El tema de la memoria colectiva constituye uno de los tópicos más discutidos dentro del amplio campo de las ciencias sociales en las últimas décadas. Este artículo tiene como objetivo central efectuar una reflexión teórica sobre la construcción social de la memoria —a partir de las relaciones intersubjetivas, las prácticas sociales, el poder, la cultura y la historicidad— y su nexo con el espacio, así como las dimensiones sensorial, simbólica y política de dicha relación. Se analiza también la manera en que los diversos actores sociales y políticos despliegan una lucha política y simbólica en el espacio público en aras de marcar en él la memoria y, como tal, una visión del pasado.
The field of collective memory is one of the most discussed subjects within the broad field of the social sciences in the last few decades. The aim of this paper is to introduce a theoretical discussion on the social construction of memory and its connection with the concept of space. In this work, I develop the way the memory is constructed in everyday life based upon intersubjective relationships, social practices, power, culture and historicity. In the same sense, I present the mode in which space and memory are linked conceptually and how such a connection has a sensory, symbolic and political dimension. I will also analyze how a diversity of social and political actors carry out a political and symbolic struggle in the public space in order to engrave in it memory, creating thus a vision of the past.
Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? La búsqueda del tiempo perdido, es también la búsqueda de espacios perdidos.
Desde hace varias décadas, la memoria se ha convertido en objeto de reflexión teórica para diferentes disciplinas de las ciencias sociales como la sociología, la psicología social, la historiografía, la antropología y la filosofía, amén de ser tema transversal de múltiples trabajos empíricos. Mucho se ha escrito sobre la tensión existente entre memoria e historia y entre memoria colectiva e individual, y sobre la relación íntima entre olvido y rememoración. En cada una de estas díadas aflora la complejidad intrínseca a los procesos constitutivos y de transformación de la dinámica memorística, donde las coordenadas políticas, históricas y culturales desempeñan un rol definitorio.
En este escenario, el nexo entre memoria y espacio constituye una veta de exploración teórica de insoslayable relevancia para el pensamiento sociológico a partir de una premisa seminal: toda memoria es una construcción social y espaciotemporal erigida en la vida cotidiana, en el seno de diversos ámbitos de interacción subjetiva y en diferentes espacios, los cuales, a su vez, son producto de la relacionalidad social, al tiempo que inciden en los propios lazos sociales.
El objetivo central de este artículo es efectuar una reflexión teórica desde la sociología —abrevando también de la geografía humana— sobre la construcción social, política y cultural de la memoria, y analizar el nexo que mantiene con el espacio; relación que, desde nuestra perspectiva, se caracteriza por contar con una dimensión sensorial, una simbólica y una política.
El trabajo está estructurado en tres partes: en la primera se desarrollará una problematización sociológica sobre la memoria, y la forma en que las prácticas sociales, la experiencia y los procesos de edificación de sentido están imbricados en su constitución. En la segunda explorará el nexo entre memoria y espacio, y cómo éste funge como el anclaje memorístico que posibilita la idea de estabilidad y permanencia frente a la contingencia temporal, así como el modo en que dicho nexo está permeado por una dimensión sensorial y una simbólica. Finalmente, en el tercer apartado se analizará el espacio público como un terreno de heterogeneidad social, política y cultural en el que se despliega una contienda política y simbólica en aras de inscribir en él una visión del pasado, para lo cual se aludirá a algunos casos en los cuales, tras experiencias de violencia estatal, diversos sujetos colectivos han pugnado por marcar en el espacio —a través de monumentos, placas, museos, o a través de prácticas conmemorativas— acontecimientos dignos de rememorar y en donde se puede apreciar cómo la memoria es un campo de confrontación sociopolítica en donde se disputa la legitimidad y la hegemonía y existe una clara connotación axiológica vinculada con la verdad, la dignidad y la justicia.
HACIA UNA DEFINICIÓN SOCIOLÓGICA DE LA MEMORIAHablar de la memoria supone aludir a un proceso social en el que se condensa historicidad, tiempo, espacio, relaciones sociales, poder, subjetividad, prácticas sociales, conflicto y, por supuesto, transformación y permanencia. Ya desde la Antigüedad, para los filósofos griegos el acto de recordar era tema de disquisición, al intentar dilucidar cómo un acontecimiento pasado sobrevivía a manera de huellas, de improntas, en los sujetos (Ricoeur, 2010). Para el pensamiento sociológico, en cambio, serían los avasalladores cambios de las primeras décadas del siglo xx el escenario histórico donde se desarrollaron algunos de los primeros trabajos sobre la memoria colectiva. En este contexto, Maurice Halbwachs puso la simiente para pensar qué es la memoria colectiva y cómo es que se articula socialmente. Para este sociólogo, discípulo de Bergson y de Durkheim, se trata de un artificio social que se constituye y se reproduce en grupos delineados espaciotemporalmente, como la familia, los grupos religiosos y las clases sociales, y advierte: “el pensamiento social es básicamente una memoria” (Halbwachs, 2008, 4); aserción que permite colegir cómo la memoria es producto del mundo social, al tiempo que —podríamos agregar— lo produce y, como tal, desempeña un papel crucial en la reproducción social, aspecto que retomaremos a lo largo de este artículo.
De acuerdo a Halbwachs, en contraste con la historia, la memoria es un proceso vivo, inconcluso, polimorfo, que se distingue por su multiplicidad, de modo tal que, como bien apunta, hay tantas memorias colectivas como grupos sociales. Así, cada sociedad tiene una forma particular de edificar sus recuerdos dependiendo de un conjunto de variables políticas y culturales y al hacerlo implícitamente tiene una manera específica de concebir y de relacionarse con el tiempo.
Halbwachs subraya en todos sus trabajos destinados a reflexionar sobre la memoria colectiva —Los marcos sociales de la memoria; La memoria colectiva y La topographie légendaire des évangiles en Terre sainte— que toda memoria es de carácter social. Pero, ¿cómo se constituye la memoria como representación del pasado? Según este pensador, la dinámica de rememoración es posible gracias a un conjunto de dispositivos, los marcos sociales de la memoria, a saber: el espacio, el tiempo y lenguaje (Halbwachs, 2004), todos construcciones que no son estáticas ni rígidas y que al modificarse inciden en la propia dinámica memorística, de forma tal que ésta puede desaparecer o mutar. Estos cuadros de la memoria son representaciones sociales que se encargan de regular la vida social. Como se verá en el siguiente apartado, para Halbwachs el espacio constituye un marco de enorme relevancia en la conformación de la memoria.
La perspicacia analítica de este autor yace no sólo en el modo en que baliza que la memoria se labra colectivamente, sino en la relevancia que adjudica al lenguaje como dispositivo que posibilita no sólo la transmisión de los recuerdos, sino su propia articulación. Halbwachs concibe al espacio y al tiempo como mecanismos de constitución y reproducción memorísticos, no bajo una racionalidad abstracta y universal, como advierte Vicente Huici Urmeneta (2007); para el francés, éstos se encuentran mediados por la experiencia de los actores sociales. En otros términos, los encuadres que hacen posible la articulación de la memoria están condicionados por la experiencia humana.
No obstante el legado de este sociólogo, su obra no ha estado exenta de críticas (Bastide, 2006; Rivaud 2010; Ricoeur, 2010). Roger Bastide ha señalado cómo el concepto de memoria colectiva facturado por Halbwachs remite no al plano de interacción subjetiva donde se tejen los recuerdos, sino a la existencia de una conciencia colectiva que se antepone, trasciende y determina al individuo. En otras palabras, en Halbwachs existe una noción sustentada no en la memoria construida entre los miembros de un grupo social, sino en la rememoración de dichos grupos. Al respecto advierte Bastide: La continuidad social es una continuidad estructural. Y, por consiguiente, la memoria colectiva constituye ciertamente una memoria de grupo, pero se trata de una memoria de un escenario —es decir, de relaciones entre papeles— o también de la memoria de una organización, de una articulación, de un sistema de relaciones entre individuos […] No es el grupo, en tanto grupo, lo que explica la memoria colectiva, más exactamente, es la estructura del grupo la que proporciona los marcos de la memoria colectiva definida no ya como ciencia colectiva sino como sistema de interrelaciones de memorias individuales (Bastide, 2006, 144-145).
Se vislumbra así aquel terreno donde se articula una visión del mundo, un marco identitario y un referente axiológico: la intersubjetividad. La crítica efectuada por Bastide a Halbwachs se finca en la manera en que éste recrea en su pensamiento la huella de Durkheim sobre la relación sociedad/individuo, donde éste se circunscribe a reproducir los dictados de aquella y donde, a fin de cuentas, la falsa dicotomía individuo/sociedad está presente. Así, Bastide sienta las bases para romper con cualquier mirada que reifique —sustancialice— a la memoria y que, por lo tanto, conciba a la memoria no como un proceso sino como una entelequia. En suma, la memoria de los grupos sociales no está por encima de los sujetos, ni tampoco es algo externo a su campo de acción, conflicto y relacionalidad social. Es bajo esta lógica que Florencia Rivaud (2010) ha labrado la noción de memoria intersubjetiva, la cual abreva de una sociología fenomenológica centrada precisamente en las relaciones intersubjetivas y que coincide con lo puntualizado por Bastide. Las acotaciones hechas tanto por Bastide como por Rivaud, parten de una premisa constructivista que será recogida en el transcurso de estas páginas y que cuentan con una gran valía hermenéutica al reconocer el carácter maleable y procesal de toda memoria.1 Por consiguiente, ésta es una edificación social, cultural, histórica y política erigida gracias a la intersubjetividad, al tiempo que la posibilita. En este juego recursivo entre sociedad y memoria, resulta insoslayable enmarcar cómo ésta es resultado de las prácticas sociales, y que, a su vez, todo acto de rememoración produce un conjunto de prácticas cargadas de sentido e intencionalidad —sin olvidar que recordar es en sí praxis social—. De forma pormenorizada, al ser la rememoración un dispositivo cognitivo, axiológico y normativo orienta relaciones y prácticas de diversa índole realizadas dentro del seno de la vida cotidiana, es decir, en ese territorio aproblemático y de certezas —hasta nuevo aviso— en el que se da la reproducción social (Berger y Luckmann, 2001). Así, la rememoración supone una serie de habilidades, conocimientos y destrezas gracias a los cuales los actores cuentan con insumos que les posibilitan vivir en sociedad. La memoria intersubjetiva subyace tanto a las rutinas efectuadas cotidianamente por los sujetos —muchas de ellas llevadas a cabo de manera irreflexiva— como a otro tipo de prácticas en las que se consagra la identidad: los rituales. Por consiguiente, no resulta difícil colegir cómo la rememoración desempeña un papel clave en los procesos de continuidad y cohesión. Empero, ¿cómo es que la memoria colectiva contribuye a la reproducción social? Parte de la clave para responder esta interrogante yace en las dos dimensiones en las que se estructura el mundo social: en un plano de objetivación y uno de subjetivación, tal como en su conocida y seminal obra puntualizaron Berger y Luckmann (2001). Siguiendo esta lógica se puede afirmar que la rememoración se objetiva en un sinnúmero de artefactos —objetos, edificios, libros, el lenguaje, obras artísticas, placas, estelas— los cuales son subjetivados —es decir introyectados y significados— por los individuos en interacción. Gracias a esta relación dialéctica de objetivación/subjetivación, la memoria intersubjetiva se erige y se transforma y con ello se va también articulando la misma realidad social. Desde esta perspectiva, tanto el espacio, como el tiempo y la memoria representan pilares con los cuales se construye el mundo social. Bajo esta óptica, la rememoración tiene un claro papel conservador de diversas estructuras e instituciones, lo cual no significa que no sea una fuente de cambio y ruptura social, cultural y política en función de que justamente la memoria es una matriz de significados que guían y habilitan la acción a diferentes escalas y, como tal, es un referente que posibilita que los sujetos se orienten en el mundo.
Concebir a la memoria a partir de su dimensión espaciotemporal, intersubjetiva, instrumental, cultural, política, simbólica, afectiva y normativa implica abrir el obturador con el cual se observa este fenómeno de inobjetable complejidad para el cientista social. Un elemento insoslayable que emerge al reflexionar sobre esta noción, es el de la temporalidad. Paul Ricoeur (2010) y Marc Augé (1998) sostienen acertadamente que la memoria no es el pasado, sino una (re)presentación del pasado, una huella, un signo o un indicio de lo acontecido. Ricoeur señala que la (re)presentación del pasado se refiere a un doble proceso: por un lado a ver hacia atrás; mientras que por otro, a ver de nueva cuenta. A estas dos variables, es posible sumar una tercera: la memoria como (re)creación del pasado forjada a partir de los dilemas, preguntas y requerimientos de diversa valencia que surgen en el presente, hecho que conduce a pensar cómo la memoria es selectiva.
Mientras el pasado es algo cerrado, inmodificable y finiquitado, recordar es una dinámica abierta y plural, siempre sujeta a nuevas reinterpretaciones por parte de los actores sociales y políticos. El pasado incide en el presente configurándolo de diversas maneras; no obstante, el presente también pergeña al pasado de acuerdo a las expectativas y necesidades que van emergiendo. Pero este juego de temporalidades trasciende si además se toma en cuenta la forma en que el pasado funge como savia que nutre al mismo futuro. Así, utopías políticas y sociales que alentaron numerosos movimientos colectivos a lo largo de la historia —en aras de construir otro orden sociopolítico más justo— se alimentaron de experiencias políticas y sociales pasadas. Bajo este argumento, la memoria intersubjetiva no sólo es algo constituido, sino también constituyente tanto de prácticas y relaciones sociales, como de imaginación, ideologías, visiones del mundo y expectativas. La memoria, en consecuencia, es una de las modalidades —una de las veredas— con las cuales y por las cuales, los sujetos sociales pueden relacionarse con el pasado y con el tiempo —la otra modalidad es indudablemente la historia—. Bajo este ángulo, la memoria es un puente que comunica no sólo al presente y al pasado, sino también al futuro; expectativas y experiencia, por ende, mantienen un nexo íntimo. Como dice Augé: “el recuerdo puede interrogar a la esperanza” (Augé, 1998, 22), aserción que revela cómo las temporalidades no cuentan con una relación lineal ni plana.
Pero, ¿qué implica hablar de la experiencia como piedra angular en los procesos constitutivos de la memoria? Tal vez no resulte desproporcionado sostener que la memoria es también experiencia interpretada, incorporada. Este proceso de significación —como todo trabajo interpretativo— se articula y comunica intersubjetivamente. Una lectura sociológica sobre la experiencia debe analizar cómo se configura a partir de ejes históricos, culturales, políticos y sociales, y de variables estructurales y coyunturales. En otras palabras, se decodifica la experiencia a partir de un marco cultural e histórico específico. Al igual que la memoria, la experiencia significada perfila prácticas sociales de diferente talante político y social.
Lo hasta aquí expuesto remite a pensar a la memoria como un proceso que cuenta también con fisuras y que cambia a lo largo del tiempo. Siendo así, es preciso destacar que la memoria como constructo intersubjetivo varía en función de la clase social, el género, la edad y el poder; es decir, está condicionada por factores estructurales sin que ello implique que los sujetos sociales no cuenten con agencia, con un margen de libertad en la constitución de sus rememoraciones. En este tenor, tanto la memoria como la experiencia son referentes de sentido; por ende, experiencia, memoria, sentido y prácticas sociales son factores estrechamente ligados.
Reflexionar sobre la memoria intersubjetiva supone referirse a un elemento que mantiene una relación íntima con ella, el olvido. Según Augé la desmemoria no es una expresión antagónica del recuerdo, sino por el contrario es uno de sus componentes: Lo que olvidamos es ya un acontecimiento tratado, en cierto modo un fragmento de materia; interna no una exterioridad absoluta, independiente, sino el producto de un primer tratamiento (la impresión) del cual el olvido no sea tal vez otra cosa que la continuación natural. No lo olvidamos todo, evidentemente. Pero tampoco lo recordamos todo. Recordar u olvidar es hacer una labor de jardinero, seleccionar, podar (Augé, 1998, 23).
Este ejercicio de jardinero, al cual Augé alude en este escolio, denota el carácter selectivo y creativo de la memoria, el hecho de que sea un trabajo. La relación olvido/memoria, como bien identificó Ricoeur, tiene una clara connotación paradójica: ¿acaso cuando recordamos que algo hemos olvidado no hay un indicio, por mínimo que sea, de la propia memoria? Para este filósofo, el olvido no es una manifestación patológica o deficitaria del acto de rememorar, sino su mismo reverso. Sin embargo, el nexo memoria/olvido va más allá de lo suscrito por ambos pensadores, el olvido cumple con una función vertebral en las diferentes dinámicas sociales al hacer posible que el aprendizaje y la memoria existan. En otros términos, gracias al olvido se pueden erigir recuerdos de variada naturaleza. Por lo tanto, tiene un carácter cognitivo de importancia cardinal. Pese a lo dicho, los sujetos sociales y políticos han emprendido desde siempre la lucha en contra del olvido ya sea por una necesidad o interés ideológico y político, y/o por una necesidad afectiva y/o axiológica. En el siguiente apartado, se revisará el papel que juega el espacio en los procesos de constitución de la memoria, así como el vínculo íntimo entre memoria, identidad y espacio.
EL ANCLAJE ESPACIAL DE LA MEMORIAEl espacio y el tiempo constituyen una díada inseparable para comprender cómo se estructuran las sociedades. Pese a la importancia que el espacio tiene en este complejo proceso, el pensamiento sociológico la obvió por algún tiempo al no desarrollar una reflexión teórica profunda y explícita sobre el papel del espacio en la constitución y mutación de la sociedad.2 Esta insuficiencia analítica ha cambiado en los últimos años de modo tal que —desde la sociología y la geografía humana— diversos autores como Henri Lefebvre, David Harvey, Doreen Massey y Pierre Bourdieu, entre otros, han analizado al espacio no como un mero receptáculo o telón de fondo de acontecimientos históricos, políticos y sociales sino como un proceso abierto fruto de las relaciones sociales de diverso cuño que, a su vez, condiciona los lazos sociales. Bajo este ángulo, el espacio adquiere una importancia crucial que debe ser atendida en aras de dilucidar la relación de mutua influencia entre él y la sociedad.
Al igual que la memoria, el espacio es una construcción social en el que se inscriben marcas grabadas por la dinámica del poder, la cultura y el devenir histórico. Todo espacio cuenta con una dimensión material y una dimensión simbólica —que se mantienen interrelacionadas— vinculadas a la forma en que los sujetos sociales en interacción se apropian de él. De acuerdo a Pierre Bourdieu (1999), el nexo inquebrantable entre los procesos sociales —incluyendo claro está el poder— y el espacio se distingue porque los primeros se materializan en el segundo aunque de forma usualmente opaca y en donde se reifican e invisibilizan las relaciones asimétricas y la diferenciación social, y con ello, se gesta la posibilidad de naturalizar algo que es un artificio social y como tal susceptible de ser modificado.
En este sentido, cada sociedad cuenta con una forma específica de concebir, apropiarse, relacionarse, organizar y nombrar al espacio y al tiempo y, al hacerlo, se va configurando poco a poco a sí misma. Es así como se instituyen espacios de trabajo y de descanso, de ocio y de castigo, espacios profanos y espacios sagrados, espacios de celebración y espacios de memoria. Son justamente las prácticas las que definen su uso social y, a su vez, los espacios institucionalizados habilitan y constriñen determinado tipo de prácticas y relaciones sociales. En consecuencia, el espacio es ese lienzo de variada escala —desde los lugares donde se efectúan relaciones cara a cara, hasta los grandes conflictos geopolíticos— en donde se imbrican y cristalizan la historicidad, el poder, la cultura, la dominación y la resistencia, la identidad, la subjetividad y la memoria; en síntesis, la experiencia humana que, como se puede inferir, es una experiencia espacializada.
¿Qué relación existe entre memoria y espacio? Por principio de cuentas es importante identificar al espacio como soporte material y simbólico de los procesos constitutivos de la memoria intersubjetiva. Esto significa que toda memoria se erige y sostiene a partir de un dispositivo temporal —calendarios, fechas— y un dispositivo espacial, amén de lo ya desarrollado a lo largo de estas líneas: el entramado social y un conjunto de prácticas sociales. En esta dinámica se encuentra subyacente la edificación de subjetividades, tanto individuales como colectivas. Desde nuestra perspectiva, el nexo memoria/espacio cuenta con tres planos básicos que pueden de diversas maneras entrelazarse y que serán expuestas en adelante: una dimensión sensorial, otra simbólica y, finalmente, una política —la cual será desarrollada en el último apartado—. En cada uno de estos planos existe un elemento transversal de notable relevancia: la experiencia.
LA DIMENSIÓN SENSORIAL EN LA RELACIÓN ESPACIO/MEMORIAEn su labor misionera a finales del siglo xvi, el jesuita Mateo Ricci demostró frente a funcionarios del Imperio chino una añeja técnica memorística de gran ambición cognitiva en la que se abrevaba una vieja tradición clásica y en la que el componente espacial desempeñaba un papel crucial. Ricci explicó cómo una manera de preservar el conocimiento existente —y por construir— dependía de la edificación de palacios de la memoria, los cuales podían ser cientos de edificios de grandes proporciones, o bien modestos recintos, como posadas, oficinas gubernamentales o pequeños pabellones (Spence, 2002). Empero, dichos edificios no constituían estructuras materiales, sino mentales. Ricci explicó que existían tres modalidades para tal fin: en primera instancia, podían inspirarse en palacios existentes, en lugares donde los individuos habían realmente estado y que se trajeran a la memoria; en segundo lugar, podían ser sitios totalmente ficticios, fruto de la imaginación de los sujetos; en tercero, podían ser espacios mitad reales y mitad ficticios. La finalidad central de todos estos artificios mentales, con clara connotación espacial, era contar con lugares de almacenamiento para el sinfín de conocimientos generados y por generarse. Por ende, sostenía Ricci, todo lo que se buscase rememorar debía contar con una imagen, la cual, al mismo tiempo, debía ocupar una posición en un sitio al cual recurrir cuando se quisiera evocar. Bajo este razonamiento, resultaba vital la precisión espacial para así resguardar lo aprendido y jamás olvidar. No obstante —y con ello se puede colegir el reconocimiento de la plasticidad de la memoria que ya para entonces se hacía— dichos palacios podían expandirse, con lo cual se podía robustecer el ejercicio de la rememoración.
¿Qué se puede inferir de esta técnica memorística enarbolada por Mateo Ricci? En primer lugar muestra la función cognitiva de la memoria y —tal como se ha señalado— cómo el espacio ha sido concebido a lo largo de la historia como anclaje y soporte material del proceso de recordar. En segundo lugar, permite atisbar la dimensión sensorial que hay en el nexo memoria/espacio, y que está presente en la vida cotidiana de todos los actores sociales a través de múltiples manifestaciones. De este modo, la veta sensorial existente en el vínculo espacio/memoria tiene que ver con lo que Ricoeur denomina mundaneidad de la memoria, que denota un nivel terrenal y como tal primario, elemental, con el cual los seres humanos en interrelación nos vinculamos con el mundo y con la realidad a través de los sentidos: la vista, el olfato, el tacto y el oído. Así, como bien apunta Ricoeur, hablar de la memoria implica aludir al espacio y al cuerpo: La transición de la memoria corporal a la memoria de los lugares está garantizada por actos tan importantes como orientarse, desplazarse y, más que ningún otro, vivir en… Es en la superficie de la tierra habitable donde precisamente nos acordamos de haber viajado y visitado parajes memorables. De este modo las “cosas” recordadas están intrínsecamente asociadas a lugares. Y no es por descuido por lo que decimos de lo que aconteció tuvo lugar. En efecto, en este nivel primordial se constituye el fenómeno de los lugares de la memoria, antes de convertirse en una referencia para el conocimiento histórico. Estos lugares de la memoria funcionan principalmente a la manera de los reminders, de los indicios de la rememoración, que ofrecen sucesivamente un apoyo a la memoria que falla, una lucha contra el olvido, incluso una suplencia muda de la memoria muerta. Los lugares “permanecen” como inscripciones, monumentos, potencialmente documentos mientras que los recuerdos transmitidos únicamente por vía oral vuela como lo hacen las palabras (Ricoeur, 2010, 62-63).
Lo anterior refleja cómo los actores sociales se relacionan con el espacio a partir de un nivel basal: el saber ubicarse y desplazarse en él, saber que en gran parte se está condicionado por la experiencia propia y ajena acumulada a lo largo del tiempo. Así, gracias a un acervo de conocimientos espaciales —de una memoria espacial— los individuos se apropian de lugares conocidos y nuevos en donde justamente los sentidos corporales desempeñan un rol protagónico.
Si se parte de la premisa de que el espacio es fruto de la interacción de los sujetos sociales, entonces se puede aseverar que la dinámica espacial es resultado de la interrelación de corporalidades. Bajo esta lógica hay que recordar cómo el cuerpo es, en sí mismo, un espacio que precisa de espacialidad para existir.3 En suma, los cuerpos son espacios que en interacción edifican lugares, los cuales —a su vez— los condicionan. Sostener que la corporalidad es un territorio, supone reconocer su materialidad —tal como lo señala Anne Huffschmid (2013)— y por tanto, el hecho de que sea per se terreno de inscripción del tiempo y de la experiencia. Bajo esta mirada, el dolor, la violencia, la vejez y la enfermedad suelen cristalizarse en cicatrices, en estelas o huellas que en muchas ocasiones fungen como detonantes de la memoria, como inobjetables indicios de que algo aconteció. En consecuencia, la memoria no sólo deja marcas en edificios, monumentos o placas, sino en el propio cuerpo, el cual es productor de sentido. En resumen, la dimensión sensorial presente en el vínculo memoria/espacio denota cómo lo mundano, lo terrenal, es materia prima en la compleja labor de la rememoración.
LA DIMENSIÓN SIMBÓLICA EN LA RELACIÓN ESPACIO/MEMORIAComo he mencionado, el espacio constituye un dispositivo y soporte fundamental en la articulación, reproducción y transformación de la memoria. No resulta casual que uno de los pioneros en el análisis sociológico de la memoria, Maurice Halbwachs, le haya otorgado al espacio una preeminencia sobre el tiempo en la dinámica memorística. Bajo esta línea, este discípulo de Durkheim afirmó que resultaba muy difícil evocar algún suceso sin que se pensara en el lugar donde había acaecido. Así para Halbwachs, la memoria precisa del espacio para dar la ilusión de la permanencia, continuidad y perdurabilidad frente al avasallante e inevitable cambio. La veta abierta por Halbwachs sobre el binomio espacio/memoria ha sido retomada por otros pensadores —uno de los más citados y discutidos es Pierre Nora—, quien desarrolló desde una perspectiva historiográfica la noción de lugares de memoria. Para este autor, dicho concepto se refiere a “aquellos espacios donde se cristaliza y se refugia la memoria”; de forma pormenorizada Nora señala que los lugares de memoria son “toda unidad significativa de orden material o ideal, de la cual la voluntad de los hombres o el trabajo del tiempo ha hecho un elemento simbólico del patrimonio memorial de cualquier comunidad” (Nora, citado por Allier, 2008, 88). La acepción de este historiador francés cuenta evidentemente con una clara connotación social, espacial y simbólica y de algún modo es deudora de la simiente puesta por Halbwachs y ha sido utilizada para explorar la historia de la memoria de diversos grupos sociales.
Por otra parte, gracias a su fijeza, materialidad y estabilidad, el espacio es un dispositivo al cual se recurre para marcar en él no sólo la memoria, sino también el poder. Esta ilusión de permanencia, sobre la cual tanto enfatizó Halbwachs, tal vez se relacione con el hecho de que el espacio es una fuente de seguridad ontológica,4 para quienes se apropian material y simbólicamente de él, y como tal muestra en primera instancia la profunda e inquebrantable relación que los sujetos sociales sostenemos con nuestros lugares y, en segunda, el hecho de que el espacio es significado socialmente. Bajo este razonamiento se puede sostener que los espacios —apropiados material y simbólicamente— son habitados de acuerdo a un marco cultural e histórico determinado y en función de la clase social, el poder, el género, la edad, la experiencia, la identidad y la memoria, por supuesto. La práctica social y cultural de habitar —como señaló Martin Heidegger en Construir, habitar, pensar (1951)— trasciende al mero hecho de residir, de forma tal que se puede habitar un espacio laborable, por ejemplo. Al habitar, por consiguiente, se van labrando en el tiempo subjetividades e identidades. Es decir, es en los espacios habitados —la casa, el trabajo, la plaza pública, la iglesia, la cárcel, etcétera— donde se acuñan y acumulan experiencias de diversa índole. Por lo tanto, los espacios habitados —al estar configurados por las relaciones intersubjetivas y las prácticas sociales— se erigen en espacios de memoria, es decir, en lugares memorables que están revestidos simbólicamente y en muchas ocasiones cargados también de afectividad. Esto explica, por ejemplo, cómo al transitar por un espacio determinado, ciertas evocaciones irrumpen y, con ellas, una emoción específica. Espacio y memoria, en resumen, comparten el hecho de ser construcciones simbólicas gestadas por los sujetos sociales en una constante interrelación.
De esta manera, espacio/identidad/memoria representa una veta de exploración teórica y empírica fascinante e insoslayable en la medida en que en dicha tríada se condensa la edificación de subjetividades. Así, hacer referencia a la memoria implica aludir a la identidad y viceversa. Dicho con mayor precisión: la memoria es el sustrato de la identidad en sus múltiples manifestaciones sociales y políticas; tanto la memoria intersubjetiva como la identidad son dispositivos cognitivos y axiológicos que orientan prácticas y lazos sociales, de ahí su relevancia en la dinámica de edificación de la realidad social.
El papel que el espacio tiene en los procesos de constitución de la memoria intersubjetiva está presente hasta en escenarios de migración, exilio o destierro. Roger Bastide (2006) encontró en su trabajo sobre la conservación de la memoria en afrodescendientes que profesaban la religión del vudú en Brasil, cómo éstos reproducían la estructura espacial de su tierra de origen —en el nuevo terreno habitado— para realizar sus prácticas religiosas. Así, en la medida en que se traducía espacialmente el viejo recinto sagrado, en esa misma medida los recuerdos emergían. Bastide, en ese tenor, concluyó que en el espacio, en el cuerpo, en las prácticas sociales y en la intersubjetividad residían las claves para comprender el modo en que se articula la memoria.
Como se ha señalado, el nexo espacio/memoria está permeado por una dimensión sensorial y una dimensión simbólica ineludibles. Dicha relación se materializa a partir de dos mecanismos que se pueden diferenciar de acuerdo a un propósito analítico y que en ocasiones se imbrican en el plano empírico: a) por un lado, la forma en que los actores sociales durante su vida cotidiana se desplazan y orientan en el espacio gracias a una memoria sensorial, a un acervo de conocimientos espaciales. Se trata a fin de cuentas de este horizonte donde espacio/cuerpo/memoria se hacen presentes; b) por otra parte, la manera en que los sujetos sociales en interacción se apropian material y simbólicamente de los espacios, habitándolos y significándolos y con ello convirtiendo dichos sitios en espacios dignos de rememorar. En los dos mecanismos explicitados, la experiencia representa un ingrediente que media y condiciona la manera como los sujetos sociales se vinculan con el espacio.
En el siguiente apartado se expondrá la dimensión política del vínculo espacio/memoria; la lucha simbólica y política desplegada por diversos agentes en aras de grabar en el espacio público una versión del pasado y en el que se encuentran subyacentes componentes axiológicos.
ESPACIO PÚBLICO Y MEMORIA: CONFRONTACIÓN POLÍTICA Y SIMBÓLICAComo se ha visto, la memoria intersubjetiva y el espacio mantienen un vínculo íntimo. Las dimensiones sensorial y simbólica que los atraviesan se relacionan, además, con la dinámica del poder. Esto supone que el poder recurre al espacio para magnificarse, sacralizarse y legitimarse —en otros términos, para afirmarse— y con ello grabar espacialmente una visión ideológica que pueda ser significada y recordada. Bajo este argumento, entre lo sensorial, lo simbólico y lo político existe un lazo sólido.
Uno de los escenarios donde la dinámica del poder —en maridaje con la memoria— se manifiesta es justamente en el espacio público, lato territorio en el que convergen las diferencias y en el que se cristalizan conflictos sociopolíticos y culturales de diversa especie, así como la injusticia social. El espacio público es una construcción histórica que cuenta con diversos planos, como el urbanístico, el cultural, el simbólico, el legal y el político. Hablar de lo público supone referirse a su contraparte —la esfera privada y con ello al ámbito de la familia, del individuo y al mercado— y a una serie de nociones como el Estado, el bien común, la comunidad, la sociedad, y la colectividad; amén de mencionar que las fronteras entre lo público y lo privado han sido a lo largo de la historia (re)dibujadas. En su multicitado trabajo, Nora Rabotnikoff (2005) ha puntualizado cómo lo público ha sido concebido a partir de tres factores interrelacionados que se han articulado de forma diferente en el transcurso histórico: lo que es de interés general y común; lo que es visible, manifiesto y ostensible —a contrapelo de lo oculto, secreto— y lo que es abierto, de acceso para todos —en oposición a lo cerrado, a la clausura—. Un elemento digno de resaltar, de acuerdo a los objetivos centrales de este artículo, es la connotación espacial de esta esfera, componente presente en el viejo contexto político griego: La reorganización del espacio social alrededor de la plaza, la referencia a un sitio de convergencia de todos los ciudadanos parece indicar al mismo tiempo la delimitación de un espacio propiamente político que funciona como centro de referencia para todos. En términos más generales, este movimiento impone la necesidad de recurrir de allí en adelante a una imagen espacial (el ágora, el foro). Se trata literalmente de un espacio público delimitado frente a las moradas privadas. Vernant señala que la expresión griega koinó tiene una evidente valencia espacial: en vez de decir que algo es tratado en común, se puede decir que se pone en el centro (Rabotnikoff 2005, 32).
A lo dicho por Rabotnikoff, es posible agregar cómo el espacio público es una arena de encuentro e intercambio social —desde las relaciones de anonimato hasta las expresiones de solidaridad sociopolítica— que forman parte de la vida cotidiana de los sujetos sociales. En él se despliegan rutinas, pero también rituales de diversa categoría —incluyendo las prácticas conmemorativas— y con ello se erigen formas de convivencia, de recreación, de celebración, de trabajo y de protesta (Ramírez Kuri, 2003). El espacio público es un reino en el que se expresa la cohesión social a la par que la fractura, el desgarramiento y la lucha, y es por tanto, producto de las prácticas sociales, políticas y culturales a la vez que incide en ellas. Si algo ha distinguido al espacio público es precisamente su heterogeneidad constitutiva, tanto de actores sociales de variado perfil —de clase, género, edad, postura política, etcétera— como de demandas, expectativas y proyectos urbanísticos y societales. Estas coordenadas teóricas, se acercan a los tres elementos definitorios que la geógrafa Doreen Massey ha realizado sobre el espacio en general, en todas sus escalas, y que expresan nítidamente su carácter procesal: 1) el espacio es producto de las relaciones sociales; 2) el espacio es la esfera de la posibilidad de la heterogeneidad; es el plano en donde emergen y coexisten diferentes sujetos, voces y trayectorias. Así, no hay espacio sin multiplicidad y viceversa, no hay pluralidad sin espacio, y 3) al ser producto de la relacionalidad social el espacio es siempre devenir, es algo abierto e inacabado (Massey, 2005).
Objeto de disputa sociopolítica y económica, —así como conquista de diferentes luchas colectivas— el espacio público es un terreno en el que los diversos agentes pretenden marcar una visión del pasado desde los requerimientos del presente. Lo que nos lleva a preguntar, amén de ser su anclaje y soporte, ¿de qué modo particular el espacio público se relaciona con la memoria? ¿Existen puentes que los comuniquen? Desde nuestra perspectiva, existen algunos elementos en común: a) ambos llevan como sello definitorio la heterogeneidad social, cultural y política; b) uno y otro son objeto de disputa; c) cuentan con un claro revestimiento simbólico amén de estar configurados cultural e históricamente; d) los dos son arena de lucha política y social en aras de edificar hegemonía y legitimidad; e) ambos sostienen un nexo estrecho con la identidad. Más allá de lo anterior, resulta pertinente también inquirir si ¿basta el espacio para resguardar la memoria? Posiblemente una respuesta categórica sea imposible, sin embargo, se puede aseverar —parafraseando a Huffschmid (2012)— que si bien el espacio no habla per se, tampoco se queda callado en el complejo proceso de rememoración. Bajo esta tónica, el espacio junto con las prácticas sociales conmemorativas y la relacionalidad social desempeñan un papel clave en esta dinámica.
La forma en que la memoria se objetiva y graba en el espacio público —de acuerdo a un interés político— cobra diferentes modalidades; en primer lugar a través de la construcción de museos, estatuas, monumentos, placas, nombres de calles; y en segundo, mediante prácticas conmemorativas de diferente índole que, por tanto, perfilen una manera de organizar socialmente el tiempo —fechas, calendarios— y, ligado con lo anterior, prácticas sociales de orden sociopolítico como marchas y escraches. En síntesis, el espacio y el tiempo fungen como dispositivos de rememoración —como marcos sociales de la memoria como bien apuntaló Halbwachs— y como tal forman parte de lo que Schindel (2009) llama el lenguaje espacial de la memoria.
La construcción de monumentos constituye una dinámica que revela cómo el conflicto es un componente transversal. Las experiencias de apertura democrática tras la violencia estatal vivida durante la dictadura en los años setenta del siglo pasado en naciones como Argentina, Chile y Uruguay representan viñetas que ilustran la citada conflictividad. Así, la edificación de memoriales en honor a las víctimas, ha implicado un conjunto de dilemas como: ¿qué aspectos de la violencia de Estado representar?, ¿cómo materializar arquitectónicamente y estéticamente el horror vinculado con asesinatos, desapariciones forzadas, tortura y despojo?, ¿quiénes pueden participar en tal labor?, ¿dónde erigir dichos monumentos, en los mismos lugares de tortura y encarcelamiento ilegal o bien en otros recintos?, etc. (Jelin 2012). A estos dilemas hay que sumar la lucha entre quienes buscan resaltar espacialmente este tipo de acontecimientos históricos y quienes sencillamente quieren eludirlos. Estos cuestionamientos no son un asunto menor y revelan cómo el esfuerzo de traducir espacialmente a la memoria de acontecimientos traumáticos constituye, no sólo una lucha en contra del olvido y del infatigable tiempo, sino también algo ya suscrito en el transcurso de este artículo: el carácter selectivo y discriminatorio del recordar en donde se puede atisbar un ejercicio de poder y en donde también está presente el problema de la representación. Como acertadamente afirma Achugar: El monumento, en tanto hecho monumentalizado, constituye la celebración del poder, de poder tener el poder de monumentalizar. En este sentido, el monumento, al igual que la cortina de Parrasio, es en sí mismo y a la vez, lo representado y la representación. Pero al mismo tiempo, la representación es una borramiento, una tachadura, una cancelación, pues el monumento borra, tacha, cancela toda otra posible representación que no sea la representada por el monumento. La visibilidad del monumento vuelve invisible todo aquello y a todos aquellos que el monumento niega o contradice (Achugar, 2003, 206).
En los procesos de monumentalizar eventos sellados por la violencia de Estado en Sudamérica han intervenido diversos agentes políticos y sociales, cada uno de ellos con una racionalidad, referente axiológico, ritmo, necesidades y expectativas divergentes: el propio Estado, el cual no es homogéneo; las víctimas y sus familiares; los activistas de derechos humanos; arquitectos (Jelin 2012). Un factor ineludible es cómo subyacente a la edificación de memoriales, se encuentra una intencionalidad política y social donde claramente no hay neutralidad valorativa y donde hay producción de sentido. Bajo este ángulo, emerge otro problema analítico de notable importancia: la manera como los actores sociales van a apropiarse e interpretar dichos espacios, así como el modo en que dichos memoriales cumplirán o no con su “función”. En este tenor, hay que enfatizar que la significación de los monumentos está condicionada por la memoria, la experiencia y el horizonte político e ideológico de cada actor social; asimismo, es preciso enmarcar que el trabajo de interpretación es inagotable y está pergeñado por las cambiantes necesidades del presente y del futuro. Así, por ejemplo, el Memorial del Holocausto en Berlín, erigido en 2005, fue utilizado por varios jóvenes de un modo imprevisto al brincar las estelas con fines deportivos, hecho que redundó en la indignación de muchos y que en realidad revela cómo un monumento puede ser significado y apropiado de múltiples formas, más allá de los propósitos originales, y por ende denota el carácter polisémico de estos sitios memorísticos, así como los variados usos que se le dan al espacio público (Huffschmid, 2012). Finalmente, no está de más insistir que la indiferencia y el olvido no están del todo conjurados por dichos lugares de la memoria, sobre todo si se considera que en la vida cotidiana prima un ritmo de normalización, que puede redundar en una dinámica de invisibilización de los espacios rutinariamente transitados.
Pese a lo anterior, los monumentos constituyen emblemas, marcajes con un ropaje axiológico que, no obstante, no sustituyen los reclamos de verdad —y aún menos la impartición de justicia— y que en ocasiones pueden ser leídos como mecanismos espaciales que buscan resarcir simbólicamente lo sucedido. Subyacentes a los memoriales, se pueden encontrar componentes axiológicos como el esclarecimiento de la verdad: la dignidad de las víctimas de la violencia de Estado, la justicia y, por supuesto, el agravio. Estos elementos, están íntimamente relacionados con otro plano también de carácter simbólico: el afectivo. En México, existen escasos espacios dedicados a resguardar la memoria sobre la violencia institucional contra la disidencia sociopolítica durante las décadas de 1960 y 1970. Las excepciones son el Memorial del 68 —dentro del Centro Cultural Universitario, administrado por la unam— y el Museo Casa de la Memoria Indómita.
La labor de monumentalizar actos de violencia institucional, como ha sido ya señalado, está signada por una lucha política y simbólica en donde está implícita la legitimidad —en donde quien se encarga, por ejemplo, de organizar desde el Estado la construcción de estos memoriales, puede labrar un cierto capital político y moral— y la hegemonía. En su labor de (re)significación del concepto facturado por Gramsci de hegemonía, William Roseberry detalla: Propongo que utilicemos ese concepto no para entender el consenso sino para entender la lucha: las maneras en que el propio proceso de dominación moldea las palabras, las imágenes, los símbolos, las formas, las organizaciones, las instituciones y los movimientos utilizados por las poblaciones subalternas para hablar de la dominación, confrontarla, entenderla, acomodarse o resistir a ella. Lo que la hegemonía construye no es entonces una ideología compartida, sino un marco común material y significativo para vivir a través de los órdenes sociales caracterizados por la dominación, hablar de ellos y actuar sobre ellos. Este marco común material y significativo es en parte discursivo: un lenguaje común o manera de hablar sobre las relaciones sociales que establece los términos centrales en torno de los cuales (y en los cuales) puede tener lugar la controversia y la lucha (Roseberry, 2002, 220).
Así, se puede observar cómo Roseberry concibe a la hegemonía no como un bloque ideológico monolítico, acabado y cerrado, sino como un proceso inconcluso con aristas políticas, culturales, simbólicas y axiológicas. Desde nuestra perspectiva, la memoria intersubjetiva forma parte de este marco común material y significativo. Dicho de otro modo: la memoria en sus muchas objetivaciones —libros, obras de arte, lenguaje, monumentos, placas, etc.— está inserta en un campo de confrontación en donde los sectores dominantes y los subalternos se enfrentan y negocian, y donde se disputan visiones del pasado. Un ejemplo del intento por erigir la hegemonía y la legitimidad en el espacio, es el Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México. Avenida que cuenta con un notable valor histórico, memorístico, político, simbólico, cultural, urbanístico y artístico, el Paseo de la Reforma fue creado durante el reinado de Maximiliano y originalmente llevó el nombre del Paseo del Emperador, hasta que el triunfo militar y político de los liberales encabezados por Benito Juárez dejaron su huella en el propio nombre de esta vialidad. Desde su edificación, el Paseo de la Reforma ha sido escenario donde los diversos gobiernos decimonónicos liberales, la dictadura de Porfirio Díaz y los emanados de la revolución mexicana han buscado inscribir en él una visión hegemónica de la historia nacional. Así, en esta avenida se congregan monumentos y estatuas que simbolizan y honran acontecimientos históricos fundacionales —como el arribo de Cristobal Colón y la Independencia de la Corona española— así como a militares, políticos, e intelectuales destacados en la gesta liberal en contra de los conservadores (Martínez Assad, 2011). Todos estos lugares de la memoria pueden ser vistos como la encarnación pétrea de valores e ideales como la soberanía nacional, la independencia, el amor a la patria, la libertad y la identidad mestiza y son, a fin de cuentas, una visión idealizada del pasado, acorde con la racionalidad e intereses de los grupos dominantes. Su vitalitad reside en ser un territorio donde se congregan oficinas gubernamentales, centros financieros, comercios, hoteles, museos, bancos, restaurantes, entre otros. Sigue siendo una avenida donde se efectúan numerosas marchas y mítines políticos de diverso calibre, particularmente alrededor de la Columna de la Independencia. En los últimos años, el Estado mexicano ha erigido memoriales en esta vialidad que han sido reapropiados material, política y simbólicamente por diversos actores sociopolíticos. De esta forma, el Memorial de las Víctimas de la Violencia en México, construido durante el gobierno de Felipe Calderón, fue rebautizado por el Comité del 68 como el Memorial a las Víctimas de Estado, en el cual se han inscrito los nombres de miles de personas desaparecidas o bien asesinadas bajo el actual contexto de crisis (Jiménez Sánchez, 16 de mayo de 2015). Por otra parte la Estela de Luz —erigida durante el mismo gobierno con el fin de celebrar el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución Mexicana— ha sido reapropiada por integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad al montar placas en honor las víctimas de desapariciones forzadas y asesinatos. Los dos casos citados, revelan cómo un mismo espacio de memoria puede ser disputado entre actores estatales y actores sociopolíticos en aras de construir una visión del pasado hegemónica; asimismo, los casos reseñados muestran lo ya suscrito a lo largo de este trabajo: la memoria es un campo permanentemente abierto, sellado por la confrontación política y simbólica.
Por otra parte, así como las placas, monumentos, nombres de calles graban en el espacio público la(s) memoria(s), las prácticas sociales conmemorativas constituyen otra manera de hacerlo. Ambos son mecanismos que buscan sortear al olvido, como ha sido ya puntualizado. Bajo esta racionalidad, las marchas como formas de protesta sociopolítica —como repertorios de confrontación,5 como diría Charles Tilly— cuentan no sólo con una clara connotación política, sino también espacial. A fin de cuentas, son un método de lucha desplegado por un sinnúmero de sujetos colectivos —en los más variados escenarios políticos, históricos y culturales, hecho que muestra su maleabilidad— en el espacio, donde los actores colectivos deciden y trazan rutas por las cuales transitar con el objetivo de enmarcar sus demandas. Dicho con otras palabras, las marchas suponen una modalidad de práctica sociopolítica en donde se dan procesos de apropiación material, política y simbólica del espacio público. En consecuencia, resulta obvia la relación existente entre este repertorio y el componente espacial. Sin embargo, ¿hay algún vínculo entre memoria intersubjetiva y esta forma de protesta? Evidentemente sí. Como muestra de ello, sólo basta observar las múltiples marchas efectuadas para grabar en el espacio público —aunque sea de forma volátil, efímera— la memoria de acontecimientos sellados por la coerción estatal. Así —y sólo por citar una de las más conocidas— el 2 de octubre en México es motivo, desde hace más de cuarenta años, de una marcha en la que participan diversos contingentes. Se trata de actos performativos de cuerpos en interacción, que resaltan viejos y nuevos agravios, y condensan el espacio, el tiempo y la memoria.
Al igual que las marchas, existen otros métodos de lucha como los escraches que tienen al unísono una valencia espacial y memorística. En este terreno, destaca la labor realizada por la organización mexicana h.i.j.o.s. —y evidentemente la hecha por su equivalente en Argentina— en donde a través del escrache en la casa del expresidente de la República, Luis Echeverría, o del cambio de nombre a calles que llevaban el apelativo de un participante en la violencia de Estado, por el nombre de alguna de las víctimas, se pretende resaltar sucesos de notable relevancia en la historia contemporánea de México como la llamada guerra sucia (h.i.j.o.s. México 2012).
Como queda de manifiesto, tanto la construcción de memoriales como las mismas prácticas sociopolíticas de tipo memorístico son formas diferentes de objetivar la memoria en el espacio, lo cual hace posible que sean significados, subjetivados, los hechos del pasado. Es así como se va fraguando el proceso de objetivación/subjetivación con el cual se articula socialmente la realidad. El hecho de que la memoria sea objetivada, le otorga a lo sucedido un cierto cariz de veracidad resultado de la propia materialidad del espacio. Para Berger y Luckmann (2001), la relevancia de dicha dinámica de exteriorización de la memoria tiene además otra implicación sociológica medular: “la sedimentación intersubjetiva puede llamarse verdaderamente social sólo cuando se ha objetivado en cualquier sistema de signos, o sea, cuando surge la posibilidad de objetivaciones reiteradas de las experiencias compartidas. Solo entonces hay probabilidad de que esas experiencias se transmitan de una generación a otra, y de una colectividad a otra” (Berger y Luckmann, 2001, 91).
A MODO DE RECAPITULACIÓNA lo largo de este artículo se ha desarrollado una problematización sociológica de la memoria, así como del íntimo vínculo que sostiene con el espacio. En este tenor, se ha revisado cómo la configuración social de toda rememoración se cimienta sobre la relación recursiva que mantiene con las prácticas sociales, así como sobre la experiencia, la intersubjetividad y los procesos de construcción de sentido. Asimismo, se ha señalado cómo el nexo memoria/espacio está atravesado por una dimensión sensorial, una simbólica y una política, las cuales en el plano empírico suelen estar imbricadas. Se ha visto, además, que el habitar —como constructo sociohistórico y como praxis social— desempeña un papel crucial en la articulación de identidades y en la conversión de los espacios apropiados y habitados en espacios memorables. Del mismo modo, se revisó cómo justamente en el espacio público —en tanto territorio de la pluralidad cultural, política y social— se entablan pugnas políticas y simbólicas encaminadas a plasmar en él una(s) visión(es) del pasado.
En consecuencia, la memoria constituye una esfera fundamental en donde se condensa la historicidad, el tiempo, el espacio, el poder y la cultura. Es algo no sólo constituido, sino también constituyente del hacer político, cultural y social, de ahí su relevancia en la compleja labor de construcción del mundo social, y su pertinencia sociológica no sólo para la reflexión teórica, sino en las diversas investigaciones de corte empírico que se pueden elaborar. Así pues, resulta sugerente y necesario explorar el rol de la memoria en procesos de cambio social y político —por ejemplo en la constitución de movimientos sociales— y como tal analizar el modo en que el pasado interpretado moldea no sólo al presente, sino también al futuro. De manera semejante, la relación memoria/espacio público constituye una línea de investigación fructífera en donde es preciso desplegar una mirada analítica constructivista, que considere el carácter dinámico que distingue dicho nexo. Asimismo, el estudio sobre las formas de protesta sociopolítica en el espacio representa una veta pertinente, al igual que las luchas políticas y simbólicas que diversos sujetos sociopolíticos entablan para hacer del espacio público un lienzo de reivindicación memorística tras experiencias de violencia estatal. El trabajo de Jelin, Huffschmid y Achugar —citados en este artículo— así como el elaborado en los últimos años por Schindel y Colombo (2014) brindan luces para desarrollar nuevas perspectivas analíticas que respondan a interrogantes como ¿qué papel desempeña el espacio en los procesos de violencia de Estado, es decir, en los casos de desapariciones forzadas, encarcelamientos ilegales, torturas y prácticas genocidas? ¿Qué sucede en aquellos escenarios de violencia estatal donde son borrados los indicios espaciales sobre lo sucedido? ¿Con qué herramientas conceptuales y metodológicas se pueden analizar dichas problemáticas? Responder exige, indudablemente, tender puentes interdisciplinarios donde la sociología —junto con la geografía, la historia y la ciencia política— otorgue herramientas para comprender y explicar este tipo de fenómenos donde la memoria y el espacio cobran una importancia insoslayable.
No obstante las justificadas críticas realizadas al pensamiento de Halbwachs, es importante resaltar que a lo largo de su obra este sociólogo fue matizando su concepción sobre la memoria colectiva de modo tal que hacia el final de su vida reconoció, de cierta manera, la relevancia de las relaciones intersubjetivas en su estructuración.
En el pensamiento sociológico clásico existen algunas excepciones de autores que consideraron al espacio un componente estructural en la construcción y cambio de la sociedad; entre ellos se destacan, por ejemplo, Tönnies (1979) y Simmel (1986) y, posteriormente, la Escuela de Chicago. En sus propuestas, un elemento en común es la tensión entre tradición y modernidad como detonadores del cambio social.
Al respecto decía Henri Lefebvrfe: “each living body is space and has its space; it produces itself in space and produces that space” (Lefebvre, 1991, 170; citado por Huffschmid, 2013).
Para Giddens, la seguridad ontológica consiste en “la certeza o confianza en que los mundos natural y social son tales como parecen ser, incluidos los parámetros existenciales básicos del propio ser y de la identidad social” (1998, 399).
El concepto de repertorio de confrontación fue facturado por el sociólogo e historiador Charles Tilly y constituye un instrumento analítico dentro de la sociología de la acción colectiva de gran valor. Los repertorios son métodos de lucha orquestados por los sujetos colectivos ante un escenario de conflictividad sociopolítica, los cuales son significativos tanto para los movimientos sociales como para sus adversarios. Todo repertorio es una construcción histórica y cultural que cambia pero a un ritmo lento. Ejemplo de ello, son las marchas, barricadas, huelgas, sentadas, etc. (Ver Tilly, 1978, y Tarrow, 1994).