«Vivir es conservar la capacidad de entusiasmo. Seguir vibrando por toda la vida que sientes a tu alrededor y participar de ella. Vivir es saberse vivo hasta el instante final. Los años sólo enriquecen. Desde la altura de mi edad, puedo sentir la vida con conocimientos nuevos, pero con los entusiasmos de siempre. Yo veo la vejez, como un enriquecimiento, como un acumular saberes y experiencias...».
Vicente Aleixandre
Introducción
El aumento de personas mayores constituye un fenómeno único en la historia de la humanidad, hasta el punto que caracteriza el inicio del siglo xxi. Lo realmente novedoso en la época contemporánea es la proporción de personas mayores respecto al total de la población que ha prolongado su esperanza de vida.
En España, las personas mayores de 65 años representaban en 1900 el 5,2%, incrementándose este porcentaje, según el Anuario del Instituto Nacional de Estadística (INE), hasta el 16,32% en el año 2000.
Pero el ser humano no debe ser únicamente definido por la cantidad de vida (longevidad), sino también por la calidad de la misma. Sin duda, la longevidad es un bien si va acompañada de calidad. Todos estaremos de acuerdo, en que lo realmente importante «no es dar años a la vida, sino vida a los años».
La situación en el Principado de Asturias no es una excepción, como así lo demuestran los datos recogidos del INE correspondientes al año 2000, que hablan de unas 221.534 personas mayores de 65 años, lo que supone el 20,48% de la población, de los cuales, alrededor de 40.000 son mayores de 80 años.
Históricamente, el cuidado de la persona mayor ha sido asumido por la familia y continúa siéndolo en la actualidad. En España, los datos son coincidentes con los expresados por Leseman y Martin, en el sentido de que el soporte al anciano es proporcionado en la mayoría de las ocasiones por la familia, en el ámbito de su domicilio. Sin embargo, los profundos cambios sociales que ha experimentado nuestra sociedad, y que no favorecen precisamente la permanencia en el hogar de las personas mayores («crisis del cuidado informal»), han hecho necesario el desarrollo del cuidado profesional del anciano.
Nadie duda de que es mucho mejor que las personas envejezcamos en el lugar donde hemos vivido; sin embargo, los hechos son demostrativos: en la actualidad disponemos de casi 165.000 plazas residenciales, lo cual supone apenas un 3% en relación con los más de 6 millones de españoles que hoy superan los 65 años.
En nuestra comunidad autónoma (Principado de Asturias) se encuentran registradas 6.473 plazas residenciales, distribuidas en 146 centros, lo cual representa un 2,92% de plazas por cada 100 personas mayores de 65 años, que no alcanza los objetivos del Plan Gerontológico (3,5%), ni mucho menos las estimaciones de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (4%).
Es claro que, pese a la obstinación de algunos, el medio residencial representa un recurso que, sin ser insustituible, sí es necesario. Es preciso destacar que el mundo residencial está experimentando importantes transformaciones y que, aunque queda mucho camino por recorrer, es un hecho evidente que a estos centros se han ido incorporando diferentes profesionales, con la consiguiente mejora en la calidad de atención. Pese a que, desafortunadamente, muchos de estos centros conservan un planteamiento típicamente hostelero y prestan una atención eminentemente social, es decir, siguen manteniendo los mismos criterios con los que nacieron en los años setenta, también es verdad que otros se han ido transformando de forma paulatina, o han nacido con otro planteamiento radicalmente diferente, donde como bien dice el Dr. Reuss: «el fiel de la balanza entre lo social y lo sanitario se equilibra». Sin ningún género de dudas, el modelo de atención debe tener en cuenta la doble vertiente, social y sanitaria.
En definitiva, debemos ser capaces de implantar en nuestras residencias una verdadera y eficaz atención sociosanitaria, desarrollando toda una batería de programas de intervención que vayan dando respuesta a las múltiples y variadas demandas de nuestra población. En este sentido, nos parece prioritario desarrollar un programa que establezca las acciones y los medios necesarios para conseguir una satisfactoria adaptación de la persona a su nuevo hábitat: el medio residencial. Es más, metafóricamente pensamos que todas las intervenciones que se pueden realizar podrían ser consideradas como «ríos que desembocan en el mar», en el mar de la adaptación.
Los pasos a seguir en cualquier plan de intervención pasan, en primer lugar, por planificar para, en segundo lugar, realizar, es decir, poner en práctica el plan establecido; en tercer lugar, será preciso comprobar o evaluar cómo está siendo implantado el programa (obtención de datos), para finalizar el ciclo en la toma de decisiones: se estudian los resultados y se estandarizan los avances establecidos. El presente trabajo se va a centrar exclusivamente en la planificación del programa. Es evidente que con posterioridad y tras la implantación del mismo, será necesario efectuar un estudio que evalúe los resultados obtenidos y nos permita la toma de decisiones.
Fundamentación
El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define el término «adaptación» como «la acción o defecto de adaptar o adaptarse». La palabra adaptar proviene del latín adaptare, que significa acomodarse, avenirse a diversas circunstancias o condiciones. Como atinadamente señala Ballesteros, los seres humanos tenemos la capacidad de adaptarnos a diversas circunstancias a lo largo de nuestras vidas. Es a partir de los trabajos de Goffman (1961, 1972) y Foucault (1964) cuando se empieza a tener en cuenta los traumas que puede ocasionar el ingreso en una institución.
Es indudable que el traslado a una residencia es un hecho traumático para la mayoría de las personas mayores. Dichos efectos comienzan incluso antes del ingreso en el centro (Tobin, 1989). El desarraigo y la ruptura social hacen que sea éste un fenómeno altamente estresante. La pérdida de su medio habitual y del control sobre su existencia, hacen que la persona deje de sentirse protagonista de su propia vida. Se diluye el sentimiento de utilidad, resquebrajándose la autoimagen del anciano y dando lugar a múltiples enfermedades.
Es, pues, evidente que el proceso de ingreso en una residencia es una etapa de riesgo que hace de la persona mayor un ser más vulnerable. Teniendo en cuenta la gran importancia que este acontecimiento tiene en el futuro devenir de la persona, es preciso que los centros residenciales dispongan de un programa de adaptación que, una vez analizados los factores determinantes del impacto que la residencia va a producir sobre la persona y su familia, ponga en marcha toda una serie de mecanismos, con el objetivo de lograr que el nuevo residente se integre lo más rápidamente posible a su nuevo medio. Se trata, en definitiva, de implantar las estrategias más efectivas para mitigar los efectos psicopatológicos de la institucionalización, tan negativos para la salud y el bienestar del anciano que, generalmente, siempre se presentan (Bourestom y Pastalan, 1981).
Desde nuestra perspectiva, este programa debe tener en cuenta tres premisas fundamentales: a) el envejecimiento, como todo lo humano, siempre lleva el sello de lo singular, de lo único, de lo individual; b) el proceso de adaptación es un continuum que debe iniciarse antes del ingreso y que finaliza cuando la persona abandona el centro, y c) los tres pilares sobre los que deberemos intervenir serán la persona mayor, la familia y la residencia.
Análisis de las necesidades
El primer paso en cualquier plan de intervención consiste en realizar un análisis de las necesidades, es decir, se define el problema en una población determinada o población «diana». Según Nadeau (1981), el término «necesidad» expresa una falta, una carencia, una deficiencia para alcanzar la situación deseada. Pues bien, para poder intervenir, conocer la realidad de la que se parte, será una premisa fundamental. Lo que se pretende es recopilar la mayor información posible de la realidad social sobre la que pretendemos intervenir. Cuando se estudia la realidad de un grupo social determinado, es evidente que existen necesidades comunes a todos los individuos; pero no debemos olvidar jamás que el ser humano es singular en sí mismo: «no todas las personas con los mismos problemas tienen las mismas necesidades». Por ello, al programar se deben establecer las necesidades específicas de cada individuo. Indiscutiblemente, el planteamiento individualizado de la atención se fundamenta en la evaluación global de las necesidades y de los recursos individuales.
Según Coté y Pilon (1989), se debe identificar primero el nivel de funcionamiento deseado, es decir, los conocimientos y actitudes que debe desarrollar una persona para vivir en un medio determinado. Una vez establecido este nivel, será preciso conocer el nivel de funcionamiento actual, o lo que es lo mismo, hasta qué punto la persona responde a las exigencias del medio. Para poder discriminar las necesidades en una población institucionalizada, nos podemos servir de diferentes fuentes de información.
Así, podemos citar básicamente las siguientes:
El residente (la persona mayor institucionalizada): preguntándole, si es capaz de expresarse, sobre lo que puede hacer, lo que le gustaría hacer...
La familia y otras personas cercanas a él.
La observación del comportamiento de la persona en situaciones habituales.
Los datos obtenidos de la valoración geriátrica integral.
Para verificar cuáles son las necesidades que deben ser satisfechas, sigue teniendo vigencia el modelo jerárquico multidimensional, que Maslow desarrolló en el año 1936. El autor describe cinco necesidades básicas, cada una de las cuales prevalece sobre la satisfacción de todas las que le siguen; así diferencia: fisiológicas y psíquicas elementales, de seguridad, de afecto e identificación, de ser estimados y de autorrealización.
Más recientemente, Jenkins y Felce (1990) proponen la siguiente clasificación, cuando se trata de evaluar las necesidades:
Necesidades de servicios mayores. Se refiere al medio en el que se desarrolla la vida de la persona.
Prioridades de aprendizaje: autonomía personal, tareas domésticas, habilidades para la vida en la comunidad, comunicación, problemas de conducta, relaciones personales, tiempo libre y, por último, desarrollo físico.
Oportunidades para mejorar la vida: salud, aspecto físico y coordinación de movimientos y actividades adicionales o cambios recomendados.
Pues bien, en nuestro programa, el análisis de la realidad toma en consideración la propuesta de Cabanas y Chacón (1997), que consideran que en la evaluación de las necesidades es necesario tener en cuenta tanto las percepciones y demandas de nuestros residentes como la normativa definida por los expertos. En conclusión, atendiendo a estos criterios que están basados en la propuesta metodológica de Bradshaw (1972), trataremos de diferenciar tres tipos diferentes de necesidades:
Necesidades normativas. Las que son definidas por un experto o grupo de expertos y son expresadas en estándares establecidos, es decir, aquellos requisitos que se consideran esenciales para ofrecer una buena asistencia o, lo que es lo mismo, el punto que delimita la calidad aceptable de la inadmisible.
Necesidades percibidas. Se fundamentan en las opiniones de la persona y de su familia. El análisis de este tipo de necesidades es puramente subjetivo y depende, en gran medida, de la información que disponga la persona mayor sobre sus problemas y los recursos disponibles.
Necesidades expresadas. La información se obtiene a partir de la observación del comportamiento de la persona.
Cuando analizamos las necesidades en una población residencial, es condición sine qua non tener en cuenta la dimensión percibida o, si se prefiere, subjetiva de nuestros residentes, en relación con sus deseos, aspiraciones y expectativas.
En la bibliografía, al estimar las necesidades subjetivas se hace una clara diferenciación entre la «percepción global» que tenga la persona, de la medida en la que se ven satisfechas sus necesidades (Andrews y Withney, 1976) y la «percepción puntual» de aspectos concretos que afecten a esa satisfacción. Para poder, de alguna manera, mensurar la percepción global, diferentes autores consideran como prioritarios los siguientes criterios: autorrealización, felicidad, bienestar, estado de ánimo y satisfacción; esta última es la más frecuentemente evaluada. En cuanto a la evaluación puntual, cabe considerar que cualquier componente puede ser tenido en cuenta por la persona, para valorar si sus necesidades están o no satisfechas.
Según Montorio (1994), la primera herramienta para estudiar el bienestar subjetivo de los residentes fue el Inventario de actividades de Caran, Burgess, Havinghurst y Goldhamen (194)). En la actualidad las escalas de evaluación del bienestar subjetivo más utilizadas son:
Escalas que evalúan la percepción de satisfacción:
El índice de satisfacción con la vida «Life Satisfaction Index, LSI» (Neugarten, Havighurst y Tobin ,1961).
La escala de satisfacción de Filadelfia «Philadelphia Geriatric Center Movale Scale, PGC» (Lawton, 1972). Recientemente, la Escala de satisfacción de Filadelfia (versión de 17 ítemes) ha sido adaptada al castellano en una muestra de 100 ancianos institucionalizados (Montorio, 1990).
Escalas destinadas a evaluar la percepción puntual de la satisfacción:
Cuestionario de satisfacción (CS) (Fernández Ballesteros, 1995).
Escala de valoración de aspectos generales de la atención residencial (EV) (Sanzo, 1985).
Listado de necesidades (LN) del SERA. Valora «quejas» (mejoras que se solicitan) en vez de satisfacción.
Contenidos de la satisfacción-insatisfacción:
Los estudios sociológicos demuestran que los sentimientos de desarraigo familiar del entorno de procedencia son las principales causas de infelicidad.
La soledad percibida es el componente esencial de los estados de ánimo depresivos en las residencias.
En otro sentido, es preciso considerar la existencia de factores «inevitables» que dificultan, per se, dar respuesta a las necesidades planteadas; así, Luque (1994) señala: las necesidades siempre serán superiores a los recursos; cualquier análisis implica juicios de valor; los servicios y sus costes no son nunca estáticos; las mejoras futuras provendrán, sobre todo, de prácticas mejores y más productivas.
Así pues, el desarrollo de nuestro programa de adaptación exige como paso previo un análisis exhaustivo de las necesidades. Para ello, disponemos en la actualidad de herramientas suficientes que nos deben permitir contemplar el mayor número de dimensiones de la realidad sobre la que queremos intervenir. McKillip (1987) señala que la mejor manera de conseguir dimensionar el problema es obtener información del mayor número posible de los tipos de necesidades mencionadas.
Objetivos
Atendiendo a las consideraciones dictadas por Fernández Ballesteros (1994), diferenciamos dos grandes grupos de objetivos:
Objetivo instrumental. Desarrollar un programa de adaptación al medio residencial que consiga la más rápida integración del nuevo residente al centro.
Objetivos de resultados. Abarcan los siguientes aspectos:
Transformar el modelo de atención sobre la base de los preceptos gerontológicos, con la finalidad de que los residentes desarrollen una vida lo más independiente y autónoma posible.
Fortalecer el trabajo en equipo: trabajo interdisciplinario.
Convertir la residencia en un centro de formación e investigación permanente.
Crear mecanismos de participación activa para los residentes, sus familiares y los profesionales.
Mejorar los mecanismos de comunicación interna.
Desarrollar un modelo de técnicas de relación.
Implantar un plan de atención individualizada.
Evaluación previa
Una vez definidas las necesidades y establecidos los objetivos, el siguiente paso consiste en desarrollar todas las acciones y los medios necesarios para la resolución del problema. Con objeto de sistematizar el abordaje de un problema tan complejo, y que requiere de tantas y variadas intervenciones, agruparemos los aspectos más importantes detectados en tres niveles fundamentales de actuación: institucional, social o relacional e interaccional.
Nivel institucional
Existe un acuerdo general en que es preciso examinar la influencia del entorno o medio físico de las residencias (Maslow, 1994). Esta idea, de la que también nosotros somos partícipes, considera que las influencias del medio en el que se desenvuelve la persona son cruciales para comprender su conducta y bienestar. Erving Goffman (1961), en su trabajo sobre «internados», introduce el concepto de institución total. El autor la define como «aquel centro en el que el individuo es desposeído de su yo». «En la institución», continúa Goffman, «la persona pierde su identidad y se sumerge en un proceso de resocialización, en el que el individuo se ve forzado a desarrollar pautas de conducta que poco tienen que ver con su personalidad previa». Dos son las características intrínsecas de las instituciones totales de Goffman, o instituciones de internados de Foucault: el tiempo y el espacio. En ellas se distinguen dos grupos de población que, aunque comparten un mismo lugar geográfico (la institución), unos habitan en él las 24 h del día, compartiendo una rutina diaria (internados), mientras que los otros permanecen en ese mismo lugar, pero únicamente algunas horas del día y son los que organizan y controlan esa rutina (personal).
En definitiva, las exigencias del contexto institucional harán que la persona ponga en marcha diferentes formas de «adaptación» que originarán toda una serie de procesos regresivos que reforzarán la dependencia del individuo frente a la institución. Según Goffman, estos mecanismos de adaptación se podrían resumir en ensimismamiento, agresión, integración y sumisión. Estos trabajos evidencian que las residencias son organizaciones que no sólo asisten, sino que también controlan y/o regulan las actividades diarias de los residentes.
En el momento actual, no existe consenso sobre el modelo conceptual que se debe utilizar en relación con el análisis del medio, así como tampoco sobre los indicadores más significativos que se deben utilizar (George y Maddox, 1989). Entre los múltiples estudios sociológicos que desde una perspectiva microsocial abordan los impactos del cuidado institucional, nos decidimos a destacar el trabajo de Pia Barenys (1993). Este autor menciona dos dimensiones principales a la hora de definir las residencias como instituciones totales: en primer lugar, el grado de internamiento o frecuencia de intensidad o intercambios con el mundo exterior; en segundo lugar, el nivel de reglamentación o pérdida de control personal de los residentes según su condición. En relación con esta visión, nos parecen de gran utilidad las aportaciones de Eva y Boaz Kahana (1982), que prestan gran importancia a la congruencia entre la persona y el medio con el que interacciona (person environment fit). Este modelo de análisis estudia las interacciones entre los residentes, las familias y los profesionales. En él se propone la adecuación del medio a las necesidades de los residentes.
Otro de los esquemas conceptuales utilizados es el modelo social desarrollado por Kane y Kane (1978), que plantea como prioritarios el logro de la promoción de la autonomía personal y la conquista de un ambiente familiar. Es decir, se enfatizan los aspectos sociales, familiares e individuales, más que los médicos y/o institucionales. Las personas mayores son consideradas como residentes y no como pacientes en la institución. También es preciso destacar el trabajo de conceptualización y medición del medio ambiente realizado por Moos et al (1979, 1984), que desarrollan la Escala Multiphasic Environmental Assessment Procedure, con el fin de conocer la percepción de los residentes y profesionales sobre la calidad del medio o entorno institucional. Otro modelo es el expuesto por Lawton (1989), sobre la presión del medio. Lawton matiza que la mayor sensibilidad a las demandas del medio provoca la aparición de enfermedades crónicas. Sin duda, la conclusión a la que llega el investigador nos parece de trascendental importancia ya que, como es sabido, en la población residencial la enfermedad crónica se hace «omnipresente»; atinadamente, no podría ser de otra manera, es definida por Laín Entralgo como «aquella que por su duración necesariamente se incorpora al vivir habitual de quien la padece, hasta hacerse uno de sus componentes ineludibles, con lo que el enfermo se ve obligado a contar con ella en la tarea de proyectar y hacer su vida».
Las mejores evidencias científicas postulan tres factores de forma inexcusable para poder reconocer la calidad del cuidado institucional y, por ende, las actuaciones que serían precisas para poder implantar los mecanismos necesarios para favorecer la adaptación: los relacionados con el diseño del medio ambiente, los que se relacionan con los profesionales del centro y los que corresponden a la estructura institucional.
Nivel relacional
Se analiza la relación entre el bienestar psicosocial de los residentes y la calidad de sus relaciones personales con los profesionales del centro, con otros residentes, amigos y familiares (Noelker y Harel, 1978). Las variables consideradas de interés se miden con indicadores sobre la participación de los residentes y sus familiares en las actividades de la residencia.
La importancia que el papel familiar adquiere en la residencia, aunque suficientemente constatada, no siempre es valorada de forma adecuada en el seno de la institución. En no pocas ocasiones la «idiosincrasia» institucional hace que los profesionales que trabajamos en estos centros señalemos a la familia con el «dedo acusador», en el sentido de que vulnera de alguna manera nuestra profesionalidad. Son considerados, con demasiada frecuencia, como «espías» y «controladores» de nuestra actividad y praxis clínica habitual. Esta consideración tiene efectos perniciosos para asegurar un nivel de comunicación, motivación y autoestima aceptables para el bienestar físico y emocional del anciano.
En efecto, el estudio de Rhonda Montgomery (1982) nos indica que cuando los familiares participan en las actividades y programas del centro, los resultados son claramente positivos, con un mayor grado de satisfacción por parte de las familias. Por tanto, es evidente que frente a la actitud de rechazo hacia la familia se debe contraponer una postura integradora, ya que su participación no debe ser considerada una carga sino un recurso, un beneficio para la calidad asistencial. Esta forma de pensar y de hacer las cosas nos ayudará a conseguir la plena adaptación no sólo del residente, sino también de su familia.
Cuando desde el ámbito residencial emprendemos el análisis de las relaciones interpersonales debemos partir de la certeza de que el estado de cada residente no puede ser considerado una cuestión de casualidad, sino que cada persona es destinataria de una trayectoria singular, cuya identidad se ha configurado a través de una multitud de relaciones y momentos compartidos. Atendiendo a estas cuestiones, es prioritario tener muy en cuenta su red social y familiar, su formación y actividad ocupacional previa, así como su manera de afrontar la vida antes del ingreso en el centro. Si no lo hiciéramos así, correríamos el riesgo de incrementar los impactos negativos de la vida en la institución.
Por otra parte, en la bibliografía consultada encontramos dos enfoques diferentes al examinar el papel que los familiares y profesionales deben desempeñar en el contexto residencial. Por una parte, el patrón diferenciador entre cuidador formal (profesional) y el informal (familiar), elaborado por Litwak (1985, 1990) estos últimos, «enfermos silentes» en la terminología de Flórez Lozano (2001). En segundo lugar, Duncan y Morgan (1994) proponen un enfoque alternativo, en el sentido de que las tareas asistenciales sean compartidas y continuadas entre familiares y profesionales. En este modelo, los profesionales realizan no sólo tareas de tipo técnico, sino que también asisten en los aspectos sociales y emocionales de los residentes. Los profesionales han de reconocer y aceptar el caudal de experiencia que los cuidadores familiares poseen en relación con el cuidado que otorgan a su familiar antes de la institucionalización (Flórez Lozano, 2001).
No cabe ninguna duda de que para que los centros residenciales de personas mayores puedan ofrecer una asistencia de calidad, los profesionales que en ellos trabajan deben disponer de todos los conocimientos científicos y técnicos necesarios; pero a esta cualificación científica deberemos unir la calidad humana en la atención (Flórez Lozano, 2000). En este sentido, y según nuestra propia experiencia, los profesionales en la institución deben estar dotados de:
Una adecuada capacitación científico-técnica.
Una especial sensibilidad. La persona debe ser considerada como un conjunto de organismo físico y experiencia psicosocial. Sin duda, el factor humano es el protagonista de una residencia que funcione bien.
Actitud de cercanía, también hacia la familia. Si somos capaces de «dinamitar» ese muro a veces insalvable, por nuestros miedos y temores, que de alguna manera dan a entender una posición «clandestina» que nos separa de la familia, no sólo favoreceremos su integración en la residencia, sino que también nos beneficiaremos de las experiencias acumuladas, en ocasiones durante años, en el cuidado de nuestro residente.
Sin restar un ápice de importancia a la diversidad de servicios prestados en la institución, lo más valorado por los residentes y sus famialires es el modo de desempeñar las tareas asistenciales.
Nivel interaccional
El nivel interaccional abarca los factores que corresponden a las interacciones que se producen entre los residentes, los profesionales del centro, los amigos y los familiares. Es el nivel básico donde se producen y se establecen relaciones constructivas o positivas (Naussbaum, 1991). Se señalan como indicadores fundamentales a este nivel las pautas de comunicación y los estilos de resolución de conflictos. Kemper (1994) hace referencia a que la existencia de estereotipos negativos sobre las personas mayores puede influir para que éstas reciban un trato discriminatorio. De esta manera, el lenguaje y la conducta discriminatorios en el cuidado institucional son variables que se deben considerar para reforzar la calidad de la asistencia residencial. De ello se deriva que la residencia debe ser capaz de contagiar una atmósfera de colaboración y de entendimiento, no sólo con los residentes, sino también con sus familiares y amigos (Flórez Lozano, 1999).
Las investigaciones realizadas denotan que, por regla general, las pautas de comunicación entre los residentes y los profesionales son muy negativas (Flórez Lozano, 1999). Siguiendo estos mismos derroteros, nos parece interesante citar el estudio de Pillemen y Hudson (1993), que señala que el 51% de los auxiliares de clínica tuvo un episodio de enfado (gritado a un residente) durante el mes anterior. Lo que la bibliografía nos propone, para alcanzar patrones de comunicación positivos, es la adquisición de destrezas técnicas y de habilidades para la resolución de conflictos (Pray, 1993).
En la misma dirección, Hocker y Wilmot (1995) definen el estilo de resolución de conflictos, como el «conjunto de conductas que los individuos utilizan en estas situaciones». Se trata de resolver estas situaciones, eligiendo las estrategias y tácticas adecuadas. Según Putnam y Wilson (1982), se reconocen al menos tres estilos de resolución de conflictos:
Actitud «controladora», que se caracteriza por una conducta agresiva y no cooperadora.
Actitud de «no confrontación», que utiliza conductas de evasión o estrategias indirectas.
Actitud «cooperadora», que se traduce en cooperación mutua y preocupación por la relación personal.
El concepto es que cada uno de estos estilos puede ser idóneo en la resolución de diferentes situaciones. Desde nuestro punto de vista, compartimos tan sólo en parte las ideas erigidas por Putnam y Wilson ya que, como principio, desestimamos el primero de ellos.
En cuanto a la actitud de no confrontación, resulta evidente que debe ser tenida en cuenta en «determinadas» circunstancias y con residentes específicos, como pueden ser aquellos con deterioro cognitivo «moderado-grave»; pero, aun en estos casos, este estilo de resolución de conflictos debe complementarse con una actitud de colaboración y cercanía. Esta última es la posición más reforzante, ya que intenta salvaguardar la dignidad de las dos partes. En conclusión, las interacciones entre residentes, profesionales y familiares contribuyen de forma significativa en el nivel de calidad asistencial (Duncan y Morgan, 1994).
Desarrollo
Como ya hemos comentado, las secuelas de la institucionalización tienen una elevada prevalencia entre los residentes (Flórez Lozano, 1999). Aunque los efectos negativos del traslado es más probable que aparezcan en los primeros meses de estancia, también pueden manifestarse en cualquier otra época posterior. Según esta consideración, no podemos estar de acuerdo con aquellos que establecen el período de adaptación y las estrategias para lograr el acomodamiento del nuevo residente al centro, durante un espacio de tiempo determinado. En concordancia con otros autores, consideramos que este proceso debe prolongarse a lo largo de todo el tiempo de permanencia. En este sentido, nuestro programa de adaptación va a diferenciar tres etapas fundamentales: preingreso, ingreso y seguimiento.
Cuando se aborda un programa, se hace imprescindible desarrollar una metodología de trabajo que sea capaz de establecer una serie de pasos, que con un orden lógico consigan que nuestro trabajo sea riguroso. Este hecho cobra especial importancia cuando se aborda un problema tan difícil, debido a su multidimensionalidad, como es el Programa de Adaptación al Medio Residencial. Pues bien, cuando nos decidimos a intervenir, debemos diferenciar dos componentes fundamentales: la planificación y la evaluación. Como describe Fernández Ballesteros: «la planificación y evaluación son requisitos imprescindibles y cautelas necesarias, ya que son medidores del trabajo interventivo riguroso».
Al planificar, estamos decidiendo lo que queremos conseguir y cómo vamos a lograrlo. Es decir, se trata de conocer anticipadamente lo que hay que hacer. Como propuesta metodológica para la planificación, utilizamos el Modelo de las Nueve Cuestiones. Este modelo se basa en la aplicación de la clásica batería de cuestiones: por qué, qué, para qué, a quién, cómo, cuándo, dónde, con quién y con qué. Se trata de ir dando respuesta ordenadamente a estas preguntas, de una forma paralela al desarrollo del proceso:
¿Por qué se va a hacer? Se define el origen y fundamentación de la acción, en función del análisis efectuado previamente y la consecuente identificación de necesidades.
¿Qué se va a hacer? Se define la naturaleza del proyecto y se da nombre a la acción elegida.
¿Para qué se va a hacer? Cuáles van a ser los objetivos que se pretenden alcanzar con la acción que se va a emprender.
¿A quién se dirige la acción? Se determinan cuáles van a ser los destinatarios de la acción.
¿Cómo se va a hacer? Se deciden las actividades a realizar y la organización para llevarlas a cabo.
¿Cuándo se va a hacer? Se determina cuándo se va a realizar cada actividad, en qué momento ha de resolverse cada tarea, etc.; en definitiva, se establece la frecuencia, la periodicidad y la secuencia del proceso sobre el que se quiere actuar.
¿Dónde se va a hacer? Se concreta el ámbito de alcance.
¿Con quién se cuenta? Se tiene en cuenta los recursos humanos disponibles, se determina la relación entre ellos y se distribuyen responsabilidades.
¿Con qué se va a realizar? Se consideran los recursos materiales y económicos. Se establecen los que son necesarios y de los que se dispone.
Preingreso
«Primera toma de contacto»
Por qué
Como ya hemos citado, los efectos derivados de la institucionalización comienzan antes del ingreso. En la práctica mayoría de las ocasiones, en este primer encuentro no está presente la persona: «la persona no es partícipe de su futuro». Según nuestros datos, en el 95% de los casos esta primera toma de contacto la establece la familia; un 4% se realiza mediante un «intermediario», que es el trabajador social del Ayuntamiento, y únicamente en el 1% es la propia persona mayor quien establece la primera comunicación con la residencia.
Qué
Se desarrollará un plan de actuación que estructure adecuadamente el proceso de admisión.
Para qué
La finalidad es dar a conocer al futuro residente y/o a su familia una amplia información sobre las características y la forma de vida en nuestra residencia, además de conocer las expectativas de la persona y de su entorno más cercano. Los objetivos se pueden resumir en:
Recibimiento cordial.
Atención personalizada y empática.
Ofrecer información completa y fidedigna de los servicios que se prestan y de los requisitos necesarios.
Recopilar el mayor número de datos posible que la persona y/o la familia puedan facilitar.
Resolver todas las dudas que puedan surgir.
A quién
Los destinatarios del plan no pueden ser otros que el futuro residente y su familia.
Cómo
La primera reunión es muy importante que se realice en la residencia. De esta manera, la persona mayor establece una primera toma de contacto con el que va a ser su hogar durante un tiempo más o menos prolongado. El recibimiento ha de ser cordial, amable y respetuoso. El saludo debe ser inmediato. Sonreír, establecer contacto visual y prestar atención son poderosos medios de comunicación. Las primeras impresiones son muy importantes. Es indudable que una actitud empática desde el primer momento va a mitigar, en gran medida, el recelo con el que la persona y su familia acuden al centro. Este primer intercambio de información tendrá lugar en una sala perfectamente acondicionada (despacho de dirección). Se explicará de forma general cuál es el funcionamiento de la residencia, los servicios que se prestan y los requisitos necesarios para el ingreso. Se resolverán diligentemente todas las dudas que el futuro residente y su familia nos puedan plantear. Por otra parte, trataremos de recopilar el mayor número de datos posibles, con objeto de poder preparar adecuadamente el ingreso de la persona mayor en la residencia.
Será preciso disponer de un «libro de acogida», en el que se haga relación de las diferentes dependencias del centro (con fotografías de las mismas), así como de los servicios disponibles. Se entregará también un documento (dosier de calidad), donde se especifique la filosofía por la que se rige la institución y los diferentes programas de intervención, así como el reglamento de régimen interno. Aunque la persona mayor es el «protagonista» principal, en este primer encuentro remarcaremos la importancia que tiene la familia en la residencia. Intentaremos determinar el grado de implicación familiar y seremos lo suficientemente diáfanos a la hora de hacer entender a la familia la trascendencia de su participación. Con posterioridad, se mostrarán las instalaciones sin exclusión. Nos despediremos afectuosamente, acompañándoles hasta la salida del centro.
Cuándo
Con anterioridad al ingreso de la persona mayor en la residencia. Será preciso programar una fecha de encuentro. Sin embargo, nuestra experiencia nos dice que en un porcentaje nada desdeñable de casos, por diferentes motivos, este primer contacto no puede realizarse. Cuando esta circunstancia no deseable se produce, la alternativa es desarrollar todas las actividades mencionadas el mismo día del ingreso.
Dónde
Sin lugar a dudas, en la residencia o el centro institucional. En la residencia, no obstante, debemos considerar la opción de acudir al domicilio ante la más mínima sugerencia por parte de la persona mayor y/o su familia.
Con quién
Será el director del centro, o gerontólogos especialmente adiestrados, quienes realicen esta función.
Con qué
En la fase de preingreso, se requerirán los siguientes recursos materiales: libro de acogida, dosier de calidad y reglamento de régimen interno.
Al analizar la realidad de esta etapa del programa (preingreso), hemos detectado las siguientes necesidades: los datos recogidos son insuficientes para una adecuada planificación del ingreso; ausencia de un reglamento de régimen interno; inexistencia de un modelo formal de transmisión de la información al equipo.
Ante las carencias detectadas, las acciones que planteamos para tratar de resolverlas son: elaborar una «hoja de recogida de datos» que nos proporcione la información necesaria para adecuar el entorno a las demandas y necesidades del nuevo residente; confeccionar un reglamento de régimen interno; la dirección del centro organizará una reunión para comunicar al equipo interdisciplinario las características básicas del futuro residente.
Hasta aquí las características esenciales de esta primera parte, que desarrollaremos en su totalidad en una segunda parte de nuestro trabajo y que será de próxima publicación.