Este artículo revisa críticamente las sugestivas hipótesis de Gilles Bataillon para el estudio del proceso social nicaragüense y el fenómeno sandinista. Aunque no puede hablarse de dictadura ni de totalitarismo, sí es posible encontrar un imaginario religioso y prácticas de origen medieval que con frecuencia se hacen pasar por la “originalidad” revolucionaria. El proceso nicaragüense, desde estos puntos de vista, es distinto al cubano, sobre todo porque en el país centroamericano la añeja oligarquía y la Iglesia católica no dejaron nunca de jugar un papel importante. Nicaragua ha seguido siendo así un país atrasado, con rasgos de gobierno populistas, y en el cual coexisten varias “edades sociales” sin que llegue una verdadera síntesis moderna.
This article critically reviews the Gilles Bataillon suggestive hypothesis for the study of the social process and the Sandinista phenomenon in Nicaragua. Although we cannot speak of dictatorship or totalitarianism, it is possible to find a religious imaginary and some medieval practices often posing as “originality” revolutionary. The Nicaraguan revolution from this point of view is different from the Cuban Revolution, mainly because the Central American country's longstanding oligarchy and the fact that the Catholic Church never ceased to play an important role. Nicaragua has remained in the past with a populist government in which several “social ages” coexist and a true modern synthesis has not yet been achieved.
Nicaragua no está ya tan de moda entre los universitarios, al menos por contraste con lo ocurrido en la dçcada de 1980, aunque el tema sigue estudiándose en el mundo anglosajón y en el de habla hispana —España incluida—. En Nicaragua, en cambio, las disputas dentro de lo que alguna vez fuera el sandinismo unificado han llegado a ser de lo más acres en algunos momentos. Tal vez no estç del todo descaminado considerar que en 2006 se impuso el danielismo, por el aparente poderío de Daniel Ortega y cierta similitud limitada con el fidelismo en Cuba, aunque aquel sea distinto de otros personalismos, incluso el del extinto Chávez en Venezuela. Algunos autores han empleado recientemente el tçrmino danielismo (Castro 2013, 131) que sugiere desde ya la existencia de un rçgimen marcadamente personalista. No es una “esencia” exclusiva de Daniel Ortega, ya que el personalismo tambiçn estaba presente en la dinastía Somoza, y existió igualmente en sectores de la sociedad nicaragüense que pretendieron ser modernos (Violeta Chamorro parecía querer serlo). Nils Castro sugiere, por lo demás, que esta tendencia sigue desde muy temprano a los sandinistas: las diferencias entre “proletarios”, “terceristas” y “gpp” (guerra popular prolongada) —que datan de antes de la victoria armada en 1979— habrían respondido más a problemas personales que conceptuales (2013, 128), y según este autor, este tipo de desavenencia marcaría luego las decisiones de las alianzas del sandinismo opositor y de nuevo gobernante, en un proceso que el mismo Nils Castro considera de “rejuegos cupulares de toma y daca de posiciones y espacios burocráticos” y que lleva a la renuncia a gobernar desde abajo o “desde la calle” (130).
Es factible esbozar la hipótesis de que en Nicaragua no cuajó un sujeto social que fuera capaz de forjar los cambios que unos y otros esperaron a partir del “momento fundacional” de 1979, que auguraba desde la “felicidad del pueblo” hasta una democracia efectiva —que entendemos aquí por construida desde abajo—. Así, no hubo modernización de fondo de la sociedad ni de la cultura, aunque Nicaragua haya cambiado por contraste con el somocismo. Los cambios se han producido sin la renuncia a una cultura —que tiene efectos prácticos— de origen oligárquico. En 2006, en el triunfo de Ortega pactaron dos patrimonialismos: el de los ex somocistas y el del Bloque Empresarial sandinista. Andando el tiempo, el danielismo se alió para legitimarse y conseguir votos con algunos de los estamentos y grupos sociales conservadores de Nicaragua, y adquirió a su vez rasgos de ese conservadurismo.
Ahora bien, cuando se habla de danielismo, se hace referencia precisamente a esos rasgos que conjuntan lo que algunos autores han llamado sultanismo (es el caso de Juan José Linz), si bien, insistamos, la Nicaragua de Ortega no es ni siquiera la de Somoza García —pese a la importancia de las prebendas con éste—, ni aún por el hostigamiento a la disidencia. El sultanismo —que se expresa en la selección de “fieles” por lealtades personales, como lo han sugerido Close y Marti i Puig (2009, 28)— es limitado en Ortega si se lo compara con las exacciones del último somocismo, con sus caprichos y excesos, según lo ha mostradoBoot (1998). En el sultanismo —término al que también ha apelado el sociólogo Edelberto Torres-Rivas para nombrar lo que fue la dinastía Somoza (2010, 53)— conviene sobre todo considerar con Linz que el autoritarismo —aunque esta noción a nuestro juicio es limitada—- restringe el pluralismo (Linz 2000, 168), algo que ha ocurrido dentro del sandinismo y llevado a varias rupturas.
Ortega ha querido ser moderno sin serlo en muchas de sus prácticas, y así se justifican incluso pactos parlamentarios, entendidos como “democráticos” pero con decisiones to madas desde arriba, lo que por ejemplo Marti i Puig explica en la alianza entre Alemán y Ortega: una importante mayoría de nicaragüenses quería un hombre fuerte y alguna forma de “caudillo” (Close y Marti i Puig 2009, 23–24 y 28). Apelando al pueblo, el sandinismo pareciera haber querido instituirse finalmente como algo parecido al populismo, llevando por momentos la demagogia — junto a la propaganda— al paroxismo y buscando la consolidación de aparatos de masas —con todo y su gremialismo, su carácter de “partido selectivo de fieles” y sus “tics” de origen militar, según lo ha mostrado palmariamente el mismo Martí i Puig (2009, 38)— bajo una forma que fue en un tiempo un éxito en algunos países de América Latina. En ese sentido, el danielismo ha sido una forma tenue de populismo. Lo curioso es que esta semejanza con procesos previos —desde Cárdenas en México, hasta Perón, en Argentina— no haya sido señalada, tal vez debido al excesivo apego a la excepción que el sandinismo ha pretendido ser —y sobre lo cual se cuestionan Close y Marti i Puig (2009, 417)—. Lo que une al sandinismo —restándole excepcionalidad— a otras experiencias populistas es la permanencia del imaginario a la vez militar y religioso como modos de movilizar a la sociedad y ganar a la vez fieles y “soldados” (adeptos obedientes) como masa de maniobra. Así, estudiar el danielismo sugiere la posibilidad de volver sobre el análisis de los procesos populistas. Aquí nos limitaremos al proceso nicaragüense.
De manera simultánea a la demostración del peso de los estamentos hasta hoy en la sociedad nicaragüense, señalamos que no puede hablarse de “dictadura” o “totalitarismo”, aunque sí consideramos que algunas herramientas sugeridas por Gilles Bataillon (2008 y 2010) resultan particularmente útiles para acercarse a lo que es un mundo premoderno que no deja de remitir a prácticas y representaciones de origen medieval y colonial. Aquí retomamos, matizándolas, algunas de sus tesis. Para ir un poco más lejos: de manera aberrante, el atraso es lo que el sandinismo ha llegado por momentos a presentar como “originalidad” de la Revolución, atrayendo con ello más de una simpatía en el Primer Mundo. Así, este atraso se presenta como un elemento cultural transhistórico, una invariante, aunque es una herencia colonial. Lo señalado no significa que el régimen de Daniel Ortega sea en esencia “feudal”; más bien queremos señalar lo contradictorio de pretender modernizar Nicaragua —sacándola de la herencia somocista y creando incluso un embrión de empresariado nacional, distinto de la tímida “burguesía” de la segunda posguerra— recurriendo a prácticas de origen oligárquico que incluyen a prácticamente todos los grupos sociales. No obstante, las nociones de “totalitarismo” y “dictadura” no son las más adecuadas, aunque la segunda puede descartarse de entrada por distintos motivos, desde la ausencia de un clima de guerra en Nicaragua que sea similar al de la década de 1980 y porque no hay en el danielismo actual ningún estado de excepción (una dictadura se define de modo muy preciso desde el imperio romano). Tampoco están presentes los elementos que Linz —siguiendo a autores como Friedrich y Brzezinski y a Hannah Arendt— atribuye al totalitarismo (Linz 2000, 70): no hay mayor terror (Daniel Ortega no es un Duvalier ni un Trujillo, ni siquiera un Somoza Debayle), así se hostigue a la discrepancia, ni hay ideología que arrastre a las masas (por lo que prefieren un hombre fuerte de cualquier signo), ni partido único, entre otros elementos.
En este texto hemos partido de la idea de que no es posible estudiar un proceso social considerando únicamente en lo que los grupos o las personas involucradas dicen de sí mismas. Es necesario contrastar lo dicho —que no siempre está exento de alguna forma de ideología o de propaganda— con las prácticas reales. Éstas pueden ser comprendidas con categorías de análisis que aspiran a tener cientificidad y que en esta medida no resultan una ideología, aunque la objetividad pura sea imposible. Así, no se trata de adherir o denunciar ni de declararse a favor o en contra (la política no es el objetivo de un estudio académico). Si hemos escogido debatir en parte con la propuesta analítica de Bataillon, no es por ningún parti pris. Descartemos desde ya que en la Nicaragua actual haya totalitarismo o dictadura; hay más bien una forma tenue de sultanismo que se encuentra en muchos populismos latinoamericanos (Perón, Vargas y Cárdenas tienen todos esta forma de personalismo), y que responde a la dificultad para romper con lo que, a juicio de Linz, son los orígenes de este fenómeno “sultanístico” en la región: el caudillismo y el caciquismo en el siglo xix, que en política se hacen eco de una alianza social y económica que incluye en la oligarquía a los notables, los políticos y los terratenientes (Linz 2000, 143).
Este régimen oligárquico que permea a todos los ámbitos de la actividad económica, según Torres-Rivas (Sáenz de Tejada 2012, 156), y por decir lo menos (puesto que afecta a prácticamente toda la actividad social), tiene un origen colonial reconocido hasta en las interpretaciones más conservadoras, como la de Emilio Alvarez Montalván (2006). En todo caso, Ortega tampoco es exactamente caudillo ni cacique: lo que sí existe, ciertamente, es una discrecionalidad —que algunas víctimas como el poeta Ernesto Cardenal o la ex comandante sandinista Dora María Téllez han atribuido a Rosario Murillo, una suerte de “primera ministra” (Close y Marti i Puig 2009, 426)— que favorece a los allegados y que, en decisiones arbitrarias (¿de Ortega?, ¿de Murillo?), conjuga entre los colaboradores el miedo y el reconocimiento (Linz 2000, 151). Suponiendo que haya en todo esto rasgos populistas, la pregunta que cabe hacerse es si el populismo como régimen significa realmente una ruptura definitiva y de fondo con el pasado oligárquico.
Lo que no fueEl proceso nicaragüense se encargó muy pronto de tomar distancias frente a la Unión Soviética e incluso frente a Cuba. No todo el sandinismo era partidario de un socialismo “a la soviética”, aunque un núcleo duro quisiera la llamada “liberación definitiva” y Bataillon recuerde la existencia de documentos en este sentido (2010, 12). Muchos querían una originalidad “libertaria”, distinta incluso de Cuba (Belli 2001, 356–362). Pese a una fachada de unidad en buena medida impulsada a última hora desde la misma Cuba, la facción que se impuso —con anuencia cubana y para cierto disgusto de bases sandinistas (Belli 2001, 291–292)— fue la llamada “tercerista” (encabezada entre otros por Daniel Ortega), partidaria de alianzas políticas lo más amplias posibles, integrada por grupos con frecuencia de origen de clase media y que muy pronto se adueñó de puestos clave para manipular la Revolución en beneficio de unos cuantos —al menos según Gioconda Belli (2001, 349)—. Tal vez hablar de “manipulación” no sea lo más apropiado, pero las observaciones de Belli sí dan cuenta de una percepción frecuente del proceso nicaragüense.
La formación marxista nunca tuvo mayor importancia en el sandinismo, ante el peso de la realidad que Humberto Ortega no vaciló en destacar así: el surgimiento de una “clase media” —así sea pobre— en los años posteriores a 1960 en Nicaragua (Ortega 2004, 234). Al decir de Pérez-Baltodano (2004, 140), ni siquiera en el gobierno el sandinismo articuló una teoría sólida sobre el proceso social nicaraguense. En todo caso, la tendencia Tercerista no consideró relevante la guerrilla en la montaña: prefirió la ciudad, el mundo marginal de la “periferia urbano-rural” y una base social amplia como la noción de “masas” (algo típico del populismo, que tiende a confundir “masa” y “pueblo”, aún sin ser lo mismo), según se desprende de una descripción muy clara de Humberto Ortega (2004, 295). Este había detectado la importancia de lo que llamó “clase media empobrecida y sin espacio político”. Otros supuestos “grupos sociales” no eran ajenos a la clase media y los marginales, como los “jóvenes rebeldes”, con frecuencia de estratos bajos, y los sacerdotes y los profesionales, mencionados todos por el mismo Ortega (2004, 295). Precisamente sus observaciones, como pocas, ofrecen una idea de los grupos sociales —es más difícil encontrarles un perfil de clase— que respaldaron el ascenso y el triunfo del sandinismo. No está de más hacer notar que los obreros, pero también los campesinos, están más o menos ausentes en ese ascenso.
Esa misma clase media juega un papel nada desdeñable en el Tercerismo y, a fin de cuentas, en la reivindicación final del centrismo cual “modernismo” —en gran medida espiritual— contra el dogmatismo y el materialismo (Ortega 2004, 466–467). Este “centrismo” no se abandonó ni siquiera en la década de 1980, al menos mientras se mantuvo en el gobierno a figuras como la del escritor Sergio Ramírez, identificado con la socialdemocracia. Víctor Tirado, de origen sinaloense, quien no dudó en usar durante una época un vocabulario marxista ni en reivindicar el socialismo (1987), se ubicó luego en la defensa de una “economía de mercado eficiente” (2006, 39). Llegó incluso a considerar que los movimientos de liberación nacional no necesitaban pasar por una etapa “liberal”, ni “burguesa”, y que la Revolución Francesa había quedado definitivamente atrás, superada por esos mismos movimientos (1987, 78). Nicaragua debía tener por proyecto estratégico el No Alineamiento, la economía mixta y el pluralismo (Tirado 1987, 199–204), y el comandante terminó considerando que, al ser imposible saltar etapas (luego de pensar que estaban superadas), más valía dedicarse a construir un capitalismo de Estado (2006, 39).
Por otro lado, los líderes sandinistas no tenían mayor idea del marxismo (Borge 1989, 185), lo que Carlos Fonseca había explicado por las condiciones ideológicas “cavernarias” de Nicaragua (Borge 1989, 86). Así, el marxismo nunca alcanzó a volverse cultura ni a permitir reflexionar sobre la cultura nicaragüense. Pese a la evolución seguida por el fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln), Carlos Fonseca Amador, y a la línea de los llamados gpp, partidarios de la Guerra Popular Prolongada, entre los textos elaborados por sandinistas se encuentran pocos en lenguaje francamente marxista o marxista-leninista: Jaime Wheelock es más bien una excepción con el libro Imperialismo y dictadura (1978). Podemos así insistir en la ausencia de teoría marxista —pese al interés que despertó, incluyendo a los fundadores del sandinismo— y de una base social “clásica” para un proceso revolucionario (lo que explica la completa debilidad de los grupos comunistas en Nicaragua).
Pretendiendo ser “cultura”, el sandinismo fue a dar a las “garras de la cultura”, en sus aspectos más atávicos. Hasta aquí, no son menores las diferencias con Cuba, país por lo demás poco católico. No abundan las evidencias de semejanza entre los procesos cubano y nicaragüense pese a la cercanía en el tiempo, puesto que apenas veinte años separan el triunfo del Movimiento 26 de Julio en Cuba (1959) de la victoria sandinista (1979). Como lo prueban las experiencias frustradas y sin relevancia en zonas montañosas de Nicaragua (Río Coco y Bocay, Pancasán), el “foquismo” guevarista nunca tuvo éxito, ni hay tampoco en Nicaragua movilizaciones campesinas de envergadura comparable —aun salvando las proporciones— a las de la Revolución Mexicana en el periodo 1910–1917, o a la Violencia (con mayúscula) en Colombia. Asimismo, a diferencia de Cuba, donde durante décadas existió un partido comunista influyente (Partido Socialista Popular), el comunismo nicaragüense (Partido Socialista Nicaragüense) nunca tuvo fuerza, como ya se ha sugerido, y se limitó a seguir una línea browderista, lo que desembocó en colaboración con una muy supuesta “burguesía” somocista. Únicamente a partir de febrero de 1979 Cuba simpatizó de manera abierta con el sandinismo, pese al apoyo previo a Fonseca Amador, al “foco” frustrado en Pancasán y a la línea gpp. En los años posteriores a 1970 no se permitió el entrenamiento militar de sandinistas en la isla; de hecho, el mismo Fonseca Amador no había conseguido mayor simpatía de Fidel Castro —como tampoco los “terceristas”—, hasta la intervención de Manuel Piñeiro, José Abrantes y Tony de la Guardia, en 1978 (Ortega 2004, 390–391) —los últimos involucrados más tarde en el caso Ochoa—. Así, es preciso partir de los hechos y los documentos disponibles porque un estudio académico no puede simplemente hacer eco de lo que los discursos oficiales —que son políticos— dicen de las relaciones entre las dos revoluciones, la cubana y la nicaragüense.
El elemento tercerista quedó apuntalado por las circunstancias en las cuales triunfó el fsln. James Carter estaba a la cabeza del gobierno estadounidense, lo que no fue ajeno al hecho de que esa tendencia y sus promesas encontraran simpatías en Estados Unidos, incluso para la causa específica de las mujeres, como ocurrió por ejemplo con Margaret Randall, atraída por el lugar de ellas y los cristianos ocupaban en la revolución nicaragüense (Randall 1983). En algunos países de Europa predominaba la opción socialdemócrata, de manera que los sandinistas encontraron apoyos decididos —dinero incluido— en países nada sospechosos de afinidades con el marxismo: en Costa Rica, con José Figueres Ferrer (durante la presidencia de Rodrigo Carazo), de acuerdo con una promesa hecha desde 1948 (Ortega 2004, 334); en Panamá, con Omar Torrijos, y en Venezuela, con Carlos Andrés Pérez, claves en el aporte inicial de armas al Tercerismo, ya muy cerca de la insurrección final (391–392), además de las simpatías encontradas en México bajo el gobierno de José López Portillo.
Los apoyos para el sandinismo no llegaron del bloque soviético, pese a que uno que otro de sus líderes (incluyendo a Daniel Ortega, pese a su educación con jesuitas, y a Henry Ruiz) haya recibido formación en la Unión Soviética y a que, posteriormente, ésta le proporcionara recursos a Nicaragua. En este contexto, no es sencillo hablar de totalitarismo, ni siquiera pese al asomo inicial de lo que Claude Lefort llama el poder-Uno (1990, 48), en el cual se fundirían dirigentes y pueblo. Por lo demás, no hay en la historia sandinista nicaragüense a partir de 1979 nada igual a los primeros años de la Revolución Cubana, que describe Bataillon (2010, 6–7, 25) ni mucho menos comparable a dictaduras como las conosureñas, aunque sólo sea porque muy pronto el sandinismo buscó jugar las cartas del cristianismo y la literatura (la vicepresidencia se le daba al escritor Sergio Ramírez), y algo que, entre los “duros”, era objeto de una crítica apenas velada: el principio de que los sandinistas debían ser “generosos en la victoria”, según se repetía como prueba de que no habría represión ni exclusiones. Así, existen suficientes hechos que demuestran que hay categorías que no se aplican proceso nicaragüense: no es totalitarismo (desafortunadamente, esta categoría suele perder en capacidad analítica) y tampoco dictadura.
En materia económica, el sandinismo no fue mucho más allá de una economía mixta, también reivindicada como tal, y no llegó a los grados de nacionalización y estatización de Cuba desde los primeros años, casi meses incluso, por ejemplo en materia agraria, como lo señala Jorge G. Castañeda cuando refiere que, desde un principio, las tierras sujetas a expropiación en el país centroamericano no eran un porcentaje significativo del total (1980: 40).
Ahora bien, la presencia económica estadounidense en Nicaragua no era tan abrumadora como en Cuba, y ni siquiera de las más importantes de Centroamérica (20–22). En cambio, había una “burguesía” nacional embrionaria con cierto peso y desafiante. Durante la década de 1980, esa “burguesía” fue más que tolerada. En realidad, la añeja oligarquía nicaragüense, con sus conocidos apellidos, permaneció incrustada en el nuevo gobierno —mediante alianzas familiares con los “recién llegados” (Bataillon 2008, 339–340)— y la familia Chamorro es buen ejemplo de ello (Nuñez 2006, 101). Hemos preferido entrecomillar la palabra “burguesía” por el peso que tienen en Nicaragua las alianzas familiares que son más de tipo oligárquico (en honor a la búsqueda de la mayor precisión conceptual). Hasta cierto punto, la pregunta consiste en saber si el sandinismo de Ortega creó una burguesía moderna sin el peso de esas alianzas. La respuesta habría que buscarla en buena medida en la cultura entendida de otra manera que como “arte” o como “hábito”.
Religión, o los mártires y héroesComo lo sugiere Bataillon (2010: 15), en el sandinismo, el asunto religioso —que lleva a finales del siglo xx a la exacerbación del simbolismo cristiano (Bataillon 2008, 328)— no es ajeno al neotomismo: pasa acaso por Juan de Mariana y su añeja justificación del tiranicidio, quien no pone en duda la figura del rey, sino que la deja en la ambivalencia, según sea bueno o malo. Pareciera que la falta de virtud y prudencia (como la que, nótese bien, exhibe Somoza luego del terremoto de Managua de 1972, o muestran Arnoldo Alemán y, más aún, Enrique Bolaños con la corrupción, de lejos peor que la del sandinismo) llaman a una “regeneración”. Antes que en la búsqueda de la “resurrección” de un colectivo supuestamente bárbaro, el problema estriba en que, con o sin Somoza y con o sin Ortega, el personaje clave por décadas en Nicaragua, y quien decide a cual poder sacralizar, resulta ser en más de una ocasión el cardenal Obando. Ante él, Ortega y Murillo celebraron su boda religiosa, luego de 27 años de vida en común, buscando así legitimarse ante “la familia nicaragüense” (el padre y guerrillero español Gaspar García Laviana los habían casado en la clandestinidad). Desde tiempos de Somoza Debayle, Obando fue una figura ascendente y, entre 1974 y 1979, consolidó los vínculos entre la Iglesia y el llamado “bloque empresarial”, destinado a contener al sandinismo (Selser 1989, 14, 43) y a canalizar el antisomocismo en beneficio propio. Pese a justificaciones de última hora de la lucha armada y al Te Deum al momento de la victoria sandinista (Bataillon 2010, 19), Obando, “profeta y mártir” según la contra y Robelo (Selser 1989, 57), consideró que ésta llevaba otra “guerra justa”, ahora contra el “totalitarismo” y los ateos y los “nuevos amos” (¿otra tiranía?). El cardenal preferido de Juan Pablo II en Centroamérica fomentó la desobediencia al servicio militar y el reconocimiento a la contra, nunca ofrecido al fsln contra Somoza (Selser 1989, 81y 97). La jerarquía católica se volvió un modo de refugiarse en el regazo maternal de “la familia nicaragüense” que todo lo perdona —en palabras de Obando (21)—, sea en Somoza o en Ortega, y que perdonándolo todo, lo purifica: el estamento niega desde arriba cualquier conflicto social —poniéndose por encima de cualquier organización horizontal— mediante llamados a la conciliación nacional.
Esta insistente idea del perdón y de rechazo a todo odio se encuentra igualmente en Miguel d'Escoto (2009, 156). A fin de cuentas, lo que prevalece es el poder sacralizado, luego tolerado o incluso promovido. Miguel d'Escoto, de ningún modo radical ni extremista, fue canciller en los años 80 del siglo pasado, y llegó a un alto cargo en Naciones Unidas en 2008 (presidente de la Asamblea General), mientras que al discípulo de Thomas Merton, el padre Ernesto Cardenal, duro crítico de la piñata (Cardenal 2004, 469), se le hizo pagar la discrepancia y probablemente las desaveniencias con Murillo (343, 365, 370, 390), ya lo había hecho a su modo Juan Pablo II en 1983, de visita en Nicaragua y recibido por 700 mil personas (302–303, 305). En d'Escoto llama la atención la apología de la no-violencia y de los derechos civiles, e incluso el discurso contra la “violencia justa”, así sea revolucionaria, y contra la búsqueda más de justicia que del amor que “va más allá” de la primera (d'Escoto 2009, 83): el sacerdote y político coloca por delante a Gandhi y más aún a Martin Luther King Jr. (83). Lo que parece falta de convicción es la doble cara de Jano, de la religión: por un lado fomenta el providencialismo2 —que ha estudiado Andrés Pérez-Baltodano (2004) para el caso nicaragüense—, y, por el otro, siempre siguiendo a este autor, promueve una actitud “pragmático resignada”, que en el fondo no cree que la realidad pueda trascenderse o ser modificada. Aspirar a tal cosa parece soberbia, puesto que en el providencialismo el sujeto de todo es Dios y hay que “saber adaptarse” a “lo que es”, lo que de paso hace aparecer la ética como idealismo y la dignidad como transable —por “medio real”, según la expresión nicaragüense (Cuadra 1975, 235)—.
El pueblo —“las masas”— no es de temer en cuanto a corrupción, que pareciera inexistente por contraste con el sufrimiento. Se da más bien por sentado que las “masas” son fuente de inocencia —así sea perdida por la causa mayor de la guerra—, a la que le canta Carlos Mejía Godoy desde muy temprano con “Quincho Barrilete”, tema ganador de un premio oti (Organización de Televisión Interamericana) en 1977, o “Juancito Tiradora”, por no mencionar más que dos canciones sobre niños, amén del muy conocido y emblemático “Cristo de Palacagüina”. Decir inocencia es tanto como decir (aunque no sea racionalizado así) que el pueblo es visto como víctima y semillero de potenciales mártires, pero sobre todo como un colectivo infantil, de estilo naif, como cierta artesanía local. El “pueblo inocente” debe ser protegido del mal, como lo quería San Agustín (Bataillon 2008, 12). Todo juicio queda suspendido, puesto que en principio no se juzga a inocentes, ni a mártires, ni a los redentores (tampoco se juzga a héroes), a riesgo de que éstos queden con una aureola de “intocables”. Juan Pablo II se refirió en Nicaragua a “los hombres que se creen Dios”. Gioconda Belli observó inquieta a los revolucionarios triunfantes como “prendados de la imagen seductora que se crearon de sí mismos” (Belli 2001, 362), cuando no eran más que algo entre “niños traviesos de la política” y “caballeros andantes heroicos y viriles”, según la escritora (362). Desde ya, sucede en la cultura que el sandinismo recurre bajo diversas formas a la religión, por lo que no hay ruptura demasiado marcada —salvo en los problemáticos años de la década de 1980— con un estamento que corta a la sociedad nicaragüense de modo vertical y no horizontal (por la clase social): por lo demás, es algo frecuente en el corporativismo populista. Para ampliar las adhesiones en un proceso que no deja de querer ser revolucionario y/o modernizador, se recurre al estamento de origen premoderno. Por lo demás, quienes se refugian en la religión son los soldados/combatientes, provenientes del estamento militar.
Al menos para Gioconda Belli, la mayoría de esos hombres imbuidos de un poder sacralizado —muchos de los líderes sandinistas, aunque no todos— se mostraron incapaces de la menor reflexividad y de pensar lo sucedido, prefiriendo el fraticidio o una postura como la de Tomás Borge, quien no pareció comprender que él mismo se convirtió en algo así como un pequeño “hacendado de la causa” al reivindicar a cada momento su lugar de “único fundador sobreviviente”. El mismo Borge describe el trato que recibían los mayas yucatecos de los encomenderos, quienes los trataban como “menores”, “algo parecido a los niños”, condición que el trato de la Iglesia y el rey reafirmaba (Borge 1993, 19). Como sea, si fallan quienes son endiosados como “mártires y héroes” (según el himno del fsln), habida cuenta de la influencia religiosa no se busca la falla humana, ni abajo ni arriba: la pureza atribuida al Pueblo-Uno va a buscarse en otro lado (en la “señora decente”, viuda del “rey”, o en la “Iglesia inmaculada”). La ausencia de educación política se reemplaza por una alfabetización que tuvo mucho de catecismo, como lo indica Bataillon (2010, 28), y cabe la posibilidad de que el héroe se crea omnipotente y se vuelva egócrata (según la palabra de Solzhenitsin) y se imponga “desafiando con su energía de supermacho las leyes de la naturaleza” (Lefort 1990, 74)… lo que a cada momento pareciera querer hacer, por ejemplo, alguien como Edén Pastora, quien rompe con el sandinismo, se arrepiente luego y colabora con Ortega…. Todo sucede a condición de que el egócrata, que aquí únicamente tan sólo cree (supone) que “concentra el poder social en su persona”, según la expresión de Lefort (1980, 62), quiera coincidir consigo mismo y no, cual fanfarrón, con la representación de sí mismo. El soldado/combatiente tiene un aura religiosa, como la tiene el pueblo: Iglesia y milicia, insistamos, son estamentos (lo que no significa negar la importancia de la profesionalización del ejército nicaragüense con Humberto Ortega). No hay nada de extraño en esta influencia cultural de origen medieval o, si se prefiere, colonial, puesto que se trata aquí de un país de América Latina. Los procesos sociales difícilmente podrían ser ajenos a una matriz cultural que en Nicaragua ha sido objeto de debate (por ejemplo, para remarcar la diferencia entre el nicaragüense y el costarricense, que no radica en el simple “estilo” o modo de ser y que guarda incluso relación con distintos tipos de estructuración histórica de la propiedad).
Todo queda en familiaEl primer acto “fuerte” con el cual el sandinismo hizo un gesto hacia “la familia nicaragüense” consistió en la campaña de Daniel Ortega en 1990. Asesorado por Jacques Séguéla, encargado de publicidad del socialista francés Françis Mitterand, Ortega hizo proselitismo con música y camisa “típicas”. En un país cansado del reclutamiento obligatorio y de la guerra, así la hubiera decidido el entonces presidente estadounidense Ronald Reagan, Ortega se convirtió explícitamente en “el gallo ennavajado”, queriendo tal vez demostrar poderío, pero con desplantes de machismo y prepotencia —no ajenos sin duda al origen soldado/combatiente— cuando muchos esperaban paz. Aunque aparentara ubicarse en la línea de sempiterna originalidad de la Revolución, el “gallito” era de mal gusto y este “padre” mostraba su faceta belicosa, provocadora, casi tiránica. La oposición, en cambio, jugó con mayor astucia: Violeta Chamorro se convirtió en símbolo de paz, pero en el mismo terreno en el que Ortega ponía las cosas, era algo así como abuela y madre protectora en pleno duelo. Las mayorías prefirieron el regazo de “doña Violeta”,3 viuda de un mártir —Pedro Joaquín Chamorro, el periodista asesinado por Somoza— y candidata un poco a santa, aunque con fuerte carácter terrenal. En cierto imaginario, Ortega no podía ser más pueblerino, casi “obsceno” frente a la “purísima” Violeta Chamorro, por más que se obvie luego que con “la doña” Nicaragua se fue a un despeñadero no menos profundo, al grado que hoy depende en mucho del exterior para sobrevivir (vía maquiladoras asiáticas, clusters, remesas y turismo, más aún luego de las dificultades que ha tenido que enfrentar el sector agroexportador). Ortega hacía figura de parvenu (“recién llegado”): la “mala impresión” la agravaba Rosario Murillo, su esposa, casi vista cual amante de mal gusto. Era la Chayo frente a la viuda digna —doña Violeta—, compañera de quien pudo haber sido el verdadero —o legítimo y benevolente— padre del postsomocismo en Nicaragua, un periodista crítico y de abolengo, el doctor Pedro Joaquín Chamorro Cardenal. Precisemos que no hay aquí descalificación, sino descripción de los vaivenes de un imaginario que no rompe decididamente con la religión (y la actitud hacia “Doña Violeta” fue sin duda de reverencia casi sacra).
¿Qué más ocurre con ese otro estamento que es el militar? Años de lucha armada y de acciones espectaculares antes del triunfo en 1979, pudieron convencer a más de uno de que la Revolución no era cosa de trabajo de larga duración, sino de un heroísmo un tanto dudoso, al filo del machismo, capaz de golpes sorpresivos y destinados a impresionar (sobre todo a partir de 1974). Quien mejor lo comprendió y trató de jugar esta carta fue Edén Pastora, el Comandante Cero, dedicado a cambiar de bando armado —colaboró un tiempo, por conveniencia según Martha Honey, y de manera probada, tanto con la Central de Inteligencia Americana (Honey 1994, 342), como con la guerrilla guatemalteca, no sin apoyo cubano (Cardenal 2004, 453)— como de mujeres, y a procrear gran cantidad de hijos (aunque autodenominado “preñador” y no “mujeriego”), siempre en un marcado afán de protagonismo y machismo.
Orlando Nuñez, un estudioso que nos parece clave, considera que históricamente la oligarquía ha utilizado en Nicaragua métodos estamentales-hereditarios (Nuñez 2006, 14), los de relaciones de dependencia personal yuxtapuestas tipo “Antiguo Régimen” a las que, citando a Francois-Xavier Guérra, se refiere Bataillon (2008, 317). La misma oligarquía ha permeado el tejido social con todo un sistema de prohibiciones, culpas y castigos (Nuñez 2006, 15), que es un modo de “domesticación social” (25), y ha “connotado” a la sociedad con una mentalidad jerárquica, que va modulando los comportamientos con complejos de superioridad e inferioridad (10). Cuando hablamos de oligarquía nos referimos a un grupo reducido de familias (alrededor de una docena), que tradicionalmente ha controlado el poder político, económico y cultural […], utilizando el parentesco, la endogamia, la herencia y la autoridad del prestigio como mecanismo de cohesión y sostenibilidad de sus privilegios (26).
Que esa oligarquía haya permanecido, imponiéndose al elemento burocrático, prueba —al lado de otros hechos— la dificultad para hablar de “totalitarismo”: la adquisición de prerrogativas por parte de una “capa de burócratas” separada del resto de la población (Lefort 1990, 43) no se volvió dominante, ni se desembocó en un universo burocrático patológico ni en un “gran autómata” que, parafraseando a Claude Lefort, buscara controlar toda la vida social y sus fines últimos, liquidando, mediante el Terror, al Otro “maléfico”, “parásito”, “representante de la vieja sociedad” y “enemigo del pueblo”, que es por su parte Pueblo-Uno (Lefort 1990, 72–74). La oligarquía no llegó a ser “el de afuera”, aunque ello no impide hablar de un poder arbitrario en el sandinismo, o incluso de rasgos como la voluntad de atribuirse un dominio sin límite de lo real (89). Si no hay totalitarismo ni dictadura, las categorías tal vez sean otras: el sandinismo triunfante con Ortega es un “híbrido”, partícipe de muchos cambios, pero que no termina de romper con la matriz cultural colonial –o criolla, si se prefiere.
Las armas medievalesLa lucha armada sandinista creó un aura heroica, pero andando el tiempo quedó deslegitimada, incluso a los ojos del danielismo, dedicado a pactar con herederos del somocismo, como Arnoldo Alemán, en campaña con “Yo tengo fe” (canción religiosa de Palito Ortega). Es preciso decir de nueva cuenta que el danielismo no se convirtió en dictadura, mucho menos en totalitarismo, algo imposible con tan sólo pensar en el porcentaje de votos —alrededor del 40%— que llevó de vuelta al gobierno a Daniel Ortega. Con sus alianzas, ese mismo danielismo apareció más suave que el sandinismo de los años 80 del siglo pasado. El problema estriba en saber si el camino escogido por el sandinismo antes de 1979 era legítimo: lo que a ojos de Tirado aparece como de “vanguardia” remite en realidad al mundo medieval y a su dimensión religiosa y militar.
En 1956, Rigoberto López Pérez cometió el tiranicidio (de Anastasio Somoza García), y el triunfo sandinista de 1979 condujo indirectamente al segundo (de Somoza Debayle), pero no a acabar con una forma de origen medieval de representarse el Estado. La guerra desemboca —las dificultades de “la montaña” no son pretexto— en “derecho de recuperación” sobre el enemigo, en “tomar del otro”; como escribió alguna vez el dominico Francisco de Vitoria (1486–1586), “es lícito que consideramos importante, resarcirse con los bienes enemigos de los gastos de la guerra y de todos los daños causados injustamente” (Vitoria 1974, 82–83) incluso confiscando bienes inmuebles (98) y las casas de los “malhechores” (99), y el derecho de guerra incluye “ocupar y retener el territorio, las fortalezas y ciudades de los enemigos, en cuanto sea necesario para la compensación del daño sufrido” (98). En estas circunstancias, el héroe revolucionario es —en lo que Bataillon llama la nueva “ciudad cristiana” (2008, 323)— “parte ofendida”, y cualquier “enemigo” es un deudor, lo que da derecho a “tributo”: es esta mezcla a la par guerrera y religiosa la que pareciera haber intuido Belli. Parecía natural que al abnegado revolucionario todo le fuera debido.
A falta de sujeto social de la modernización y de Estado nación, ya que en muchos sentidos éste no era tal en 1979, ni siquiera para comunicar distintas regiones (Bataillon 2008, 318), el sandinismo hizo lo que en otros países: crear un “empresariado” —dicho sea con ironía— a costa del Estado, algo que Borge le atribuía al somocismo al no ser éste una “burguesía”, sino un “grupejo” (sic) de militares y tecnócratas enriquecidos y amparados en privilegios fiscales y bancarios (Borge 1989, 528). El saqueo “revolucionario” alcanzó su máxima expresión con la piñata, que convirtió a muchos jerarcas sandinistas en prósperos propietarios. El método seguido no conduce directamente a la actividad productiva, que ciertamente no era el fuerte de Somoza. Este no acaparaba toda la economía nicaragüense y se había hecho presente sobre todo en sectores financieros, comerciales y de transporte (con la excepción de la penetración en el rubro azucarero), lo cual supone un importante componente rentista y de pillaje, que se acentuó luego del terremoto en Managua en 1972, al mismo tiempo que aparecían una “masa” de marginales en esa y otras ciudades y un acusado deterioro social (Ortega 2004, 243). El resto de la economía estaba en manos de empresarios —esa “burguesía” que creyó ver Castañeda—. En los primeros momentos de la Revolución, estos empresarios no fueron tocados y el Estado no tomó las dimensiones que adquirió en el proceso cubano. Más pareciera que una parte del sandinismo, de origen de clase media, aprendió de la fracción patrimonialista de la “burguesía”, más que de la productiva. Por lo demás, Somoza tenía su origen en la clase media y, aún sintiéndose despreciado por la oligarquía, la imitaba y buscaba integrarse, por ejemplo, mediante matrimonios con la “crema y nata” leonesa: la familia Debayle (Nuñez 2006, 118). Como sea, ocurre como si el danielismo se hubiera confabulado para no permitir el surgimiento de un sujeto empresarial autónomo, plenamente emancipado de la tutela política de rasgos arcaicos.
Tomás Borge —considerado en algún momento “duro entre los duros‘, finalmente plegado al danielismo— da la impresión de haber entendido este modo tercermundista de hacer a la vez política y negocios. El modelo del veterano del fsln llegó a ser el Partido Revolucionario Institucional (pri) mexicano, al grado que el mismo Borge produjo un libro sobre el hoy ex presidente Carlos Salinas de Gortari. El libro surgió en el contexto de un viaje durante el cual, junto a Bayardo Arce (hombre del servicio de inteligencia sandinista y convertido en empresario) y Antonio Lacayo, Borge mostró un interés muy particular por el Programa Solidaridad y una marcada fascinación por el “centro” (que el populismo suele jugar), ubicado a principios de la década de 1990 entre el neoliberalismo y un estatismo que condujo, in extremis, en palabras de Borge, a un “socialismo autoritario, burocrático y aburrido” (sic) (Borge 1993). El nombre del centrismo es esta vez, según cree ver Borge, el “liberalismo social” del ahora ex mandatario mexicano.
Populismo popEntre las élites latinoamericanas se cree que Estados Unidos se interesa por la modernización del Sur. No es inexacto, pero esa misma modernización no incuba un verdadero desarrollo. Junto a sectores adelantados mantiene a otros rezagados o los aún rezaga más: la regresión de algunos es condición del adelanto de otros. Desde el triunfo sandinista en 1979, Estados Unidos utilizó contra el sandinismo —al que los puntos débiles no le faltaban— un conjunto de los elementos estamentales más conservadores (los hombres en armas de la contra, la Iglesia, grupos indígenas de la costa Atlántica), campesinos con aspiraciones a propietarios estables, y grupos empresariales que, por su alianza con el país del norte, no alcanzaron a hacerse de mayor autonomía, por lo que terminaron a su vez con rasgos oligárquicos. En este sentido, el caso de Alfonso Robelo al servicio de la cia (Honey 1994, 350–352) no deja de ser paradigmático. La política estadounidense contra el sandinismo primero y de apoyo a Violeta Barrios después, contribuyó —sin ser la causa única— a prohijar unas masas dispuestas a seguir siendo sandinistas, pero al ritmo de Give peace a chance (canción de Lennon), al precio de retirar del himno sandinista toda referencia al “yanqui enemigo de la Humanidad” y de “dar amor”, o de hacer del perdón la venganza idónea, según Borge (Bataillon 2008, 358). El danielismo es el resultado culposo de la violencia y un efecto de la estructura a la vez oligárquica y aliada con el exterior.
La aberración se encuentra en la guerra que suele olvidarse, la que Estados Unidos le hizo a Nicaragua durante los años posteriores a 1980. A la par de la “etnicidad” en la costa Atlántica, Estados Unidos jugó con la contra una carta social decisiva, por lo que podía suponer de progreso: la del pequeño productor agrícola con pequeñas tierras o deseo de acceder a ellas, pero convertido a veces al bandidaje. Por su parte, Violeta Barrios dejó de manera absurda esta misma carta en el olvido, llevando a pugnas intestinas entre recontras, recompas y revueltos. Jorge G. Castañeda había advertido sobre la ambivalencia del pequeño productor (en particular cafetalero) y su potencial desestabilizador (Castañeda 1980, 38), que no fue desactivado con una reforma agraria amplia y más allá de la región del Pacífico. Lo ocurrido con la contra muestra otra faceta de un sujeto social —en este caso, el de los pequeños productores campesinos— que tampoco alcanza a convertirse plenamente en tal, con autonomía. Pese a la que pudiera decir un discurso oficial, tampoco Estados Unidos consigue activar la modernización social nicaragüense, suponiendo que haya existido un interés real en ello. Cuando el sandinismo la activa, no pierde rasgos estamentales.
ConclusionesEn Nicaragua, la reflexión cultural moderna está remplazada por un lado por “el dogma católico (como) piedra angular del orden social” (Bataillon 2008, 319), aunque es una declaración al servicio del poder (entendido como colectivo), y por otro lado por la exaltación acrítica de lo existente y del atraso, el del paraíso de origen feudal como seña de identidad —algo comprensible si se considera que hasta hace poco los estamentos aseguraban la cohesión social—. La “revolución” no consigue alejarse demasiado del conservadurismo social, en algo que resulta paradójico. Para algunos, con Ortega y sus aliados ex somocistas se desemboca en algo así como un gobierno “pandillero” de recién —y no tan recién— llegados (Pérez-Baltodano 2009), a la sombra del Estado saqueado e incapaces de identidad positiva. Cuando un grupo moderno despunta parcialmente, incluso dentro del Movimiento Renovador Sandinista con Herty Lewites, el conservadurismo sandinista de masas le cierra el paso acusándolo de “elitismo”: poder político sí, pero reflexión e iniciativa económica autónoma no, lo que no está muy alejado del absolutismo colonial. También sucede que el empresariado que se hace llamar “liberal” no puede evitar caer en la corrupción, como ocurre con Eduardo Montealegre, competidor de Ortega en 2006. Todo es pensable, menos poner en jaque este conservadurismo socio-cultural. Al mismo tiempo, el sandinismo empresarial —con los orígenes de clase media mencionados por Humberto Ortega— moderniza en algunos aspectos económicos y sociales, pero sin cambiar de fondo las señas de identidad política y cultural arcaicas.
Sectores importantes de la población nicaragüense participaron en algún momento del reparto sandinista sin haber conocido otra forma de participación que la establecida por Somoza. Jorge G. Castañeda sugería que para Somoza y sus allegados “Nicaragua” era el nombre de la “gran hacienda” (Castañeda 1980, 34). Por las características de un “padre” tiránico, que sustituye la autoridad y la educación por la represión sistemática, se forma la creencia (ambivalente) de que “lo social librado a sí mismo está destinado a lo inacabado y a la barbarie”, como lo formula Gilles Bataillon (2010, 14) o, dicho de otra manera, de que “lo social no controlado ‘desde arriba’ está destinado al caos” (2010, 14); creencia en este caso, nótese bien, de origen oligárquico, manifiesto por ejemplo en la expresión nicaragüense “sos un indio”, y en la negación de humanidad al adversario, tema en el que abunda Bataillon (2008). Cuando no queda más que el regazo de la doña y “papá está de viaje”,4 es decir, ausente (“de viaje” en Nicaragua es sinónimo de “sin retorno”), o presente únicamente como mito, el del “tayacán vencedor de la muerte” (Fonseca Amador), el país se enfrasca en una guerra fraticida, poniendo al Estado-nación en vilo. La forma de reconstituirlo o hacerlo sobre la marcha es recurriendo a los estamentos de siempre, a falta de sujeto social con el vigor suficiente para romper con ellos, y apelando a una forma de paternalismo, o en todo caso de personalismo en el que se reconocen por igual sectores de izquierda y de derecha.
En el marco de un Estado-nación que no era tal (Bataillon 2010, 15), los sandinistas reivindicaron como original la contraparte en espejo —y con pretensiones de “poder sacro”— de cortes sociales estamentales. Lo que parece “dictatorial” o “totalitario” es la religión al servicio del poder (y no al revés), como lo hace notar Nuñez sobre esta simbiosis (2006, 32). La lucha contra la tiranía justifica el saqueo del Estado, la omnipresencia de la alta jerarquía católica con la no violencia casi hippie (Give peace a chance es la pretendida respuesta a la agresión estadounidense), y entretanto los miembros de las grandes familias oligárquicas se pasean por uno y otro bandos, incluyendo altos cargos sandinistas, entre ellos ministerios como los de Educación y Cultura (Nuñez 2006, 141–142), y poniendo las reglas más importantes, las no escritas y muchas veces ni siquiera dichas o conscientes. Se topan las dos caras de la ausencia de modernidad y conjuran cualquier posibilidad de cambio cultural (lo que no quiere decir que no haya diferencias, y sustanciales, entre sandinismo y somocismo), percibido como ajeno a la “idiosincrasia” o “cultura” locales. No hay en cambio fenómeno totalitario que imbrique la cultura con lo económico o lo jurídico, como sugiere Lefort que ocurre en el totalitarismo (1990, 43).
Cuando un país no puede producir un sujeto endógeno que lleve a la modernidad, lo que semeja —y nada más— un fenómeno totalitario o dictatorial —sin que se trate de éstos, si las definiciones son precisas— es un fondo de origen colonial-estamental, familístico, militar y marcadamente religioso. Este poder oligárquico determina la legitimidad o no de cada quien. En estas condiciones, Nicaragua ha seguido siendo “un ‘encuentro’ de edades distintas”, un “mosaico de edades” propio del subdesarrollo (Cuadra 1975, 213–214), y con una modernidad no interiorizada. Hemos querido sobre todo poner de relieve la dificultad persistente para pensar la matriz cultural en la que se inscribe todo proceso social, incluido uno revolucionario, incluso cuando da la impresión de que ha partido de cero. Tampoco hay exactamente una vuelta a la casa oligárquica (ni siquiera sucede con Violeta Chamorro): lo que hemos destacado son rasgos de origen colonial y semejanzas que se inscriben una larga duración que autores como Nuñez o Bataillon han detectado a su modo. Los rasgos no constituyen una esencia, y es el tipo de error de lógica que no conviene cometer aquí. Todo estudio académico queda abierto —entre otras cosas para el análisis en retrospectiva sobre los populismos- y no constituye ninguna verdad definitiva, a diferencia de lo que sucede en la religión.
El muy “Colochón.” nicaragüense es la imagen de un “Cristo paterno, providencial y manso”, entre Nazareno romántico y Tata-Chú infantil (Cuadra, 1975: 251).
La “madre-abuela” es clave y “ sigue cargando el peso de la mayor parte de la genealogía nicaragüense” (Cuadra 1975, 165).
“El Poder, escribe Cuadra, consiste en sojuzgar la libertad humana. La Autoridad en ordenarla. La autoridad aspira a ser libremente reconocida. El Poder impone sometimiento”. El Poder “sólo admite multitudes sueltas cuyo único vínculo sea, precisamente, el Poder” (Cuadra, 1975: 253). Pero no es un “totalitarismo” que lo crea en Nicaragua; es la herencia de tiranía y oligarquía.