de sí mismo (self-handicapping).

Así, se constata en este tipo de profesionales un cierto desencanto o cansancio junto a sentimientos de abandono o desesperanza, falta de expectativas laborales y una mayor dificultad en las relaciones sociales. Hemos mencionado ya que en ciertos países (EE.UU., Canadá, España, etc.), el síndrome de burnout es muy importante, alcanzando cifras del 20 al 25%, aproximadamente; muy por encima de lo que ocurre en otras profesiones amenazadas también por el estrés. En este sentido se iniciaron en los EE.UU. los estudios sobre el síndrome de burnout.

Se ha definido este síndrome como «un cansancio emocional que lleva a una pérdida de motivación y eventualmente progresa hacia sentimientos de inadecuación y fracaso». Los diferentes investigadores han expresado su convicción de que el síndrome se encuentra muy relacionado con el estrés personal subsecuente a las relaciones laborales y características de los trabajos. Sus consecuencias se extienden desde el absentismo y los retrasos hasta diversas repercusiones en la salud de los afectados, depresión, cefaleas, polialgias, fatiga, trastornos digestivos diversos, etc. Asimismo, el malestar sugestivo se acompaña, por otra parte, con conflictos en la unidad, demandas de traslado, bajas por asuntos personales, bajas médicas, etc. De esta manera, se activa una imagen de sí mismo muy negativa («pesimismo defensivo»).

Por otra parte, la interpretación del paciente oncológico supone con frecuencia un estrés muy elevado debido al derrumbamiento de la autoestima y a la orientación de la agresividad ­muy frecuentemente­ sobre sí mismo. Emociones del paciente oncológico como el desaliento, la desesperanza y el desamparo dificultan enormemente la comunicación con el paciente y generan una tensión/estrés muy elevados. Por otro lado, las enfermeras se enfrentan a demandas físicas y emocionales de los pacientes frecuentemente revulsivas y provocadoras de reacciones de huida. Además, en los servicios de oncología, las enfermeras y también los médicos están diariamente confrontados al sufrimiento humano, a los moribundos y a la propia muerte.

Es necesario enfatizar que la muerte, por sí misma, es un factor bastante estresante, provocador de la angustia existencial, la única realidad de nuestro existir, la muerte del otro aparece como una amenaza del propio Yo y, por tanto, genera una importante angustia en el desempeño profesional. En el mismo sentido, se han detectado diversos efectos del ambiente laboral sobre estos profesionales sanitarios, tales como la carga del trabajo, la escasez de personal, la inexistencia de comunicación y apoyo, la ambigüedad del rol a cumplir, la baja autoestima y también la poca consideración profesional.

Estos componentes de la organización del trabajo se han relacionado de forma estadísticamente positiva con el desencadenamiento del síndrome burnout. Se ha comentado que los mayores determinantes del síndrome son: baja implicación laboral, escaso nivel de autonomía, indefinición de tareas, malestar físico, elevada presión en el trabajo, ausencia de apoyo en la supervisión y/o dirección, rutina y burocratización. La falta de soporte social, tanto dentro como fuera del trabajo, posibilita, por otra parte, la aparición e intensificación de este síndrome.

Por otra parte, mediante el intercambio, la comunicación, la compenetración entre los equipos, la solidaridad, la comprensión afectiva, etc., se puede amortiguar este síndrome, al tiempo que se produce una mejoría en la satisfacción profesional, así como una mayor sensación de realización personal. De ahí la plena justificación de crear grupos de apoyo (dinámica de grupos) con el fin de conseguir una evaluación de la continencia emocional, de la angustia y de la ansiedad.

En fin, los nuevos y vertiginosos cambios sociales que la propia sociedad está experimentando exigen una vigilancia, seguimiento y prevención del síndrome de burnout que puede atacar y extenderse como una mancha de aceite a nuestros médicos repercutiendo en su salud y, naturalmente, en la calidad del servicio. La puesta en marcha de grupos terapéuticos en profesionales especialmente vulnerables, como los oncólogos, es el mejor antídoto para neutralizar el síndrome de «estar quemado».

Por último, resulta evidente la necesidad de poner en funcionamiento programas diversos de profilaxis frente al estrés laboral. La formación de directores, mandos intermedios y del propio personal es urgente. Igualmente, el desarrollo de programas psicoterapéuticos individuales (afrontamiento del estrés laboral) o en grupo es absolutamente imprescindible. En fin, las exigencias modernas de calidad y de adaptación a las nuevas tecnologías imperantes exigen un cuidado y una protección integral de la salud psicológica del individuo si queremos alcanzar y proteger la satisfacción profesional del médico y la calidad de vida del paciente oncológico. Médicos y enfermeras que trabajan con pacientes oncológicos tienen que satisfacer la necesidad primaria más importante del paciente que es la comunicación. Con una buena comunicación, el paciente confía más en el tratamiento, se le llena de seguridad y de esperanza, y, sobre todo, se le evita la soledad, ese «aislamiento interior» que tanto angustia y deteriora psíquicamente al paciente. Pero para conseguir estos objetivos, médicos y enfermeras deberán estar inoculados contra este síndrome que amenaza su propia seguridad psicológica y les impide transmitir comprensión, calor humano y cariño.

 

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