Desde la Ciencia Política y las Relaciones Internacionales, se reflexiona acerca del impacto de la globalización en asuntos que atañen el frente internacional. Se discute hasta dónde el fenómeno globalizador se relaciona con las transiciones integracionistas y políticas que han dominado las relaciones internacionales desde el fin de la guerra fría, todo lo cual representó un parteaguas del sistema internacional. Se analiza si existe una relación entre globalización y la identificación de las nuevas conexiones entre economía y política, capitalismo y democracia, seguridad y migración, seguridad y progreso, cultura y sociedad, etc., y se valoran las nuevas identidades que estas conexiones tienen en el contexto globalizador. Se indaga cómo la globalización afecta en el siglo xxi aspectos fundacionales del orden mundial, como la soberanía, la frontera, la guerra y las migraciones, así como el proceso de declive de Estados Unidos versus la preeminencia de otros actores globales.
This is a reflection from the point of view of political science and international relations about the impact of globalization on international issues. The author discusses the point to which globalization is linked to the integrationist, political transitions that have dominated international relations since the end of the Cold War, all of which have been watersheds in the international system. The article analyzes whether a relationship exists between globalization and the new connections between economy and politics, capitalism and democracy, security and migration, security and progress, culture and society, etc., and placing value on the new identities that these connections have in the context of globalization. The author examines how globalization affects the foundational aspects of the world order in the twentieth century, such as sovereignty, borders, war, and migration, as well as the process of the decline of the United States versus the preeminence of other global actors.
Resulta imponderable analizar la manera en que el curso natural e ineludible de la globalización ha alterado las formas, contenidos y vínculos entre los actores que son protagonistas del orden internacional. Desde la perspectiva económica, política, social y cultural, el estudio de la globalización como proceso histórico es de tal complejidad que incluso su estudio, como producto de ese proceso, queda rebasado. David Held la concibe como un proceso o serie de procesos que implican una transformación de la organización espacial de las relaciones y transacciones –en términos de la extensión, intensidad, velocidad e impacto– que genera flujos transcontinentales o interregionales y diversas redes de actividades (Held, McGrew, Goldblatt y Perraton, 1999; Held y Koening-Archibugi, 2003; Held, Barnett y Anderson, 2005; Held y McGrew, 2007).1 Anthony Giddens, por su parte, la define como una reconfiguración de la geografía de tal manera que el espacio social ya no es mapeado en su totalidad en términos de lugares, distancias y fronteras territoriales (Hutton y Giddens, eds., 2000) y, si bien cualquier definición acerca de este fenómeno puede resultar incompleta y a la vez pertinente, la riqueza y diversidad de los procesos inmersos en la globalización impiden –para fortuna del análisis crítico– un consenso acerca de la definición de un fenómeno amplio y complejo. La globalización, entendida como desterritorialización, occidentalización, modernización, liberalización o universalización, ha modificado irreversiblemente los patrones de referencia y de relación entre los Estados y sus sociedades y, desde luego, entre las instituciones del sistema internacional.
La soberanía como concepto de rígida defensa contra el otro se ha flexibilizado relativamente, matizando también el peso que la gobernanza y la estabilidad tienen en el análisis y comprensión de la soberanía real dentro y fuera de los confines nacionales. La preponderancia de las fronteras físicas se ha diluido ante el predominio tanto de las fronteras simbólicas como de la transnacionalidad. A la frontera como línea divisoria se ha impuesto la frontera como zona amortiguadora cuya identidad y construcción social es tan particular como las identidades que conforman los Estados que une y separa. La cercanía radicaliza algunas transformaciones locales y globales, y la integración económica se convierte en una fuerza fragmentadora. El enfrentamiento entre diversidad y homogenización resulta inevitable, así como resultan fenómenos en gradual contradicción la asimilación de las poblaciones migrantes y la pluri, ínter y multiculturalidad.2
En este trabajo se propone un acercamiento a las transformaciones inherentes a la globalidad, partiendo de la evolución conceptual de soberanía, gobernanza, guerra, frontera, identidad y orden internacional que nos llevan a enfocarnos en las dinámicas del orden global reciente para finalizar en la inserción antitética de la política exterior (pe) en el contexto de una globalidad tan mal asimilada como mal aprovechada por los Estados que conforman la comunidad global, principalmente los que tienen un peso determinante dentro del mismo, como Estados Unidos, China, la Federación Rusa y la Unión Europea. Se trata de abonar al debate acerca de cómo se puede lograr tener un “nuevo sentido común de época, un desbloqueo cultural e intelectual” acerca de los futuros derroteros de la integración en diversas regiones del globo (Errejón, 2015).
Soberanía y transformación del Estado en la globalizaciónHistóricamente, la globalización es una categoría asociada a la fundación del Estado moderno, momento en que da inicio la forma capitalista de producción. Según Biersteker y Weber, “la soberanía provee las bases, de acuerdo con la legislación internacional para reclamar las acciones estatales […] por lo tanto la soberanía es un concepto social inherente”, es una construcción social (1996).3 El término ha sido usado, con mayor frecuencia, en cuatro diferentes formas: soberanía interna (organización de la autoridad pública dentro del Estado), soberanía interdependiente (habilidad de las autoridades públicas para controlar movimientos transfronterizos), soberanía legal internacional (el reconocimiento mutuo de los Estados) y la soberanía de Wesfalia (la exclusión de actores externos en las configuraciones de la autoridad interna) (Krasner, 1999).
La soberanía nacional, fundada primordialmente para efectuar la defensa del territorio ante cualquier amenaza de intervención y para la legitimación de una forma de gobernar, adquirió dos dimensiones: la externa, que representaba a un Estado ante los otros, y la interna, que se sujetó al reconocimiento de la primera para poder ser ejercida: “en un grado significativo, la capacidad de ser soberano provino principalmente de afuera a través de acuerdos entre los Estados en una nueva sociedad de Estados” (Hirst y Thompson, 1996). La soberanía concurrió con el reconocimiento externo, por lo menos, en un primer momento. Desde que la soberanía se proyectó como un derecho de los Estados nacionales a fines del siglo xvii hasta nuestros días, ha sido entendida como el reconocimiento de la capacidad que cada Estado-nación tiene de autogestionarse, es decir, su naturaleza internacional es tan reconocida como la interna –son vinculantes–, aunque no por ello una es más o menos importante que la otra.
Es claro que aun cuando esta idea sobre el Estado persiste y tiene una consistencia histórica objetiva, la realidad ha cambiado considerablemente y se nos presentan nuevos aspectos de este proceso, dignos de considerar. El impulso de la globalización es una certitud que ha transformado las relaciones sociopolíticas a todos los niveles. Desde las que se establecen entre Estados hasta aquellas que se realizan entre individuos de una sociedad. Se trata de un fenómeno que ha transnacionalizado la política y la economía con todos sus subtemas y subcategorías. Pero, ¿cómo se define la soberanía en un mundo en el que se habla de la desaparición de las fronteras nacionales y el creciente decaimiento del Estado nacional? Para poder explicar la situación de la soberanía en el marco de la globalización, habría que analizar previamente la situación del Estado moderno para establecer un marco de referencia, toda vez que la soberanía es una característica inherente a éste, no se concibe sin él. Hendrick Spruyt nos ofrece una discusión muy sugerente acerca de la creación del Estado soberano moderno. Nos plantea que alrededor de los tiempos de la Paz de Westfalia (1648), se reconoce formalmente el sistema de Estados soberanos. Esto no significa que el proceso de eliminar las alternativas frente a los Estados había sido completada en esos tiempos, pero lo que indicó fue que una variedad en los tipos de unidades que existieron en la tardía Edad Media fue gradualmente reducida; hasta más tarde sólo un sistema de Estados se mantuvo (Spruyt, 1994).
La globalización impactó las áreas que competían al Estado y provocó su gran transformación, comenzando por el hecho de que restringió su carácter interventor y regulador en la economía (hecho que después del septiembre negro de 2008 en Estados Unidos y el resto del mundo es motivo de polémica, debido a que se atribuye la crisis a la errática, cuando no nula, regulación financiera estatal). Una vez que el Estado de bienestar entró en crisis en la década previa, la de los ochenta, se comenzaron a aplicar políticas económicas y sociales nuevas; todas ellas contempladas dentro de la lógica doctrinaria del neoliberalismo económico. El Estado fordista de acumulación (efa) fue sustituido por el llamado Estado nacional de competencia (enc), que supone otro modo de organizar las relaciones sociales y de poder en la globalización, en cuyo marco se ha tendido a someter el bien común a la estabilidad de los mercados y a los intereses particulares que se le asocian, toda vez que éstos se alejan de los intereses más sensibles del común denominador de la sociedad civil y, para estos efectos, del grueso de la población mundial.4
No obstante, los movimientos del capital no podían quedar al margen de las acciones del Estado nacional para distribuirse y administrarse ya que era la única forma política en la que se podía organizar tal dinámica. El Estado nacional no desaparece pero al transformarse ha creado (“liberado”) zonas y regiones económicas de competencia y ha dejado de ser “soberano” de acuerdo con la definición clásica de soberanía en la que sigue quedando constreñido el ejercicio del poder estatal. Hay que precisar que el Estado nacional ya no es la única forma de organización de la acumulación, ya que debido al creciente poder de la dinámica del capitalismo mundial se han dado procesos de unión y cooperación económica entre los Estados. A este fenómeno se lo ha llamado regionalización.5
Esta transformación del Estado implica también el cambio en las relaciones políticas que organizan a la sociedad. Los miembros de la comunidad económica y sus relaciones sociales se privatizan, se mercantilizan, y los derechos sociales que habían sido públicos en el Estado de bienestar entran en la lógica del valor. Al eliminar los principios e instituciones que conformaban al Estado de bienestar y liberalizar la circulación de bienes, de dinero y de capital, los Estados abandonaron “voluntariamente” el control político de dichos movimientos; es decir, éstos habrían aceptado la idea mítica del progreso globalizador relativamente subordinado a una inercia histórica de determinación tan compleja como incierta, cuando dicho movimiento lleva a cuestionar la dinámica y el avance de la modernización del intercambio económico y político global.
Soberanía nacional, gobernanza y orden internacionalAnte el panorama mundial contemporáneo, es inevitable pensar que la soberanía, al igual que el Estado nacional, son categorías que se componen de distintas tipologías, ya que el momento histórico (entre siglos) y las condiciones sociales mundiales son otras, lo cual ha hecho que la topografía narrativa (y argumental) propia del internacionalismo liberal se haya ido modificando gradualmente, pero ¿hasta dónde es visible que la soberanía esté desapareciendo?, ¿en qué medida la ha restringido o transformado la globalización?, ¿se trata de un fenómeno fragmentado por la movilidad intrínseca a la que ha estado sujeto por los flujos crecientes y veloces que ha impuesto la globalización? Ciertamente ya no se puede decir que la soberanía siga siendo la misma que Rousseau conceptualizó como el poder único, inalienable, absoluto, pleno y total del Estado, porque entonces ya no existiría Estado soberano alguno, debido a las relaciones de interdependencia de carácter transnacional que los han afectado y que dominan el orden internacional desde el fin de la guerra fría, e incluso desde antes, a partir de la segunda posguerra (que es, desde luego, también el periodo de entreguerras, en cuyo regazo se agudiza la crisis económica global que incuba al nazismo).
Empero, tampoco podemos decir que la soberanía no existe, porque si bien está limitada, continúa siendo una atribución necesaria e inherente al Estado democrático (la soberanía nacional se gana con democracia y respeto pleno a las libertades ciudadanas). El nuevo orden mundial, lleno de contradicciones y desigualdades largamente arrastradas y no resueltas hasta hoy, nos lleva a la urgente necesidad de efectuar un replanteamiento conceptual de la soberanía nacional, con el fin de restablecer un proyecto nacional incluyente y democrático que se encamine al ordenamiento de las condiciones de carácter endógeno del progreso económico y la modernidad política, en el marco de su inserción nacional en un orden internacional con cambios y reacomodos tan veloces como profundos.
Idealmente, lo anterior sólo se puede conseguir si el Estado –entendido como el espacio de organización de la política como alternativa mediadora frente al conflicto y el disenso y de la reproducción de la vida en sociedad– reintegra a la sociedad en tanto comunidad estatal, al seno de la pluralidad y multiplicidad cultural que compone a cada uno de ellos. De esta manera, se podrá instituir un gobierno legítimo que responda a los intereses nacionales en primer lugar y que pueda impulsar el desarrollo social y político dentro de la nación misma, lo que conducirá a la creación de un verdadero régimen democrático. Consecuentemente, el Estado podrá participar en la globalización de una manera benéfica y cohesionada aprovechando las ventajas que ésta puede brindar. De esta forma, la dimensión interna y externa de la soberanía se nutrirá mutuamente.
En el marco de la globalización y los desafíos que produce, la soberanía externa no puede representar a un Estado ante los demás si el Estado no se reconoce a sí mismo. Es necesario que éste tenga tanto organicidad como fuerza propia para que pueda resguardar sus intereses nacionales en un mundo interdependiente y, a su vez, reconozca los derechos del resto de los Estados que conforman a la sociedad internacional. El fortalecimiento de la soberanía interna y la gobernanza democrática es el reto actual para cada Estado nacional que desee evitar cualquier insinuación de debilidad institucional o fracaso.6
La gobernanza moderna involucra en forma creciente a actores privados que se han involucrado mayormente en los procesos de regulación social, al tiempo que, de acuerdo con Anke Draude, “los Estados están haciendo cada vez un menor uso de su poder para tomar decisiones basados en sanciones. En cambio se gobierna en las redes, las reglas son negociadas con actores privados, se sientan incentivos y se realizan intentos de convencer a la gente con ideas nuevas” (2007). La autora argumenta que dado “el alto costo de la intervención estatal […] el Estado ya no puede controlar adecuadamente todos los elementos sociales” y empieza a “necesitar la cooperación material e inmaterial de aquellos afectados con el fin de gobernar a la sociedad” (2007).7 Se trata de estudiar la soberanía entendida como el estadio en el que se alcancen mayores y más amplias libertades democráticas, mayor equidad social, una distribución justa del ingreso, respeto a los derechos humanos, disminución y cancelación de la ola cleptocrática8 y una exposición transparente de la cosa pública frente a la ciudadanía. Por lo demás: [l]as relaciones entre Estados ha sido una constante de la historia mundial moderna. Éstos son independientes uno del otro y aunque son soberanos no están aislados entre sí; son todo menos islas enclaustradas. Al contrario, son copartícipes de un ordenamiento específico y se afectan con sus acciones mutuamente. Por lo tanto, deben encontrar formas de coexistencia y de trato entre ellos (Valdés-Ugalde, 2007)
Como he escrito en otro espacio, en este encuentro con su quehacer en el seno de la comunidad internacional, el Estado se debe proponer un crecimiento progresivo propio, a través de una inserción consistentemente constructiva en el espacio del equilibrio de poder internacional y regional, definiendo claramente el espectro de intereses específicos a los que se debe. Así, modernizar la visión del mundo donde vivimos requerirá de la ejecución de una política internacional que cumpla con los objetivos que históricamente todo Estado moderno ha buscado, fundamentalmente en función de su mejor interés nacional. En este sentido, existen al menos cinco valores fundamentales que el Estado tiene que afianzar como máxima prioridad para lograr un ejercicio sistemático y no accidentado de la protección de sus intereses, de su soberanía y de la integridad de su sociedad nacional, a saber, seguridad, libertad, orden, justicia y bienestar.
Con respecto al primer valor, destaca que los Estados son tanto el origen como la solución del problema de la seguridad, en primer lugar, porque la existencia de la independencia nacional entraña el desafío mayor para la preservación de la seguridad. Así, el Estado tiene el poder de defender, así como de atentar contra la seguridad de los pueblos. Esto es lo que se ha denominado “el dilema de la seguridad”.
En relación con la libertad, se entiende que ésta es un valor fundamental en la búsqueda del cambio progresivo. No hay libertad individual sin libertad nacional y este objetivo se logra idealmente en el marco de un sistema de paz generalizada. En este marco, se asume que las relaciones internacionales pueden ser mejor caracterizadas como un mundo donde los Estados cooperan entre sí para preservar la paz y la libertad.
El tercero y cuarto valor son bienes intrínsecos al régimen democrático. Tanto el orden internacional como la legalidad internacional, incluyendo el respeto a los derechos humanos, son principios sobre la base de los cuales los Estados conviven y se obligan a comprometerse como dos de los valores fundamentales que rigen la convivencia de la sociedad internacional y los únicos que garantizan la preservación del sistema internacional.
Por último, el aspecto del bienestar económico de la población es vital para el Estado. En un ambiente internacional de interdependencia económica, la expectativa social de que sus gobiernos satisfagan niveles altos de empleo, inflación baja, inversión estable y desarrollo comercial, depende hoy más que nunca de la manera en la que los Estados respondan al ambiente económico internacional para fortalecer o al menos defender los estándares de bienestar existentes (Valdés-Ugalde, 2007). Estos cinco valores aplican para la orientación de la política exterior de cualquier Estado.
Los fenómenos sociales recientes, las transformaciones en las relaciones nacionales e internacionales, la reorganización de la economía y de la sociedad nos muestran sin discusión que el mundo de los últimos veinte años no es el mismo de antes; la globalización se ha convertido en una importante representación social de los siglos xx y xxi (Laïdi, 1997). La caída de la Unión Soviética fungió como el triunfo del modelo democrático-liberal. Después de este momento, se ha emprendido la universalización de determinados modelos de valor, ideológicos y culturales, que se identifican con los principios de la democracia liberal. La globalización también suele ser entendida (muy míticamente) como el tránsito hacia la reunificación del mundo y la relativa desaparición de las fronteras nacionales; se la relaciona con los procesos de regionalización, con la homogeneización cultural y la transformación del Estado nacional.
La globalización y los cambios políticos recientes nos colocan frente a una vasta diversidad histórica y cultural que se muestra impermeable a las explicaciones habituales. Estos cambios han generado transformaciones en todos los ámbitos de las relaciones humanas y en la dinámica de la sociedad internacional, que a su vez provocan la emergencia de nuevos acercamientos teóricos con el fin de explicar y dar un orden razonable a estas nuevas configuraciones sociales internacionales. Por otro lado, la naturaleza de la conformación del “nuevo orden mundial” no es tan obvia. Con el fin de la guerra fría se vinieron abajo expectativas políticas y modelos que explicaban el orden bipolar desde ópticas más bien tradicionales, y que pretendían escenificar su posible futuro (muchas veces también desde la uniformidad, como el socialismo real o los nacionalismos de diverso cuño).9 Lo cierto es que la transición del viejo orden bipolar al nuevo fomentó la inquietud y la incertidumbre académica y política en cuanto a la vigencia de los componentes analíticos, teóricos y políticos, o la necesidad de incorporar nuevos paradigmas. Al término del orden bipolar, casi todos los Estados han redefinido su lugar en la nueva configuración internacional. Conceptos básicos como soberanía, independencia, interés y seguridad nacional, en su mayoría, se han modificado al cambiar también los objetivos con los que estos conceptos se enlazan en el contexto de la cambiante realidad global.
De las utopías en el contexto globalizadorComo ya fue enunciado, desde el fin de la guerra fría, el discurso neoliberal predominó en el debate global y encarnó la idea más acabada –y quizá la única posible, aunque igualmente contradictoria– hasta nuestros días de la globalización. En este contexto, entiendo la globalización como el proceso de creciente interconexión internacional tan novedoso como complejo y polémico.
Dallmayr plantea al respecto que contraria a la visión ampliamente sostenida de que la globalización es sólo un salto cuantitativo –que es simplemente “más de lo mismo”– crece la sospecha de que “lo mismo” ya no es más realmente “lo mismo”; que “una otredad” no familiar invade en todos lados… emergen preguntas que no son atribuibles a una tabulación cuantitativa –tales como cuál es el significado de “mundo”; cómo puede ser un hábitat al mismo tiempo que un horizonte abierto; quiénes somos nosotros como seres humanos habitando este terreno familiar/no familiar–. A pesar de la desaparición de fronteras abiertas, ¿el mundo o la tierra siguen siendo básicamente terra incognita (¿quizá terra nullius?) (Dallmayr, 2013).
La globalización también es un proceso de influencia recíproca y de interdependencia entre las diferentes regiones, países, grupos humanos e individuos; en esta definición se encuentran los actores no gubernamentales.
Pero no sólo se ha dado un proceso de integración, sino que al mismo tiempo los nacionalismos y localismos han resurgido. El concepto propuesto por James Rosenau “fragmegration” captura con sutil audacia la interacción que se da entre las fuerzas de la localización tendientes a la fragmentación y de la globalización inherentemente integradora (Rosenau, 1997).
Por otro lado, la cooperación ha sido limitada y condicionada; la normatividad institucional de la integración no ha sido totalmente respetada; el poder y la preponderancia cuasi total de la defensa de la seguridad nacional han ocupado un lugar central en la política exterior de las naciones, en gran medida por imposición de la agenda estadunidense como resultado de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Esta discrepancia entre ideas y práctica, entre expectativas y realidad, así como la coexistencia de fuerzas centrífugas/fragmentadoras y centrípetas/integradoras han sido características del tránsito del siglo xx al xxi y nos recuerda que el impulso globalizador no prevé de manera alguna la lógica de sus consecuencias posibles, muchas de ellas nocivas en el ámbito local, regional e internacional. Tratemos, entonces, de desglosar algunos temas representativos de esta problemática.
Los temas de la globalizaciónEn la década de los noventa, tuvo una gran fuerza la idea de que con la expansión de la democracia se podría eliminar la anarquía del sistema internacional, ya que las democracias cooperarían y no tendrían guerras entre sí. Francis Fukuyama10 aseguró en los años noventa que con la derrota del socialismo real el liberalismo había triunfado como sistema político y ya no existían alternativas viables al capitalismo como sistema económico (1992). Según Fukuyama, ello se demostraba con el restablecimiento de relaciones de producción capitalista en Rusia, China y Europa del Este, y con la incorporación de éstos a la economía de mercado, así como en el ámbito del sistema democrático.11 Políticamente, este desarrollo significó la concepción del liberalismo como Estado homogéneo universal. Al no existir regímenes políticos superiores y al haber fracasado los modelos que se pretendían alternativos, la democracia capitalista aparecía como el régimen político único e ideal. Entonces se planteó que el liberalismo resolvería todas las inquietudes ideológicas planteadas y que el país representativo de aquél, Estados Unidos, había satisfecho índices máximos en los rubros de igualdad y libertad.
Esta visión es aceptable y representativa en tanto que es propia del internacionalismo liberal fundado y prevaleciente desde Westfalia; no obstante, ha representado también un campo oportuno para proyectar la visión épica y epopéyica, vindicatoria de un modelo político y económico expresado en el apego extremo al Consenso de Washington y exportado por el impulso mesiánico estadunidense –que en 2008 fue detenido bruscamente por la recesión mundial provocada por la burbuja financiera e inmobiliaria y la irresponsabilidad de Wall Street, de la extrema derecha, así como por la disfuncionalidad del Estado como regulador–. En esta medida, tal visión no suele corresponder necesariamente con la realidad global y mucho menos con la realidad regional en zonas como África y el Oriente Próximo.
Para su decepción, Fukuyama erró en sus conclusiones. Ni la historia ha terminado ni el capitalismo y el liberalismo han sido acogidos jubilosamente en todo el mundo. Los conflictos internacionales, lejos de desaparecer, se recrudecen cada día, los actores no estatales se fortalecen para mal,12 los movimientos nacionalistas –que Fukuyama descarta como alternativas al sistema capitalista neoliberal por considerarlos tradicionales y espontáneos– han aumentado nocivamente (Rusia y Venezuela destacan entre los principales actores estatales que despliegan, como en los mejores tiempos del nasserismo,13 un nacionalismo que raya en el fanatismo mesiánico) y amenazan con trastocar los órdenes regional y global, no se diga el caso de la expansión explosiva del yihadismo radical y fundamentalista representado por Al Qaeda (aq) y el Estado Islámico (ei), también conocido como isis por sus siglas en inglés (Islamic State in Irak and Siria) (Esfandiary y Tabatabai, 2015). En suma, aún se viven las consecuencias de otro fundamentalismo cuyas bases se encuentran en el ímpetu hegemonista y unilateralista de Washington, que se impuso por ocho años en el escenario global (a pesar de que esto ha logrado matizarse relativamente por la diplomacia suave, aunque no suficiente, de Obama) y que será difícil de contener ante las nuevas circunstancias políticas que han producido una inédita mayoría republicana en ambas cámaras a raíz de las elecciones de noviembre de 2014.14
Guerra y extremismo mesiánico: el otro precio de la hegemoníaLa larga crisis en Irak, provocada por la política exterior unilateralista de George W. Bush y que ha obligado a Obama a regresar al campo de guerra civil que es ese país, a fin de contener el yihadismo extremista representado por el eiyaq, es una muestra de lo anteriormente dicho. En este sentido, democracia y libertad han sido también funcionales desde el poder supremo del último actor internacional dominante de la modernidad, pero paradójicamente más para legitimar las nuevas formas que adquiere la guerra moderna que para eliminarla (Siria y la polarización internacional producida es un ejemplo). Esto es lo que se ha concebido como la representación de la destrucción y guerra como una verdadera construcción civilizatoria (Subirats, 2002).
De tal forma que, en el nombre de un reordenamiento que, en algunos aspectos de su especificidad, es falsamente necesario y auténticamente vago, se destruyen pueblos, historias e identidades, con el fin de obligar a una inserción en un mercado de trabajo y democrático empeñado en dinamizar y excluir a la vez lo que le sea “ajeno”; de este modo uniforma, muchas veces de manera forzada, tanto la producción como el consumo de valores económicos y políticos. Esto deriva en poca estabilidad, democracia y libertad; basta tomar como ejemplo el dramático caso de Irak y los costos expansivos que este conflicto ha supuesto para la comunidad y estabilidad internacionales.
Toca ahora referirnos al problema de la crisis hegemónica que enfrenta Estados Unidos a raíz del 11-s y de esta nueva forma de guerra atizada por un terrorismo de nuevo cuño que reivindica esencialmente la preservación de la tradición religiosa islámica en el marco de una lectura extrema del Corán y del papel que la yihad ha jugado como uno de sus instrumentos en el curso de los siglos, expresada en una escisión con aq en Irak, que gesta al ei, probablemente una amenaza mucho mayor que la primera. Sobre el 11-s Buruma y Margalit ofrecen una explicación que describe el trasfondo ciclópeo de este y muchos otros atentados hechos en el nombre de la yihad: The annihilation of the Twin Towers and the people inside them was a huge success. For it was part of Osama Bin Laden’s war on the West, both physical and metaphysical; it was at once a real and a symbolic attack, on New York, on America and on an idea of America, and the West it represents. A deliberate act of mass murder played into an ancient myth–the myth about the destruction of the sinful city (2004).
Después de haber despejado en 2011 el teatro de guerra que abrió Bush con la invasión de 2003, Obama parecía abandonar para siempre Irak; no obstante, recientemente Estados Unidos ha autorizado operaciones militares quirúrgicas y el envío de nuevas tropas de apoyo a Irak con el fin de proporcionar entrenamiento al ejército iraquí y los resistentes kurdos para detener los delirios califatos del ei en Irak y el Levante, y su ofensiva genocida en contra de quien se oponga a sus designios. Entre otras innumerables consecuencias, esto provocó originalmente la migración masiva de población civil que hubo de refugiarse en el Monte Sinjar, en el noroeste de Irak, y la muerte de unos cuarenta niños, según unicef. Esta migración forzada estuvo compuesta por más de cuarenta mil yazidíes, una doctrina que mezcla zoroastrismo, cristianismo e islam. Este segmento de población quedó atrapado en el frente de guerra del extremismo islámico. Además los islamistas del ei capturaron desde junio la ciudad de Mosul, la segunda en importancia del país, y han avanzado hacia localidades cercanas a Bagdad, entre ellas, Kubani o Ayn al-Arab, justo en la frontera con Turquía.
Precisemos pues el grado de amenaza que representa esta facción del terrorismo islámico y que llevó a una decisión estratégica, pero nada cómoda, para Obama en momentos en que su administración había logrado librarse de un conflicto al que se opuso desde que era senador y del que prometió liberarse como presidente con un plan de retirada.15 Aparte del genocidio que ha provocado esta ofensiva terrorista, los combatientes del ei ordenaron que todas las mujeres en Irak de edades comprendidas entre los once y los cuarenta y seis años fueran sometidas a mutilaciones genitales, informó la onu. Alrededor de un millón de mujeres podrían haberse visto afectadas por la decisión.
Aunque es practicada en algunas regiones de África, Oriente Medio y comunidades asiáticas, la ablación femenina no es frecuente en Irak; no obstante, los islamistas sunitas del ei ordenaron, según la onu, la mutilación genital de estas mujeres que –dicen– se hacía antiguamente en la ciudad santa de Medina. “Es una fatwa del ei”, declaró en Irak Jacqueline Badcock, número dos de la onu en el país. La funcionaria indicó que desconoce el número exacto de mujeres violentadas, pero citó cifras del Fondo de Población de las Naciones Unidas, según el cual “cuatro millones de niñas y mujeres podrían verse afectadas” (Maigua, 2014). Además, el líder del grupo yihadista, Abu Bakr al Bagdadi, ordenó practicar la medida explicando que esta orden “es de obligado cumplimiento en todas las localidades y regiones” bajo el control de los extremistas. Justifica la medida por su empeño en “cuidar” a la sociedad musulmana y evitar “la expansión del libertinaje y la inmoralidad” entre las mujeres. Por ese motivo (hasta la escritura de estas líneas), además de exigir que se practique la mutilación genital femenina, el grupo armado ha impuesto el velo integral a las mujeres de Mosul bajo la amenaza de ser castigadas severamente.
De esto se trata el “nuevo” Irak que heredó Estados Unidos al mundo y a sí mismo, y con el cual ahora tiene que enfrentarse recurriendo a la estrategia de guerra limitada para confrontarlo en nombre de la seguridad y de la preservación de los derechos humanos. Irak es un Estado fallido confrontado en una zona crítica por un ejército irregular que amenaza con su derrocamiento y atenta contra objetivos occidentales en la Unión Europea y otras regiones identificadas con Estados Unidos. La intervención estadunidense, pese a los pronósticos, es evidencia del fracaso de la política iraquí originaria, no se diga del fracaso de la política de Occidente en Oriente Próximo, incluyendo el desastre político militar que estamos viendo en la Franja de Gaza, pero que podría atenuarse si se retiran del poder el primer ministro Benjamin Netanyahu y sus medidas extremistas, y dependiendo de los resultados de las gestiones de la onu para que se firme un acuerdo de paz entre Israel y Palestina para 2016.16
Asistimos a una paradoja: Estados Unidos, una potencia en relativo declive, rodeada de adversarios y de adversidades como las que representa el presidente ruso, Vladimir Putin, y a la que nadie en Occidente quiere entrometiéndose en los asuntos globales, hoy es de nuevo requerida para la guerra (a pesar del desgano obamista), a fin de rescatar una región incendiada, abandonada a su suerte y en peligro de muerte o de contagio multidimensional. Washington y sus aliados, así como sus adversarios que tanto se interesan en radiografiar las acciones estadunidenses, tendrán muy pronto que disipar esta esquizofrenia y lograr instituir un gran acuerdo global que lleve, de una vez por todas, a una redefinición coherente de la arquitectura institucional en la que se basa el ejercicio del poder global de diversos actores, incluida China que, si bien no comparte los principios del internacionalismo liberal, se interesa en participar activamente en la política y el comercio global.17
Todos los esfuerzos para no caer en las garras de la guerra, por quien se consideró en su momento por algunos sectores de la opinión pública como un prematuro Premio Nobel de la Paz, han fracasado. Barack Obama decidió en septiembre de 2014 lo inevitable: usar sus prerrogativas presidenciales, dado el convulsionado clima político interno, y emprender una ofensiva contra el ei en Irak y eventualmente en Siria, en la forma de bombardeos aéreos quirúrgicos y con una amplia alianza detrás, que sienta un precedente de trascendencia.
Bush padre, Bill Clinton y Bush hijo tuvieron sus respectivas guerras. El primero bombardeó Bagdad y quiso derrocar a Hussein; su hijo, sumido en un profundo conflicto de identidad, mental y emocionalmente perturbado, lo quiso vengar y ese sí invadió Irak en 2003 y derrocó al dictador; lo hizo unilateralmente, violando la ley internacional, lastimando gravemente preceptos de la estabilidad del orden global y ocasionando la mayor tragedia estratégica de Washington en política exterior desde la guerra de Vietnam. Todo esto ha obligado a Obama a un nuevo desplazamiento guerrerista en la zona debido a la ya referida reemergencia de la violencia del terrorismo yihadista que ha abierto un nuevo capítulo en su confrontación con Occidente. Clinton por su parte intervino en 1995 en el conflicto en Bosnia, con el fin de detener la guerra y el genocidio en la ex-Yugoslavia.
Historia, guerra y politicaLa historia tiene un sentido del humor negro; la de Irak se presenta como una guerra que parece no tener fin, pero que hoy por hoy es un conflicto en una etapa muy superior a la anterior, que obliga a su contención dada su naturaleza transnacional. Lo heredó Obama a raíz de las torpes obsesiones de Bush y del grupo compacto de maximalistas, agrupados en The Project for The New American Century, que pretendía a toda costa dominar el mundo y continuar en la línea del unipolarismo militarista abandonado tiempo atrás. Su obsesión por dominar encegueció a Bush, Cheney, Wolfowitz y compañía; les impidió comprender que la guerra fría ya había terminado. Se emplearon a fondo en Irak en 2003 e iniciaron una guerra ilegal y fallida que hoy repercute en riesgos de enormes dimensiones para la seguridad regional e internacional.
A pesar de que en 2013 Obama declarara que la guerra de Irak, como todas las guerras, “debe terminar”, el presidente inició desde 2014 una ofensiva contra el ei con el propósito explícito de detener el caos ocasionado por esta facción radicalizada y divorciada de aq, así como detener la devastación y la violación a los derechos humanos que el ei ha causado conforme avanza y toma posiciones alrededor de Bagdad, como es el caso de la ciudad de Mosul, en donde ha instituido su base de poder más firme dentro de Irak. Se trata de una ofensiva que lleva múltiples bombardeos aéreos de Estados Unidos y sus aliados en contra de un ejército irregular, compuesto por miles de integrantes y de una organización de células durmientes que ya radican y operan en varios países occidentales. No es poca cosa advertir que a esta ofensiva del ei la precede un hecho: los grupos radicalizados islámicos han crecido cerca de un 60 por ciento en los últimos cinco años, mientras que los ataques de aq y sus allegados (no se incluye al ei) se han triplicado. Esto ocurre al tiempo que el ei y aq pretenden radicalizar a los musulmanes de la India, Libia y, sobre todo, a los de Europa occidental y Estados Unidos.18
No deja de ser paradójico que un presidente que como precandidato y candidato se opuso a la guerra en Irak, se confrontó sobre estas bases con Hillary Clinton primero (como senadora votó a favor de la invasión de Irak) y con el senador John McCain (quien también votó a favor), e inició su mandato con el firme propósito de terminar “la guerra contra el terror” de Bush y de desmilitarizar Oriente Próximo, esté viendo cómo se consume su segundo periodo y define su legado, de nuevo sumido en la polémica –aunque en mi opinión, inevitable– decisión de recurrir a la fuerza para contener el riesgo a la seguridad mundial que la ofensiva del ei supone. Los ciclos de las guerras no perdonan. Aunque Estados Unidos haya tenido una participación significativa en la mayoría de ellas en el siglo actual y en el pasado, hoy en día la guerra que confronta Obama –líder de un hegemón relativamente debilitada–tiene otra cara que ya habíamos vislumbrado. Se trata de una confrontación entre actores estatales y no estatales, y con quienes el uso de la diplomacia no servirá para nada. En esta ocasión las implicaciones para la seguridad internacional son aún más graves que con Al Qaeda (Valdés-Ugalde, 2015c).
Clausewitz afirmaba que la guerra era meramente la continuación de la política por otros medios. Si es así, la guerra es por lo tanto un instrumento de la política para hacer valer sus intereses en determinado momento. Hasta ahora, no ha habido un hecho de guerra que contradiga la máxima del influyente general prusiano y teórico de la guerra. Desde la segunda guerra mundial, el papel jugado por Churchill, Hitler, Stalin, Roosevelt y después Truman fue militar, pero también político (en el que Hitler fracasó) en tanto que se definió la correlación de fuerzas que duró más de cuatro décadas, principalmente durante la era de la guerra fría. La ofensiva aliada encabezada por Estados Unidos en contra del ei en Irak y Siria tiene por un lado una racionalidad militar y de defensa de la seguridad que en algo explica su emergencia, pero tiene también un antecedente político que remonta a los orígenes del Estado de Israel en mayo de 1948, así como a la existencia de un control multihegemónico en la región que nos asombra hasta el día de hoy, debido a la poco exitosa política de Washington y de algunos aliados en la región, más en particular Siria, el gran escenario de guerra que hoy ocupa y preocupa en las capitales de Occidente.
Hasta la escritura de estas líneas, el ei viola toda convención internacional sobre la guerra (empezando por el hecho de que no es un actor racional legítimo en el entorno del conflicto) lo que hace de éste un enfrentamiento que se caracteriza cada vez más como uno irregular, con actores estatales enfrentados en contra de actores no estatales. Estos últimos han cometido todo tipo de tropelías documentadas ya en reportes de la onu y catalogadas como crímenes contra la humanidad, tales como la venta de mujeres, niñas y niños a los combatientes del ei y grupos de jóvenes con el fin de facilitar su reclutamiento. Más de 8500 civiles han sido asesinados y más de 15 700 han sido heridos, sólo en Irak. Más de 11 000 de estas bajas ocurrieron entre junio y el 31 de agosto de 2014, periodo cuando el ei inicia y profundiza su campaña militar. A estas alturas más de 1 800 000 de iraquíes han sido desplazados. Según el reporte de la oficina de la onu en Irak, la siguiente es la lista de ofensas cometidas por el ei: ejecuciones de civiles, secuestros, violaciones y otras formas de agresión física y sexual contra mujeres y niños; reclutamiento forzado de niños, destrucción y profanación de lugares de significancia religiosa y cultural; destrucción y robo de propiedades, y la negación de las libertades fundamentales (unhcr, 2015).
Desde las guerras en Vietnam y en Bosnia, entre otros conflictos bélicos, no veíamos tanta barbarie, y aquí viene el aspecto político de la guerra que presenciamos desde junio de 2014. Primero, están los antagonismos entre halcones y palomas en Estados Unidos, así como las tensiones provocadas por la torcida interpretación de la derecha estadunidense, mayoritariamente responsable desde 2003 de la actual crisis en Irak, que han presionado electoralmente a Obama para que actúe, al tiempo que lo dejan sólo.19 Obama, al lado de sus consideraciones humanitarias y racionalizaciones tácticas y estratégicas, pero también con urgencia por guardar un mínimo equilibrio militar en esta confrontación y asegurar un capital político para su partido con miras a las elecciones intermedias en noviembre de 2014 (que de todas formas perdió estrepitosamente), respondió con los ataques quirúrgicos, al tiempo que contestó a un público que se sintió amenazado directamente y que le pedía que actuara. Segundo, está la política de seguridad que esta misma derecha con sus actos fallidos obliga a implementar y a ser seguida por el mundo entero desde 2003, con todas las tensiones internas implícitas y que han causado gran polémica, como las revelaciones de WikiLeaks y las filtraciones de Edward Snowden acerca del espionaje global ejercido por la Agencia Nacional de Seguridad (nsa, por sus siglas en inglés) (Heuvel y Cohen, 2014). Están también, desde luego, las decapitaciones de los rehenes de varias nacionalidades a manos del ei que han llevado a los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido y Francia a estar bajo una mayor presión local.20
En todo caso, se viven de nuevo tiempos convulsos globales en medio de los cuales Obama quedó ubicado bajo gran presión. He aquí un presidente que por más de tres años se negó desatinadamente a intervenir en Siria a fin de parar el genocidio y que se quiso concentrar en reorganizar la gobernabilidad en Estados Unidos, y que hoy ve como inevitable incluir en su estrategia aceptar al dictador Bashar al Asad a fin de derrotar al ei.21 La ofensiva antiyihadista de Obama y sus aliados es una prueba de fuego a la potencia en declive relativo, que tendrá como máximo objetivo garantizar la seguridad global, tan mal administrada en los últimos veinte años por Washington.
Es probable que el origen del conflicto al que nos referimos al describir la complicada relación de Estados Unidos con el Oriente Cercano se remita a un fracaso histórico que ha cercenado los intentos de acercamiento pacífico y silencioso de Obama, quien no ha tenido todo el éxito deseable al plantearse una nueva política exterior tan necesaria para Estados Unidos. La estrategia de poder inteligente (smart power) ideada por él pretendía preparar a Washington para producir condiciones que permitieran atender otros menesteres más trascendentes como la recuperación económica (exitosa) y encaminar las reformas internas (lo cual fracasó en algunos rubros, especialmente el político) que urgentemente se necesitan a fin de no perder aún más influencia en su papel como el modelo económico y político a nivel global.
Washington se encuentra en una situación complicada. El sistema internacional está sumido en un conflicto de grandes y muy diversas dimensiones, empezando por la inseguridad y el estancamiento económico del que parece ir saliendo poco a poco, no se digan las crisis globales de salud pública como la del ébola. Por otro lado, disminuye su influencia y poder frente a China y la Unión Europea, al tiempo que (críticos del hegemonismo incluidos) se le solicita y exige (de parte de Turquía) que se involucre en el conflicto iraquí, incluso con tropas, en el escenario de guerra.22 Así pues, Obama en lo particular se encuentra más enredado que nunca, dada la imposibilidad que le han impuesto las condiciones de inseguridad globales y las presiones políticas internas.
A diferencia de Lincoln, F. D. Roosevelt, Clinton e incluso Johnson, Obama no ha tenido la buena estrella de sus predecesores –aunque sí quizá mayor empuje y audacia en las postrimería de su periodo presidencial al hacer uso de sus prerrogativas ejecutivas con bastante eficacia–. Se trata de un personaje con ideas políticas de avanzada y de trascendencia que fue capaz de lograr la hazaña de ganar la candidatura demócrata y ser presidente por dos periodos, que no es poca cosa por tratarse del primer presidente afroamericano en lograrlo. Lo que parece haber ocurrido es que el Estados Unidos de hoy no estaba preparado para recibirlo y aceptarlo como líder en tanto expresión de la modernidad política: el racismo estadunidense, aún intacto entre algunos sectores sociales y políticos, es de los peores y más descarnados del mundo, y esto le ha impedido lograr los consensos necesarios para gobernar en calma. Es decir, Obama no ha sido aceptado –ni tolerado– por sus contrapartes ni por las bases sociales de éstos precisamente por ser de raza negra.
Por otro lado, un líder de sus características, aunque entiende el fenómeno de la guerra, no está del todo preparado para emprenderla. Nunca la quiso, no la quiere y no la va a poder hacer bien por este simple motivo. En realidad, el intelecto y la visión política de Obama, el carácter moderado y quizá excesivamente templado de su persona política hubiera correspondido más a una “modernidad distinta” de la que hubo de enfrentar cuando se hizo cargo de la presidencia. Ciertamente debe ser muy compleja la gobernanza en una democracia que perdió relativamente su eficacia debido a la debilidad estructural que sufrieron los contrapesos, a expensas de los intereses especiales y de las graves anomalías sufridas por su sistema electoral a manos de gobernadores y alcaldes predominantemente republicanos que se han empeñado en volverlo apócrifo para los fines que la xv enmienda tenía previstos.23
Guerra y conflicto: ¿desarmar y rearmar utopías?¿Será que en la agenda de la aldea global están considerados la guerra y el conflicto como una parte intrínseca del “arreglo” democrático moderno?24 En este sentido, la cuestión por debatir es si la guerra y el conflicto son ya parte de una “nueva normalidad”, de un consenso social y político autoimpuesto que explica y expresa las muchas carencias que se viven en varios frentes sociales e incluso emocionales: el público globalizado de hoy admira (ilusamente) la plasticidad épica que supone toda expresión bélica también como consecuencia de su frustración generalizada con un mundo que, como afirmara Einstein, ha avanzado tecnológicamente excediendo los valores humanitarios,25 y del vacío emocional por la precaria condición democrática y económica en que se encuentra. En este sentido, pareciera que en el marco de los estándares de vida que ofrece el mundo moderno, en unos casos más o menos satisfactorios, es el poder, su posesión, así como su iconografía estético-militarista lo que atrae fuertemente al espectador de distintas nacionalidades y culturas, no se diga a la enorme maquinaria de información global que nutre a las masas de millones de mensajes a través de los muy sofisticados medios electrónicos. En este mismo campo se encuentran la modernidad y la decadencia que se acompañan mutuamente y, aparentemente, no resuelven la contradicción en la que conviven: se trata de la contradicción del progreso, que Horkheimer y Adorno definen como el progreso en la barbarie (véase Horkheimer y Adorno, 1994).
Pudiera ser entonces que estemos ante un estado de guerra permanente, que tiene tanto una localización regional específica como un potencial de expansión a partir del impulso que ahora le dan el terrorismo y la reinsurgencia de actores informales y formales como el ei, Hamás, Irán, Israel y la Federación Rusa, que parecen dispuestos a subvertir de tiempo en tiempo todo arreglo racional del orden y los equilibrios regionales o globales.26 ¿La guerra y el conflicto, entonces, son vistos como espectáculo internáutico? Se trata de ocuparse en responder si estamos ante una sociedad mundial mediatizada o ante el creciente desafío que presenta una globalización como presumible estado de asimetría distributiva permanente y, para algunas visiones más radicales, irresoluble; que además ha sido incontestada estratégicamente por una arquitectura institucional internacional, que si bien sigue respondiendo al internacionalismo liberal originado en Westfalia, se encuentra en una situación precaria que demanda su urgente compostura.
Esto coloca en el centro del debate otro viejo tema: las sociedades locales son puestas en aprietos por la también precaria “modernidad democrática”, en espera de resultados instantáneos desde una actitud de pasividad que normaliza ciertos usos y costumbres que le dan legitimidad, tanto en el ámbito social como estatal. En efecto, frente a la agresión a la civilización en nombre de mesianismos civilizatorios, las poblaciones enfrentan solas –en muchas ocasiones sin el Estado de su lado o, en el extremo, en su contra– guerras cada vez más locales y que resultan ser poco justas. La guerra global moderna implica la subordinación de un régimen nacional respecto del sistema político invasor, por ejemplo, a través de endeudamientos financieros, dependencia política, explotación de recursos naturales, pérdida territorial (Crimea y Ucrania) y espionaje internáutico. Esto nos habla de que la sociedad no sólo ya no es dueña de su propio patrimonio social, económico, político o cultural –que son la extensión misma de sus derechos soberanos–, sino que tampoco es dueña de la guerra o de la paz.
Por otro lado aparece el enfrentamiento del yihadismo en contra de este mismo orden establecido –expresión también de los valores de la Ilustración– en el seno del cual convive y del que decide divorciarse cultural y políticamente. He aquí, de nueva cuenta, otra evidencia de la crisis que sufren la soberanía y la modernidad en el mundo del siglo xxi.
Sectores amplios de la sociedad mundial y algunos de la intelligentsia internacional se plantearon el problema de la invasión de Irak después del 11-s al manifestarse masivamente en las calles de Londres, Madrid, Bonn, Berlín, París, Nueva York y San Francisco, entre otras ciudades importantes. A pesar de esta demostración de fuerza colectiva, el Estado cedió a los intereses especiales y con ello se fracturó el consenso democrático en forma severa: el Estado (Estados Unidos) hizo la guerra en 2003a pesar de la resistencia social internacional y, por su lado, la sociedad se adelgazó y en muchos sectores se radicalizó, para beneficio de algunos actores no estatales, tal y como lo vemos hoy ante la emergencia desbocada de grupos como el ei que se han aprovechado del desorden para sembrar caos y terror o, bien, el consabido caso de la Rusia de Vladimir Putin que tan bien planeado tenía, desde el primer intento de la kgb por derrocar a Gorbachov, el asalto al poder por él y un grupo de interés corrupto y autoritario.27
En el proceso globalizador, vivimos un momento de internacionalización de la política interna, a través del efecto de la transnacionalización de los poderes formales e informales, el surgimiento de esferas de autoridad alternativas (Rosenau, 1997) –antiguamente exclusivas de los poderes estatales nacionales–, pero sobre todo, a través de un clima político-cultural en el que se impone la razón última de los grandes intereses firmemente consolidados en los sistemas de poder que dominan unos cuantos actores internacionales, quienes normalmente proponen la definición de las prioridades que dan contenido a la agenda global (incluye a los actores informales ya mencionados). Esto ocurre a través de un proceso que Toynbee denomina “anarquía por tratado” (1967), en el que la negociación por medio de un tratado se institucionaliza, pero a la vez tiende a legitimar la disputa o los medios violentos como mecanismos válidos para resolver conflictos de interés (Valdés-Ugalde, 2004).
Es quizá en este punto en donde mejor se aplica la existencia de una guerra no declarada, que a la vez es fin en sí misma –o coincidencia de intereses tolerada– y se justifica por un orden mundial que no deja de ser violento y no se permite concesión alguna. En esta lógica, se puede sugerir que, para que esta circularidad contencionista rinda los frutos prometidos en el más alto nivel de la globalización, la Pax Americana ha requerido –en una modalidad más o menos simulada, pero hoy ya mucho más evidente– de organizaciones o eventos que promuevan la percepción de “inestabilidad” con miras a un mayor y legítimo involucramiento en los asuntos mundiales, en los que la necesidad de estabilidad propia (dada la amenaza a la misma) sea la que demande este concurso. Es lo que Naomi Klein denomina la “doctrina del shock” (2008).28
Pendientes globales y de los peligros del antisecularismo (y del unilateralismo) en la vida públicaEn este examen sobre la globalidad podemos observar otros elementos clave que explicarían un nuevo momento de la era moderna en el que un mesianismo teológico (siempre de carácter conservador en cualquier acepción ideológica o secular-religiosa), o más bien un mesianismo fundamentalista, en primer lugar, se apoderó del discurso del poder en Estados Unidos por ocho años y minó los escenarios imaginarios o reales de la utopía; nos referimos a la pérdida del sentido secular del ejercicio del poder, en buena forma debido a la noción de emergencia chovinista, relativamente justificada, que provocó el 11-s.29 Esta secularidad se entiende como el espacio de superación de prejuicios e inclusión del carácter plural y diverso que hoy caracteriza a las sociedades modernas del sistema mundial, y también como el espacio de acción de un republicanismo de Estado en el que prevalece no una visión unívoca y autoritaria de civilización, sino un diálogo civilizacional abierto, plural y con la inclusión de la diversidad como la gran divisa de la modernidad. Secularismo y laicismo son un binomio que supera las cómodas estaciones de los nacionalismos redencionistas e iluminados que gradualmente anulan los avances democráticos.
En segundo lugar, de forma similar, pero a la inversa, la ausencia de moderación desde el fundamentalismo islámico deviene en terrorismo islámico yihadista, fascista y reaccionario por definición, y en violencia sin Estado y, en consecuencia, sin legitimidad bélica alguna. Esta forma de asumir el conflicto por parte del extremismo islámico ha logrado convertir los ámbitos de la política heredera de la Ilustración en Europa, Estados Unidos y en partes de Oceanía –no se diga en las zonas de influencia de aq y del ei en África del Norte y el Oriente Próximo– en escenarios de guerra irregular que amenazan con convertirse en una forma de vida en varias partes del mundo, y aplazar así, indefinidamente, la urgente reorganización de la arquitectura global con miras a una reconstrucción del dañado orden que heredamos de Westfalia.
Por lo demás habrá que preguntarse si estamos hablando de un momento del ejercicio del poder mesiánico que ha otorgado derechos diferentes para el intervencionismo y la conjura durmiente del terrorismo mundial, hoy desprovisto de una causa racional mínimamente aceptable en estos complejos tiempos del inicio del siglo xxi. Para lograr esto, se requiere lograr como un imperativo, una asociación virtuosa –y clásica por derecho propio– entre hegemonismo y guerra y de terror versus orden civilizacional. Se da así una nueva etapa en la que se delinea una reconfiguración del poder global a través del uso de la guerra justa como subterfugio. ¿Se trataría entonces del neohegemonismo como una forma de vida y un estado de ánimo (Bellum Justum), y de la guerra santa también como un estado de ánimo e inicio de una nueva configuración fronteriza y de reposicionamiento de muy diversos actores a nivel regional y mundial?
Nos dicen Hardt y Negri, “el enemigo, al igual que la guerra misma, llega a banalizarse (se lo reduce a un objeto rutinario de la represión política) y a absolutizarse (como el Enemigo, una amenaza absoluta al orden ético)” (2000).30 Este paradigma funciona ya en términos por completo positivos y no podría ser de otro modo. Se trata de un paradigma que es tanto un sistema como una jerarquía, una construcción centralizada de normas y una extendida producción de legitimidad difundida a lo largo y a lo ancho del espacio mundial. El desarrollo del sistema global (y del derecho neohegemónico en primer lugar) parece ser el desarrollo de una máquina que impone procedimientos de acuerdos continuos (Toynbee, 1967) que conducen a equilibrios sistemáticos, una máquina que crea –aunque precariamente– un continuo requerimiento de autoridad.
En este marco, algunas transiciones a la democracia son poco tolerantes frente a la diversidad cultural y a la trascendencia de las culturas, ya que con frecuencia son impuestas y, por lo tanto, poco funcionales para quienes las transitan, aunque muy lucrativas para quienes se benefician durante los “procesos civilizatorios” que se impulsan paralelamente. De hecho “muchas democracias nominales se han movido hacia la autocracia, manteniendo la apariencia de democracia a través de elecciones, pero sin las instituciones y los derechos ciudadanos que son igualmente aspectos importantes de un sistema democrático funcional” (The Economist, 2014). Por lo demás, la globalización, tal y como se está desarrollando, trae consigo formas de control y manipulación que resultan antidemocráticas y, hoy por hoy, caóticas, si atendemos al desorden que provocó la excesiva desregulación financiera propia del neoliberalismo económico extremista y ortodoxo que detonó el sistema financiero internacional en el septiembre negro de 2008. Por otra parte, la carrera hacia la constitución de un califato mundial, tal y como lo demanda el ei, es la expresión delirante desde el otro lado, de este desierto deshabitado que es el ya muy antiguo orden global y que ha hecho agonizar, por un largo tiempo, las expectativas sobre la democracia islámica.31
Con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, dadas sus particularidades socioculturales y la estrategia de política exterior notoriamente multilateral que puso en curso, la configuración de la estrategia de control de la administración Bush teóricamente empezó a desmantelarse por el regreso del Centro Racional en la toma de decisiones en Washington (Halper y Clarke, 2007). Habrá que ver cómo hará el 44° presidente para conciliar la contradicción del secularismo y el nacionalismo redencionista, ahora que el peso de lo doméstico le puede complicar su relación con lo global o el peso de lo global le puede atrofiar todo el legado que se dispone a dejarle a Estados Unidos.32 Buenas muestras de esto fueron la emergencia de la Ley Arizona, mejor conocida como SB1070, la toma que el gobierno israelí hizo de los buques conformados por la Flota de la Libertad, así como la Orden Ejecutiva de Obama para regularizar a los indocumentados y recomponer el sistema migratorio.33
Haciendo una revisión de la etapa sombría que aparentemente aún no concluye en Estados Unidos, el unilateralismo estadunidense se convirtió en el elemento predominante de la política mundial, lo cual impidió los consensos y deterioró aún más la convivencia en el seno del sistema internacional. Todos los mecanismos, las reglas multilaterales, estándares, salvaguardas y procedimientos establecidos por Estados Unidos para regular y promover la cooperación entre democracias fueron desafiados continuamente por Washington mismo. Se trata de uno de los rasgos más visibles y autodestructivos que caracterizaron al gobierno de Bush. La tendencia ya dibujada desde que Estados Unidos denunció y renunció al protocolo de Kioto se reforzó en forma dramática a raíz del 11-s, sobre todo con el vigoroso avance del gobierno de Bush hacia una guerra para imponer un “cambio de régimen” en Irak, al grado de que Condoleezza Rice, que en ese momento fungía como asesora de Seguridad Nacional, afirmó que su gobierno actuaría desde el terreno firme de los intereses nacionales, no desde los de “una comunidad internacional ilusoria” (2000). De nuevo se trataba de una ofensiva con impulsos insulares de parte de Washington, de una declaración, por demás sugerente, acerca de las claras intenciones del establecimiento estadunidense de imponer al mundo, a toda costa, un proyecto no incluyente de política exterior.
Fronteras: más allá de la agónica GeocrafíaEn la dinámica de la globalización vivimos en forma aún más profunda un desvanecimiento de las fronteras, la creación de espacios más vastos y la reducción relativa de las diferencias étnicas o nacionales. Nos dice Magris: “la frontera es doble, ambigua; en unas ocasiones es un puente para encontrar al otro y en otras una barrera para rechazarlo. A menudo es la obsesión de poner a alguien o algo al otro lado” (2001). Existe la idea de que la globalización propiciaría la convivencia armónica, la prosperidad compartida y la solidaridad humana, así como una dinámica pluri, multi e intercultural, mayor y más diversa. Presenciamos, no obstante, el surgimiento de movimientos de identidad nacional, tribal o individual frente a la universalización del conocimiento y el poder. Surgen guerras regionales, violencia, terrorismo y facciones subnacionales en rebelión permanente contra la diversidad y la integración. Estas facciones basan su identidad en valores culturales, nacionales, religiosos; y en lo general se equivocan. Tal es el caso de todos los desprendimientos extremistas y fanáticos del yihadismo, y también los movimientos de grupos sectarios, o bien de partidos políticos, que basan su práctica política en la intolerancia y el desprecio a la inclusión, la diversidad social y el respeto a los derechos humanos.34
Por otro lado, existen otras tendencias políticas, con un basamento político ciertamente más formalizado al interior de un sistema específico, que tienen sus demandas particulares y sus estrategias para hacerse oír. Se perciben similitudes en la expresión última de estas demandas: libertad para decidir su propio destino, independencia, rescate del sentido de comunidad, justicia social, igualdad y participación política dentro –no todas– del marco de una convivencia democrática cada vez más amplia, pero también ambigua y en diversos casos inefectiva. Hoy la globalización no se ha afirmado como un espacio desde el que se fomenta e impulsa la diversidad; se trata de un espacio social, cultural, económico y político complejo y multiforme; tiende a ser más bien excluyente y divisivo, y sus beneficios macroeconómicos y macropolíticos favorecen a sectores minoritarios y desfavorecen a los mayoritarios. Se trata de un proceso en que se empiezan a provocar eclosiones locales e internacionales de alta intensidad y, sobre todo, falta de entendimiento sobre una agenda global de prevención y contención de riesgos.
El proceso de globalización ha impactado en diversos contextos sociales críticos así como en los modelos económicos. Tal es el caso de la resignificación de frontera, migración, soberanía y democracia, entre otros conceptos labrados al interior del marco histórico general heredado de la Paz de Westfalia.
En nuestros días, el concepto de frontera se extiende más allá de la dimensión geográfica. Es decir, se trata de una entidad con una plasticidad y elasticidad nuevas y desafiantes. Existen actualmente las fronteras de hábitos, lenguas, costumbres, tradiciones, miradas y valores en las principales capitales del mundo, entre musulmanes, indios, hindúes, cristianos o budistas; africanos y latinoamericanos; asiáticos y europeos y otras comunidades subnacionales. Según Paolo Cuttitta, la idea tradicional de frontera corresponde a la concepción del Estado moderno tal y como surge después de la Paz de Westfalia en 1648, íntimamente ligado al concepto de Estado-nación vinculando casi de manera automática a identidad con territorio (2006).
Justamente la evolución del Estado y las relaciones sociales han flexibilizado el concepto de identidad, permitiendo así el reconocimiento de Estados multinacionales y sociedades globales, lo cual contrasta con el principio de territorialidad que ha permanecido inamovible. Esta evolución, empujada por la creciente movilidad de bienes, servicios y personas, ha puesto en crisis a la territorialidad como precondición para el ejercicio de la soberanía y la “integridad” del Estado, dando paso a una serie de dimensiones no materiales que generan fronteras alternas a las territoriales. Eric Hobsbawm ilustró con claridad el estado de crisis en el que se encuentra el Estado en el nuevo siglo, al referirse al quinto cambio como la erosión y el debilitamiento sistemático de la autoridad de los Estados: de los Estados nacionales dentro de sus territorios y, en muchas partes del mundo, de cualquier clase de autoridad estatal efectiva. Según el historiador inglés, puede que hubiese sido previsible, pero se ha acelerado hasta un punto que no se hubiera esperado (2010).
Simultáneamente a esta crisis del Estado, estas nuevas fronteras podrán carecer de la propiedad de ser delineadas físicamente, pero tienen el atributo de haber sido generadas desde el conjunto de redes que esta mayor movilidad, propia de la globalización, ha creado, independientemente de la contigüidad espacial de los sujetos y actores involucrados, y gracias a los nuevos desarrollos tecnológicos y económicos. Así es como se van creando fronteras más humanas, probablemente más subjetivas, movibles y difusas, pero que transparentan con mayor fidelidad las relaciones de poder, subordinación y soberanías múltiples, las identidades y pertenencias culturales, y los límites de la tolerancia (Cuttitta, 2006).35
Cuttitta va más allá en el análisis de la frontera en el espacio global y propone una serie de conceptos de frontera para el estudio de los fenómenos migratorios transfronterizos, como es el caso de la migración latina a Estados Unidos. En estos conceptos, la contigüidad territorial juega un papel preponderante en la dinámica social; por ejemplo frontier (frontera) y boundaries (límites) se diferencian en que la primera es zonificada y mucho más desdibujada y amplia, y la segunda se refiere a tajantes líneas de división. Por otro lado, la propuesta basada en el análisis de Ratzel reconoce que la primera funciona como un espacio amortiguador entre entidades contiguas, una “zona fronteriza” idealmente neutral entre los dos territorios, que tiene como función la prevención de conflictos sin obstaculizar las actividades comerciales y permite también la creación de una identidad fronteriza (Cuttitta, 2006).
El concepto de zona fronteriza puede extenderse más allá de lo territorial y evidenciar una serie de zonas fronterizas culturales, sociales, económicas y políticas que son las que mejor pueden reflejar la actualidad de las fronteras. En el caso de la frontera norte de México, por ejemplo, esta zona ha dejado de ser considerada amortiguadora y se la ha destinado a ser una línea hipervigilada, dibujada pero también constreñida por un muro de 1100 kilómetros que rompe las redes transnacionales de vinculación –muchas de ellas no legales–, no facilita la resolución de conflictos y entorpece los múltiples intercambios que acompañan a la integración social. En suma, afecta la convivencia y el ejercicio de la diplomacia bilateral.
La prevalencia de lo unívoco, ¿hacia el fin del multiculturalismo o la migración como el problema no resuelto de la modernidad?Una visión unívoca de civilización no es viable, ya que el proceso de integración/mezcla de las diversas culturas e identidades en el marco de la diversidad occidental es por naturaleza, aunque polémicamente, benéfica y enriquecedora, a la vez que oxigena el entorno de la vida pública, pluralizando la interacción social e, incluso, promoviendo el debate político acerca de la viabilidad que tiene, en el marco de la sociedad abierta, la reorganización democrática de la multiinclusión como divisa de la modernidad. En este escenario, el futuro del mundo globalizado, si bien se prevé mestizo y en una dinámica de interacción constante, no se avizora tan tolerante y libre como quisiéramos, pues sufre el acoso de tendencias conservadoras y nativistas, tanto seculares como no seculares, formales como informales, internas como externas.36
Empero, algunos acontecimientos que han llegado a los titulares de la prensa en los últimos años impulsan la preocupación de distintos sectores gubernamentales, políticos y académicos. Éste es el caso de los atentados terroristas del 11 de marzo de 2003 en Madrid y el 7 de julio de 2005 en Londres, así como el artero asesinato del cineasta holandés, Theo van Gogh por un yihadista de origen marroquí en pleno centro de Amsterdam; también las más recientes expresiones ultramontanas de musulmanes europeos y occidentales por la publicación de las caricaturas editoriales del profeta Mahoma en la prensa danesa,37 y últimamente, el 7 de enero de 2015 en París, la masacre terrorista provocada por tres gatilleros que, queriendo “vengar” al profeta Mahoma, decapitaron a la dirección de la revista satírica Charlie Hebdo (fueron 11 en total los muertos del equipo, más un policía de credo musulmán y 11 los heridos de gravedad), que había plantado cara al extremismo islámico representado por aq y el ei y al uso político de Mahoma, usando el humor satírico de sus caricaturas. Asimismo, los dos días siguientes, el 8 y el 9 de enero, el mundo atestiguó cómo un sólo individuo en coincidencia con las acciones de los responsables del anterior hecho, penetraba en un mercado judío matando a cuatro rehenes, después de matar a una mujer policía en plena calle. Ambos actos barbáricos fueron reivindicados por ambas partes como parte de una ofensiva presumiblemente combinada de aq y el Estado Islámico.
Si a esto aunamos la violación de los derechos humanos por Estados Unidos en Guantánamo, en Siria por el régimen de Bashar al-Asad, en Irak y Siria por el EI y en diversos lugares de África por Boko Haram, nos invade la sensación de que el multiculturalismo no sólo es una realidad compleja, sino quizá una que también está en crisis. Estas manifestaciones, presentes y latentes en el mundo occidental que recibió, acuñó y dio cabida a la filosofía multiculturalista como un espacio alternativo para las demandas de diversidad, sufren hoy las consecuencias de una “tolerancia” que, a la vez, intimida y coarta las libertades de los sistemas democráticos occidentales.38
No obstante lo anterior, existen interpretaciones que defienden el hecho de que el multiculturalismo en Europa fue parte de una construcción estatal que incluyó y categorizó a algunas minorías, sin que necesariamente éstas lo hayan pedido o se hayan integrado socialmente como resultado. Resaltan los casos de los turcos en Alemania, los inmigrantes magrebís (Marruecos, Túnez, Argelia y Libia) en Francia o la población inmigrante de Bangladesh en el Reino Unido, más en particular en el barrio de Bethnal Green en Londres.39 El multiculturalismo se define como el espacio sociocultural en el que cohabitan poblaciones diversas, generalmente de inmigrantes. El término “envuelve tanto una descripción de la sociedad como una prescripción para manejarlo” (Malik, 2015).
El multiculturalismo, nos dice Rieff, siempre ha sido una forma breve de referirse a ese futuro armonioso. Como sentimiento era irreprochable, pero como ideología nunca ha sido congruente. Los postulados del multiculturalismo no aciertan en cuanto a las categorías intelectuales. El multiculturalismo en Europa ha demostrado ser una doctrina para tiempos de paz y prosperidad económica, no para los de transformación económica y política. Por lo tanto, Europa se encuentra, en el marco de una relativamente armoniosa y tolerante política de inclusión social, atrapada entre la dependencia de la fuerza laboral de los inmigrantes y la agitación que atraviesa el mundo islámico y subdesarrollado (2006). Este es el caso de las migraciones laborales en América del Norte: los migrantes mexicanos, centroamericanos y latinos viven estancados en la informalidad, pero a la vez “pertenecen” al mundo anglosajón. Aunque se trate de un acontecimiento hacia el progreso civilizatorio digno de celebrarse, se entiende que el multiculturalismo tiene ciclos de relativo auge y declive.40
En términos de Delgado-Gal, la inocencia del multiculturalismo es fruto de un error categórico (2006). El multiculturalismo asume que en Occidente, Europa, Estados Unidos y América Latina –con sus excepciones– no se mata a nadie por opinar lo que no piensa la mayoría. De aquí se concluye que esta sociedad pudiera ser infinitamente elástica. Se pensaba que la sociedad occidental podía soportar cualquier cosa, ya que a partir de la Ilustración se establecieron principios fundamentales ahora identificados como de Occidente, basados en la razón, la disciplina de la libertad y la tolerancia y no de la colectividad y la cerrazón (Delgado-Gal, 2006); sin embargo, esta sociedad tolerante no está exenta de la movilidad de recursos propia de esta época y, por lo tanto, también evoluciona.
Si bien los principios se mantienen como primigenios y fundacionales, el proceso de reconfiguración social que se va afianzando por la integración de facto de migrantes y por la generación de redes culturales alternas puede derivar en un enfrentamiento de principios, válido en el marco del diálogo multicultural, pero intolerable si genera extremismos de intolerancia, polarizantes, violentos, mortales y terroristas. Tal es el caso ciertamente, del extremismo religioso, principalmente de cuño islámico, pero también lo es más recientemente, el extremismo liberal/secular.41 Esto en conjunto forma un enfrentamiento de principios que irónicamente es posible por la libertad y la tolerancia que se fomentan en el seno de la sociedad que se hace llamar multicultural.
De acuerdo con Suarez-Orozco, existen tres grandes diferencias entre Europa y Estados Unidos en materia migratoria (2006). Primero, la combinación del Estado de bienestar y las políticas laborales en Europa están creando un enorme problema para los migrantes de segunda generación, ya que, si bien tienen acceso limitado a los servicios educativos, sufren aislamiento, discriminación y racismo en el mercado laboral.42 En contraste, en Estados Unidos existe una poderosa segmentación en el mercado laboral de acuerdo con la educación universitaria que el ciudadano recibe. Así, Estados Unidos puede ser el cenit del éxito profesional con respecto de la educación y de la competitividad del mercado laboral. Es de llamar la atención que una tercera parte de los migrantes altamente calificados que permanecen en ese país le recompensan cincuenta billones de dólares al año a la economía estadunidense (Suarez-Orozco, 2006). Una segunda diferencia es que en la mayoría de los países europeos, la migración económica y legal se detuvo relativamente a principios de la década de los setenta (2006).43 En este sentido, la integración social y la movilidad migratoria trasnacional son limitadas en contraste con la movilidad social y laboral que se experimenta en Estados Unidos.
Finalmente, una tercera diferencia es que en países como Dinamarca, Suecia y Alemania, por mencionar algunos casos complejos, los migrantes no tienen un lugar asignado en la narrativa cultural de la nación, es decir, no son considerados agentes de cambio social. En contraste, en Estados Unidos asistimos a un fenómeno de gran originalidad en el mundo moderno: la migración y sus agentes son un centro cuasi sagrado de la narrativa histórica, política y social desde sus inicios como nación y, también, un tema al que se recurre con obsesión cada vez que sectores de la clase política quieren salir en defensa de la seguridad nacional en tiempos de crisis de seguridad o recesiva. La problemática migratoria en el debate interno en Estados Unidos refiere principalmente a la naturaleza indocumentada de los migrantes, no a la integración a la cultura e identidad estadunidenses. En Europa los problemas se refieren a cuestiones culturales, como nacionalidad por nacimiento, matrimonio, libertad de expresión, igualdad de género, separación de la religión en asuntos políticos, entre otros (Suarez-Orozco, 2006).
La cuestión relevante por considerar es que sólo existen identidades individuales y los individuos, seres pensantes y sensibles, con intereses y anhelos, quienes aprenden de su experiencia y consiguen modificar su entorno social. En este sentido, los migrantes no sólo envían remesas a sus familias, sino también ideas, actitudes, valores y modelos que irán aclimatando entre nosotros hasta sustituir la particular cultura cívica y económica de los países de origen, no se diga la influencia que ejercen en el país de acogida. El reto será superar los viejos prejuicios nacionalistas y populistas. La situación migratoria es compleja en exceso. Se requiere de una nueva visión y de un cambio en las formas en que el tema se ha manejado dentro y fuera de las naciones expulsoras (Castillo et al., 2000).
En todo caso, la campaña electoral de 2008 en Estados Unidos (y con mucha seguridad también lo hará la de 2016) reveló dos realidades con exigencias encontradas: el poder de la comunidad latina crece en términos de su aportación a la economía estadunidense, su participación en la toma de decisiones políticas y la presencia de la cultura migrante en la sociedad estadunidense, lo cual respalda la demanda de una amplia reforma migratoria.
ConclusionesPor muy sonora que sea esta reivindicación, la contención de la crisis económica, la reconciliación nacional y el rediseño de una estrategia de seguridad que pueda enfrentar las amenazas contemporáneas y refleje protección, reivindicando a Estados Unidos en el ámbito internacional, pasan a segundo o tercer término frente a las tareas prioritarias de la administración de Obama, tales como la crisis en Irak y en Siria. La reivindicación de Estados Unidos es una prioridad impostergable dadas las urgencias del país; frente a su condición de relativo decaimiento como gran potencia en el marco de un proceso de globalización de enorme dinamismo y velocidad, está urgido de una relegitimación si aspira a jugar un papel activo en el reordenamiento que el sistema mundial demanda. Esto se logrará sólo con una estrategia multilateralista, a fin de que se sienten las bases para una gobernanza global mucho más equilibrada, tanto en lo que toca al papel de las instituciones internacionales, como en el que tienen los jugadores más destacados dentro de ellas.
Si bien es admisible que los términos que impone y que se asimilan voluntariamente de la globalización son parte de una realidad global sumamente compleja, también son muchos los retos de los Estados frente a la globalización, pero, tal y como se argumenta en este trabajo, serán quizá las migraciones, las libertades y derechos humanos individuales y colectivos, el progreso, el desarrollo y la guerra los que acabarán concentrando cada vez más las complejas realidades de un mundo que es diverso en todos los aspectos, pero cerrado cuando se trata de aceptar realidad y principios, derechos y libertades de los sectores de población más expuestos y desprotegidos de la globalización. Frente a esto el Estado tiene el mayor reto de la modernidad; resolverlo exitosamente dependerá en buena medida del modelo de progreso sustentable que el Occidente más desarrollado se ha empeñado en preservar desde la Ilustración, lo cual podrá garantizar un orden mundial relativamente más estable, próspero y pacífico.44
Este trabajo fue desarrollado durante mi estancia sabática en el Lateinamerika-Institut, de la Freie Universität-Berlin (lai-fu), para la cual gocé del apoyo de la dgapa, unam, y del Conacyt, a quienes expreso mi agradecimiento.
El uso político por parte de los Estados involucrados de la crisis migrante de refugiados de guerra, que estalló en la Unión Europea en agosto de 2015, acentúa aún más esta contradicción.
Piketty (2014) ha planteado que en la actualidad el 1 por ciento de la población mundial tiene acceso a los mayores índices de concentración de riqueza de la historia del capitalismo. También propone que el desempleo es la mayor fuente de desigualdad. Se trata, según Kobrin (2001), de identificar el amplio y verticalmente integrado sistema fordista se desintegra como resultado de su reemplazo por “firmas que organizan una porción significativa de transacciones económicas internacionales en el marco de sus jerarquías administrativas. En su lugar, un complejo sistema de redes y alianzas emerge, dentro del cual la tecnología de la información facilita la integración y coordinación de operaciones geográficamente dispersas. Un sistema internacional de producción está siendo sustituido por una compleja ‘web’ de redes electrónicas interconectadas”.
En la globalización, el Estado nacional ha tendido a agruparse en regiones económicas de competencia. El caso más claro es el conocido como la triadización de las Américas, Europa y Asia-Pacífico. Las naciones que conforman la triada (en conjunto, los mercados más grandes del mundo) y que en la actualidad tienen en la región Asia-Pacífico un nuevo y original derrotero para contener a China se integran mayormente, mientras que los países menos desarrollados o que no forman parte de ninguna de estas regiones económicas han sido abandonados como lugares exclusivos para la inversión. Véanse Held y McGrew (2000) y Held (2010; 2004; 2003).
La debilidad de los Estados se expresa en la incapacidad de cubrir las funciones de los gobiernos: 1) garantizar la seguridad de la población en contra de conflictos violentos, 2) cubrir de manera competente las necesidades básicas de la población (por ejemplo, alimentación, salud, educación) y 3) gobernar de manera legítima con la aceptación de la mayoría de la población. Así, un Estado débil sufre de carencias significativas en materia de seguridad, desempeño y legitimidad, y es un factor de riesgo a nivel internacional por el terreno fértil que presenta para la generación, por ejemplo, de células terroristas y el efecto de derrame hacia Estados vecinos. Véase Rice (2006).
La excepción sobresaliente, aunque inesperada, es la de Rusia, que ha estado confrontando varias sanciones económicas por parte de Estados Unidos y los aliados occidentales, debido al conflicto fomentado por Vladimir Putin en Ucrania. Véase Motyl (2014) y Dawisha (2015). En este último libro se describe cómo Putin, rodeado por una camarilla de políticos y nuevos empresarios, se ha apoderado del Kremlin para reorganizar lo que denominan en ese centro de poder como un imperio euroasiático que hoy incluye una unión aduanera, una unión económica y, recientemente, una unión euroasiática.
En el tema de la cleptocracia, el caso más representativo, de entre los actores globales relevantes, es el de Rusia. A la luz de los casos de corrupción históricos el exsenador Henry Scoop Jackson decía: “los rusos son como los ladrones que entran al corredor de un hotel, buscando en todas las puertas. Cuando encuentran una abierta se meten” (citado en Gedmin, 2014).
El caso ruso es por demás notable, más aún en la era de Vladimir Putin, que ha hecho muy evidente el fracaso de la transición rusa. Véase Valdés-Ugalde (2007) y Laïdi (1997). El caso del régimen venezolano, por su parte, ha recurrido, con Maduro, a una retórica nacionalista que ha sostenido precariamente al régimen represivo que prevalece en ese país.
Visto desde Europa y Estados Unidos, este proceso se encuentra sujeto a un estricto y polémico escrutinio. sobre todo en lo que se refiere a la calificación democrática que afecta negativamente a la mayoría de estos países, principalmente a la Federación Rusa, a China y a algunos miembros de los brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) (Castañeda, 2010).
Entre los estudiosos del sistema internacional y la globalización es apremiante desarrollar nuevos análisis sobre el papel que los actores no estatales tienen en la reconfiguración del régimen económico y político global. Véase Haigh (2013) y Fogarty (2013).
Gamal Abdel Nasser fue presidente de Egipto entre 1956 y 1979, año en que murió. Después de derrocar a la monarquía, Nasser formó un movimiento nacionalista que reunía a los principales actores estatales del globo que se oponían a la influencia de Estados Unidos en el sistema internacional.
Hemos empezado a ver cómo los republicanos, en una afán revanchista –que es consecuencia de la incapacidad del Grand Old Party (gop) para desmarcarse del Tea Party–, empiezan a combatir los grandes temas en que Obama ha podido avanzar mal y poco: reforma migratoria, reforma del sistema de salud, los acuerdos del G5+1 con Irán, y quizá muy pronto se podrán ver reacciones en contra del acercamiento entre Washington y La Habana.
Esto lo denominan los militares la “Fase IV”, que es el periodo inmediato después de la victoria y que supone la estabilización del país después de una intervención como la de Irak en 2003. Véase Boot (2014).
Después de los resultados electorales en Israel del 17 de marzo de 2015, se hace impensable el cambio de correlación de fuerzas, toda vez que Netanyahu basó su campaña en la negativa a reconocer el Estado palestino y en la desocupación de los territorios. Habrá que ver si el laborista Issac Herzog es capaz, junto a otras fuerzas parlamentarias menores, de contrarrestar el extremismo de Netanyahu, el cual, en mi opinión, tendrá un éxito de pronóstico reservado, pero sí radicalizará para mal las posturas de las partes, además de maniatar a Washington respecto del conflicto árabe-israelí.
Aceptar a Estados Unidos será un imponderable para la Unión Europea y otros actores de relevancia, dada la reemergencia de Estados Unidos como potencia económica y del dólar como la moneda de cambio global.
Un buen ejemplo son los ataques terroristas del 7 de enero de 2015 en París en contra de la revista satírica Charlie Hebdo, así como los perpetrados el 8 y 9 de enero en contra de la policía y de un supermercado con clientela predominantemente judía. Véase Valdés-Ugalde (2015a).
Sobre el papel desempeñado por Hillary Clinton en el Departamento de Estado y la discusión de hasta dónde ella misma jugó el papel de “halcón” en la hechura de la política exterior de Obama, véase Lieven, 2014.
El colmo ha sido el sanguinario asesinato del piloto jordano, Moaz al-Kasasbeh, quien fue quemado vivo por esta organización a principios de enero, incluso en tiempos en que Jordania se encontraba negociando con el ei el intercambio de prisioneros. Jordania ha declarado que su respuesta sería “terrible” y ya ha redoblado junto a los europeos sus esfuerzos en la alianza con Estados Unidos para derrotar al terrorismo (Valdés-Ugalde, 2015b).
La reciente decisión de Vladimir Putin de atacar objetivos del ei en Siria tiene como objetivo posicionarse como parte interesada en el conflicto y eventualmente utilizar su nueva posición militar para distraer a Occidente de la intervención rusa en Ucrania y lograr la eliminación de las sanciones occidentales contra Moscú (Gordon, 2015).
Para agosto de 2015, ciertamente esta relativa debilidad se ha modificado a favor de Estados Unidos, con la importante recuperación global del dólar.
La enmienda constitucional referida dice en sus secciones 1 y 2, a la letra, lo siguiente: “el derecho de los ciudadanos de Estados Unidos a votar no podrá ser negado por los Estados Unidos o cualquier Estado con base en consideraciones de raza, color o condiciones previas de servidumbre […]. El Congreso tendrá el poder de reforzar este artículo con la legislación apropiada”. Este derecho ha sido negado en los bastiones republicanos que han redistritado las regiones electorales en muchos estados estratégicos de la Unión con el fin de evitar que las minorías demócratas voten y se vuelvan un factor determinante en los resultados electorales. En 2010 los republicanos se hicieron cargo de aprobar leyes que al tiempo de anular derechos de voto para las minorías, restringían su derecho constitucional cuando exigían “prueba de nacimiento para registrarse a fin de ejercer el sufragio, cerrar diversas avenidas de registro como votantes, restringir el voto temprano, desconociendo antiguos convictos, y exigiéndoles identificaciones oficiales con foto para votar –todas las medida apuntaban en forma desproporcionada a afectar a comunidades de negros y otras minorías–”. Los estados donde se aplicó este bloque de medidas antidemocráticas son Alabama, Alaska, Arizona, Georgia, Carolina del Sur, Dakota del Sur y Texas. Berman sostiene que el resultado de la campaña conservadora en contra del “Voting Rights Act” (vra) es “un Sur más blanco, un gop más conservador que ha suprimido así a un electorado cada vez más diverso” (Berman, 2013).
La presidencia de Barack Obama y la estrategia de política exterior de poder inteligente abren un debate en cuanto a la vigencia de la guerra como parte del arreglo democrático moderno; sin embargo, la continuación de la guerra en Afganistán y la presencia militar en Pakistán dan cuenta de su validez. Asimismo, también se pone en evidencia esta realidad en lo que parece ser la nueva y alarmantemente cambiante geopolítica regional de Irak y los ataques quirúrgicos de Estados Unidos y sus aliados. Pareciera que en este delicado tema ha prevalecido la lógica del “ejecutivo unitario” de Richard Cheney.
“It has become appallingly obvious that our technology has exceeded our humanity”. Einstein citado en Dallmayr (2013: 59).
Si bien se veía con optimismo la participación de Rusia en el acuerdo de contención nuclear frente a Irán, el G5+1, ahora es más claro para los observadores que la impredictibilidad de Putin hace inviable contar con Moscú en negociaciones que permitan lograr la estabilidad regional (Siria). Aunque aún no ocurre, según reportes recientes, su salida de este grupo puede ser un hecho si no hay acuerdos sostenibles pronto (Bender, 2015).
Véase Dawisha (2015). Ocurre ahora con Rusia lo que desde mediados de los noventa Yegor Gaidar, el arquitecto de las reformas de mercado en ese país, había advertido: “una unión entre la mafia y la corrupción burocrática puede crear un monstruo que no tiene equivalente en la historia de Rusia: un Estado mafioso todopoderoso, un verdadero pulpo”. Por su parte, Karen Dawisha relata hechos que podrían confirmar los temores de Gaidar. Su tesis principal es que el avance al poder de Putin no fue accidental, sino parte de un plan de grupo y un método predeterminado sobre los que él comanda. Se trata de “un grupo que no ‘se perdió’ en el camino democrático; nunca tomó ese camino”. ¿Cómo se ejerció el control? Nos dice Dawisha: “transformando una oligarquía independiente del Estado y más poderosa que éste, en una estructura en la cual los oligarcas se han servido a placer con la complicidad de los funcionarios del Estado, quienes han ganado y ejercido control económico […] tanto para el Estado como para ellos mismos”. El resultado: 110 individuos controlan el 35 por ciento de la riqueza rusa, de acuerdo con Dawisha. La autora describe cómo se gestó la fusión entre la policía secreta (Putin fue agente de la kgb en Dresden cuando cayó el Muro de Berlín), la mafia y los oligarcas con tentáculos que abarcan casi cada aspecto de la vida en Rusia, e incluso más allá de ésta, incluyendo desde luego los controles absolutos que ejerce el Estado sobre los medios de comunicación, en especial la televisión (Valdés-Ugalde, 2014). Existen, entre algunos rusólogos, opiniones divergentes de la del autor y que han decidido dar a Putin el beneficio de la duda. Véase Gutiérrez del Cid (2015).
Parecería que Obama, en algunas de sus decisiones estratégicas, ha sido acorralado, siendo quizá la propuesta ejecutiva de reforma migratoria, las negociaciones nucleares con Irán, los acuerdos sobre cambio climático firmados con China con motivo de la reunión de la opec (Organization of the Petroleum Exporting Countries), la orden ejecutiva para regularizar cinco millones de inmigrantes y la reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba las decisiones más trascendentes que podrían explicar al mejor Obama de su mandato.
Es del conocimiento público que George W. Bush declaró que sus decisiones sobre Afganistán e Irak fueron motivadas por sus diálogos con Dios. Véase Kengor (2004).
Ulrich Beck ha introducido, refiriéndose a la globalización, el concepto “cosmopolitanismo banal” para describir cómo lo familiar y lo local se convierten en el “campo de juegos de experiencias universales” (citado en Dallmayr, 2013).
No termina el debate sobre el futuro de las democracias en los países musulmanes de Oriente cercano, en los que prevalece una priorización de lo divino en los asuntos públicos. La secularidad es escasa, así como lo es la separación entre Estado e Iglesia. Este fracaso no sólo se ha visto en Siria, Irak, sino también en los países del norte de África que parecían vivir un muy fresco proceso de renovación y reformas cuando tuvo lugar la llamada “primavera árabe”.
Se impone ver el informe del Senado de Estados Unidos de diciembre de 2014, en el que se condena dura mente los métodos crueles e inefectivos (incluida la tortura) usados por la cia con los presos de Guantánamo. En palabras de John Hudson, “The report argues forcefully that enhanced interrogation does not result in reliable information and can often result in false confessions. In one case, a detainee copped to attempting to recruit African-American Muslims in Montana, a dubious claim given that blacks make up less than 1 percent of the population in the state. Two of the military psychologists who advised the agency to use waterboarding, James Mitchell and Bruce Jessen, had never conducted any real interrogations, but had lead a training program that prepared Air Force personnel to resist torture if captured by communist foes during the Cold War. That program was never intended for use by American interrogators because it was known to produce false confessions” (Senado de Estados Unidos, 2014).
Paradójicamente, y por más que ocupe el máximo puesto de poder, Obama es un actor asediado por diversos órdagos que lo atacan desde el Congreso y otros sectores de las elites.
Ejemplos sobran: los neonazis y Patriotas Europeos contra la islamización de Occidente, en Alemania; el Frente Nacional en Francia, el Partido de la Independencia del Reino Unido, el Partido de la Libertad Austriaco, el Partido de la Libertad Holandés o el Partido del Progreso Noruego.
Cuttita plantea que “los grandes desarrollos económicos y tecnológicos dan bases más sólidas para la multiplicación de subjetividades internacionales y de sus interdependencias, así como para la desterritoliarización de las relaciones de poder y para el fin del orden del Estado-nación internacional” (2006).
Me baso en la noción de “postsecularidad” acuñada por Jürgen Habermas y retomada por Dallmayr, que interpreta como sigue: “una dirección, en donde la fe religiosa es en algún sentido ‘secularizada’ al ser adaptada o considerada aceptable para el discurso secular moderno; y otra dirección en donde la fe triunfa sobre el secularismo suprimiendo éste y su corolario moderno (la Ilustración)” (2013).
Doce caricaturas editoriales publicadas en el diario danés Jyllands-Posten en septiembre de 2005, y que fueron reproducidas posteriormente por otros diarios europeos como el francés Charlie Hebdo, el alemán Die Welt, el Slobodna Bosna, el sueco Expressen y el noruego Magazinet, entre otros. Incluso el periódico egipcio El Fagr publicó seis de estas caricaturas durante el Ramadán de ese año acompañándolas de un artículo de condena categórica. Esta controversia generó, a su vez, múltiples condenas de líderes musulmanes, exigencias de rechazo por parte del primer ministro danés, Anders Fogh Rasmussen, demandas y hasta amenazas de muerte en contra de sus autores.
El temor generalizado de que el proceso de reclutamiento de jóvenes europeos para militar en la campaña del yihadismo global es un hecho objetivo que ha desanimado tanto a los Estados como a las sociedades civiles de estos países para aceptar la inclusión. Los terroristas, los hermanos Chérif y Said Kuachi, representaban a la rama de Al Qaeda en Yemen. Y la perpetrada contra el supermercado kosher de París por Amédy Coulibaly, quien habría dejado antes de morir una grabación reivindicando el acto, lo hizo en nombre del Estado Islámico.
Uno de los más recientes números de Foreign Affairs dedica su sección principal al problema de la raza y el racismo a través de varios textos de gran relevancia. Véase Rose (2015).
Ayaan Hirsi Ali, la exdiputada danesa-holandesa-somalí y autora del guion de la película Submission, por la cual el director de cine Theo van Gogh fue brutalmente asesinado por la yihad en Ámsterdam, sostiene que el multiculturalismo es racista y excluyente (Cayuela Gally, 2006).
También se ha acuñado el término Enlightment fundamentalist, el cual entraña una contradicción si se parte de que el primer rechazo de una sociedad liberal es al dogma. Véase Buruma, 2006.
Se sabe que de los tres millones de turcos en Alemania, sólo ochocientos mil han obtenido la nacionalidad.
Esta realidad ha sido impactada por la inmigración siria, iraquí y de otras nacionalidades producto del estado de guerra que azota al Oriente Cercano.
Kissinger (2014) analiza en su más reciente libro hasta dónde en realidad, desde Westfalia, hemos tenido un verdadero “orden mundial”, tema que será relevante en subsecuentes trabajos que den continuidad al presente.