El presente artículo aborda la experiencia escolar de jóvenes de origen social desfavorecido en dos regiones de Paraguay. La estrategia metodológica implicó un trabajo de campo que conjuga la observación sociológica con el testimonio de los agentes locales, esto es, una interpelación a los diferentes estamentos de la institución escolar, de modo de aprehender las prácticas de sus diferentes miembros y los significados atribuidos. Los hallazgos giran en torno al papel clave del compromiso social en el proceso educativo: los alumnos cuyos padres están más involucrados en la escolaridad de sus hijos, así como en la participación en las actividades de la escuela, son los más tomados en cuenta por los docentes, lo que será decisivo en las evaluaciones. Las diferencias entre una familia y otra, con mayor o menor compromiso, se expresan también en la relación de sus hijos con la selección escolar, criterio institucional para la construcción de jerarquías escolares.
This article deals with the school experience of youths from disadvantaged social backgrounds in two regions of Paraguay. The methodological strategy involved field work combining sociological observation with testimony from local agents; that is, an interpellation of the different social levels of each school and aimed at understanding the practices of the members of each particular institution, thus making it possible to attribute the significance pertinent to each particular circumstance. The findings revolve around the key role of social compromise throughout the educational process: students whose parents are more involved in their children’s education, along with parental participation in school activities, are the principal factors taken into account by the teachers, a crucial aspect with regard to the evaluation process. The differences between one family and another (the higher or lower levels of commitment) are also expressed in relationship to their children and the school’s selection process: the institutional approach to the creation of the school’s hierarchical system.
El objetivo del estudio es esbozar los mecanismos de construcción de las disposiciones escolares a través del análisis de la experiencia de los alumnos paraguayos de dos medios sociales desfavorecidos, uno en la ciudad y otro en el campo, para comprender su relación con los valores, el trabajo escolar y los exámenes; en suma, con el orden institucional de la escuela. Mostraremos que ciertas familias, entre aquellas que comparten más o menos las mismas condiciones sociales, pueden promover en sus hijos un compromiso con la institución escolar y propiciar el éxito educativo de los mismos.
La experiencia escolar, de socialización y de subjetivación, es una experiencia de grupo, colectiva desde el inicio. Cuando los jóvenes se involucran en ella en tanto beneficiarios directos, también los padres se involucran en tanto agentes reconocidos. En consecuencia, la empresa educativa de los jóvenes se revela como un proceso total. Es la razón del porqué, en este artículo, expondremos la relación entre los padres y alumnos, en el marco del proceso de escolarización.
La descripción de las experiencias escolares hechas en la casa y en la escuela se basa, por lo tanto, en la relación de cada familia con la cultura escolar. A pesar de la condición generalmente desfavorecida de las familias paraguayas que residen en el barrio Ricardo Brugada de Asunción y el distrito rural de Belén, existen diferencias tanto en el sentido de socialización como en el de subjetivación, que se coligen de las experiencias hechas en torno a la escuela. Estas diferencias son del orden de tres dimensiones: la relación con los valores o la ética educativa, con el trabajo escolar y con la selección escolar.
El estudio implicó la comparación de experiencias escolares de seis familias de medios sociales afectados por la segregación social, a partir de los relatos sobre el proceso de escolarización de seis alumnos, dos padres y una docente. Buscamos comparar los efectos de las dimensiones del contexto socioespacial, así como las diferencias culturales propias de las zonas urbana y rural, donde la ética educativa, las normas y valores son distintos. Asimismo, apuntamos a establecer las diferencias y las semejanzas entre las estrategias de escolarización entre los jóvenes, lo cual permite dar cuenta de las experiencias escolares que disponen al éxito educativo, en contraste con las experiencias escolares que disponen a la relegación.
MetodologíaEl estudio es resultado de una investigación empírica realizada en dos contextos pedagógicos locales de dos regiones de Paraguay bien diferenciadas socio-espacialmente. El enfoque fue cualitativo: a partir de entrevistas calificadas se recogió la narrativa de los agentes representativos de cada estamento, a saber, los alumnos, los docentes y los padres de familia. Además, la información se complementó con observaciones sociológicas efectuadas en aulas de clase. El procesamiento de la información implicó el entrelazamiento de las dimensiones de la diferenciación escolar entre los jóvenes, así como de los procesos en el hogar y en el aula, apoyado en los extractos de las narraciones de los agentes involucrados.
La investigación consideró la información previamente disponible respecto de las familias y la resultante de las entrevistas; de este modo, los instrumentos fueron los listados de datos de los hogares y las guías de entrevistas con los dirigentes sociales del medio local, lo que permitió objetivar los rasgos sociales y económicos, así como las características culturales. La información resultante de las entrevistas permitió aprehender la relación de las familias con el medio social inmediato, con la institución escolar y con la sociedad en general, facilitando la comprensión de las experiencias.
El análisis efectuado implicó un cuadro conceptual que vincula la ética educativa familiar con las prácticas educativas de jóvenes de clases desfavorecidas, y permitió señalar el carácter distintivo del compromiso parental en favor del éxito educativo, tanto en lo que concierne el trabajo escolar de los hijos como en la participación del proceso institucional del establecimiento local.
Marco conceptual: la socialización escolar en la formación de actitudes y aptitudesLa institución educativa selecciona y diferencia sobre la base del empeño y el mérito, y de esta manera asigna no solamente posiciones en la jerarquía escolar, sino también en la estructura social. La diferenciación escolar y social adquiere legitimidad por la supuesta neutralidad del conocimiento y los valores que transmite la escuela.
El proceso de socialización escolar consiste en la incorporación, en el seno de la familia, de las disposiciones para la apropiación del capital cultural (Bourdieu y Passeron, 1964). Las posibilidades de acceder a determinados niveles del sistema educativo están fuertemente asociadas al volumen de dicho capital, y establecen, más allá de los saberes, una relación con la escuela y con la cultura que ésta trasmite. El interés hacia los estudios está en función de la distancia de la cultura de origen respecto de la cultura escolar, de modo que los agentes participan con mayor o menor eficiencia del proceso educativo según su origen social, su habitus de clase y la experiencia educativa familiar.
El conocimiento, su contenido, forma de trasmisión y de evaluación son fundamentales en la comprensión de los mecanismos de desempeño en la escuela. Aquí, los códigos de trasmisión son principios reguladores de la malla curricular, la pedagogía y los procesos de evaluación. En el nivel de la experiencia escolar, la reproducción y transformación de las relaciones educativas se pueden comprender como relaciones de poder en las que intervienen instituciones como la familia; el control de estas instituciones sobre el desempeño educativo es más eficiente en tanto más cerca se encuentren de las posiciones con mayor ventaja en la sociedad.
El éxito o fracaso no se refiere tanto a resultados en la apropiación de conocimientos por parte de los jóvenes, sino a la eficacia o deficiencia en la transmisión educativa, donde una serie de factores tales como los códigos heredados por el origen social a través de la familia, un tipo de clasificación y enmarcamiento de los contenidos escolares —y las formas de la relación pedagógica resultante— se conjugan para disponer a los individuos a una interiorización de esquemas que facilita el desempeño, o bien, que lo dificulta (Bernstein, 1989).
La reflexión sobre el proceso educativo, las experiencias y lógicas que se despliegan en la escuela invita a un análisis interno orientado a comprender los procesos en aula, las relaciones que establecen estudiantes y docentes, la actitud de los estudiantes hacia sus estudios, la elaboración e implementación del currículo, el trabajo escolar así como el compromiso de las familias con el proceso educativo (Vásquez y Martínez, 1996). Esto es lo que propone la sociología de la experiencia escolar para la explicación de los efectos del sistema educativo en la estructura social: en primer lugar, aborda la forma de apropiación de los saberes a partir del desenvolvimiento de los sujetos en la institución educativa, y en segundo lugar, analiza la transmisión de la cultura legítima, que se concretiza por la relación entre los alumnos, los agentes educativos y las familias (Dubet, 1997).
La experiencia escolar es el proceso por el cual los agentes, individuos o colectivos combinan las diversas lógicas de acción que estructuran el mundo educativo. Esta experiencia posee una doble dimensión: de una parte, es un trabajo que realizan individuos que construyen una identidad, una coherencia y un sentido en un conjunto social que no poseen a priori. En esta perspectiva, la socialización y la formación del sujeto son definidas como el proceso por el cual los actores construyen su trayectoria educativa. De otra parte, las lógicas de acción que se combinan en la experiencia no pertenecen a los individuos, sino que corresponden a los elementos del sistema educativo y son conferidas a los agentes como criterios institucionales de comportamiento educativo. Estas lógicas de la acción corresponden a tres “funciones” esenciales del sistema escolar: socialización, distribución de las competencias y educación (Dubet y Martucelli, 1996).
La socialización escolar es más una transacción entre los docentes, los alumnos y los padres que en una simple transferencia de conocimientos y saberes (Terrail, 2002). Por una parte, los padres reivindican el derecho de cuidado y control sobre sus hijos para inculcarles los hábitos que aseguren su adecuado desempeño educativo sin perder la solidaridad hacia el grupo familiar. El proceso de socialización, en este sentido, combina modelos de interacción, control y motivación para asegurar una inserción eficaz en el mundo social y escolar (Segalen, 2000). Por su parte, los docentes reivindican sus saberes y su formación para hacerse “trasmisores” de la cultura escolar, al pretender el predominio cultural de la institución educativa a pesar de las dificultades de las clases populares con la escuela (Tenti, 2007). Para unos, la escuela es necesaria porque consagra, por medio de los títulos, el esfuerzo por conquistar un lugar en la sociedad. Para otros, el compromiso de las familias hace de la profesión docente una condición reconocida y de legitimidad indiscutida.
En este sentido, en la práctica docente y en la clasificación institucional existe una diferenciación más o menos oculta que estructura la disposición de los alumnos según los grupos sociales de pertenencia. Este proceso supone un marco ideológico sobre el cual se implementan criterios de selección a modo de etiquetajes de los grupos sociales que asisten a la escuela (Van Zanten, 2001). La desigualdad educativa, así, es un fenómeno latente dada la naturaleza de la escuela de establecer categorías de clasificación y jerarquías de diferenciación (Perrenoud, 2003).
Los jóvenes que tuvieron éxito no surgieron de la selección escolar propiamente dicha sino de la relación con la selección escolar, o sea, de la disposición a prolongar a lo largo del tiempo la experiencia de la selección; esto implica la disposición al trabajo y la seguridad en los exámenes, cuyos efectos son percibidos y evaluados por la institución (Millet y Thin, 2005). La diferencia entre “elegidos” y “excluidos” implica la distinción entre quienes tienen posibilidades reales de continuar los estudios superiores y los que interrumpen el proceso educativo. La escolarización involucra el falso éxito y el éxito educativo real; este último habilita para la disputa de oportunidades sociales, restringidas en el medio social en el que habitan los individuos.
La ética educativa y la escuelaLa experiencia social de las clases desfavorecidas, lejos de incitar a la afirmación del sujeto individual, pone el acento en su inserción en lo colectivo (Segalen, 2000). En cambio, la institución escolar, al mismo tiempo que implementa una lógica de socialización, entra en conflicto con la cultura de las clases populares cuando incita a sus estudiantes a comprometerse en una lógica de subjetivación y autonomización pedagógica. “Así, al lado de la integración y de la confrontación de las estrategias, la experiencia escolar es necesariamente definida por una referencia a la cultura capaz de formar un sujeto autónomo más allá de la utilidad de los roles” (Dubet y Martuccelli, 1996: 64).
En este sentido, ciertos hogares se construyen sobre la base de una ética educativa más o menos rigorista: tratan de guardar ciertas reglas de solidaridad familiar y hacen respetar ciertas normas en el interior de la familia, tales como el respeto de la jerarquía. Este tipo de ética puede ser calificada, según Annick Percheron (1985), de “rigorismo educativo”. Se constata, por cierto, que en el marco de una ética educativa más bien laxa, en la que las relaciones entre los sexos se caracterizan por la indiferenciación de roles, y donde la relación entre los segmentos de edad es más bien flexible (y, por consiguiente, el sentido de la autoridad de los “mayores” está poco marcada), el objetivo de la familia es en cierta forma el de acelerar el crecimiento de los jóvenes y su entrada en el mercado de trabajo para conseguir cuanto antes su autonomización. Llamaremos a esta ética “antijuvenil”, según los términos de Percheron, quién señala que …el “rigorismo educativo” describe el modelo del “buen” niño que no debe, ni juzgar a sus padres, ni protestar en clase si está descontento, sino que debe hacer sus deberes desde que regresa de la escuela y recibir algunas buenas correcciones cuando es necesario. A este primero se liga una [ética] “anti-jóvenes”, que no es propiamente hablando normativa, pero que define una actitud general de desconfianza respecto de los jóvenes (Percheron, 1985: 843).
A diferencia de lo que sostenía Basil Bernstein, tratándose de familias “posicionales” basadas sobre una cerrada y estricta estructura familiar, que ponen problemas al buen desempeño escolar de sus hijos (Bernstein, 1989), en el caso de las familias desfavorecidas paraguayas sucede que un cierto rigorismo y un encuadramiento disciplinario en la casa son necesarios para el desarrollo en el joven de una relación con la escuela que resulte favorable al éxito.
Esto se constató en el barrio Ricardo Brugada, en las familias donde uno de los hijos culminó su bachillerato. Tanto para la familia P como para la familia R o para la familia B, el marco de la ética educativa implica para todos los miembros dos aspectos: la solidaridad con la familia, y el rigor del compromiso de cada uno en sus propias responsabilidades.
Cuando yo era alumno, el ambiente era muy tranquilo en la casa. Bueno… nosotros somos tres y viste, mi hermano y mi hermana más chicos querían hacer ruido, querían molestar, pero cuando era el momento de estudiar y de hacer mis deberes, mi mamá les obligaba a hacer silencio para que esté tranquilo y yo pueda trabajar.
En cuanto a los gastos de la casa, mi papá trabaja y gana lo que es necesario para que mi mamá, mis hermanos y yo podamos vivir bien. Yo también trabajo y con lo que gano ayudo en la casa. Además mi tío trabaja, y como vivimos todos juntos, todos colaboramos en la casa (Fernando P., 18 años, bachillerato obtenido, barrio Ricardo Brugada, 16 abril de 2009).
Igualmente para la familia R, constituida por Lidia, su madre y su hermana, el sentido de la solidaridad hacia el núcleo familiar es importante, ya que les da seguridad para hacer avanzar su proyecto.
Yo trato de ayudar a mi mamá en las tareas de la casa lo más a menudo posible, a veces solamente los fines de semana… En la noche trataba de hacer los deberes del colegio… de preparar las exposiciones por ejemplo, y así… Yo no puedo nomás seguir hasta muy tarde porque yo me levanto temprano y encima comparto la pieza con mi mamá y mi hermana, entonces yo no puedo hacer ruido muy tarde… Mi mamá era estricta conmigo, me decía de poner mis estudios antes que nada, de dejar todo para priorizar mis estudios. Ella controlaba mis cuadernos, miraba si yo hacía mis deberes, si los ejercicios estaban bien terminados o si yo falté en hacer alguna cosa… Ella no entendía todos mis ejercicios pero ella se preocupaba; me preguntaba siempre si yo traía deberes y entonces, si yo le respondía sí, bueno… ella me decía de dejar lo que yo hacía para comenzar a hacer mis deberes del colegio… y si era la época de exámenes ella me insistía en estudiar (Lidia R., 18 años, bachillerato obtenido, barrio Ricardo Brugada, 24 abril de 2009).
Ciertamente, la familia de Fernando es la más estricta en términos de control moral y de organización de la vida de sus miembros, pero la de Lidia lo es también con un seguimiento regular de los deberes. En el caso de Fernando, la madre se queda en la casa, garantiza la seguridad de los jóvenes en el hogar y acompaña su trabajo escolar. El hecho importante en este caso es que al permanecer en la casa, la madre trasmite al hijo un cuadro normativo fundado sobre la diferencia de edad y la diferenciación de roles en función del sexo. La posición del padre conduce a establecer esta diferenciación, pues su autoridad se funda, a la vez, sobre la edad (el “jefe de familia”) y sobre el sexo (“el varón manda en la casa”). En su ausencia la madre vela por este “sentido de la autoridad”.
El caso de Lidia es particular, ya que su padre no vive con ella. Son las tres mujeres del hogar —ella, su hermana y su madre— quienes deben organizar la vida de la casa, excluyendo toda participación masculina. En este hogar, la hermana mayor cumple la función de la persona que cuida de Lidia y quien, quedándose en la casa, asegura el seguimiento de su escolaridad. Se observa igualmente que el tipo de trasmisiones de valores pasa más bien por una cierta “solidaridad femenina” que conduce a cada una a cumplir una función tan rigurosa como necesaria para la reproducción de la economía familiar. Una solidaridad recíproca es esperada por los padres, lo que contribuye a instaurar un sentido de la responsabilidad hacia la familia de origen (Fernández, 2007).
Por otra parte, los alumnos que no han obtenido su bachillerato forman parte de familias más bien flexibles en el plano moral y normativo, o dado el caso, de familias tan estrictas como las de los jóvenes que obtuvieron su bachillerato, pero sin haber sacado provecho de esta forma de ser de la familia. En el caso de Gisela D. se constata una falta de normas bien definidas en el hogar causada por la ausencia de los padres durante la jornada, aunque la abuela permanece con ella y sus hermanas. Gisela cuenta que su abuela no podía hacer un seguimiento de sus tareas escolares, lo que les impedía saber si sus deberes estaban bien hechos. Por otra parte, la autoridad de su abuela era casi nula, pues ella no les imponía ninguna obligación y cumplía solamente una función de atención durante la jornada: Mis padres no eran exigentes para nada, pero yo debía aprovechar lo que ellos me ofrecían. Ellos no son exigentes para nada conmigo, de verdad… bueno, en la escuela ellos sí eran… Pero ellos no eran “exigentes exigentes”; me preguntaban si me gustaría quedarme mucho tiempo en el mismo curso… entonces ellos me ayudaban un poquito en mis lecciones, cuando entendían, si no, no… Entre ellos el que más me ayudaba era mi papá, de hecho hasta ahora él ayuda un poco a mis hermanitas, así… porque él fue el que estudió más, por tanto el sabe más… mi madre no hizo muchos estudios. Después los dos trabajaban, mi papá afuera y mi mamá aquí, al lado, pero ellos no podían ocuparse mucho de nuestros estudios. Mi abuela a veces trató de entender nuestros deberes pero después ya no hacía caso porque ella no entendía… Cuando yo estaba en la casa, no sé… hacía mis deberes o escuchaba música… no sé, a veces ayudaba en las tareas de la casa… hablaba con mi abuela o jugaba con mis hermanas (Gisela, 18 años, bachillerato no obtenido, barrio Ricardo Brugada, 20 de mayo de 2009).
En el caso de Ivonne P. y de su familia se observa también una laxitud de las normas en el hogar por la ausencia de los padres. Ella forma parte de una familia numerosa compuesta de sus padres, cinco hermanos y hermanas y dos pequeños jóvenes, su hijo y el hijo de su hermana. Ambos padres trabajan durante la jornada. En el transcurso de casi toda su escolaridad, ella permanecía en la casa con sus hermanos. La ausencia de los hermanos mayores y la falta de un encuadramiento normativo llevaron a Ivonne a desenvolverse en la escuela como podía. Por otra parte, el hogar está compuesto de numerosas personas. La precariedad de la situación económica de su familia hace del hacinamiento el principio de distribución del espacio en la casa. Ivonne comparte una misma pieza con un hermano, una hermana y su hijo. La división de la habitación se hace “por cama”. Su “intimidad” se limita a dicho sitio, que comparte “solamente” con su hijo.
Yo vivo con mis padres, hermanos y hermanas. Mi papá es herrero. Él tiene una herrería cerca de aquí, allá “arriba” [la zona Sub Uno está situada en “el bajo” del barrio capitalino donde su papá tiene su pequeño taller]. Mi mamá es… se puede decir… dirigente social, ella ayuda a las personas que viven en los “bañados” [zonas muy próximas del río]. Mi casa es más o menos grande, tiene tres piezas. Nosotros dormimos casi todos juntos aquí… Yo siempre dormí con mis hermanos y hermanas… Yo y otras dos en una sola cama… Ahora yo duermo con mi hijo. Yo no tengo mi propia pieza pero duermo ahora en una cama sola con mi hijo… En la casa todos teníamos nuestra tarea; yo tenía que hacer la limpieza en la sala. Después, en el fondo, ya era la tarea de mis hermanos y hermanas… Cuando nosotros éramos chicos, no teníamos tareas en la casa… Cuando yo fui más grande comenzamos a ayudar, ya que antes nosotros estábamos económicamente “mejor”; mi mamá tenía una pequeña despensa… En los estudios… cuando era niña la escuela siempre me gustó, de verdad. Después, ir a la escuela era también para mí una de las formas de salir de aquí, de mi casa, de distraerme un poco… Bueno… no así, no exactamente salir… pero yo quería ir a jugar con mis amigos, compartir tiempo con ellos y así, pero también para estudiar [no muy convencida] (Ivonne, 19 años, estudios abandonados, barrio Ricardo Brugada, 17 de junio de 2009).
En este contexto, Ivonne no tuvo una ética educativa que la empujara a abordar sus estudios con seriedad; se desenvolvió como pudo, lo mismo que sus hermanos. Ella confiesa que quiso terminar el colegio porque se daba cuenta de la importancia de tener el bachillerato y de hacer estudios en la universidad para aumentar sus oportunidades. La indiferencia de su familia respecto de las relaciones entre las clases de edad y del rol asumido por los varones y las mujeres en la distribución de las actividades domésticas, hizo que la situación familiar de Ivonne fuera muy poco propicia a un desarrollo favorable de la escolaridad. No es la falta de valores la que le impidió continuar sus estudios, sino la falta de un marco disciplinario que la obligara a asumir sus responsabilidades.
La referencia a los valores y normas en el seno de una familia permite poner luz sobre la relación entre las prácticas educativas de los padres y los principios que los jóvenes deben adquirir (Percheron, 1991). Estos principios son, así, la justificación de una ética que apunta a incorporar a las subjetividades infantiles y juveniles una disposición al trabajo, al rigor, y por este hecho, a la autonomía en el proceso escolar.
En Belén, las cosas suceden de manera diferente para los alumnos que han obtenido su bachillerato, especialmente para aquellos provenientes de la campaña. En el caso de Analía D.L., toda la escolaridad se inscribe en un lazo estrecho entre la ética educativa que hereda y el sentido del éxito. La ética rigorista recibida en el hogar se orientó a la búsqueda de cierta respetabilidad, incluso el reconocimiento simbólico en la escuela.
Según un compañero de promoción de Analía, los jóvenes provenientes de la campaña eran mejores alumnos porque respetaban cierta disciplina y porque eran acompañados por sus padres. Estas configuraciones educativas llevan a los jóvenes de origen campesino a volverse buenos alumnos y, por esta razón, a ser respetados, aun cuando, en general, son despreciados por su origen. El esfuerzo de estos jóvenes para seguir sus estudios en estas condiciones es doble, ya que son objeto no solamente del menosprecio de sus profesores sino, a veces también, de sus pares. En cambio, cuando estos jóvenes tienen éxito, el beneficio es doble, ya que se convierten en “excelentes” y acceden a estudios superiores, en contraste con los alumnos de nivel medio del pueblo.
En mi clase habían jóvenes de la campaña, eran muchos. La mayoría de ellos eran buenos alumnos, particularmente Analía o Paula. Había otros que venían sin hacer gran cosa al inicio, pero después recuperaban y les iba bien. Ellos eran los más buenos en los estudios. ¡Eso seguro! Parece que se preocupaban más… Aquí, la gente del pueblo denigran a los de la campaña, se les discrimina y ellos se sientes heridos… pero en los estudios, ellos se aplican más. Ellos se interesan, buscan lo que necesitan, eligen compañeros entre los buenos alumnos para trabajar, mientras que la mayoría de los jóvenes de aquí no se interesa en los estudios… Yo tengo muchos compañeros que viven en la campaña y terminaron sus estudios. Todos siguen hasta ahora estudios universitarios. Yo pienso que los padres de estos jóvenes les obligan a aprovechar la oportunidad que se les ofrece porque ellos mismos hacen muchos sacrificios y el dinero les alcanza justo para financiar la escolaridad de sus hijos. Ellos les dicen que ellos no deben bromear con ese sacrificio, que la vida no es un juego. Ellos aprovechan el tiempo de forma más estricta que nosotros. Para empezar, se acuestan más temprano, entonces se levantan temprano, mientras que la costumbre aquí es de acostarnos tarde. Los que viven en la campaña deben levantarse temprano para ayudar a sus padres en las pequeñas cosas, como por ejemplo, los varones deben alimentar a los animales o preparar las herramientas para la agricultura; las chicas deben hacer el desayuno, preparar las verduras para el almuerzo, etc. (Leonel B., 18 años, bachillerato obtenido, distrito de Belén, 27 de mayo de 2009)
Los padres de Analía mantienen una organización tradicional del hogar en el cual el padre está a la cabeza de la jerarquía familiar en tanto que varón y adulto; después viene la madre, que es la encargada del cuidado de los jóvenes, de la preparación de las comidas así como del orden de la casa. El padre es responsable de la producción agrícola que vende en el mercado para asegurar ingresos monetarios. Él deja a su mujer la tarea de administrar el dinero y hacer funcionar el hogar (pago de mensualidades, compra de productos manufacturados, vestimentas, útiles escolares de las niñas, etc.).
En términos de valores, la familia de Analía es muy apegada a la moral cristiana, que le da el sentido del compartir entre los miembros del núcleo familiar y de la solidaridad hacia la familia, el respeto de la jerarquía y de la “docilidad” necesarias para el cumplimiento de las tareas que resguardan, en última instancia, la “voluntad de Dios”. Por otra parte, esta moral se expresa en normas enmarcadas que llevan a interiorizar la responsabilidad, a cumplirlas y a no actuar por temor a un castigo sino por efecto de autorrestricción (Elias, 2003).
Este contexto que, en el marco de la escolarización de Analía, supone un rigorismo educativo, está estrechamente correlacionado con las otras dimensiones de la socialización escolar. El proceso de socialización escolar pone en práctica una trayectoria de éxito que no está completamente realizada por los padres ni por los jóvenes pero que, de todos modos, constituye su resultado. Es la razón por la que los padres y alumnos intentan hacer lo mejor en el proceso de escolarización y poner más esfuerzo cuando perciben que el éxito es imaginable, y por lo tanto, posible.
No sé qué decirte sobre mis padres, si eran estrictos o no. Yo creo que… ¡yo creo que no! Ellos me dieron la libertad de elegir yo misma lo que creía que era bueno para mí… pero siempre ellos me decían cómo yo debía ser, cómo debía ser mi comportamiento; ellos me daban consejos y después yo sacaba mis conclusiones para que yo pueda elegir por mí misma lo que me convenía mejor. A veces mi papá era severo pero yo sabía que era por mi bien. Por otra parte, nosotros éramos una familia católica… y desde que yo era chiquita mi mamá me enseñaba a rezar, ¡siempre! [risa], a la hora de levantarse, a la hora de acostarse, antes de comer, etc… Pero cuando creí yo tenía que hacerlo sola… Yo era una niña tranquila y “cabezuda”, ¡las dos cosas! [risa]. A veces me gustaba ser traviesa pero cuando era el momento de hacer cosas serias, era tranquila. Me gustaba observar y aprender. Pienso que hay momentos para divertirse y otros para trabajar, para ser serios. Yo salía muy poco con mis compañeras. Nadie me prohibía pero yo ponía en primer lugar mis estudios y después, en segundo lugar, la diversión. Cuando era momento de estudiar, yo estudiaba. Los sábados y domingos salía con mis amigas, con mis compañeros y así. Nosotros salíamos de vez en cuando, de día, para hablar, pasearnos y así, pero hasta ahí, no más (Analía, 18 años, bachillerato obtenido, distrito de Belén, 30 de mayo de 2009).
Analía sentía la ética rigorista y los sacrificios de sus padres. Por otra parte, ella se hallaba rodeada del ambiente de atención que un hogar de campaña brinda a sus hijos, además de la seguridad familiar, tanto económica como moral, a la cual su madre aporta una contribución central. En cambio, en la ciudad y, especialmente, en los barrios segregados, la miseria lleva a las familias a luchar con menos tenacidad.
En la práctica, uno de los aspectos fundamentales del éxito escolar de jóvenes como Analía reside en el hecho de hallarse en un medio familiar que sepa revelarse rigorista a fin de compensar la falta de capital cultural y, también, en la construcción de las condiciones que permitan apropiarse de las informaciones relativas al proceso escolar.
Los trabajos de la escuela y el aprendizajeSi las predisposiciones a los estudios resultan de estilos morales, lo que denominamos la “ética educativa”, éstas vienen de la disciplina de la repetición y la regularidad de actividades, lo que constituye la exigencia más importante en la escuela. Es lo que Bernard Lahire llama la “cultura escrita”: un saber hacer como aptitud y un querer hacer como actitud hacia el trabajo pedagógico (Lahire, 1993).
Estos elementos suponen la experimentación hecha por los padres para evitar, cuanto se pueda, el malentendido con los agentes de la escuela y construir así una experiencia del proceso escolar (Dubet, 1997). Esta dialéctica experimentación-experiencia se vuelve para los jóvenes un indicador de lo que es posible esperar como éxito. Ahora bien, este índice no puede ser adquirido por los hijos sin el concurso de los padres. El esfuerzo de éstos constituye una restricción importante que expresa la eventualidad de un fracaso aterrador. Los hijos avizoran, entonces, estrategias de éxito, dejándose en gran parte guiar por las prácticas que sus familias trazan con más o menos habilidad (Gayet, 2004).
El trabajo escolar en clase es la condición necesaria del trabajo escolar de la casa, especialmente para los jóvenes de clases populares para quienes, a falta de materiales escolares suficientes, y a falta de hábito en búsquedas bibliográficas, la ausencia en una lección exige un esfuerzo doble para recuperarla. Los trabajos en la casa implican ejercicios de redacción y de operaciones; su objetivo es asentar e interiorizar el conocimiento y transponerlo a situaciones diferentes. Están también los trabajos de grupo, que se ejecutan en la casa de los alumnos y son corrientes en época de colegio.
El trabajo en clase tiene por objetivo la asimilación de las lecciones que acaban de ser explicadas, y son de orden individual y de orden colectivo: los trabajos individuales implican el manejo verbal y las operaciones lógicomatemáticas; los trabajos de grupo consisten en la resolución de problemas y en discusiones. Los trabajos individuales necesitan de las condiciones de orden y disciplina en el seno de la clase a fin de poder desenvolverse con un máximo de eficacia. Ello implica que los jóvenes estén predispuestos a trabajar en clase y respetar la autoridad del docente o interactuar sin perturbar a los demás (Van Zanten, 2001).
Existen tres estilos de trabajo que se realizan en clase: uno implica un compromiso pasivo, es decir, que requiere un trabajo pasivo de parte de la mayoría de los alumnos y una relación jerárquica entre profesores y alumnos. Este estilo de aprendizaje produce un efecto de arrastre de los estudiantes menos hábiles, los menos eficientes. El segundo estilo de trabajo, que llamaremos de compromiso activo, implica una minoría de alumnos considerados como “inteligentes”, que llegan a comprender casi todas las lecciones sin dificultad y toman la iniciativa de trabajar. Estos alumnos preguntan cuando no comprenden, se ofrecen voluntariamente para resolver ejercicios en la pizarra, etc. El tercer estilo es el de la indiferencia; en este caso, una pequeña parte de la clase, que no constituye ni “malos” alumnos, ni alumnos “inteligentes”, no se “hace notar”, por el carácter más bien introvertido de sus agentes. Estos alumnos trabajan activamente o no hacen nada.
Estos tres estilos de trabajo constituyen, así, la expresión de la relación pedagógica y no dependen solamente del comportamiento de los alumnos; la forma con la cual el profesor desarrolla su curso es igualmente determinante. Un aspecto central es la actitud del docente vis-à-vis de la predisposición de los alumnos a trabajar en clase. La técnica de una docente observada consiste en exponer el uso de las teorías, las fórmulas y los métodos de resolución de los problemas. De esa manera, ella utiliza un lenguaje “complejo”, y la mayor parte del tiempo no percibe el nivel de comprensión y de escucha de los alumnos. Sus explicaciones son dadas en voz alta y el tiempo destinado a las preguntas durante el desarrollo de la clase es corto. La timidez de la mayoría de los alumnos les priva de participar.
Los trabajos escolares en clase se fundan, así, sobre el principio pedagógico que Bourdieu llamaba la “indiferencia a la diferencia”, es decir, sobre la única forma que adoptan los profesores para exponer las lecciones y transmitir el conocimiento, y que es aprovechada por los alumnos más hábiles, los que tienen una disposición heredada de su ambiente familiar (Bourdieu, 2005). Esta disposición puede ser adquirida por los “alumnos medios”, pero esto sucede de forma excepcional. En todo caso, como lo señala Lise Demailly, desde que los docentesse representan la institución escolar como heterogénea, donde hay alumnos diferentes (debido a la escolarización de al menos algunos jóvenes de origen pequeño burgués) “la responsabilidad del progreso o de la ausencia de progreso del alumno es entonces lo más a menudo atribuido al medio familiar, al alumno mismo o al ‘sistema’” (Demailly, 1985: 106).
Los pocos jóvenes que han logrado transformar su escolaridad en verdadera oportunidad de aprendizaje son aquellos que son alentados por sus padres a “respetar la autoridad del profesor”, siendo éste percibido, antes que nada, como un “adulto al que hay que dirigirse con respeto”. Eso no significa que los hijos de estas familias no participen de ningún alboroto ni conversen en clase, pero cuando el docente les solicita que se callen y se concentren, eso basta para captar su atención sin amenaza suplementaria de sanción (lo que, al contrario, se hace necesario para los alumnos denominados “perturbadores”).
Los jóvenes provistos de una ética educativa rigorista tienen menos dificultades para hacer frente a sus responsabilidades, mientras que los jóvenes no provistos de esta ética ven en los trabajos realizados en clase una “pérdida de tiempo”. El trabajo escolar se desenvuelve en dos ritmos, dependiendo de las materias y de los docentes: uno, basado en el silencio, durante el cual los “buenos” alumnos se involucran y ejecutan con bastante eficacia las tareas solicitadas; y otro, que se desenvuelve en los momentos de charlas, incluso de alborotos, donde los alumnos intermedios y los malos están involucrados.
Para Fernando y para Analía, dos buenos alumnos escolarizados en Ricardo Brugada y Belén, respectivamente, el hecho de prestar una atención sostenida a la clase no constituye una dificultad, ya que el trabajo en clase y el trabajo de refuerzo de conocimientos efectuado en la casa están ligados por un círculo virtuoso que les lleva a comprender mejor las lecciones siguientes: Para mí los estudios eran fáciles. En [el colegio] “Dahlquist”, si participabas en las clases comprendías todo y eso bastaba… en todo caso, para mí era así, no había necesidad de estudiar mucho, era necesario solamente volver a leer y después pasar los exámenes. Al terminar la mañana de clase, en el colegio yo volvía a leer cuando llegaba a mi casa, pero no era necesario que yo estudie todo, del inicio al fin. En la clase yo retenía la mayor parte de las lecciones y después volvía a leer y ya estaba. En cuanto a los profesores, no había profesores “argeles” [duda]. Había profesores estrictos, ¡eso sí! Teníamos miedo de algunos profesores porque eran estrictos, exigían atender en clase y así… Yo digo que por eso había alumnos que tenían miedo de ellos. Pero yo siempre atendía en clase, entonces para mí no era para nada un problema que ellos sean estrictos (Fernando, 18 años, bachillerato obtenido, barrio Ricardo Brugada, 16 de abril de 2009).
El trabajo del profesor para ordenar la clase, y especialmente para apoyar a los alumnos deseosos de trabajar, implica un esfuerzo constante de llamado al orden. Esta dimensión participa plenamente del oficio de docente y constituye incluso la condición de posibilidad de su “legitimidad”, ya que su autoridad como docente dependerá, en una gran medida, de la adhesión de los alumnos a las normas de la disciplina, es decir, de su reconocimiento como legítimas y adecuadas (Bénatouïl, 1997).
Es la relación entre la dimensión técnica del trabajo escolar en clase y su dimensión normativa la que conviene subrayar aquí. Para ciertos alumnos, el buen desenvolvimiento de la escolaridad es el resultado de la interiorización de esta relación con la casa, que se fortalece después en la escuela. Una de las causas del fracaso o, dado el caso, del rezago, reside en la contradicción que existe en algunos alumnos entre las buenas predisposiciones al trabajo y la exigencia del trabajo en sí mismo. Ahora bien, esta relación supone cierta arbitrariedad evaluativa; en efecto, los alumnos calificados como “medios” llegan a menudo a trabajar en un cierto respeto de las normas y concentrándose correctamente, pero el esfuerzo de esta dedicación no se ve recompensado en la evaluación, que está la mayor parte del tiempo basada sobre prejuicios y códigos instituidos por los docentes.
Para lograr la participación, los alumnos me respetan, así de simple… Puede ser porque yo les digo al inicio del curso que ellos quieren molestar, pueden salir, que yo no puedo obligarles a quedarse en mi clase ni hacer cosas con las que ellos no están de acuerdo [dar clases]… A menudo yo les pregunto: “¿por qué vienen ustedes a la escuela?”, y ahí algunos me dicen: “porque mis padres quieren” o “porque yo quiero aprender”. A menudo me dicen: “yo vengo a la escuela porque mis padres me obligan”. Entonces yo digo a los alumnos que no tienen “interés” que pueden salir, que yo no quiero que se queden si ellos van a molestar en la clase. ¡Yo soy muy estricta! Yo puedo mostrarle [tiene una carpeta de la cual saca una lista de indicadores de desempeño en áreas específicas y según objetivos, y un calendario para cada grado. En cada lista están los nombres de todos los estudiantes de la clase]. Yo tengo mi “Registro semanal de aprendizaje”, que es el conjunto de indicadores de los cursos de matemáticas y de física. En él tomo nota de los alumnos que cuentan con sus materiales de apoyo y de los que no lo tienen. Contar con los materiales es la primera cosa; la otra cosa es entregar los deberes en el tiempo previsto y finalmente la tercera es la participación en clase. O sea, estos indicadores son indicadores de responsabilidad. ¡Yo evalúo cada día! ¡Cada día! Aquí tengo mis listas. Cuando los alumnos vienen en clase o cuando faltan, yo anoto paso a paso, todos los días. Yo tengo una lista de controlar diario y otra mensual. Al mismo tiempo yo trabajo con el personal de “orientación” y yo lo digo, yo lo hago con gusto pero es siempre el profesor quien es el más controlado por la dirección. ¿Usted ve aquí? Están los alumnos, los problemas en las clases, el desarrollo de las lecciones, etc. (Elba, docente de matemática y física, colegio “Juan R. Dahlquist”, 2 de junio de 2009).
El trabajo escolar en clase puede, por otra parte, ser realizado en grupo. En este caso, los alumnos reflexionan mejor sobre temas dados y resuelven más fácilmente los problemas planteados. Ciertamente, el docente debe estar presente para seguir el trabajo en grupo y hacer de modo que las actividades no atenten contra la disciplina en clase, pues este formato de aprendizaje se presta al desbordamiento y la perturbación, y pone en riesgo el logro de los objetivos de la enseñanza.
En tres observaciones realizadas de la clase de lengua y literatura castellana en el colegio “Juan R. Dahlquist” de Asunción, constatamos cierto entusiasmo de parte de los jóvenes para el trabajo en pequeños grupos. Discutían sobre los ejercicios relativos a temas literarios y uno tomaba notas para resumir la opinión de los demás al resto de la clase y promover así una discusión general. La profesora se mostró respetuosa de las opiniones individuales, tolerando incluso algunas bromas en el marco de estos ejercicios.
Este estilo de trabajo en grupo, que llamaremos participativo, es más corriente en esta materia que en matemáticas, en la cual se lleva a cabo cuando se discuten colectivamente problemas y ejercicios que involucran la confrontación entre varias soluciones; para otro tipo de ejercicios, los trabajos son más bien individuales. Por consiguiente, aunque el trabajo escolar llamado “de grupo” tenga la preferencia de los estudiantes, no es el que prevalece. A menudo domina un estilocentralizado, en el cual solamente dos o tres alumnos participan activamente en la clase mientras que los otros miran y escuchan sin decir nada. Una vez más, es al docente a quien le incumbe regular la implementación de estos diferentes estilos de deberes en clase y estas diferencias de involucramiento.
En lo que concierne a los deberes escolares de la casa, el análisis debe hacerse en dos tiempos: el primer tiempo concierne a los trabajos escolares realizados por los alumnos en el curso del programa de estudios de la escuela primaria. Se trata de un momento fundamental para el aprendizaje, ya que es en el curso de este periodo que los alumnos adquieren el hábito de trabajar, o sea, su “oficio de alumno” (Perrenoud, 1994). Los padres que acompañaron a sus hijos a este estadio han podido no solamente aportarles la ayuda necesaria en la construcción del conocimiento sino igualmente inculcarles un sentido del deber, es decir, han establecido en la conciencia de los niños que el aprendizaje escolar resulta de la relación entre la enseñanza en la escuela y el trabajo en la casa.
Las experiencias de los jóvenes del barrio Ricardo Brugada hablan del carácter determinante de este proceso, fuente del clivaje entre los que han adquirido la disciplina del trabajo desde la infancia y aquellos para quienes los deberes escolares son siempre vividos como una suerte de “penitencia”. Más concretamente, en ciertas familias donde se cuenta con numerosos miembros escolarizados, se constata que uno de los padres ha trabajado con el primer joven escolarizado (generalmente el mayor) y que estableció con él un horario y un método para hacer los deberes solicitados por los docentes.
Es común que los padres ignoren la mayoría de las reglas de gramática, de sintaxis y de conjugación en el ámbito de la lengua escrita y que no conozcan mucho más que las operaciones complejas de aritmética, la teoría de números, el álgebra y la geometría.
Mis padres me apoyaban cuando yo hacía mis tareas en la casa. Hay que decir que mis padres me imponían un horario. Una vez que yo llegaba a la casa de la escuela, yo tenía derecho de jugar solamente una hora y enseguida yo debía estudiar. Si yo no entendía alguna cosa, ellos me ayudaban. Mi papá, sobre todo, era el que me ayudaba más, que controlaba más mis deberes. Casi siempre él se sentaba conmigo, solamente para mirarme, sin hacer mis deberes conmigo, pero eso era cuando yo no entendía algunos temas. Mi mamá se iba a las reuniones de padres en el colegio porque mi papá trabajaba durante el día y no se podía ir… Todo eso era en la escuela primaria. En el colegio yo trabajaba solo, me volví independiente. Yo aprendí cierta disciplina y mis padres no se preocupaban más. Lo que teníamos como tareas escolares para trabajar en la casa yo trataba de hacerlo solo… de última yo me iba a la biblioteca o le pedía ayuda al profesor. Pero en general yo hacía todo sin la ayuda de nadie (Fernando, 18 años, bachillerato obtenido, barrio Ricardo Brugada, 16 de abril de 2009).
La ayuda de los padres, tratándose de los más hábiles en las materias enseñadas en la escuela, consiste en examinar el cuaderno de trabajo del alumno. Ellos abordan así los conocimientos incorporados durante la jornada y sacan de la lectura los métodos, las reglas y las fórmulas que les permitirán ayudar a sus hijos en sus deberes.
Dado que el sistema educativo históricamente ha favorecido una escolarización más prolongada de los varones que de las mujeres, esto hace que sean generalmente los padres los más preparados para aportar el apoyo escolar a sus hijos. En contrapartida, la organización del mercado de trabajo, que implica que los varones trabajen a menudo fuera de su domicilio, les priva de poder cumplir con esta tarea. Por tanto, son las madres quienes se quedan con los hijos para acompañarlos en sus deberes.
Para los jóvenes que se benefician del acompañamiento de sus padres, el trabajo escolar puede hacerse de dos maneras: la primera consiste en un acompañamiento por la madre, ya sea que ésta conozca o no los contenidos de las lecciones y deberes. La segunda consiste en asegurarse que el hijo trabaje bien durante la jornada a fin de que el padre pueda controlar, a su vuelta, el trabajo realizado con anterioridad.
Este esquema, que es el más corriente en el seno de las familias donde se realiza el seguimiento de los deberes, no es aplicado en todos los casos. A veces es la madre quien trabaja con el joven y quien, en desmedro de su desconocimiento de los contenidos, adquiere también conocimientos elementales, lo que le permite comprender lo que hace su hijo. Otras veces los padres solicitan ayuda a los hermanos mayores, en caso de que estén disponibles. En otros casos, en el que el padre no está formado suficientemente, ambos padres están obligados a confiar en su hijo la buena ejecución de los deberes y pueden favorecer a este último alentándolo a trabajar con algún compañero reconocido como “buen alumno”. Y dado el caso, en las situaciones en las que los padres constatan que su hijo tiene necesidad de ser apoyado y que ellos no disponen de las competencias para hacerlo, pagan el servicio de profesores particulares para evitar el fracaso escolar. Esto, empero, es poco corriente.
Así, un elemento central que marca fuertemente la relación de la escuela con los jóvenes es la condición económica de la familia, ya que de ella dependerá la posibilidad de permanecer en la casa para ejecutar los deberes de escuela y de beneficiarse de la ayuda de cualquiera de los padres, a menudo de la madre. La precariedad económica de ciertas familias es tan grande que priva a los padres de la posibilidad de que sus hijos vayan a la escuela y que se provean de las capacidades requeridas para el éxito. El fracaso escolar se vincula entonces, más que con la mala voluntad, con la escasez de capital cultural y el desconocimiento del proceso escolar (Bourdieu y Passeron, 1964).
Así por ejemplo, en el caso de Lidia, que es de una familia monoparental (presencia exclusiva de la madre) y pobre, el “sentido del deber” y del trabajo en la casa han sido de todos modos adquiridos en razón del interés de la madre, que trabaja durante la jornada, en el progreso de los estudios de su hija. Lidia nos asegura que ella trabajaba con su hermana mayor y que su madre la supervisaba al final de la jornada, incluso de manera bastante torpe, ya que no poseía mayores competencias. El hogar de Lidia conoció grandes dificultades económicas y ella, aún pequeña, estuvo a veces obligada a ayudar a su madre en su ocupación principal, a saber, el empleo doméstico. Estas dificultades, sin embargo, parecen haber alentado a Lidia en su deseo de estudiar, ya que declara haber visto, en el esfuerzo de su madre, una prueba de ternura y un empuje para avanzar.
Cuando yo era chica estudiaba después de llegar de la escuela, no siempre pero sí estudiaba. A veces jugaba… pero mi mamá me decía de hacer mis deberes cuando yo regresaba. En los deberes, bueno, yo llegaba, tomaba mi cuaderno anotador y volvía a leer, después yo tomaba mi cuaderno de “deberes” y ahí yo trataba de hacer los ejercicios que nos dieron en la escuela. Así era en las materias “leídas”… Con las matemáticas yo debía mirar los ejercicios que habíamos trabajado en clase y después yo trataba de repetirlos y así aprender de memoria… No siempre trabajaba directamente en mi cuaderno de “deberes”, eso dependía, a veces, cuando yo estaba segura de lo que yo iba a escribir, sí. Si no, yo hacía antes la tarea en una hoja de “borrador” y después yo pasaba en el cuaderno de deberes. Mi mamá me decía siempre que la primera cosa era estudiar, que yo debía dejar todo para estudiar. Ella controlaba mis cuadernos, si yo hacía mis deberes de la escuela, si estaban todos completos o si me faltaba alguna cosa; siempre ella me preguntaba si yo traía deberes y si yo le respondía sí, y bueno… ella me decía de dejar lo que yo hacía, que yo comience haciendo mis tareas de la escuela. Si era la época de los exámenes, ella me obligaba a estudiar. Yo estudiaba sola… bueno, también estudiaba con mi mamá… A veces yo salía para estudiar con mis compañeras pero antes que oscurezca (Lidia, 18 años, bachillerato obtenido, barrio Ricardo Brugada, 24 de abril de 2009).
Subrayamos finalmente que el barrio Ricardo Brugada, siendo una zona donde la pobreza toca a la mayor parte de la población, el lugar conferido a los hijos en el hogar es variable. Como se ya se dijo, la ética educativa anti-juvenil está presente en las familias extremadamente pobres, para las cuales uno de los indicadores de su situación social es justamente el hecho de hacer trabajar a sus hijos.
En estas familias, la duración de la escolarización corresponde a un corto periodo cuyo objeto es conformarse con la obligación establecida por el Estado de escolarizar a los hijos en el nivel básico e, igualmente, aprender a leer y a escribir, lo que constituye objetivos suficientes. La falta de ayuda de estas familias a sus hijos en los estudios implica, además de una cuestión coyuntural, el resultado de una vida transcurrida en la pobreza, la veleidad de los estudios y cierto finalismo de clase.
El hecho de que los alumnos hayan tenido la compañía de sus padres en la casa cuando eran pequeños les confiere, acto seguido, una autonomía pedagógica. En cambio, los que no se han beneficiado de esta posibilidad deben ser acompañados incluso cuando grandes, lo que es evidentemente más difícil en razón, por una parte, de la falta de tiempo de los padres y, por la otra, de la difícil conciliación entre el control parental y la independencia deseada por los jóvenes; con ello queda sellada su heteronomía. De hecho, los alumnos con dificultad escolar no son acompañados por sus padres, y avanzan a lo largo de los años sobre un camino de fracaso.
Podemos igualmente notar que tratándose de los deberes escolares, los alumnos se reagrupan más bien por redes de interconocimiento. Este hecho señala la importancia de la confianza y de la amistad en la escolarización de los jóvenes colegiales, es decir, la importancia de los lazos sociales. La socialización escolar conduce a constituir sujetos que pueden sentirse aceptados en un plan de amistad, a construir un sentimiento de pertenencia al barrio y, por este hecho, a constituirse como sujetos autónomos. Hay conflictos en el seno de los grupos, pero éstos no se desbordan cuando conciernen a los amigos.
En el caso del distrito de Belén, la mayoría de los padres desconocen la escuela, mientras que este fenómeno es menos general en Ricardo Brugada. En ese distrito la mayoría de los jóvenes permanece en la casa, no sale a trabajar ni intenta contribuir en la economía del hogar. En las familias campesinas es muy marcada la disyuntiva entre dejar que las dificultades invadan un terreno cada vez mayor y “hacer de la necesidad una virtud”.
Analía, de origen campesino, halló dificultades económicas ya que su familia pertenece a las clases desfavorecidas de la zona: su padre es agricultor minifundista y, al igual que la madre, hizo pocos estudios. En cambio, ambos aprendieron, a través de los contactos que pudieron hacer en el curso de sus vidas con los habitantes de la ciudad de Concepción, la importancia de la educación. En esa ciudad tuvieron ocasión de constatar que éste es el único medio de ascensión social en la sociedad local, abierta a los campesinos y sus familias. Por este hecho los padres hacen lo que pueden para que sus hijas saquen el mejor provecho posible de la escuela. El acompañamiento del trabajo escolar en la casa no es un hecho excepcional; al contrario, la madre de Analía cuenta que no conocía “esas cosas” pero intentaba ayudarla: Yo me informaba con los profesores o con las profesoras para que nos expliquen las lecciones que no entendíamos. Yo hacía lo mismo cuando ella era más grande pero con los buenos alumnos… yo le apoyaba para que ella estudie con sus compañeros y que puedan aprender las cosas que Analía no entendía ella sola (Amanda, madre de Analía, distrito de Belén, 30 de mayo de 2009).
Analía estaba motivada a trabajar sola en la casa y sus padres velaban para ofrecerle las mejores condiciones. Si el sentido de la autonomía pedagógica e intelectual es una de las condiciones más importantes para tener éxito en el transcurso del programa de estudios, Analía, alentada especialmente por su madre, lo desarrolló suficientemente.
De entre mis padres, la que trabajaba conmigo era mi mamá más bien porque mi papá no se quedaba en la casa. Él trabajaba, salía para una cosa u otra, se movía mucho, mientras que era ella la que se ocupaba de mí. Siempre cuando había alguna cosa que yo no entendía, yo le pedía y si ella podía, me respondía… si no, ella me aconsejaba de ir en la casa de otras personas, para que me ayuden y así yo podía aprender. Pero eso fue solamente durante un periodo porque ella debía acompañarme cuando nosotros íbamos a la casa de mis compañeros de escuela para que ellos me ayuden. Ella debía esperar y después me debía traer de vuelta a la casa… y es lejos el “pueblo” de nuestra casa… Entonces, como ella tenía muchas cosas que hacer, me alentaba a hacer el esfuerzo de arreglarme sola nomás. Cuando era más grande, ya trabajaba sola… a veces cuando había trabajos en grupo, mis compañeros de colegio venían a mi casa o yo me iba a casa de ellos, pero yo me arreglaba sola ya. Mi mamá, claro, controlaba mis horarios y era todo. Jamás tuve problemas con eso (Analía, 18 años, bachillerato obtenido, distrito de Belén, 30 de mayo de 2009).
Al igual que los hijos de inmigrantes en países desarrollados, para quienes el éxito implica un objetivo muy importante y que presupone un trabajo serio, para los jóvenes de la campaña paraguaya, comprometidos en la búsqueda del éxito, éste también “funciona como una norma en el sentido pleno del término… El compromiso en el trabajo escolar aparece como una disciplina a la cual es necesario conformarse porque se tiene una ‘deuda’ para con los padres” (Zéroulou, 1988: 463).
Cuando los jóvenes se vuelven “colegiales”, algunos trabajan de manera autónoma, respetando los horarios y adoptando una disciplina de trabajo mientras que otros hacen sus deberes sólo para responder a la exhortación de los docentes. Éstos, a su vez, identifican y clasifican a los alumnos según las etiquetas de “dedicados” y “dejados”, que se convierten en los criterios implícitos de evaluación. Dichas etiquetas implican, a su vez, los resultados obtenidos en los exámenes, que en un largo proceso de construcción de jerarquías escolares, separan a los alumnos eficientes de los alumnos medios, es decir, los de rendimiento óptimo de aquellos cuyo desempeño es más bien mediocre.
Examen y relación con el examenEntre los elementos del proceso de construcción de la relación con la cultura escolar y los factores que determinan las diferencias de éxito entre los alumnos, conviene tomar en cuenta un tercer aspecto, ligado a los precedentes: el modo con el que los alumnos se preparan para los exámenes y su modo de comportarse durante las pruebas.
El vínculo entre el desarrollo normal de la escolaridad y una relación lograda con la selección escolar, no es mecánico. Entre los alumnos de nivel medio, quienes gracias a su trabajo en la casa aseguran el aprendizaje de las lecciones antes de los exámenes, algunos tienen dificultad en aprobarlos. En su caso, si el aprendizaje se realiza para el propósito de afrontar las evaluaciones, el conocimiento no puede ser objetivado en los tests. Ellos perciben una presión ligada al riesgo de fracaso y, en su deseo de responder al conjunto de preguntas del examen, no alcanzan a ordenar los conceptos, las fórmulas y los esquemas durante las pruebas.
En general los estudiantes que tienen necesidad de más tiempo para aprender y para llegar a comprender e interiorizar los “núcleos de conocimiento”, son aquellos cuyo acompañamiento parental es poco eficaz, así como aquellos cuya falta de organización del trabajo obliga a hacer más esfuerzo en los deberes en la casa. En cambio, los que se benefician de un acompañamiento eficaz de sus padres y que aprendieron a organizar su trabajo en un ambiente lo menos perturbado posible, llegan a dominar las materias y los contenidos y a elaborar cierto esquema de aprendizaje que les ayuda en los exámenes.
Yo ayudaba a Fernando en sus deberes, yo le acompañaba y le controlaba. Cuando él estaba todavía en la escuela, nos preocupábamos de él, siempre. Él hacía sus deberes y yo controlaba cuando llegaba de mi trabajo. Fernando siempre fue “excelente”, hasta terminar sus estudios. Cuando tenía algún problema, se iba a la biblioteca o a estudiar con algún compañero. Se sacrificó los primeros años pero en los últimos años ya le era fácil. Él estaba tranquilo cuando era época de exámenes, ya repasaba nomás y se iba a rendir (Carlos, padre de Fernando, barrio Ricardo Brugada, 16 de abril 2009).
Por otra parte, los profesores establecen un pacto tácito con estos alumnos que trabajan tan bien en la clase como en la casa. Se les otorga el derecho de hacer “pequeñas preguntas” durante las pruebas, lo que les confiere una ventaja respecto de sus compañeros. A la hora de la evaluación escrita, esta “connivencia” entre buenos alumnos y docentes supone una “preferencia” manifiesta, ciertamente de una manera encubierta pero no por ello menos real, y otorga seguridad ante el estrés generado por el examen. Ciertos alumnos que tienen éxito en los exámenes no son a menudo los mejores, pero dado que la evaluación no reposa exclusivamente en las pruebas sino también en los juicios extra-evaluativos de los docentes, se vuelven buenos examinados.
Éstos revelan el hecho de que la selección escolar no es ni neutra ni imparcial. Al contrario, el examen es la expresión del “ritual” de un proceso de evaluación más amplio, implementado por los docentes, y que durante todo el año escolar constituye una prueba de perseverancia y resistencia de cara a la selección general (Bourdieu y Passeron, 1968). La distinción hecha por Bourdieu entre las “desigualdades de selección” y las “desigualdades ante la selección” pone de manifiesto el proceso por el cual la igualdad formal de todos los alumnos en el momento de las pruebas escolares revela una desigualdad real de disposiciones previas: diferencias y jerarquías entre los alumnos en términos de actitudes y de aptitudes, juzgadas antes del examen como “correctas” o “incorrectas” por los “jueces de selección” (Bourdieu y Passeron, 1970).
Para los alumnos que presentaban dificultades de socialización escolar, los exámenes constituyen casi “fatalidades”, por dos razones: la primera responde al hecho de que ellos perciben un desfase entre lo que es aprendido durante los cursos y lo que es demandado en los exámenes. La segunda razón se explica por el temor hacia ciertos docentes.
Para algunos jóvenes la selección escolar se refiere no solamente al fracaso en los exámenes ni a la imposibilidad de obtener el bachillerato, sino también al hecho de seguir una carrera diferente a la que aspiraron inicialmente, ya que el fracaso en las pruebas escolares arrastra el rezago y, a menudo, la deserción. En el caso de Gisela, ella continuó sus estudios en formación comercial aunque aspiraba a estudiar finanzas. Reconoce que en esta disciplina el empleo de las matemáticas es inevitable y que ella había tenido experiencias desfavorables en exámenes de esta asignatura. Si bien a Gisela le gustaban las matemáticas y además tenía calificaciones relativamente aceptables, los exámenes en la época de colegio eran imprevisibles y temía malograrlos, lo que la condujo a optar por una carrera donde las matemáticas se utilizan con menor frecuencia. Esta decisión se explica porque ella no quería fracasar en el ingreso a los estudios superiores.
El estudio revela una actitud ante la evaluación y el hecho de que la selección escolar es, antes que nada, un proceso de producción de jerarquías de excelencia en el que los alumnos se sienten parte. Existen dos estilos de toma de examen a los alumnos por los docentes: uno que responde a un cierto igualitarismo, en el cual los profesores tratan al máximo de evaluar a los chicos según su desempeño en los exámenes —y que otorgan un sentimiento de seguridad a los alumnos—; y otro que responde a un cierto elitismo, que lleva a los profesores a evaluar a los alumnos no solamente según los resultados de las pruebas, sino también según las etiquetas escolares, suscitando en algunos jóvenes un cierto temor ante los exámenes.
En la construcción de jerarquías escolares, la selección a través de las pruebas no es sino el corolario de los procesos de evaluación escolar. En efecto, la evaluación no responde solamente al desempeño de cada alumno sino que depende también del modo en que los docentes perciben a los jóvenes. Hay, de hecho, una gradación de los alumnos, implementada por los docentes, donde los excelentes están situados en el más alto nivel de la escala y los alumnos con dificultad, abajo. De estos últimos, ciertos docentes no ocultan su prejuicio, los consideran desprovistos de “talento”, rozando incluso la categorización de “infancia anormal” (Muel, 1975). Los jóvenes, en consecuencia, suponen no tener la “aptitud” necesaria para las pruebas ni la “actitud” para afrontarlas sin temor, alegando que, por el azar, no se ubican entre los estudiantes “inteligentes”.
Conclusión: principales hallazgosLos principios que rigen las prácticas escolares se basan en valores y normas propias del orden institucional de la escuela, los que pueden favorecer una trayectoria de éxito educativo si tienen afinidad electiva con la ética educativa aprendida en la familia, que apunta a incorporar una disposición al trabajo, a la autonomía pedagógica y la confianza de sí durante los procesos de selección escolar.
El trabajo escolar en clase es la condición para el trabajo escolar en la casa; este último implica ejercicios de redacción así como de operaciones, y su objetivo es la interiorización de una relación con el conocimiento por medio de la práctica. Por tanto, estos trabajos resultan en una experiencia educativa familiar y habilitan o restringen a los jóvenes a procurar y alcanzar el éxito escolar.
Los jóvenes que requieren un tiempo mayor que la media para aprender son aquellos cuyos padres participan poco en su proceso educativo y, por tanto, a quienes les requiere mayor esfuerzo la interiorización, no sólo de los conocimientos, sino de las habilidades y capacidades que la escuela espera. Los jóvenes que reciben el acompañamiento de sus padres aprenden a organizar su trabajo, protagonizan su aprendizaje y manejan las asignaturas.
Los jóvenes que han logrado transformar su escolaridad en verdadera oportunidad de aprendizaje tuvieron éxito porque asimilaron, además, un compromiso con la institución escolar, y fueron alentados por sus padres a continuar sus estudios. Estas condiciones involucran tanto el desarrollo de una ética en la socialización familiar como la construcción de una disposición durante el proceso educativo, tendientes a reforzar las cualidades para el éxito escolar, o bien, para orientarse hacia el rezago o la deserción.
Las familias cuyos hijos adquirieron progresivamente una ética educativa rigorista tienen menos dificultades en hacer frente a sus responsabilidades escolares, lo que desemboca en un habitus escolar marcado por la autonomía pedagógica. Las familias donde la laxitud caracterizó la socialización y la ética educativa apuntó a una temprana independencia de los jóvenes, la heteronomía pedagógica fue su corolario.
Los docentes identifican esta diferencia y clasifican a los alumnos según etiquetas que se superponen con los criterios de evaluación de los alumnos, de modo que los resultados de los exámenes hallan su correspondencia con las jerarquías escolares de excelencia, que separan a los alumnos adecuados al orden institucional de los que, irregulares y menos dóciles, se vuelven imprevisibles en su actitud hacia la institución.
Es claro que la evaluación no depende solamente del desempeño de los alumnos, sino de la imagen que la escuela tiene de éstos. La excelencia escolar es la consagración de una ética adecuada a la cultura escolar por la que los jóvenes indican, más con su actitud que con su aptitud, la legitimidad de una jerarquía sin la cual la institución educativa no tendría la prerrogativa de ejercer su función moral en medios sociales desfavorecidos.
Doctor en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París). Máster en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (México). Licenciado en Sociología por la Universidad Católica del Paraguay. Profesor e investigador de la Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción” (Asunción, Paraguay). Miembro del Instituto de Ciencias Sociales de Paraguay (ICSO Paraguay). Líneas de investigación: educación y desigualdades sociales; políticas educativas; protección social.