Es encomiable –también por obvio– pensar en el poder humanizador que tienen los cuidados paliativos en nuestra cultura, en el sistema sanitario, en el modo de concebir la vida y el morir.
En efecto, los cuidados paliativos son más que lo que pueda recoger un plan nacional o autonómico de programas y servicios. Son una forma de ser, de situarse ante el morir humano, superando el riesgo de la tecnocracia deshumanizadora que termina siendo, en ocasiones, una colonización tecnológica inadecuada del proceso del morir.
Son una cultura, sustentada por una sana antropología que no niega la muerte, sino que promueve la responsabilidad ante la misma. Son un espacio en el que promover lo que dijera Hans Küng en su obra Morir con dignidad: «A la vez que hemos conquistado mayor conciencia de responsabilidad en el inicio de la vida, hemos de conquistar mayor conciencia de responsabilidad al final de la vida».
Son un brindis al «que no me expropien la muerte» del poeta Rilke. Es sabido que persiste el dinamismo de ciertos profesionales y procedimientos que fomentan más bien la despersonalización que las posibilidades del protagonismo personal y familiar en el final de la vida.
Son el despliegue de un aspecto de la propia misión de la medicina. «El objetivo de la medicina es disminuir la violencia de las enfermedades y evitar el sufrimiento a los enfermos, absteniéndose de tocar a aquellos en quienes el mal es más fuerte y están situados más allá de los recursos del arte». (Hipócrates, Sobre el arte)
Son una oportunidad para construir juntos una «gramática del morir» en la que cada agente que concurre en su despliegue sea «artesano del morir», respete la legítima rareza de cada ser humano y unidad familiar, y acompañe a hacer de la muerte un acontecimiento biográfico y no meramente biológico.
Son un escritorio ideal desde el que escribir el guión de un morir humano y entregar la pluma a cada persona para que, con ayuda especialmente de sus seres queridos, escriban –hasta donde las fuerzas o la lucidez permiten– las últimas páginas del libro de su propia vida, donde el morir –como el haber vivido– pueda ser narrado y no silenciado por dinamismos de pactos de silencio no adaptativos.
Son esa musa que inspira –paradójicamente– la vena poética de tantas personas que escriben a los profesionales de los servicios y unidades de cuidados paliativos agradeciendo la atención recibida, con frecuencia despertando la vena poética y paradójica: agradecidos por el acompañamiento en la experiencia tan personal de perder a un ser querido.
Son, sin lugar a dudas, una respuesta imprescindible antes de pensar en cualquier forma de despenalización o legalización de la eutanasia, como algunos proponen. De hecho, la OMS aconsejaba en su programa de desarrollo de los cuidados paliativos, pidiendo a los gobiernos que no piensen en legislar a favor del suicidio médicamente asistido y de la eutanasia mientras no estén satisfechas las necesidades de sus ciudadanos con servicios de cuidados paliativos. Y estamos lejos de eso.
Son una cara de la medicina, quizá la más femenina y materna, la que conjuga la dimensión del cuidar, limitando el llamado «esfuerzo terapéutico» cuando este deja de tener sentido terapéutico, buscando el bienestar en todas las dimensiones de la persona, con esa capacidad que tienen de humanizar el resto de espacios de la medicina, por su pasión por la interdisciplinariedad, por el apoyo psicosocial y espiritual, por la consideración de la importancia de la familia en el proceso…
Los cuidados paliativos son un modo de ahorrar dinero en el sistema sanitario. Es sabido que una persona bien atendida por cuidados paliativos le cuesta al sistema un tercio de lo que cuesta una cama hospitalaria, además de otros muchos beneficios tangibles y no tangibles.
Quienes trabajamos en este frente deseamos contribuir a poner de relieve también nosotros el papel de todas aquellas organizaciones e individuos implicados en proporcionar cuidados de calidad al final de la vida. Se hace necesaria una buena colaboración entre proveedores de servicios, gobiernos, hospitales, residencias, enfermos, familiares, cuidadores y miembros de la comunidad. Esta es vital a la hora de ofrecer cuidados de calidad a aquellos que los necesitan.
En España, la Organización Médica Colegial recuerda que todas las personas tienen derecho a una asistencia sanitaria de calidad, científica y humana, por lo que la asistencia paliativa al paciente al final de la vida y a su familia «no debe considerarse un privilegio, sino un derecho», ni tampoco un privilegio de los pacientes oncológicos.
El progresivo envejecimiento de la población y el aumento del número de personas con dolencias crónicas o degenerativas dan lugar a un número cada vez mayor de enfermos que padecen al final de sus vidas un sufrimiento intenso.
Afortunadamente, la tendencia que se observa en la mayoría de los países europeos es incluir la medicina paliativa como parte de la cartera de servicios de los programas nacionales de salud, si bien queda aun mucho por hacer. Y mucho más en países en vías de desarrollo, donde muchas personas (la mayoría del mundo) mueren en condiciones indignas de la condición humana. Tanto en el escenario español como en el mundial, humanizar el final de la vida tiene serias implicaciones si potenciamos la filosofía y asistencia paliativa.
La prevención y el alivio del sufrimiento por medio de una temprana y completa evaluación para el tratamiento del dolor y demás problemas físicos, psicológicos y espirituales son todavía insuficientes. Aun persisten planteamientos curativos y derroche de tecnología en situaciones en las que procederían los cuidados paliativos.
La escasez de recursos y la situación descrita como «de crisis» no puede ser un argumento válido para la no instauración de recursos de cuidados paliativos, sino precisamente una solución, puesto que comportan optimización y equidad en el uso de los mismos. Son una respuesta ética –y por tanto también política y sanitaria– óptima para promover un modo humanizado de concebir el morir humano de manera digna.