El diseño de un ensayo clínico exige que el protocolo incluya el cálculo del tamaño de la muestra, es decir, el número de pacientes que está previsto incluir. Este número depende de la magnitud de la diferencia que se pretende encontrar y del riesgo de error que el investigador está dispuesto a asumir. Cuanto más pequeña es la diferencia que se busca y menor el error que se considera aceptable, mayor es el número de pacientes que se deben incluir. Pero puede suceder que el tamaño de la muestra calculado no sea accesible en la práctica. Este es un fenómeno frecuente en ensayos con enfermos en situación terminal, donde no es fácil reunir un número suficiente de pacientes1.
En estas situaciones se pueden plantear 2 escenarios. El primero es ser riguroso en la metodología, definir un número ideal e incluir en el estudio el número de pacientes que sea factible. Pero que el estudio no alcance el tamaño de la muestra previsto supone un problema metodológico que puede llegar a generar más críticas que los propios resultados2. Y puede llevar a que las revistas especializadas rechacen su publicación porque no cumple los estándares de calidad. El otro escenario, más pragmático, es el del diseño que se adapta al número de pacientes que se pueden incluir. No se plantea llevar a cabo un buen estudio, sino conseguir lo mejor con los medios de que se dispone. No se dan motivos clínicos para explicar por qué se considera asumible un cierto riesgo de error ni se plantea por qué se pretende encontrar esa diferencia, sino que se dan estos valores como algo obvio, integrados en el diseño metodológico del estudio. En el fondo, el riesgo de que el resultado no dé respaldo estadístico a diferencias reales (riesgo tipo ii3) es el mismo que en el escenario anterior4, pero en este caso tiene más aceptación metodológica porque cumple el protocolo.
Por lo demás, raramente se da una justificación clínica a la diferencia que se pretende encontrar entre los brazos del estudio. ¿Por qué esa diferencia y no otra? En principio, lo que se debería buscar es algo tan impreciso como la mejoría que comienza a tener relevancia clínica. Algunos han intentado traducir este concepto en datos concretos. En tratamientos con quimioterapia paliativa no se suele dar valor a una mejoría de la supervivencia inferior al mes5. En los estudios sobre control del dolor se considera que una reducción de la intensidad del 30% con respecto a la inicial puede ser un objetivo válido6. En otros casos, sobre todo cuando se evalúan variables «blandas» (como el tiempo hasta la progresión en el cáncer avanzado), hacen falta buenos argumentos para explicar qué punto de corte se considera suficientemente relevante7. Aun así, este problema no se resolvería proponiendo sencillamente una cifra que marque el umbral de relevancia clínica. Junto a este dato, y más todavía en tiempos de crisis, donde la conciencia de gasto está más a flor de piel, se debería argumentar a priori si el beneficio que se pretende demostrar justificaría el gasto que supondría este tratamiento en cada paciente que lo pudiera recibir8. Esta evaluación trasciende el ámbito metodológico, por lo que se debería incluir en la valoración ética del diseño del ensayo: no tendría mucho sentido esforzarse en implementar un estudio y en implicar a los pacientes en su desarrollo si en caso de demostrarse la hipótesis el avance terapéutico supusiese un coste inasumible9.