Este artículo aborda la problemática de la escritura del exilio a partir del estudio comparado de tres cuentos de autores guatemaltecos publicados entre 1962 y 2011: “Los exiliados”, de Mario Monteforte Toledo; “Ningún lugar sagrado”, de Rodrigo Rey Rosa, y “Mañana nunca lo hablamos”, de Eduardo Halfon. El objetivo del estudio es evidenciar los puntos comunes y las diferencias en la manera como se representa en el texto literario la experiencia del exilio, siguiendo dos parámetros esenciales para entender esta dinámica: la representación de la patria y reconfiguración identitaria que impone el exilio.
This article addresses the issue of the exile writing starting from the comparative study of three short-stories from Guatemalan writers published between 1962 and 2011: “Los exiliados” by Mario Monteforte Toledo, “Ningún lugar sagrado” by Rodrigo Rey Rosa and “Mañana nunca lo hablamos” by Eduardo Halfon. The aim of the study is to highlight the similarities and differences in the way the experience of exile is represented in the literary texts, following two essential parameters to understand the dynamic: the representation of the homeland and the reconfiguration of the identity forced by exile.
Aunque se publican en épocas distintas, los Cuentos de derrota y esperanza, de Mario Monteforte Toledo; el libro de cuentos Ningún lugar sagrado, de Rodrigo Rey Rosa, y la obra híbrida Mañana nunca lo hablamos, de Eduardo Halfon, comparten como características fundamentales el hecho de haber sido escritos y publicados fuera de Guatemala y de presentar en algunos de los relatos el exilio como experiencia vital y a la vez literaria. La experiencia del exilio, compartida por un gran número de literatos guatemaltecos, se debe a que el contexto político turbado de la Guatemala del siglo xx provocó varias olas migratorias desde los años 30 hasta finales del siglo. La primera corresponde al periodo de la dictadura de Jorge Ubico (1931-1944) en el que tuvieron que salir del país muchos intelectuales y dirigentes sindicales. Todos ellos eran opositores del dictador y el destierro —como alternativa al encarcelamiento o al asesinato— era una práctica corriente. La mayoría de estos desterrados vuelve cuando llega al poder Juan José Arévalo y muchos participan activamente en la Revolución Guatemalteca. La segunda ola de exiliados, que alcanza un número mucho más elevado, empieza justo después de la operación pbsuccess, organizada por la cia para invadir a Guatemala —y que provocaría el derrocamiento del presidente Jacobo Arbenz, en 1944—. Una de las características de este éxodo masivo es que fue conformado por intelectuales, académicos, artistas y escritores, como Miguel Ángel Asturias, Mario Monteforte Toledo, Luis Cardoza y Aragón, Augusto Monterroso, Manuel Galich, Manlio Argueta, entre muchos otros. Y el tercer periodo de fuerte exilio corresponde al periodo más cruento de la Guerra Civil, desde inicios de la década de 1980, hasta la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, periodo en el que se acrecentó la lucha guerrillera y la contrainsurgencia y se cometieron la mayoría de los genocidios en contra de la población civil, lo que creó un clima de violencia que hizo que muchos temieran por su seguridad y la de sus familiares y se marcharan al exilio. De esta experiencia, que constituye un desgarramiento para la mayoría de los exiliados, surge a menudo la escritura, una escritura de la nostalgia, del recuerdo, y también de denuncia. Citamos al respecto a Luis Cardoza y Aragón: “Estoy recordando mi tierra. Siento de dónde arranca mi silencio y mi voz. Como quien apresa el mar en una caracola, acerco los zihuanes al oído. Escucho los pasos de la luz y la sangre haciéndose palabra o nudo de anhelo en la garganta” (Cardoza y Aragón, 1955, 19). Los tres autores de los textos que aquí analizaremos compartieron esta situación de exilio, aunque con modalidades distintas.
El volumen de cuentos de Monteforte Toledo se publicó en México en 1962, pocos años después de haberse establecido en este país. Como muchos otros intelectuales de aquella época, Monteforte Toledo se había comprometido con el gobierno revolucionario de Juan José Arévalo, llegando a ser vicepresidente de la República, aunque adoptó una postura más crítica respecto al posterior gobierno de Jacobo Arbenz. Después de la caída de éste en 1954 difundió su crítica al gobierno dictatorial de Castillo Armas en seminarios y diarios. En 1956 fue llevado, con los ojos vendados y esposado, a la frontera con Honduras por hombres del gobierno, y así comenzaron más de 30 años de destierro (Menton, 2010). Los títulos de los relatos pertenecientes a Cuentos de derrota y esperanza evocan los acontecimientos recientes de los cuales Monteforte fue testigo y víctima: “Los gringos”, “La soldadera”, “La cárcel”, “La frontera”, “Los exiliados”.
Precisamente este último cuento, “Los exiliados”, evoca la vida cotidiana de un grupo de expatriados y de sus hijos, cuyos juegos reproducen situaciones de guerra y complots políticos, lo cual permite abordar la temática de la vida después del exilio y de las consecuencias de éste sobre los individuos.
Rodrigo Rey Rosa se marchó de Guatemala en 1980, después de la muerte de su tío en el ataque del ejército guatemalteco a la Embajada de España, donde se había refugiado un grupo de dirigentes campesinos ixiles y kichés, en el momento en que la violencia política alcanzaba sus niveles más altos y los asesinatos, secuestros y torturas eran acontecimientos comunes y corrientes (Viater, 2012). En una entrevista describe este contexto con duras palabras: Cuando comencé a escribir, tenía pesadillas increíblemente violentas. En ese tiempo mataban a cincuenta personas por día, en el campo y en la ciudad, y yo no había podido escribir aún sobre la muerte de mi tío quemado, sobre un amigo que apareció castrado y asesinado. Cuando tuve la oportunidad de irme, me fui. Estaba odiando todo (Viater, 2012).
Aunque los cuentos pertenecientes a la colección Ningún lugar sagrado, publicada en 1998, se ambientan en Nueva York, la Guatemala natal del escritor es una especie de presencia fantasmagórica, obsesionante, reconstruida a través del discurso narrativo en algunos relatos del volumen. En este artículo nos centraremos en el cuento epónimo, cuyas circunstancias de escritura difieren de los otros relatos según indicaciones del autor: “Ningún lugar sagrado”, escrito en Cali, Colombia, en mayo del 98, es un ejercicio de escritura semiautomática donde se combinan circunstancias imaginarias y elementos más o menos conformes a la historia reciente de Guatemala, sin censura alguna y con absoluta irresponsabilidad (Rey Rosa, 1998, 7).
La totalidad del cuento es un monólogo psicoanalítico, en la medida en que el narrador se dirige a una psicóloga, contándole episodios de su niñez, su adolescencia y su vida adulta, sin que intervenga nunca la doctora, hasta que entablan poco a poco una relación muy íntima. Desde el inicio del cuento se sabe de la nacionalidad guatemalteca del narrador y su condición de exiliado, y sus confesiones en el diván permiten dibujar por pinceladas su situación precisa y sus sentimientos respecto a su patria.
El libro de Eduardo Halfon Mañana nunca lo hablamos, que se publicó en 2011, también nace de la experiencia del exilio, aunque con una modalidad distinta puesto que el autor guatemalteco tuvo que dejar el país con su familia a los diez años, en el mismo periodo en que se marchó Rey Rosa y en el que la Ciudad de Guatemala estaba inmersa en una oleada de violencia que les hizo temer por su seguridad. En una entrevista, Halfon habla de su obra en los términos siguientes: El día después de mi décimo cumpleaños salimos huyendo con mis papás y hermanos hacia Estados Unidos, y yo me partí en dos. Mi lenguaje se partió en dos. Mi memoria se partió en dos. Un pedazo de mi memoria, el primero, el más diáfano y liviano, se quedó suspendido en la Guatemala de los años setenta. Supongo que este libro es mi manera de volver en el tiempo, y buscarlo (Leonardo, 2011).
Esta obra a medio camino entre recopilación de cuentos y novela autobiográfica se compone de diez capítulos o relatos de extensión variada, que relatan distintos episodios de la infancia del narrador en la agitada Guatemala de las dos últimas décadas del siglo pasado. De ahí que exista una correspondencia entre la lejanía del tiempo —el de la niñez— y del espacio —el de Guatemala— del cual el protagonista salió huyendo el día de su décimo cumpleaños, como el autor. El relato epónimo, por el cual nos interesaremos más precisamente, es el último de la colección y reconstruye precisamente los últimos días del narrador en Guatemala, justo antes de su partida hacia Estados Unidos.
Este artículo se ocupará de analizar la representación literaria de la experiencia vital del exilio en los tres cuentos mencionados, sacados de las colecciones descritas más arriba: “Los exiliados”, de Monteforte Toledo; “Ningún lugar sagrado”, de Rey Rosa, y “Mañana nunca lo hablamos”, de Halfon. En un primer tiempo veremos cómo se (re)construye la imagen del país perdido, desde la distancia geográfica y a veces temporal; y luego nos centraremos en la temática de la identidad de los exiliados y cómo se reconfigura ésta respecto a la situación particular del exilio.
LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS PERDIDOSegún el escritor paraguayo Rubén Bareiro Saguier, los escritores exiliados que evocan su patria perdida lo hacen siguiendo dos modalidades a la vez complementarias y opuestas: Al intentar recuperar, a toda costa, el espacio menoscabado de la voz, el tiempo eclipsado de los orígenes, se corre el riesgo de la distorsión, el de desfigurar ese tiempo, que ya no existe, ese espacio, que ha pasado a ser un agujero doloroso en la memoria. El esfuerzo desesperado por rescatar, compensatoriamente mediante la escritura el lugar perdido, termina por deformarlo, por disfrazarlo, ya con la exaltación quimérica, ya con la lamentación traumática (Bareiro Saguier, 1989, 21).
En los tres cuentos que estudiamos, el “rescate” del país perdido —para emplear la expresión de Bareiro Saguier— es un componente importante de la escritura del exilio. Esta representación se hace pedazo por pedazo, de manera fragmentada a través de los recuerdos y los diálogos de los personajes. Es decir, no aparece una descripción clara y precisa del país de origen, sino que más bien se dibuja, poco a poco y atando cabos, una serie de imágenes que configuran una representación fragmentada y parcial.
En el caso de la obra de Halfon, Mañana nunca lo hablamos, existe un fuerte vínculo entre un tiempo y un espacio perdidos, entre la Guatemala de los años 70, de la cual el narrador tuvo que salir a los diez años, y la infancia del mismo narrador, con lo cual la representación de Guatemala es una imagen lejana, borrosa y a menudo idealizada. En palabras de Halfon, el recuerdo es el punto de partida de la escritura de Mañana nunca lo hablamos: “Sin proponérmelo, casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual fui desterrado” (Halfon, 2011, contraportada). El uso del adjetivo “blanco” para designar el espacio guatemalteco ya esboza esta idealización. Volvemos a encontrar este mismo adjetivo en una frase del texto, usado esta vez para designar ya no el espacio sino la época, lo que indica la fuerte correspondencia entre ambos: “Era aquélla otra época. Una época más ingenua y perfumada. Más blanca” (Halfon, 2011, 30). La doble adjetivación “ingenua” y “perfumada” viene a completar la idealización de esta entidad espacio-tiempo asociándole el campo semántico de los sentidos y de los sentimientos, dándole la consistencia de un paraíso perdido. De hecho, a lo largo del libro las sensaciones físicas vienen descritas con mucha precisión, como por ejemplo en la escena en que el narrador va a comer un helado con su abuela, en el relato epónimo: Me gustaba sentir el frío del vidrio en las manos. Me gustaba ver los colores pastel de las nieves en todas las cubetas. Era fin de semana, pero no había casi nadie. El burrito gris comía pasto, su carruaje a un lado, vacío. Una niña rubia brincaba nerviosa sobre una de las camas elásticas. Entre carcajadas, dos niños chocaban sus carritos locos (Halfon, 2011, 129).
Notamos la profusión de verbos de percepción y de acción (sentir, ver, comer, brincar, chocar) así como el campo semántico de los colores (colores pastel, gris, rubia) que le confieren a la escena esa dimensión sensorial característica de los recuerdos infantiles. La escena pintada pertenece al mundo de los niños, como lo indican algunos elementos tópicos de la infancia como los helados, el burrito, los juegos, y el hecho de que en este fragmento todos los personajes son niños. Por otra parte, los colores parecen como desteñidos, del pastel de los helados al gris del burro pasando por el pelo claro de la niña, como si se tratara de una fotografía antigua un poco descolorida por el paso del tiempo. Estas características refuerzan la sensación de lejanía en el tiempo y de idealización de este episodio.
La evocación de su patria de origen por los personajes del cuento “Los exiliados”, de Monteforte Toledo, también se limita a una imagen parcial, estereotipada, como lo vemos en la descripción de los elementos que les recuerdan su país: Involuntariamente, los hombres contemplaban los retratos de mítines y manifestaciones, la pareja de muñecos vestidos con los trajes regionales, el florero de barro con el nombre de su país en letras doradas, y la bandera desplegada con tachuelas en el muro, no más grande que la vela de uno de los balandros que los niños fabricaban con pedazos de cajón e hilachas de ropa vieja (Monteforte Toledo, 1977, 348).
Los objetos que componen la decoración de la sala parecen sacados de una tienda de regalos por su dimensión cliché y por su aspecto barato y de mal gusto sugerido por las “letras doradas” y por el tamaño pequeño de los “muñecos” y sobre todo de la “bandera”, mediante la comparación, encabezada por una negación, con los pequeños barcos de juguete fabricados por los niños. El uso de las expresiones “pedazos de cajón” e “hilachas de ropa vieja”, que evocan la recuperación de objetos y materias, refuerzan esta impresión de pobreza. La enumeración da la sensación de que estos objetos conforman una especie de altar para rendir culto a la patria, impresión reforzada por la connotación religiosa del verbo “contemplar” y la supuesta presencia de flores en el florero como ofrendas. Esta suerte de culto a la patria, de santificación de lo perdido, también afecta a los niños de los exiliados, que mitifican su país de origen y su antigua condición frente a las suspicacias de sus compañeros de escuela: […] se defendían contando que allá en su tierra eran dueños de haciendas y casas, de dos caballos alazanes y de una lancha a motor con su oriflama en la popa. Los demás escolares pretendían no creerles; pero en el fondo, un exiliado bien podía poseer todo eso puesto que extrañas eran su historia y su condición (Monteforte Toledo, 1977, 352).
Los detalles de la descripción, con el adjetivo “alazanes” y los distintos elementos de la lancha, permiten alargar la enumeración y producir una impresión de abundancia que refuerza la supuesta riqueza de su antigua condición. El campo semántico de la propiedad (“dueños”, “poseer”) insiste en este aspecto, haciendo de la pérdida consecuente al exilio una pérdida ante todo económica. También es de notar la impresión de lejanía causada por el uso del demostrativo “allá”, en una expresión que se repite en otras partes del cuento: “Allá en su tierra dirigían masas de gentes y se aposentaban en las cámaras del palacio” (Monteforte Toledo, 1977, 353). Aquí la hipérbole evidenciada por los términos “masas” y “palacio” participa de la idealización de su patria. Es importante resaltar que en ningún momento del cuento se menciona el país de procedencia del grupo de exiliados, así como tampoco se identifica su país de acogida. Es decir que la nostalgia y el sentimiento de pérdida vivido por los personajes procede más de la experiencia del exilio y del consecuente empobrecimiento que del recuerdo de un lugar determinado. También es una manera de universalizar y humanizar esta experiencia desvinculándola de circunstancias espacio-temporales precisas. Sin embargo, el fuerte contenido político de dicho exilio —con la referencia a los mítines y manifestaciones y a la relación con el poder— así como la fecha temprana de publicación del cuento (1962) nos permiten reubicar esta vivencia en el contexto de la ola de exiliados que siguió la intervención estadounidense en Guatemala, conformada por dirigentes políticos y funcionarios de los gobiernos revolucionarios. En todo caso, el recuerdo del país perdido se acompaña de la nostalgia —sublimada desde la perspectiva ingenua de los niños— de una situación pasada más cómoda y alejada de los apuros de la vida cotidiana en el exilio.
En cambio, el narrador de “Ningún lugar sagrado” sólo idealiza puntualmente, y refiriéndose ante todo al paisaje, su Guatemala natal: “Yo soy de allá. El Petén. Es un lugar maravilloso. ¿Ha estado en la selva? Es algo único. No sabe de lo que le hablo si no ha estado. La vegetación, la vida, la energía por todas partes. Sí, me entusiasmo al hablar de eso” (Rey Rosa, 1998, 69). Los adjetivos “maravilloso” y “único”, así como la expresión “por todas partes”, ponen de relieve la exageración idealizadora. El ritmo entrecortado provocado por las frases cortas y nominales y la enumeración dan la impresión de una sucesión de fotografías, con una descripción que evoca un paisaje de postal.
Pero la mayoría de las veces, cuando evoca a Guatemala, el narrador se concentra en acontecimientos violentos, ya inspirados en hechos reales exteriores a la narración, ya propios del cuento y vinculados con la historia personal del narrador y también la del autor. Podemos citar, en cuanto a hechos inspirados en la historia guatemalteca reciente, el linchamiento de una norteamericana acusada de rapto de niños (70), las matanzas durante la Guerra Civil (72), el asesinato del obispo Juan Gerardi después de presentar el informe “Guatemala: nunca más” (74) con muchos detalles sobre las circunstancias del asesinato y lo sospechoso de la investigación posterior, los generales responsables de las matanzas (76-77). Los elementos ficticios —que se entremezclan con la misma autobiografía del autor, quien comparte muchas características con el narrador del cuento— se relacionan con esta historia: el activismo de la hermana del narrador, implicada en un grupo que denuncia el asesinato del obispo y se encuentra amenazada (75, 82), la muerte de su tío a manos del ejército (76), el asesinato de su padre (80), la persecución del mismo narrador en Nueva York (85-86), pero también los guiones de las películas del narrador: Una película. Un docu-drama. Fue tomada en la plaza de un pueblo del altiplano, tal vez era Chajul. […] Lúgubre, sí. En ese informe del arzobispado hay relatos de cosas peores. La práctica de obligar a gente a participar en los linchamientos era cosa común. Echó raíces. Todavía hay linchamientos, en los sitios remotos, casi todos los días. Hay mucho odio, y pobreza, doctora. Claro que es horrible (Rey Rosa, 1998, 75).
La abismación de la violencia, evocada a lo largo del cuento, dentro de los guiones, su campo semántico con los adjetivos “lúgubre”, “horrible”, y los términos “drama”, “linchamientos”, “odio” y “pobreza” indican la omnipresencia de ésta cada vez que se evoque a Guatemala. Esta violencia ya no es coyuntural, sino estructural, como lo sugiere el paso del pasado al presente en los verbos de esta cita a partir del adverbio “todavía”, y el sustantivo “raíces” que evoca algo profundo y difícil de extraer. La estructura cerrada en quiasmo, gracias a la correspondencia entre los adjetivos “lúgubre” y “terrible”, permite este paso de la ficción de los guiones a la realidad del país del narrador y da la sensación de que la visión de Guatemala es de horror, como transmitida por el prisma de un espejo deformante y ennegrecido, que se aparenta a lo que Bareiro Saguier llamaba “lamentación traumática”.
Vimos, en este primer acercamiento a la representación de la patria perdida, que la reconstrucción por el personaje exiliado de su país da una imagen fragmentaria, incompleta, por pinceladas. El enfoque es siempre subjetivo, y se centra ya en el recuerdo nostálgico de episodios idealizados, ya en elementos traumáticos recurrentes. Pero el exilio no sólo afecta a la visión del país lejano, sino también a la identidad del exiliado, en la medida en que la pertenencia a un lugar determinado es un componente fuerte de dicha identidad. Estudiaremos en un segundo movimiento la manera como el exilio y el consecuente desarraigo afectan a los personajes de los cuentos.
LA RECONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD DEL EXILIADOQuizá lo primero que podemos apuntar en cuanto a la situación del personaje exiliado en los cuentos que nos ocupan es su asimilación a una comunidad en la cual encuentra un apoyo —material, psicológico— y que le permite reconstruir un sentimiento de pertenencia. A veces esta asimilación no es del todo voluntaria, como lo vemos en el cuento “Los exiliados”, en el que esta denominación viene de los compañeros de escuela de los niños: En la escuela les decían “los exiliados”. El término —pero sobre todo la manera de pronunciarlo— mezclaba cierta admiración con sospecha, temor, desprecio y prurito de mantenerlos en categoría inferior como grupo organizado. […] eran semejantes a cualquier otro niño de su edad. Pero tendían a juntarse en los peligros y a hablar mejor de su tierra que de la tierra donde vivían. Además, eran pobres; los zapatos con agujeros y la ropa estrafalariamente remendada eran fáciles blancos para el ataque. Había muchos otros pobres en la escuela pública; pero eran distintos, como más genuinos y menos obvios; en todo caso, no producían la sensación de que uno era cómplice de lo que le ocurría. Los “exiliados’, en cambio, parecían disfrazados de pobres, no para divertirse sino para recordar quién sabe qué asquerosas deformidades de la justicia y del respeto entre los hombres (Monteforte Toledo, 1977, 351-352).
Notamos el empleo recurrente de expresiones con valor adversativo como “pero”, “en cambio”, que permiten establecer de manera casi sistemática la diferencia entre estos niños y los demás niños de la escuela, a pesar de los criterios que podrían asemejarlos a otros grupos, lo cual pone de relieve su otredad, su condición distinta. La alternancia entre el uso de la tercera persona del plural (eran, tendían, parecían) y el singular en las expresiones “su tierra” y “uno era cómplice de lo que le ocurría” hace hincapié en su percepción como un grupo más bien que una suma de individuos. La repetición del verbo de existencia “eran” sugiere que su situación de exiliados es precisamente lo que les define. Los prejuicios que sufren los exiliados se notan no sólo en el comportamiento de los demás niños en la escuela, sino también en la actitud de sus padres: “Las madres lugareñas, sin embargo, no dejaban que sus hijas visitasen a las dos niñas; al fin y al cabo, las familias de los “exiliados” eran desconocidas en el barrio hasta pocos años atrás y nadie sabía quiénes eran allá en su país” (Monteforte Toledo, 1977, 353) El hecho de transponer la expresión “allá en su país” a las palabras de los “lugareños” evidencia un cambio de perspectiva y de connotación: lo que antes aparecía como una evocación nostálgica de lo que los exiliados dejaron atrás se convierte aquí en una suspicacia acerca de su verdadera identidad. Notamos la oposición semántica entre el adjetivo “lugareñas” y el término “exiliados” —siempre entre comillas para significar que es el apodo que les dan— que asimila la pertenencia —o no pertenencia— a un lugar como una seña de identidad. Esta oposición muestra cómo se construye la identidad de los “otros”, los exiliados, a través de la mirada de los lugareños.
Sin embargo la comunidad de los exiliados no es homogénea, es decir que compartir la misma nacionalidad no es un criterio suficiente para agruparse, sino que entran en cuenta otros elementos: “A las escuelas públicas asistían los hijos de exiliados de otros partidos. La culpa, la envidia o la superación de algún remordimiento además de la ferocidad con que se profesaban las ideologías, prolongaban entre los adultos las divisiones, que los más recalcitrantes inculcaban a sus hijos” (Monteforte Toledo, 1977, 352). Esta cita, en cambio, insiste en las diferencias que existen entre los distintos grupos de exiliados, con la expresión “otros partidos” y el término “ideologías”.
Para el narrador-protagonista de “Ningún lugar sagrado”, el sentimiento de pertenencia a una nacionalidad parece ser más fuerte que el de pertenecer a una comunidad, como lo indica el uso de pronombres posesivos como en la expresión “mi país” (Rey Rosa, 1998, 77) y de la primera persona del plural como en la frase “así les decimos en Guatemala a los salvadoreños” (81), que contrastan con un “ellos, ustedes” al cual el narrador no se asimila, e incluso se opone: No se vaya a ofender, pero creo que los norteamericanos tienen una asquerosa política exterior. Han hecho, siguen y mientras puedan seguirán haciendo atrocidades. Lo sé, por Guatemala. Ellos, ustedes, han financiado, planeado, supervisado, las famosas matanzas de indios, de estudiantes, de izquierdistas en los últimos treinta años. […] Claro que no quiero decir que todos sean igualmente culpables. La prensa los tiene desinformados, es cierto, pero también es cierto que a muy poca gente aquí le interesa lo que ocurre verdaderamente allá (72).
Notamos en medio de la conversación el paso de “ellos”, “los norteamericanos”, a “ustedes, la “gente aquí”, que permite conservar la distancia con el narrador que no se identifica con ellos. Se crea una dialéctica entre un “aquí” y un “allá”, entre un “yo” y un “ustedes” que mantiene una frontera física en la afirmación de la identidad, o mejor dicho, de la no-identidad, de la no-identificación con los estadounidenses. Aunque no habla mucho de sus amigos o relaciones personales, alrededor de él se crea toda una red de otros “exiliados” centroamericanos: su hermana, los amigos de su hermana que designa como “exiliados” (76) o “compatriotas” (78), el novio de su hermana, “el Guanaco” que le llama a él “mi hermano” (82), e incluso sus perseguidores: Y por lo visto alguien estaba siguiendo a mi hermana. Era un guatemalteco, me explicó el Guanaco. Un tipo oriental. Del oriente de Guatemala. Tienen fama de violentos. Casi todos los guardaespaldas de la gente rica son de allí. Jutiapa o Zacapa. El Guanaco me aseguró que lo había visto rondando por ahí. Inconfundible, me dijo, ni que llevaran uniforme. […] Uno diría que al venir aquí perderían el color, pero no hay tales” (82).
La progresión de los adverbios de lugar —allí, ahí, aquí— sugiere el acercamiento de la realidad guatemalteca al espacio neoyorquino, como si la distancia geográfica no bastara para que el protagonista pudiera escapar a su condición de guatemalteco, es decir en este caso a la violencia, la amenaza y la persecución. Parece que aunque el narrador no quiera asimilarse a la comunidad exiliada centroamericana, todas sus experiencias personales, su entorno, las personas a las que coteja lo atraen hacia ésta y le recuerdan su identidad guatemalteca.
Para el narrador-protagonista de “Mañana nunca lo hablamos” la identificación con una comunidad en el país de exilio no es obvia, particularmente porque la narración se detiene en el momento en que sale al exilio y no menciona elementos de su nueva vida. Pero quizá podemos rastrear esta dimensión identitaria en otro nivel, menos evidente y sin embargo fundamental: en el plano de la escritura, me parece importante resaltar el hecho de que Halfon escriba en español, su lengua materna, lo cual es una forma de resistencia al exilio, porque después de salir de Guatemala su familia tardó trece años en volver. En este lapso, el futuro escritor había perdido la lengua materna y afirma que “el inglés se volvió y se mantiene mi lengua fuerte” (Zunini, 2015), con lo cual la escritura en español aparece como una compensación por la pérdida del espacio de los orígenes, la Guatemala natal del escritor y del protagonista de “Mañana nunca lo hablamos”.
En efecto, el exilio conlleva la idea de una pérdida, como lo indica Claudio Guillén: la situación del exiliado “denuncia una pérdida, un empobrecimiento, o hasta una mutilación de la persona en una parte de sí misma o en aquellas funciones que son indivisibles de los demás hombres y de las instituciones sociales. La persona se desangra. El yo siente como rota y fragmentada su propia naturaleza psicosocial” (Guillén 2002, 14). En los personajes de los cuentos estudiados el sentimiento de pérdida se manifiesta de distintas formas. Se trata, en primer lugar, de una pérdida material, de todos los objetos familiares y cotidianos, de las pertenencias de cada uno.
Así, para el narrador de “Mañana nunca lo hablamos”, la necesidad del exilio representa la pérdida de todo lo que conformaba la vida cotidiana de este niño, como lo sugiere la larga serie de preguntas que le hace a su padre:
—¿Y el colegio? —pregunté, entre confundido y emocionado.
—Ustedes tres irán a un colegio allá —dijo mi papá.
—¿Un colegio en inglés? —pregunté.
—Claro
—¿Y nuestros juguetes?
—Les compraremos nuevos allá.
—¿Y mi bicicleta?
—También.
—¿Qué les digo a mis amigos, a Oscar?
—Pues eso, que vamos un tiempo a Miami.
—¿Y si preguntan cuánto tiempo?
Ninguno de los dos me contestó.
—¿Y qué va a pasar con la casa? (Halfon, 2011, 121-122).
La sucesión de estas preguntas, casi siempre nominales, con la anáfora de la conjunción “y” y la enumeración de los elementos de la vida cotidiana del niño —el colegio, los juguetes, la bicicleta, los amigos, la casa— dan una impresión de acumulación, lo que pone de relieve todo lo que se pierde con el exilio, como si no fuera a quedar nada. El vacío que deja el exilio se metaforiza en el cuento con la casa que queda vacía al empacar las pertenencias de la familia:
Como por arte de magia mi casa empezó a desaparecer. El lunes, al volver del colegio […], descubrí una decena de cajas de cartón en vez de adornos y fotos; descubrí unos enormes rectángulos pálidos en las paredes de la sala, en vez de los óleos azules y verdes y muy extraños del pintor Efraín Recinos; descubrí, en vez de la mesa y las sillas del comedor, una alfombra totalmente libre que jamás había visto y que resultó perfecta para jugar canicas; descubrí repisas y gavetas forradas de papel tapiz, en vez de toda mi ropa; descubrí una fila de maletas abiertas, ya casi llenas, en vez del largo pasillo hacia el dormitorio de mis papás; descubrí el eco de Beethoven en el estudio ya sin ninguna cosa —sin el escritorio ni la silla de cuero de mi papá, sin la librera ni las enciclopedias de mi mamá, sin nada, en efecto, salvo mi piano […]” (131-132).
La sinécdoque inicial subraya la dimensión metafórica de la mudanza, puesto que lo que desaparece ya no son sólo los objetos sino el lugar de vida, todo lo conocido, lo familiar. La anáfora del verbo “descubrí” asociada a la repetición de la expresión “en vez de” sugiere que poco a poco el vacío —representado por los “enormes rectángulos pálidos”, la “alfombra totalmente libre” y “el estudio ya sin ninguna otra cosa”— está reemplazando los objetos de la vida cotidiana.
Pero más allá de estos objetos, más allá de la casa y los muebles y los amigos, lo que el exiliado deja atrás es un futuro que ya no llegará, un camino que ya no podrá seguir, como lo sugiere la contradicción temporal del título del relato y de la obra, que también corresponde a la última frase del texto:
Mi papá suspiró, pareció enojarse en la semioscuridad.
—Ay, amor, éstas no son horas para hablar de eso –susurró demasiado recio […]. Mejor duérmase y lo hablamos mañana.
Mi papá me dio dos palmadas suaves en la rodilla. Se levantó. Salió del cuarto y apagó la luz blanca del pasillo. Todo se volvió a quedar negro, inmóvil. Pronto llegó mañana y mañana nunca lo hablamos. (138)
El adjetivo “inmóvil” indica esta suspensión en el tiempo, y a la inmovilidad física se añade la oscuridad y por último el silencio, con la negación del habla y lo irrevocable del adverbio “nunca” que sugieren esta fisura en el tiempo y en la vida del protagonista que es el exilio. En este sentido se puede citar de nuevo a Claudio Guillén con la noción del “destiempo” que parece muy adecuada en este contexto: El destierro conduce a ese “destiempo” —vocablo que ha empleado con acierto no un ensayista hispánico sino el escritor polaco Josef Wittlin—, a ese décalage o desfase en los ritmos históricos de desenvolvimiento que habrá significado, para muchos, el peor de los castigos: la expulsión del presente; y por lo tanto del futuro —lingüístico, cultural, político— del país de origen” (Guillén, 1995, 141).
La idea de pérdida —material, pero también identitaria— está muy presente en el cuento “Los exiliados”. En efecto, gran parte de la narración evoca la pobreza material de los personajes que en su destierro no han podido llevarse sus pertenencias ni preparar su exilio, con lo cual tienen que sufrir los apuros de la vida cotidiana:
—Me repugna verme así, vestida con telas que pican la piel. No estoy acostumbrada a estas cosas […]
—Hay que tener paciencia.
—Sí, paciencia… Porque no te has fijado que ando medio desnuda mientras se secan los únicos calzones que me quedan; en un remiendo de los calcetines aseguro otro remiendo, y en el mercado tengo que esconderme para que no me vean comprar cuatro reales las mujeres de nuestros paisanos (Monteforte Toledo, 1977, 359-360).
El campo semántico de la pobreza material se centra en las prendas de la familia (“telas que pican la piel”, “medio desnuda”, “los únicos calzones”, “remiendo”), lo que permite insistir en el aspecto visual, evidente de dicha pobreza, y la vergüenza que siente la mujer frente a esta situación, como lo sugieren los verbos “esconderme” y “no me vean”. El destierro no sólo afecta las pertenencias materiales o el aspecto físico de los personajes, sino también su personalidad y particularmente la de los niños: Al principio, los padres creyeron que los niños se habían adaptado mal a una escuela y los cambiaron a otra. Ahora presentían que de todas maneras sería igual; que algo turbulento marcaba a sus hijos, con su cauda de responsabilidades y amarguras. Además, a los niños del país les irritaba la facilidad con que los pequeños forasteros inventaban juegos. Les atemorizaban sus conocimientos y los desenlaces sangrientos de sus historias (353).
El campo semántico del desencanto con los términos “turbulento”, “amarguras”, “desenlaces sangrientos” sugieren una pérdida de la inocencia de los niños, como lo confirman los juegos de éstos a lo largo del cuento, siempre violentos, historias de complots políticos, asesinatos, coches bomba y muertes por balas. Esta pérdida de inocencia también significa la entrada repentina al mundo de los adultos, con el consecuente cambio de actitud, como lo vemos con uno de los niños:
—¡Canalla, eso no se hace! — gritó Tito.
Y le pegó furiosamente. Nunca se había puesto tan enojado.
—Eso no se hace… no se hace…
Los niños estaban atemorizados ante el misterio de esa cólera adulta y desmedida […]
En la esquina, bajo el poste de los transformadores, se miraron en silencio y durante varios días no tuvieron deseos de jugar (359).
El empleo del adjetivo “adulta”, los términos que evocan la ira del niño como “le pegó”, “enojado”, “cólera”, y por fin el silencio y la ausencia de juegos evidencian este cambio de actitud de Tito. El narrador de “Mañana nunca lo hablamos” también pierde la inocencia infantil al tener que huir de la tierra en la que se ha criado, como se puede observar en la escena de despedida con su profesor de música: Se me ocurrió que su rostro se parecía al rostro del guerrillero de la guitarra y el televisor y que también se parecía a los rostros de los soldados, y después se me ocurrió que su rostro de alguna manera se parecía a cualquier rostro, a todos los rostros, a mi rostro. Sentí cosquillas en el vientre, como si en ese pensamiento hubiese algo básico o algo esencial. Luego otra vez me sentí confundido. Otto me sonrió. […] Se puso de pie. Se puso muy serio. Mirándome, estiró su mano terrosa y larga y la dejó en el aire y yo tardé un poco en comprender que quería que yo también me pusiera de pie y estirara la mía, que quería despedirse de mí, no como profesor y alumno, no como adulto y niño, no como indígena y blanco, sino como lo harían dos hombres (Halfon, 2011, 134).
El poliptoton “rostro/rostros”, las anáforas de “se me ocurrió que”, “se puso” y “no como”, las frases largas y el polisíndeton evidencian la confusión en la que se encuentra el niño. El campo semántico de la reflexión con “se me ocurrió”, “pensamiento”, “confundido”, “comprender”, así como las gradaciones “a cualquier rostro, a todos los rostros, a mi rostro” y “no como profesor y alumno, no como adulto y niño, no como indígena y blanco” tienden a borrar las diferencias entre ambos personajes para alcanzar el nivel de la universalidad de la condición humana, rompiendo con el mundo inocente, aislado, privilegiado e idealizado de la niñez, idea que viene rematada por la última expresión de la cita “como lo harían dos hombres”. El exilio es, simbólicamente, la entrada al mundo de los adultos.
El protagonista de “Ningún lugar sagrado” también se ve afectado en su integridad, si no física, por lo menos psicológica, por su experiencia de exiliado que vuelve constantemente a la violencia de su país: No sé, es lo que me dijo un día la doctora Rosenthal, y me disgusté. Que yo era sanguinario. Bloodthirsty. Se refería a una escena del guion que escribimos con Ron. Era la muerte de la protagonista principal. La asesinan un ex militar y un especialista, un mercenario. […] A nadie, supongo, le gusta que le digan que es un sádico (Rey Rosa, 1998, 79).
La repetición de tres sinónimos que conciernen la personalidad del narrador —“sanguinario”, “bloodthirsty”, “sádico”— ponen de relieve la influencia de la violencia cotidiana de su país en su propio carácter, como si a pesar de la distancia geográfica no pudiera escapar a esta realidad. Lleva el sello de su país de origen en la piel, como lo sugiere el sueño que ha tenido a propósito del guion de una de sus películas: Había un periodista que insistía en ver el manuscrito. ¿No se lo podía enseñar? ¡El manuscrito!, exclamé yo. Me entró una angustia de estudiante, sabe, como en esos sueños de exámenes finales. Y de pronto digo: Sí, aquí lo tengo, doctora. Y me abro la gabardina, una Macintosh negra. Estoy desnudo, debajo de la gabardina, pero mi piel está toda cubierta de palabras escritas como con tinta roja (Rey Rosa, 1998, 84).
La expresión final “tinta roja” alude al color de la sangre, lo que pone de realce la corporeidad de esta violencia que el protagonista tiene como tatuada en la piel, de forma indeleble.
Sin embargo, las consecuencias del exilio en la identidad de los exiliados no son del todo negativas. Para volver a la reflexión de Claudio Guillén, él considera que algo “solar” emana de los exiliados, como vertiente positiva del sentimiento de pérdida: “Conforme unos hombres y mujeres desterrados y desarraigos contemplan el sol y las estrellas, aprenden a compartir con otros, o a empezar a compartir, un proceso común y un impulso solidario de alcance siempre más amplio —filosófico, o religioso, o político, o poético” (Guillén 2002, 14). El primer alcance que podemos subrayar en cuanto a los textos que analizamos, es de naturaleza poética: de la experiencia del exilio nace la escritura, el objeto literario que permite la estetización, y por ende la sublimación de dicha experiencia. La escritura es lo que permite luchar contra lo inevitable del olvido, fijar en una página blanca estos recuerdos que se van esfumando porque los objetos, las fotografías, se dejaron atrás en el exilio. El espacio literario puede ser el más adecuado para abordar preguntas que permanecen sin respuestas, tabúes de la historia reciente que no se resuelven, como es el caso del final de “Mañana nunca lo hablamos”:
—¿Los guerrilleros son indios? […]
—Claro, me dijo, su mirada hacia la ventana.
—Pero, ¿también los soldados son indios?
Mi papá suspiró, pareció enojarse en la semioscuridad.
—Ay, amor, éstas no son horas para hablar de eso —susurró demasiado recio […]. Mejor duérmase y lo hablamos mañana.
Mi papá me dio dos palmadas suaves en la rodilla. Se levantó. Salió del cuarto y apagó la luz blanca del pasillo. Todo se volvió a quedar negro, inmóvil. Pronto llegó mañana y mañana nunca lo hablamos (Halfon, 2011, 138).
La escritura se convierte así en una posibilidad para colmar las carencias y los incumplimientos del pasado, una posibilidad para hablar de lo que nunca se ha podido hablar, de ponerle un punto final a una pregunta que quedó suspendida. La escritura como liberación o como bálsamo, incluso catártica, se manifiesta en la parte final del relato “Ningún lugar sagrado”, que tiene un contenido altamente metaliterario: Escribiendo un poco. Me tomé la libertad con este bloque de papel. Sí, es verdad, he escrito bastante, como un par de horas. ¿Cuántas? Cinco. Veinte folios, no es poco, no. Me temo que no, doctora, está en español. Siempre escribo en español. Es un monólogo. No, es la primera vez que experimento con esta forma. Todo el mundo lo ha hecho, desde luego. En mi caso, es por influjo de un amigo. Un escritor salvadoreño, tal vez lo conoce. Castellanos Moya. No lo conoce. Bueno, seguramente algún día. Ocurre en Nueva York. […] Si, después de todo esa era mi queja, que no quería escribir. Y mire esto. Graforragia, sí (Rey Rosa, 1998, 86).
Los elementos formales —el número de páginas, el idioma—, narratológicos —la forma de monólogo— y contextuales —la amistad con Castellanos Moya, la ambientación en Nueva York— permiten identificar al texto que describe el narrador como el texto que estamos leyendo. El neologismo “graforragia”, creado a partir de “grafía” y “hemorragia”, sugiere el derrame natural —como el de la sangre— de la escritura que, siguiendo la metáfora, saldría de una herida, en este caso preciso la herida causada por el exilio.
En el ámbito de la ficción, la dimensión solar de los exiliados también se puede observar en las causas por las que los personajes se disponen a luchar. En el caso del cuento “Los exiliados”, la dimensión política del exilio es omnipresente y de cierta forma justifica las dificultades de la vida cotidiana:
—Todos andamos por el estilo. No es humillante ser pobre. No deja de ser hermoso estar así por una causa.
—Qué van a ganar… Se les va la noche entera en hablar de política y la mitad del día también. ¿Sabes cuántos años hace que no oigo hablar más que de sesiones? ¿Quién les va a agradecer que se pasen la vida en pláticas y en proyecciones de revolución?
—Nadie. Pero no podemos dejar la lucha (Monteforte Toledo, 1977, 360-361).
Notamos una gradación en el campo semántico de la ideología, desde “causa” hasta “lucha”. Frente a la serie de preguntas, la proliferación de las negaciones sugiere que la pobreza material no importa frente a la nobleza de su ideología.
En “Ningún lugar sagrado”, varias veces el narrador se reprocha haber huido de Guatemala y no participar en un grupo de activistas como su hermana, pero encuentra una forma de redención cuando decide seguir el consejo de ésta y continuar escribiendo guiones para mostrar al mundo la realidad de su país: Le dije que tal vez tenía razón. Tal vez yo también debía hacer algo. Claro, me dijo, usted podría hacer algo. Le dije que escribir un guion acerca de todo aquello sería inútil. No lo sabrá hasta no intentarlo, replicó. Me quedé pensando. Uno nunca sabe, con estas cosas. Todo es cuestión de aprovechar el buen momento. En fin, yo comenzaba a fantasear con escribir un guion (Rey Rosa, 1998, 82-83).
La epífora de la expresión “hacer algo”, la repetición de “tal vez”, el verbo “fantasear” y el uso del condicional sugieren la imprecisión del proyecto; pero por primera vez, “escribir un guión” se vuelve sinónimo de “hacer algo” y no sólo de evocar la violencia en Guatemala. Este cambio de perspectiva permite al narrador sentirse útil y revalorizar la posición del artista para ponerla al mismo nivel que la del activista.
CONCLUSIONESEl estudio comparado de los tres cuentos presentados evidencia unas constantes en la escritura del exilio —la representación deformada del país perdido y la reconfiguración de la identidad frente al sentimiento de pérdida—, a pesar de las distintas fechas de publicación y de las circunstancias diferentes que llevaron a sus autores al exilio. Pero más allá de estas circunstancias precisas, podemos observar una dimensión universal del exilio, en el hecho de sentirse “otro” y distinto, en la nostalgia que se tiene de un pasado lejano e irrecuperable, en la búsqueda de una identidad propia, en el aspecto catártico de la escritura.
Otra característica inconfundible de la escritura del exilio es el fuerte vínculo entre la vivencia de los autores y la de sus personajes. Como lo vimos en distintos momentos del análisis, los adultos de “Los exiliados” comparten la militancia política de Mario Monteforte Toledo, el niño protagonista de “Mañana nunca lo hablamos” parece sacado de los mismos recuerdos infantiles de Halfon, y el narrador de “Ningún lugar sagrado” es nada menos que el doble literario de Rey Rosa. Esta extraña y reiterada confusión entre realidad y ficción, entre cuento y autobiografía, es lo que nos invita a considerar el exilio como experiencia vital y literaria, o ambas cosas al mismo tiempo: el exilio afecta la vida de los personajes ficcionales tanto como afectó la vida de los autores, desde un punto de vista personal —nostalgia, sentimiento de pérdida, recuerdos dolorosos y duelos— pero también literario, puesto que sirve de punto de partida para el desarrollo de una obra literaria.
Así, me parece importante resaltar cierta dimensión positiva del exilio que también evidenciamos, en particular el papel del exilio en la génesis de la escritura de los textos estudiados. En este sentido, el exilio o destierro afectó la producción literaria de los autores de estos cuentos abriéndole nuevas perspectivas y nuevos espacios de producción. Son muchos los que consideran que la mejor literatura guatemalteca se ha producido en el exilio, y particularmente en México: recordemos que buena parte de la obra de Miguel Ángel Asturias, de Luis Cardoza y Aragón, de Mario Monteforte Toledo y casi toda la de Augusto Monterroso, ha sido escrita fuera de Guatemala. Sin llegar hasta este extremo, creo que esta experiencia conllevó una apertura hacia lo universal, como es el caso de Monteforte Toledo, quien ya era un escritor formado y maduro. Según Augusto Monterroso, en exilio incluso es “uno de los grandes bienes que puede recibir un escritor” (Cruz, 1980). De hecho, si bien el cuento “Los exiliados” no es la mejor pieza que Monteforte Toledo haya escrito, es de notar el abismo temático y estilístico que existe entre su primera colección de cuentos, La cueva sin quietud, publicada en 1949, que se inscribe en la tendencia criollista e indigenista, y los Cuentos de derrota y esperanza, que ponen en escena a personajes totalmente distintos —periodistas, escritores, obreros— en escenarios más urbanos, incorporando técnicas narrativas novedosas con una voluntad de universalización y un realismo crudo que dan lugar a la pieza maestra que es, a mi juicio, el cuento “La frontera”. Por su parte, Rodrigo Rey Rosa llegó hasta calificar su exilio voluntario como una experiencia “maravillosa” que le permitió, entre otras cosas, formarse en el taller literario tangerino del escritor norteamericano Paul Bowles, a quien el volumen de cuentos Ningún lugar sagrado debe mucho. Tanto el cuento epónimo de esta colección como “Mañana nunca lo hablamos” de Eduardo Halfon sin duda tienen un valor especial para sus autores puesto que dan su título a sus libros respectivos. Y Halfon, como escritor, es un producto del exilio —no sólo el suyo, sino también el de sus abuelos, judíos polacos y libaneses respectivamente, cuya historia es la fuente de su obra literaria—. El estudio de una ínfima parte de la obra de estos tres grandes autores guatemaltecos permite percibir, aunque sea de perfil, el potencial de la escritura del exilio y el eco que tiene esta experiencia vital en el desarrollo y la maduración de su producción literaria, que se inserta en una larga tradición guatemalteca de literatura en el exilio.