En este trabajo se expone la concepción de vulnerabilidad de género que se ha venido construyendo desde hace al menos una década, a partir del análisis de fenómenos sociales que se expresan en contextos de pobreza y migración; particularmente nos hemos enfocado al tema de la salud. Nuestro trabajo ha adquirido cierta relevancia específicamente en relación a la salud mental y el tema de vih/sida y sus implicaciones en el sistema relacional de las personas. Ubicamos dimensiones que están presentes y naturalizadas a través de un sistema consensuado de representaciones sociales, lo que podríamos resumir como mandatos de género tanto en hombres como en mujeres.
Se analiza específicamente el efecto subjetivo y emocional que presentan mujeres de una comunidad con características migratorias y en extrema pobreza, así como sus representaciones sociales acerca de su trayectoria de vida.
This article exposes the conception of gender vulnerability that has been built for less than a decade, starting with an analysis of the social phenomena which is expressed in contexts of poverty and migration; particularly focusing our attention on the health as a topic.
Our work has acquired some relevance, specifically on the relation of mental health and hiv/aids and their involvement on people's relational system. We have located dimensions which are currently present and naturalized through a consensus system of social representations, that we could summarize as gender mandates that define the role as much in men as for women. We specifically analyzed the emotional and subjective effect that women from migratory and extremely poor communities present, as well as their social representations of their life path.
Las diversas concepciones y definiciones acerca del término vulnerabilidad varían de acuerdo a modelos explicativos, disciplinares o de intervención, en los cuales se complican con posiciones políticas y sociales que están inmersas en los distintos campos de acción social. Esta característica de la vulnerabilidad, dificulta el poder utilizar una aproximación como única o válida, se trata más bien de intentar definir desde qué ángulo de los diversos enfoques o posturas al respecto de la vulnerabilidad, reflexionamos o incidimos en la realidad de los grupos o culturas de estudio. Autores como Busso (2005), Filgueira (2001), Kaztman y Filgueira (2006), Kaztman (1999) y Moreno Crossley (2008) han desarrollado una perspectiva macrosocial de modelos explicativos que tienen una particularidad en común: el centrar su análisis a partir de variables específicas como la pobreza, indefensión social o los llamados activos. Por otra parte, autores como Alwang, Siegel y Jorgensen (2001), Cardona (2004), Hannigan (2010), Hoffman y Oliver (1999) y Thywissen (2006) han enfocado sus esfuerzos al desarrollo de concepciones teóricas y reflexiones a partir de disciplinas específicas que también han aportado interesantes aspectos de manera relacional; por lo tanto, en estudios que consideran la vulnerabilidad como una de sus vertientes más significativas, es recomendable al menos aclarar la postura o el marco conceptual que los orienta, a fin de evitar confusiones en el uso de esta categoría que puede ser únicamente de análisis o bien funcionar como un concepto marco que describe procesos explicativos centrados en una reflexión además epistémica; de ahí que sea fundamental tener en cuenta estos criterios, además de los ya más que discutidos ideológicos en la intervención misma.
Una de las vertientes más exploradas en este campo es aquella que remite a contextos de pobreza y exclusión social, donde las condiciones socioeconómicas son el factor determinante para el desarrollo de la vulnerabilidad. Desde nuestro punto de vista, esta tendencia tiene su origen en la realidad de la pobreza en países como el nuestro en donde existen más de 52 millones de mexicanas y mexicanos que se encuentren en situación de pobreza, y 11.7 millones en condición de pobreza extrema, lo que permite dimensionar la magnitud del problema: “la vulnerabilidad parece ser un rasgo social dominante propio del nuevo patrón de desarrollo en los países de la región. Esto es lo que la convierte en un interesante concepto explicativo de la problemática social de fines del milenio, complementario a los tradicionales enfoques de pobreza y de distribución del ingreso” (Pizarro 2001, 11).
Autores como Kaztman (2000) sostienen que bajo el impulso de procesos de desindustrialización, achicamiento del Estado y acelerada incorporación de innovaciones tecnológicas en algunas áreas de actividad se reduce la proporción de ocupaciones protegidas y estables, aumentando las disparidades de ingreso entre trabajadores de alta y baja calificación, a la vez que se intensifican los problemas de desempleo y subempleo, que afectan en particular a estos últimos. Lo anterior trae como consecuencia la expansión de la brecha entre pobres y no pobres. Desde esta noción se observan claros efectos en la precarización del poder adquisitivo que tienen aquellos que están del lado de la pobreza, lo que impacta en su calidad de vida directamente y en las pocas o nulas oportunidades de acceso al mercado de consumo, generando además una situación desalentadora y desesperanzadora no sólo de su presente sino también del futuro. Desde esta perspectiva también se toma en cuenta el acceso a la educación, servicios de salud y vivienda como factores que intervienen y que son medibles en el rango de vulnerabilidad.
Por otra parte, los estudios de Caroline Moser, efectuados a partir de la mitad de la década de los noventa (1998), culminaron con el denominado Asset/Vulnerability Framework o Marco de Activos/Vulnerabilidad. En este marco se resalta el hecho de que la mayor debilidad o vulnerabilidad de los pobres para poder superar las crisis sociales y económicas, así como para hacer frente a su vida cotidiana y los retos que ésta le acarrea, podrían ser contrarrestadas con una adecuada gestión de sus activos (una serie de recursos con los que los individuos, grupos o comunidades cuentan y de los cuales pueden echar mano justamente para contrarrestar crisis o fenómenos adversos) que tienen, independientemente de que sus ingresos sean escasos. La autora sintetiza una versión del concepto de capacidades de Amartya Sen, con el objeto de caracterizar en un nivel micro de análisis el comportamiento de las familias pobres enfrentadas a situaciones de crisis económica. El concepto de activos que Moser utiliza hace referencia a “una amplia gama de bienes, recursos o atributos que pueden ser movilizados por las personas para mejorar su nivel de bienestar o para superar situaciones adversas. Los activos sirven a las personas para enfrentar los riesgos o, en su defecto, para adaptarse activamente a sus consecuencias” (21). Además, esta perspectiva también considera que las relaciones intradomésticas constituyen un activo, que depende de la estructura, la composición y la cohesión del hogar, lo que implica reconocer un papel más amplio a las variables demográficas en la configuración de la vulnerabilidad social, aspecto que consideramos referencial para los estudios de género, tomando en cuenta las dinámicas intrafamiliares y roles que constituyen la cotidianeidad de las familias y sus propios universos.
A partir de los mismos lineamientos del modelo activos-vulnerabilidad-estructura de oportunidades (aveo), Kaztman y Filgueira (2006) proponen que la vulnerabilidad social es también el resultado de la interacción de dos factores primordiales: por un lado, la estructura de oportunidades a la que se hizo referencia y por otro, los llamados activos así como las prácticas, comportamientos y creencias de los sujetos, que tienen que ver con el uso que se hace de esos recursos (es decir, de sus activos). Como esta perspectiva permite de alguna manera considerar las prácticas, comportamientos y las creencias de las personas, puede ser utilizada para orientar el riesgo contextual que intentaremos demostrar en los mismos resultados de investigación que presentamos más adelante.
Sin duda, lo que más influye en esta situación específica de vulnerabilidad es la historia de vida y su propia subjetividad en donde están implícitas las creencias en torno a sus propias facultades como sujetos capaces de enfrentar la adversidad del medio en el que han nacido y crecido, su contexto de referencia. Desde esta noción se demarca una línea específica de investigación en la que es factible introducir aspectos tangibles e intangibles de la condición humana.
La vulnerabilidad social atiende a dos componentes explicativos. Por una parte, la inseguridad e indefensión que experimentan las comunidades, familias e individuos en sus condiciones de vida a consecuencia del impacto provocado por algún tipo de evento económico, social, epidemiológico de carácter traumático y por otra parte, el manejo de recursos y las estrategias que utilizan las comunidades, familias y personas para enfrentar los efectos de ese evento (Pizarro 2001).
Por su parte, Arriagada (2006) ha redimensionado el fenómeno de la pobreza como una derivación de acceso restrictivo a la propiedad, bajos ingresos y bajo consumo, de limitadas oportunidades sociales, políticas y laborales, así como de insuficientes logros educativos, en salud, nutrición y acceso, uso y control en materia de recursos naturales, incluyendo otras áreas del desarrollo social, lo que genera subjetividades ancladas al desamparo e impotencia, que llevan a conformar identidades centradas en la inequidad y falta de justicia, particularmente para las mujeres en estados de pobreza.
La expresión del fenómeno a partir de estas nociones es diferente para hombres y mujeres debido a una condición que se ha naturalizado en el contexto de la interacción social, y que efectivamente hace parte de representaciones sociales en las que los roles masculino y femenino están claramente diferenciados y articulados en la sociedad de manera inequitativa, derivando en una desigualdad en el ejercicio del poder y adquisición de recursos materiales, de ahí que podríamos hablar de rostros femeninos y masculinos de la pobreza, lo que se conjuga además con el malestar de género que se traduce en una expresión específica e, incluso, en la forma de enfermar. Por lo tanto, intentaremos demostrar a partir de nuestra experiencia en investigación en contextos de vulnerabilidad, que el plano emocional y la experiencia de vida son aspectos centrales a considerar en los escenarios sociales y de salud. Asimismo, presentaremos una propuesta que, si bien reconoce indicadores, fenómenos y contextos complejos que pueden afectar el bienestar social y personal, como la pobreza o migración, también puede constituirse en una dinámica de afrontamiento, para generar resiliencia2 ante la misma adversidad, muchas veces minimizando o resignificando el daño causado, mediante la capacidad que tienen las personas de superar momentos o situaciones difíciles y dolorosas a fin de reestablecer cierto sentido de bienestar que es necesario para continuar subsistiendo. Esto lo hemos observado claramente en algunas investigaciones de mujeres viviendo con vih,3 entre quienes, además, su enfermedad, aparece como el resultado exponencial de una tradición e historia acumulada de indefensión social, un factor capaz, incluso, de convertir al sujeto vulnerado y muchas veces marginal en una persona incluyente, con la posibilidad de potenciar recursos desde su propia adversidad en la misma enfermedad. De ahí que aboguemos por una cultura de derecho en donde no sea la enfermedad el proceso que constituya la dinámica de movilización en las personas, sino que sea su capacidad de bienestar la que mediatice entre eventos estresantes y su condición de vida normal.
Además de corroborar específicamente en comunidades con características migratorias que la vulnerabilidad adquiere rostros diversos y muy puntuales, momentos específicos que los grupos y/o personas han vivido como experiencia propia. (Flores-Palacios y Mora 2010; Flores-Palacios 2010; Flores-Palacios y Serrano Oswald 2012) y se sitúan como generadores de procesos de cambio ante su historia pasada y presente, lo que cuestiona el sentido más convencional de vulnerabilidad, activando una noción mucho más proactiva frente a esa adversidad por parte de los grupos y las personas. Cuando se reconoce esta posibilidad de movilizar y dar otro sentido a categorías conceptuales —como la vulnerabilidad—, y asumiendo las particularidades del riesgo contextual que alude a las condiciones socioeconómicas y psicosociales en que las personas han desarrollado su propia historia de vida, se está tomando también cierto posicionamiento político que incidirá en la forma de aproximarnos a la explicación de un fenómeno específico, de ahí que nuestra visión de vulnerabilidad también conlleva una mirada de posible transformación, tomando en cuenta los recursos que se tienen para lograr este cambio.
Desde esta perspectiva, los referentes tienen impacto en la construcción de sus subjetividades; por lo tanto, el riesgo contextual varía de una historia a otra y se sitúa más en la experiencia del individuo que en un colectivo. Sin embargo, la experiencia específica de padecer una enfermedad determinada —sobre todo crónica, como el cáncer o vih— puede ser compartida, en relación con la respuesta e interacción social.
En resumen, aludimos al concepto de vulnerabilidad como un proceso que integra aspectos objetivos y subjetivos de acuerdo a la propia historia y condición de las personas y como tal no es una constante, pero si un elemento latente que se aloja en la constitución misma del sujeto universal y que emerge de un contexto de interacción específico.4
Esta definición nos ha permitido ubicar y comprender las diversas dimensiones y causas que llevan a una persona a estar en o ser sujeto de vulnerabilidad, no sólo desde la desventaja social y económica, como grupos marginales y en pobreza, sino también en condiciones naturales de riesgo o construidas también socialmente por la complejidad social en la que actualmente nos desenvolvemos.
Vulnerabilidad de géneroReferirnos a la vulnerabilidad de género implica tomar en consideración no sólo los ejes multicausales (algunos de ellos enunciados anteriormente, y otros elaborados tradicionalmente en este tema), sino que en este caso también resulta fundamental comprender las especificidades recurrentes en la construcción del género femenino, que casi de manera natural ha sido colocado en desventaja en relación con el género masculino, incluso hasta nuestros días, cuando aparentemente, la equiparación de oportunidades sociales comienza a tener ciertos atisbos de igualdad, al menos en algunos contextos muy específicos, pero esto, como sabemos, no implica que se hayan logrado la equidad o igualdad en el plano de los derechos entre hombres y mujeres, entre clases sociales y, mucho menos, entre grupos diferenciados como las razas o las etnias.
En nuestra experiencia (Flores-Palacios 2014; Flores-Palacios y Wagner 2012), hemos confirmado cómo el recuerdo del maltrato y el sentimiento de impotencia en mujeres víctimas de violencia física y emocional, que también han visto desde sus abuelas y madres, se convierte en un referente representacional que constituye una explicación a su propia condición de víctima por ser mujer. “Así nos ha tocado” es una frase recurrente en esta línea de investigación que no podemos dejar de analizar en el tiempo y contexto de adversidad, sobrepasando la enfermedad y situando el malestar en las condiciones sociales y culturales de género, lo que Mabel Burín, Esther Moncarz y Susana Velázquez (1990) han denominado malestar de género.
En un contexto migrante por ejemplo, encontramos el caso de una mujer en el cual el sometimiento imaginario a la figura del marido que estaba ausente de su vida cotidiana hacía más de cinco años, constituía el eje de su acción. Ella lo esperaba con su lugar puesto en la mesa, y sus hijos también participaban de este fantasma como forma de la sujeción y control que ejercía simbólicamente. La emoción en este caso era de manifiesta desesperación y ansiedad frente a un “otro” fantasmático e inexistente. Así, las representaciones sociales como ejes explicativos, también son procesos que se construyen a partir de la experiencia cotidiana, de la carga de significación afectiva y de las emociones que se generan en la interacción social; no se trata de procesos aislados ni mucho menos individuales: se construyen y definen a partir de los referentes culturales y de la otredad, en donde el consenso del significado adquiere forma y sentido. Esta construcción sociocultural, es clave para comprender los sistemas naturalizados en la conciencia de las personas, que limitan muchas veces su posibilidad de potenciar nuevas formas de reconconocer-se como sujeto, más allá del mandato de género férreamente introyectado.
El utilizar la perspectiva de género en la investigación implica por lo tanto, reconocer a la mujer como sujeto de derecho —entre muchos otros aspectos—, darle voz y reconocer su experiencia, comprender los procesos de significación que ha construido a partir de su rol de género, y analizar detalladamente las repercusiones que esta construcción social ha tenido en su subjetividad. En este contexto de la investigación de género, es necesario recordar que el hecho de reportar únicamente las conductas asociadas al género sexual y confundir sexo con género son dos de las grandes limitaciones que identificamos particularmente en ciencias sociales, lo que ha llevado a grandes confusiones en esta orientación. La perspectiva de género por lo tanto, pone énfasis en el contexto social en el que las mujeres se constituyen, no desde el cual se describen, más bien se alude a la posibilidad de comprender las relaciones sociales en situaciones de igualdad/desigualdad y equidad/inequidad (Flores-Palacios 2010).
Captar los significados de las personas desde su discurso y la experiencia que constituyen su bagaje representacional, y a través del cual también le dan sentido a su experiencia vivida, no es una empresa fácil, y mucho menos lo es intentar encontrar el lugar que ocupan en su construcción subjetiva. La vulnerabilidad de género por lo tanto, conduce inevitablemente al tema de identidad social, que retoma la premisa central que subrayamos en Psicología social y género (2001), y a la cual volveremos, para efectos de esta discusión. La premisa se refiere a que “la prescripción social y cultural de género que define cómo debe conducirse el sujeto en función de su sexo, hace imprescindible la permanencia de la representación de sexo en cualquier situación a la cual el sujeto se confronte” (Flores-Palacios 2001, 34).
Es decir: la prescripción de género actúa de manera insoslayable en función del sexo y, por lo tanto, de la representación social consensuada y articulada en una dimensión hegemónica que obedece a sistemas de comportamientos sociales regulados por una ideología que sustenta los marcajes y orientaciones comportamentales de hombres y mujeres, haciendo mucho más compleja la identificación de cierta vulnerabilidad a partir de esta heteronormatividad, a la cual se responde de forma naturalizada y exigida por la misma cultura o el grupo de referencia. De esta manera, el diagnóstico de un malestar de género está fuera de contexto, dado que naturalmente no debería existir contradicción alguna frente a la evidencia de un rol definido y asumido. A su vez, estas nociones han sido reforzadas y afianzadas por los modelos médicos más conservadores: desde sus inicios, la psiquiatría ha sido una colaboradora excepcional en este sentido, baste señalar el papel que ha jugado el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (dsm), publicado en 1952. Dicho manual contiene una clasificación de los trastornos mentales y proporciona descripciones específicas de las categorías diagnósticas, todo con la finalidad de que profesionales de la salud mental, sobre todo, puedan diagnosticar, estudiar e intercambiar información y tratar los distintos trastornos mentales que según sus diferentes momentos de desarrollo han ido proponiendo y no siempre favoreciendo conductas no estipuladas como “normales”, tal es el caso de las preferencias sexuales homosexuales que hasta la década de los años setenta fueron clasificadas como desviaciones tipificadas en el orden de la patología.
Desde estas nociones generalizadas en la psiquiatría y a partir de los modelos hegemónicos en salud mental, las consideraciones del malestar de género están aún lejos de ser tomadas en cuenta: es una discusión que aún no ha sido suficientemente escuchada porque, suponemos, implicaría cuestionar esquemas tradicionales que en primer lugar han favorecido a un cierto orden de regulación social, tomando como eje fundamental a la familia, en donde el rol de la mujeres ha sido central históricamente. Los planteamientos desde un abordaje feminista en la salud mental5 han sido cuestionados y rechazados por los modelos imperantes en salud mental, incluso y a pesar de que fuentes documentales de la Organización Mundial de la Salud (oms) han revelado que hombres y mujeres sufren diferentes tipos de problemas. Por ejemplo, la depresión, ansiedad y las quejas somáticas se dan con mayor frecuencia en ellas, mientras que los trastornos de personalidad antisocial y los relacionados con el abuso de sustancias se presentan más en varones (oms 2001, citado en Ordorika 2009, 649). En esta discusión debemos reconocer que la oms ha hecho un gran esfuerzo por tratar de articular definiciones de salud mucho más centradas en variables sociales y culturales con la intención de acercarse a una visión, si no contextual, al menos relacionando aspectos de otro orden que, hasta hace muy poco tiempo, estaban lejos de ser considerados. Sin embargo, aún no hemos llegado a un estado ideal en el que se puedan considerar estas variables como centrales en la vulnerabilidad de género y por lo tanto en el malestar social de hombres y mujeres.
Contexto situado; las mujeres de El PañueloEntre los años 2010 y 2012 se realizó una investigación que tuvo como propósito central indagar dinámicas migrantes y condiciones ambientales en cuatro municipios del estado de Morelos. El equipo estuvo conformado por un grupo de investigación multidisciplinar en el que participaron antropólogas, sociólogas, psicólogas sociales y demógrafos.
En este artículo se exponen únicamente los resultados obtenidos en El Pañuelo, una de estas comunidades con características rurales, desde una perspectiva psicosocial y centrándonos en el análisis de la vulnerabilidad de género. Se trata de un asentamiento irregular que se ha ido construyendo a partir de la temporalidad de la siembra y cosecha de la cebolla. Un gran porcentaje de su población es hablante de lengua indígena, particularmente náhuatl, y en su mayoría proviene de la zona de La Montaña de Guerrero (municipio de Tlapa), uno de los municipios más marginados del país. Hasta esas fechas, existían 17 hogares construidos con lámina y piso de tierra, no había agua potable y se cocinaba, por lo general, con leña. Algunos hogares contaban con energía eléctrica y otros, sólo se alumbraban con velas.
MétodoNuestra presencia en la comunidad inició con un acercamiento paulatino explicando la finalidad de nuestra visita y proponiendo una serie de pláticas en torno a la salud mental y abordando el tema de vih/sida, específicamente. Una vez que se estableció la comunicación y confianza y fuimos detectando indicadores y problemáticas de la comunidad, hicimos visitas de reconocimiento a cada uno de los hogares del asentamiento, aplicando una pequeña encuesta censal a fin de ubicar variables culturales, económicas, sociales y políticas que nos dieran un panorama mucho más completo de El Pañuelo. Se logró un diagnóstico situacional que nos permitió analizar indicadores centrales en la dinámica de la comunidad de estudio, y el análisis de las variables, el registro de reconocimiento y las inquietudes recogidas en los espacios de las pláticas informativas constituyeron el material de apoyo para la construcción de la guía de entrevista utilizada en los grupos focales, técnica princeps en esta parte de la investigación por considerarla una herramienta con la cual es factible recoger y promover discursos que se comparten, significan y resignifican mediante la reflexión colectiva. En otro momento hemos mencionado que “mediante el grupo focal se recupera empíricamente la experiencia de las mujeres con sus opiniones, creencias e ideologías” (Flores-Palacios 2010, 353), constituyendo aquello que Markova llama “sociedad pensante en miniatura” (2003, 223). Desde este ángulo de análisis, un grupo focal abre la puerta al conocimiento de cómo la sociedad se piensa, y la manera en que ha organizado todos los elementos que la conforman para conducirse coherentemente bajo cierto sistema. “La conducción de un grupo focal pasa por cumplir en primer lugar con el requisito de elegir a las/os participantes con cierto perfil homogéneo, especialmente en cuanto a su pertenencia al contexto de intervención y estudio, es fundamental que la problemática de análisis tenga una relevancia para ellas en su vida cotidiana, muchas veces invisibilizada por ellas mismas y asumida como condición natural en su propia experiencia, una de las tareas del investigador/a en este caso, es justamente hacer emerger esa representación social anclada a un sistema de comportamiento y ponerlo en el centro de discusión que permita remover y desarticular ese condicionamiento (Flores-Palacios 2010, 354). Como hemos advertido, el proceso de comparación entre iguales es una herramienta útil que dimensiona a la persona en su papel como protagonista de su historia, evaluando el grado de poder que se tiene para modificar su propia existencia. Empoderar a las mujeres a partir de esta técnica, ha resultado una experiencia positiva, reforzando sus propias redes y grado de confianza en su comunidad.6 Además, el conocimiento y práctica de las mujeres acerca de su propia condición se puede abordar como objeto de estudio otorgando un sentido prioritario a su narrativa, su significado y por lo tanto a su argumentación, lo que naturalmente abre la posibilidad de considerar a las mujeres como sujetos de enunciación y, por lo tanto, con capacidad de poder a partir de su propia conciencia.
Finalmente, un aspecto que pareciera trivial pero que es fundamental en este tipo de investigación es la importancia de la empatía entre investigador/a y el grupo para lograr una cercanía que permita inducir la exploración de relaciones latentes, experimentadas y reflexivas. Sin duda alguna, la investigación en contextos específicos siempre implica una intromisión que conlleva riesgos, desde la presencia de un agente externo ideológicamente cargado de preceptos, y esto es algo a tener muy en cuenta en la investigación social. La sensibilidad y disposición de escucha debe ser una característica primordial en este tipo de aproximaciones en la investigación, más allá de la conciencia de que al final todo acercamiento tendrá cierto sesgo insoslayable en la cultura de la que formamos parte.
Como parte del método, se realizaron dos grupos focales con 10 y 11 mujeres respectivamente, de entre 17 y 53 años. Tenían de uno a once hijos y excepto una, todas se casaron o empezaron a vivir en unión libre, entre los 14 y los 20 años: el embarazo y la elección de vivir en pareja tempranamente es una característica de esta comunidad.
Se recurrió a la grabación de las sesiones previo consentimiento informado y de acuerdo con lo establecido en los Principios éticos para las investigaciones médicas en seres humanos.7 La información se codificó en el software especializado para análisis de datos cualitativos Atlas Ti. V. 6.0.
Para guiar el análisis se identificaron códigos y familias de códigos organizados en temas y subtemas derivados de las guías de entrevista y de la información disponible, que a su vez fueron definidos en una guía de codificación reformulada a lo largo del proceso de análisis y de acuerdo con lo que los informantes fueran aportando. Este ordenamiento permitió cruzar información de temas e informantes. El análisis fue realizado a través de la triangulación de datos y fuentes de información, lo que permitió contrastar las diversas versiones alrededor de uno o varios temas (Arias 2000).
Resultados y discusiónEn esta comunidad se visualiza una vida cotidiana que podríamos clasificar como deprimida, desde la observancia psicológica, sobre todo en sus respectivas prácticas de interacción y determinadas por sus condiciones de vulnerabilidad, migración, y pobreza, lo que ha constituido cierto imaginario que sitúa sus referentes simbólicos en el tiempo: siempre aluden a un antes y un después de su vivencia geográfica, como si su pertenencia a uno u otro territorio impusiera sus propias dinámicas de identidad.
El pasado y presente se conjugan en la subjetividad de esta comunidad, otorgando un sentido importante en su experiencia vivida al proceso de migración que la configura —su recorrido del estado de Guerrero hacia Morelos— donde las condiciones de adversidad según reportan, eran peores: “ahora estamos mejor, tenemos una casita de lámina y un lugar más seguro para dormir… No tenemos piso de cemento, pero tampoco lo necesitamos… Todo es mejor aquí, tábamos más mal en la montaña…” (Nora). Como se puede observar, la dimensión del tiempo y espacio en la vida de estas personas cobra sentido, la dinámica de migración tiene una visión positiva dado que (ahora “están mejor…”) el referente del pasado es peor y tiene una carga negativa que contribuye a tener una mirada positiva de su nueva condición: aunque ésta no sea exactamente la mejor, provee de esperanza y genera una nueva estructura de pensamiento que puede movilizar hacia la búsqueda de mejores condiciones de vida, a pesar de que las estrategias no estén claras y las posibilidades sigan siendo muy limitadas. La expresión o rostro de la combinación pobreza-migración en la comunidad, trae consigo dinámicas emocionales que constituyen identidades comunitarias que les dan sentido de pertenencia, lo cual puede ser visto como una posibilidad de generar cierta red de apoyo y construcción comunal encaminada a un desarrollo colectivo; esta forma de afrontar emocionalmente el presente, como mejor, también apunta hacia cierta resiliencia generando las condiciones de intervención-acción para crear estrategias de afrontamiento y sobrevivencia colectiva que en un pasado no tenían y que también apoyan el sentimiento de que el presente es mejor.
La migración en esta comunidad es forzada especialmente por razones económicas de sobrevivencia, su inserción en el cultivo de la cebolla y su pertenencia a una comunidad delimitada geográficamente, también representa una forma de generar arraigo y un sentido de pertenencia que antes no tenían: la experiencia compartida de migración también les remite a comparar sus trayectorias de vida en la misma adversidad. En este sentido, la comunicación y la palabra mediante la cual significan su realidad se convierten en un mecanismo emergente de emociones que son articuladas por la misma experiencia. El compartir un discurso experiencial en un grupo focal con las mujeres de esta comunidad, nos permitió observar dinámicas emocionales que operan a partir del referente de la otra, su par, logrando identificar puntos comunes y convergentes desde su experiencia de género pero también en el imaginario referencial de su contexto de adversidad.
Asimismo, se observó que las mujeres tenían problemas de anemia, referían sentirse cansadas y “desguanzadas”, con sueño todo el tiempo, pero también comprobamos cómo su creencia de amamantar hasta que su hijo tuviera dos años (o incluso tres), determinaba su práctica, a pesar de tener un cuerpo necesitado de fortaleza, alimentación adecuada y cuidados para el nivel de desgaste que experimentaban. Esta función materna cumple con el esfuerzo de “alimentar” a sus hijos hasta que se conviertan en mayorcitos, “cuando ellos comienzan a morderme con sus dientes, mejor ahí le paro… porque duele, ja, ja” (María).
El hecho de ser mujer representa prácticas delimitadas a partir de la maternidad: es el eje que estructura su función social y su condición en el mundo. El no responder a esta función implica que no se es mujer: “tenía que dar hijos… si no pa qué vine al mundo… ¿Para qué me casé sino es para eso?… para darle hijos a mi marido y a mí también” (Rosa). “Ser mujer es dar vida, y poder platicar con sus hijas lo bueno y lo malo…” (Eulalia). “Yo aprendí a hacer la comida, tener cuidado cuando tenemos hijos, cuidarlos, lavarles, eso antes, porque ahora ya no están conmigo, ya no hay que cuidarlos, ya nomás estoy con mi esposo. Mis hijos ya están grandes, ya nomás trabajan para ellos. Mis hijos ya cada quien está con su familia” (Beatriz).
Por otro lado, las dimensiones de la violencia y el alcohol también están referidas a una expresión casi natural en la pareja, contraponiendo un escenario real y objetivo a la forma de asumirlo y dimensionarlo subjetivamente. Como mujeres es normal tener este panorama pero ven como posible recurso, sobre todo para sus hijas, “fijarse bien con quien se juntan…”. Ésta es una noción de posible cambio entre una generación y otra, la visualización del ser mujer por lo menos en cuanto a la violencia experimentada, también se ha movido de lugar, cuestionando su propia historia y los diversos contextos de violencia que han reconocido.
Desde la intervención, esta ruptura que hacen con el rol de servidumbre y el cuestionamiento a la violencia y alcoholismo de los varones puede ser una señal emergente en el cambio de la representación de sí misma, posibilitando una deconstrucción identitaria anclada a convencionalismos y tradiciones limitadas de su ser, para generar una nueva representación desde esa experiencia que, de alguna manera, las hijas también han vivido en el contexto familiar. Se puede demostrar así que la identidad de género es un proceso que se construye a partir de la experiencia relacional y que determina pautas de comportamiento social que son ancladas y objetivadas en las prácticas cotidianas del rol asumido.
En cuanto al cuerpo y sus significados, la mayoría de estas mujeres han depositado en el cuerpo su dolor, frustración y pobreza. Su cuerpo habla acerca de su propia historia en la adversidad; son cuerpos cansados, maltratados y olvidados, en los cuales se evidencia la maternidad como uno de sus mayores desgastes físicos. Como mencionamos anteriormente, las mujeres tienen altos índices de anemia, muchas de ellas padecen migraña, infecciones de transmisión sexual (its) —como candidiasis o herpes, y algunas mencionaron diagnóstico de virus de papiloma—, aunque no se encontró evidencia del vih. Su cuidado personal y de higiene no es una práctica habitual. Se bañan una vez por semana y los piojos en ellas y en los niños son algo que se ha naturalizado. Existen perros con sarna por las calles, con el riesgo de contagiar a los niños que juegan y hacen parte de su vida a lado de ellos. El escenario es dramático y de alta precariedad cuando de oportunidades se habla, pero ahora “están mejor…”.
También participan por algunas horas en el cultivo de la cebolla, sólo que su remuneración es menor que la de los varones por cada “tanto” recogido, el sueldo se fija con base en el salario mínimo de la región que equivalía en ese entonces a cincuenta y nueve pesos diarios, situación que no ha variado mucho para el año 2014. En el rubro de la educación, la mayoría de las personas son analfabetas, y cuando mucho tienen el segundo año de primaria.
Los servicios de salud son casi inexistentes en El Pañuelo, se hacen algunas revisiones esporádicas con poco personal para la atención, y falta una infraestructura adecuada El Papanicolaou por ejemplo, es optativo y muchas veces no les regresan sus resultados. Quienes han sido diagnosticadas con el virus del papiloma no han hecho seguimiento. La diarrea, enfermedades gastrointestinales y vías respiratorias son las enfermedades más recurrentes, su cuerpo habla por ello. La expresión corporal adquiere significado cuando se les ve con hombros caídos cargando el peso de su existencia, pechos estropeados y abusados por el maternazgo, una mirada y expresión ausentes, están pero no están… La lejanía del horizonte es lo que hace de ellas algo tangible en el aquí y ahora.
La comunidad vive un estado latente de depresión que es paliada por la ilusión de estar mejor ahora, de tener una casa de lámina y una escuela para sus hijos, lo que genera una representación de su realidad mucho más favorable que en el pasado. Mencionan la falta de recursos económicos constantemente, como una de sus mayores tensiones en la familia, específicamente por no poder satisfacer las necesidades de sus hijos, sobre todo para cumplir con la escuela. Esta tensión les genera dolor de cabeza, miedo de no poder… “de que ellos no estudien… de no aguantar”.
Tienen largos períodos de permanencia en su comunidad sin salir de ella, se ocupan generalmente de sus hijos y de la atención al marido, han naturalizado su propio rol que está arraigado en los límites de su hogar, sometidas desde los mandatos de género, dejando de mirar o potenciar nuevas alternativas que puedan proveer de mejorías no sólo económicas sino también emocionales. Esto supondría un reto de intervención-deconstrucción mucho más a largo plazo para potenciar nuevos horizontes y reconstruir nuevas miradas que reconstruyan sus propias capacidades más allá de los límites comunitarios, recuperando los activos emocionales que pueden crearse a partir de un proyecto propio o simplemente desde una nueva valoración como sujeto de acción.
En esta misma comunidad detectamos un caso de epilepsia que padece una joven de 16 años y que no ha sido atendida médicamente por falta de recursos no sólo económicos, sino también de información. Ella es tratada por su familia como “enferma de los nervios” e intentan mantener su situación en secreto, por miedo al estigma y a ser señalados por la comunidad. En este caso en particular, han recurrido a ritos, creencias y curanderos a fin de eliminar el “mal” al que está sometida la menor.
Los indicadores mencionados los articulan a partir de su experiencia relacional con los hijos así como con la pareja, especialmente vuelven a dimensionar el tiempo. Algunas de ellas recuerdan con dolor lo que han padecido en su relación, especialmente en lo que se refiere a la violencia: “Bueno yo, en mi caso mi pareja, cuando me trajo aquí, me maltrataba mucho, pero no por eso yo me desquito con mis hijos no… O sea, cuando yo me casé sí, yo sí sufrí de maltrato, porque me golpeaban… Pero ahora si yo pienso en golpearlo a él… o sea, que yo me acuerdo cuando él me golpeaba y no sé, yo ya lo rechazo” (Marisol).
El malestar emocional traducido en un padecimiento psicológico, se vuelve recurrente en estas mujeres porque su propio contexto no se modifica, además de que su atención médica es escasa o nula en la mayoría de los casos, el único aspecto que moviliza su depresión es justamente el rol materno que han asumido. En cuanto a los estados emocionales que definiremos como significaciones psicológicas individuales y culturales, experimentadas a través del “otro” relacional y que constituyen estados específicos en la persona, identificamos que la tristeza y melancolía fueron los dos indicadores más importantes en la salud mental de El Pañuelo. Hablar de salud-enfermedad tiene implicaciones de interpretación que pueden obedecer a un modelo conservador en las ciencias médicas y sociales. A este respecto, cabe señalar que nuestro posicionamiento más bien está centrado en el dominio de un modelo de malestar-bienestar, que obedece generalmente a las condiciones de vida e interacción, así como a las posibilidades de empoderamiento y resiliencia, considerando la definición que hemos expuesto anteriormente. Los malestares de género (Burín, Moncarz y Velázquez 1990) por su parte, obedecen a una condición asumida y diferenciada subjetivamente que somete a la persona, en este caso a las mujeres, a su rol y destino naturalizado a partir de una descripción biológica y anatómica.
La interacción social que se genera está delimitada por un contexto compartido que constituye la otredad, quedando marginadas y confinadas entre sí, debido a cierta exclusión social que nos les permite una comparación más esperanzadora en la dimensión del tiempo futuro. Se convierten en una especie de indigentes trashumantes, debido a que su vida y experiencia interna, devienen en un peregrinaje sin paraderos de descanso ni puertas abiertas a una morada más que la que internamente se va desdibujando, con sus parajes abandonados; es un peregrinaje lleno de señales que sólo marcan salidas, rutas de evacuación inciertas para las que sólo queda emigrar, viajar, caminar recorrer, andar (Carretero y León 2009, 100).
Desde nuestra perspectiva, analizar, escuchar y reflexionar en torno a las experiencias vividas, narrativas y significaciones de estas mujeres implica no sólo mirar su dimensión trashumante, sino también su dimensión subjetiva, misma que las coloca en una condición de mayor fragilidad y desamparo por la inequidad y desigualdad social viven por ser mujeres, pobres, indígenas y migrantes. Por último, constatamos que las expresiones de esos significados son el resultado de una experiencia emocional que responde en toda su extensión a la capacidad humana de sintetizar su propia realidad y dar coherencia a un mundo que aún está lejos de ofrecer un sentido de bienestar y equidad en igualdad de condiciones. Debemos seguir construyendo, desde nuestros distintos ámbitos de acción y reflexión, estrategias que visibilicen y expongan los altos índices de vulnerabilidad no sólo objetiva, sino también aquellos que, por ser subjetivos o por pertenecer a una condición de género, no son considerados en el terreno de la discusión política y académica, aun cuando son esos elementos subjetivos lo que constituye en esencia al ser humano más allá del género.
Estructura que se construye a lo largo de una trayectoria de vida. No es únicamente una respuesta ante un evento, es una construcción dinámica en el tiempo y la experiencia misma de la persona que se traduce en la capacidad de afrontamiento y resignificación subjetiva a lo largo de su ciclo vital (Flores-Palacios 2014).
Proyecto de investigación “Dimensiones psicosociales del vih/sida en el contexto de la salud y los derechos humanos; análisis teórico de las representaciones sociales y la perspectiva de género”. conacyt num. 49926. unam.
Desde la psicología, autoras como Burín, Moncarz y Velázquez (1990), Dio Bleichmar (1999) y Flores-Palacios (1997, 2000, 2001, 2010), y desde la sociología podemos citar autoras como Chesler (2005), Showalter (1987), Usher (1997) y Ordorika (2009).