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Vol. 11. Núm. 2.
Páginas 167-169 (julio - diciembre 2016)
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Vol. 11. Núm. 2.
Páginas 167-169 (julio - diciembre 2016)
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Carlos Farfán. Tempestad. Guanajuato: Ediciones La Rana-Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato, 2015, 224 pp.
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Kenia Aubry
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Cuando la muerte de Wilbert Euán empieza a esclarecerse, Mónica, su ex esposa, refiere: “El sólo me decía que estaba escribiendo una historia acerca de una isla ubicada frente a las costas de San Francisco […] Todas las noches lo veía entusiasmado, haciendo notas. Y siempre creí que sólo era un cuento o una novela, que sólo era ficción”. Esta afirmación es el punto central de toda obra literaria, aunque en la ficción caben también las vivencias y los puntos de vista sobre el mundo que se habita. El lector común, el que no se dedica al estudio de la literatura y sólo busca el entretenimiento, no siempre comprende el pacto de ficción, o lo que es lo mismo, cuando al leer una novela alguien cree los sucesos que en la vida real serían imposibles, por lo general los asocia con la realidad del mundo vital. Si bien los actos de ficción no pueden considerarse literales en el acontecer de la vida cotidiana, el contrasentido es que sólo a través de la irrealidad que nos ofrece la ficción puede entenderse a cabalidad la realidad del mundo exterior.

Carlos Farfán (Ciudad de México, 1973), autor de Tempestad (su segunda novela publicada y con la que obtuvo el XVII Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 2014), sitúa los eventos narrados en San Francisco, capital que colinda con Champotón y que tiene una relación petrolera con la isla del Carmen. Tal imaginario urbano tiene su punto de partida en una ciudad enclavada en la bahía del Golfo de México, me refiero a San Francisco de Campeche. Sobre la ciudad imaginaria el autor vierte toda la malicia creadora para proyectar, como los novelistas del norte, las singularidades del sureste mexicano con sus códigos sociales y lingüísticos.

El origen de Tempestad se encuentra en la experiencia real: la delincuencia organizada, la corrupción de Petróleos Mexicanos (tema poco narrado por la literatura) y la impunidad que se vive en el país. Todo lo anterior el autor lo trasvasa a la “serena y apacible villa [de San Francisco], orgullosa de su pasado remoto y de la amabilidad de su gente”, pero convertida por el imaginario literario en una ciudad violenta equiparable con algunas del norte de México. En este sentido, la realidad de Tempestad proviene de la tematización de los hechos, mientras que el extrañamiento de la ficción toma asiento en la atmósfera del espacio inventado: una ciudad asolada por la delincuencia organizada. Cuenta el protagonista Arturo Cabrera que la violencia floreció con celeridad por el boom petrolero en la bahía, el mismo que devastó la isla del Carmen y Champotón. Esta ontológica anexión entre ficción y realidad da la apariencia de lo verdadero a la historia; incluso Farfán aclara, en la última página del libro, que algunas citas del capítulo tres fueron tomadas del libro de Fabio Barbosa Cano, El petróleo en los Hoyos de Dona y otras áreas desconocidas del Golfo de México (2003).

La forma de Tempestad oscila entre el código de la nueva novela policial y el de la novela política y se entromete oblicuamente la ilusión de la autorreferencialidad, aunque no es, con toda intención, un recurso estético sobresaliente en el relato. Arturo Cabrera es el narrador personaje, tiene 42 años, divorciado y antropólogo de profesión, aunque sin “ejercer como tal debido a la casi nula demanda laboral que poseen en México las carreras de humanidades”; el protagonista bebe como cosaco y es el editor de la La M: Crónica de Muerte, un periódico sensacionalista de nota roja.

Un día llega hasta La M el profesor de preparatoria Wilbert Euán Pech para solicitarle a Cabrera la publicación de sus Cartas al mundo. He aquí una de las víctimas clave para el desarrollo de la narratividad que, junto al personaje de Cabrera, dejará su impronta en los lectores. Wilbert aparece muerto en la playa de Mar Azul después de la publicación de la segunda carta, en la que hablaba “de la corrupción gubernamental que a lo largo de décadas consolidó el crimen y la impunidad en todos los ámbitos de la sociedad”; la única intención de la escritura de sus misivas era concienciar a la población para hacerle frente a la maltrecha y viciada realidad.

Arturo, sensibilizado por las misivas de Euán, decide esclarecer su asesinato y descubre que detrás de la muerte del autor de las Cartas al mundo hay un trasfondo político de ocultamientos y mistificaciones sobre el petróleo:

se violentó la soberanía nacional, debido a que Estados Unidos se apropió de gran parte de nuestro territorio marino abarcando las regiones petrolíferas de las Donas más viables de explotación, mientras que a México le quedó la zona de mayor dificultad […] (la Planicie Abisal, a casi 4 000 metros, profundidad de la cual en ninguna parte del mundo se han podido extraer recursos).

El narrador personaje queda atrapado en la tempestad política al mostrar, a costa de su autoexilio, los documentos que comprueban que Euán no era un narcotraficante, que no fue ejecutado por ese motivo —como se dijo en la versión oficial—, y que solo formó parte de una cadena de asesinatos (incluida la ex esposa) que sabían del tratado sobre las regiones petrolíferas entre el gobierno mexicano y el estadounidense, firmado en el año 2000.

En los códigos del relato neopolicial ya no es un detective profesional el que busca la verdad, el investigador puede ser un ciudadano o un editor, como en Tempestad; esta evolución de la figura predominante en la novela negra tradicional tiene su razón de ser en la pérdida de la credibilidad de la justicia, como lo refiere el narrador:

Por supuesto, nosotros nunca confiábamos al pie de la letra en lo que aseveraban tanto los galenos oficiales como la policía. Familiarizados con la corrupción y la ineptitud de nuestras autoridades, teníamos más confianza en las indagaciones que llevábamos a cabo los medios de comunicación, e incluso en las hipótesis y pistas que nos remitían por teléfono o correo electrónico nuestros fervientes lectores.

En la memoria existencial de Tempestad queda explícita la corrupción, la impunidad, el descrédito de las instituciones del Estado mexicano y la indefensión a la que está expuesto el ciudadano. Se ponen de manifiesto las múltiples formas de coacción que utiliza el poder en la población civil y los modos para dar carpetazos a los asuntos de quienes hacen el trabajo sucio del gobierno; el ejemplo está puesto en Leonel Zárate, quien eliminó a un periodista por contradecir su versión respecto a una venta de combustible en el mercado negro. Pasada la efervescencia de la presión social se limpió el nombre de Zárate y como “premio fue nombrado director del Departamento de Combate contra el Narcotráfico de la Secretaría de Investigación Nacional”.

No queda al margen de la novela el modus operandi del mundo mediático. Tras la denuncia del protagonista sobre el tratado entre México y EE.UU. para ceder el territorio marítimo en la explotación del crudo, los medios masivos de comunicación nacionales “restaron importancia al suceso, se negaron a dar seguimiento a las indagaciones solicitadas por el partido opositor y empezaron a transmitir mensajes de funcionarios de Estado que comunicaban constantemente cifras del repunte de la economía mexicana a partir de la ‘apertura parcial’ de Petróleos Mexicanos a la inversión extranjera”. En San Francisco y en el interior de la República, la noticia solo fue el escándalo de la repetición y el suceso perdió fuerza “con el transcurso de las semanas y con la llegada de nuevos escándalos políticos y sociales”.

La novela de Farfán acrecienta la narrativa que Élmer Mendoza denomina poética del dolor y muestra lo que el escritor sonorense comenta en un artículo de la revista Timonel: en nuestro tiempo tan convulso, las víctimas “son muchas y sus representaciones tenaces y difíciles, pero el arte no es tímido, y en la novela policiaca mexicana funcionan solo aspectos de representación agresivos: colgados, acribillados, masacrados, mutilados, decapitados”. En este contexto, la construcción social de la novela no pasa por alto los feminicidios. El Mochanalgas, que marca a sus víctimas con el estrangulamiento y el cercenamiento de glúteos, es una invención más del gobierno para tapar el verdadero motivo de cuatro de las cinco mujeres asesinadas: las “orgiásticas fiestas privadas que acostumbraba efectuar en una casa de campo un alto directivo de la Secretaría de Seguridad”. Al mismo tiempo, Tempestad se une al compromiso (vuelvo a citar a Mendoza) de “crear una literatura tan tremenda como la realidad, una literatura que represente la época y que sea merecedora, una literatura que señale y suponga, donde lo terrible conduzca hacia el conocimiento y la justicia”.

El vigor narrativo con el que Carlos Farfán cierra Tempestad es hermosamente cruel. Refiere Kundera en El arte de la novela que su postulado es: “muy pocas metáforas en una novela; pero éstas deben ser sus puntos luminosos”. Apenas inicia la narración, se sabe que Arturo Cabrera relata desde el pasado, víctima de las circunstancias se ha autoexiliado en una playa virgen cerca de San Francisco; no obstante, el confinamiento frente al mar, donde las tempestades devastadoras vienen y van, revela uno de los puntos luminosos del relato: el primitivismo al que un sistema ignominioso reduce al individuo. De acuerdo con la visión del mundo de Tempestad, somos la realidad de una palabra inventada por Juan Carlos Onetti: los repugnantes juntacadáveres que, al igual que Arturo Cabrera, los recolectamos y los exhibimos.

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