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Vol. 39. Núm. 2.
Páginas 47-48 (enero 2002)
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Reflexiones sobre el maltrato a la mujer
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José Antonio Flórez Lozanoa
a Catedrático de Ciencias de la Conducta. Departamento de Medicina. Universidad de Oviedo.
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Asistimos en los últimos tiempos a una serie de conductas agresivas y criminales frente a la mujer ­en el marco de su pareja­ que se producen en cascada y que, además, parece constituir solamente la punta del iceberg. Nos llama poderosamente la atención que este tipo de conductas pueda exhibirse en los albores del siglo XXI, en pleno desarrollo cultural, científico, económico y tecnológico. Las respuestas en estas últimas semanas han sido múltiples, y las propuestas de soluciones que se barajan, también. Así, por ejemplo, se habla de que se ha de tomar medidas urgentes para que se dé un cambio profundo en la sociedad, se sugiere erradicar la cultura de la violencia, se propone también la creación de casas de acogida, se critica la actitud de jueces, gobernantes, etc. Sin embargo, el problema de la violencia y de la agresividad es de una gran complejidad y su prevención y tratamiento exigen planteamientos científicos y terapéuticos serios y rigurosos.

En principio, los medios de comunicación recogen de forma sensacionalista palizas, magulladuras, quemaduras, mordeduras, hematomas, contusiones, fracturas, traumatismos y crímenes horrendos que sufre la mujer de forma despiadada ante la indiferencia de la propia sociedad. Recientemente, veíamos como una mujer era rociada con gasolina y quemada viva. Pero la agresión, además del ataque físico, implica otra serie de acciones verbales o actitudinales (insultos, amenazas, actitudes humillantes o despreciativas, expresiones de hostilidad o de indiferencia) que son capaces de minar la «autoestima» y el psiquismo global de la mujer, llegando a producirle alteraciones psicosomáticas diversas (cefaleas, dolores lumbares, problemas gastrointestinales, dermatológicos) y perturbaciones psicoafectivas (distimias, depresiones). Asimismo, la mujer sufre frecuentemente las secuelas psicopatológicas de ese maltrato emocional crónico, caracterizado por una hostilidad verbal continua (burla, desprecio, hipercrítica, amenaza de abandono) y por un bloqueo constante de las iniciativas de interacción social y desarrollo psicosocial de la mujer (encierro, confinamiento).

Naturalmente, estos comportamientos no siempre salen a la luz pública, sino que permanecen en lo más recóndito de la familia, y las explosiones de cólera y agresividad alcanzan también a los niños, produciéndoles igualmente graves perturbaciones psicopatológicas que interfieren peligrosamente el desarrollo equilibrado de su personalidad. Obviamente, tenemos que tratar de estudiar estos comportamientos si queremos desarrollar programas terapéuticos eficaces. Como se sabe, la agresividad humana es tan antigua como el mismo hombre; los restos fósiles más antiguos encontrados en África oriental y austral ponen de manifiesto que los cráneos hallados (una buena parte de ellos) fueron objeto de muerte violenta por otros protohombres. Si hacemos una somera revisión de nuestro comportamiento, podemos observar que la tendencia agresiva humana no es menor que la propensión a la sociabilidad y a la afiliación. El hombre es un ser gregario, necesita de los demás, pero también es fortísima la tendencia a la rotura, al aniquilamiento, al castigo y destrucción en contra de otros miembros de su misma especie.

Desde la perspectiva de Sigmund Freud, la agresividad es uno de tantos instintos inaprendidos por el hombre. «Adoptaré ­decía Freud­ el punto de vista de que la tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano.» Prácticamente esta misma postura ha sido defendida por ciertos etólogos encabezados por el prestigioso profesor Konrad Lorenz. Pero, obviamente, el hombre está muy por encima de las puras reacciones instintivas y fixistas de los animales y sus respuestas de conducta a las pulsiones no son fijas sino culturalmente muy variadas. Finalmente, sin ánimo de agotar todas las posibilidades, otras corrientes sugieren que la agresividad humana es, sobre todo, un subproducto de aprendizaje sociocultural.

Culturalmente, sabemos que los prejuicios, estereotipos y conductas negativas que se han desarrollado históricamente contra la mujer (discriminación sexual) han influido en la proyección de esta agresividad sobre la mujer. La agresividad del varón responde también a esa concepción «fálico-narcisista» que permite en el hombre el exhibicionismo omnipotente, arrogante e independiente junto a una agresividad insultante. Desde el punto de vista cultural, la mujer como servidora del hombre es un concepto que sigue siendo una de las principales características del sistema de valores de la cultura judeocristiana, todavía vigente en nuestros días.

Pero, además, los aspectos laborales y familiares pueden ser inductores de la agresividad. Los problemas económicos, la jubilación, la insatisfacción profesional, el estrés familiar, etc., producen muchas veces una intensa frustración que desborda las posibilidades de adaptación del ser humano. Al mismo tiempo, se ha evidenciado una serie de variables que se relacionan de manera insistente con los malos tratos a las mujeres, tales como presencia de alcoholismo y toxicomanías, sentimiento de infelicidad, inadecuación y baja autoestima, falta de apoyo social y presencia de sintomatología depresiva, ansiedad y quejas subjetivas de malestar físico y psíquico. Una vez más, en la sociedad actual, la mujer en algunas parejas (especialmente en familias cerradas, disfuncionales y/o marginales) se convierte en el blanco de las hostilidades del varón.

La complejidad de la agresividad se deduce de las influencias determinantes en esta conducta de maltrato y se centran básicamente en tres planos: el genético, el nervioso y el bioquímico. Por ejemplo, la importancia del alcohol como mecanismo disparador de la agresividad se deriva del hecho de que las personas embriagadas cometen el 65% de los asesinatos, el 88% de las agresiones con cuchillos, el 65% de los episodios en que la mujer soporta los golpes de su marido o compañero y el 55% de los abusos físicos de los niños. El consumo de alcohol, por otra parte, disminuye la autoconciencia y el poder inhibitorio del control de «sí mismo» y, por ello, se facilita la aparición de los delitos de carácter violento que en los EE.UU. se cobran anualmente más de 100.000 vidas. Al lado del consumo del alcohol, otras drogas (anfetaminas, alucinógenos, etc.) potencian los sentimientos de hostilidad e irritabilidad que se pueden proyectar finalmente sobre la mujer.

La violencia, por otra parte, es una moneda de cambio en la sociedad actual. Los datos suministrados por los medios de comunicación, muestran que la violencia (guerras, asesinatos, atentados, disparos) está continuamente presente en la televisión y ello tiene efectos excitatorios en algunos individuos especialmente predispuestos (sujetos con episodios recurrentes de pérdida del control de los impulsos agresivos, individuos con antecedentes de violencia física, sujetos con vivencias afectivas negativas, alcoholismo, algunos traumatismos craneoencefálicos, etc.). En fin, los problemas biológicos unidos a los psicosociales del propio individuo (educación, cultura, inteligencia, capacidad de adaptación al medio, satisfacción laboral y matrimonial), junto a la influencia de los medios de comunicación y de la dinámica social actual (soledad, falta de comunicación, hedonismo, civilización del placer y del éxito, etc.) determinan una jungla de factores muy diversos que precipitan y facilitan la agresividad. El consumismo como fin último de la existencia humana ha sustituido en muchas familias el calor del afecto y de la comunicación, originando en el terreno de las relaciones humanas una disminución de la tolerancia a la frustración y, en consecuencia, una mayor agresividad.

La respuesta a este fenómeno tan complejo radica en programas de intervención psicoterapéutica y modelos de terapia familiar desarrollados por equipos interdisciplinarios (médicos, psicólogos, enfermeras, trabajadores sociales, etc.), que son capaces de detectar, prevenir y tratar a familias o parejas de riesgo con el fin de neutralizar los comportamientos agresivos y sustituirlos por otros modos de interacción social, comunicación afectiva, control emocional, superación de actitudes negativas frente a la mujer, etc. Estos modelos terapéuticos a medio y largo plazo se han mostrado eficaces en otros países con resultados esperanzadores en la lucha contra el maltrato de la mujer. ¿Podremos poner en marcha este tipo de programas? De ello dependerá, en gran parte, la superación de la violencia física y psíquica contra la mujer.

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