En la actualidad, el tema de la autoridad constituye una zona problemática, cuya indagación permite rastrear y pensar la articulación entre la condición juvenil (como territorio de experiencias en el que se pueden observar tensiones en los procesos de trasmisión y herencia cultural) y la institución universitaria. En este artículo se realiza un desarrollo teórico de dicho concepto, recuperando en primer término los debates que tienen lugar a partir de la modernidad, entendida como una particular condición de la historia en que los modos tradicionales de entender la autoridad están siendo cuestionados. Abordaremos luego las transformaciones en torno a la autoridad observadas en las instituciones educativas del presente. Consideraremos, por último, las visiones de estudiantes de la Universidad Nacional de Rosario sobre la autoridad de los profesores, teniendo en cuenta sus interpretaciones sobre los vínculos, caracterizados por la asimetría en materia de conocimiento.
At present, the issue of authority is a problem area whose research allows tracking and thought on the link between juvenile status (as a territory of experiences in which tensions can be observed throughout the processes of transmission and cultural heritage) and the university institution. This paper presents a theoretical development of the concept, firstly recovering discussions which initiated with the start of modernity, understood as a particular condition of history that questions the traditional ways of understanding authority. Then, the transformations regarding the authority observed in present-day educational institutions are covered. Finally, the paper puts forward considerations regarding the vision of the students from the National University of Rosario on the authority of the teaching staff, taking into account their interpretations on the relationship between students and teaching staff, characterized by the asymmetry in the field of knowledge.
El vínculo de la autoridad está formado por imágenes de fuerza y debilidad; es la expresión emocional del poder… La palabra “vínculo” tiene un doble sentido. Se trata de una conexión; también constituye, en el sentido “vinculatorio”, una imposición. Ningún niño podría madurar sin el sentimiento de confianza y protección que procede de su fe en la autoridad de sus padres, pero en la vida adulta se suele temer que la búsqueda de los beneficios emocionales de la autoridad convierta a la gente en esclavos dóciles. Richard Sennett, 1982.
Estudiar el tema de la autoridad es iniciar un recorrido complejo. Estamos frente a uno de esos conceptos respecto del cual todos tenemos alguna idea pero que no resulta simple definir. Muchas veces se lo asimila a la noción de poder, otras tantas a la de dominación y en ocasiones a la violencia. Se utiliza para hablar tanto de relaciones centradas en el respeto y la admiración, como de situaciones en las que imperan rasgos arbitrarios; se le asocia al temor y a la habilitación, a la autorización y al autoritarismo.
Podemos comenzar afirmando que hablar de la autoridad implica, inevitablemente, desde el origen de la constitución del sujeto, hablar de las dependencias necesarias respecto de otros, en la medida en que el ingreso del ser humano a la cultura está siempre mediado por la intervención de otros “reconocidos”. La indefensión primaria y la incapacidad de obtener por sí mismo seguridad, protección y cuidados, coloca en primer plano una necesidad respecto de los otros en los cuales es vital depositar confianza. Sin embargo, también sabemos que el exceso de autoridad tiene consecuencias negativas para la esperada emancipación del ser humano respecto de sus sujeciones primordiales, necesarias, constitutivas, pero deseablemente transitorias. Quizás esto es lo que hace que la autoridad sea en ocasiones autorizadora y otras veces autoritaria; que, tal como se plantea desde el psicoanálisis, sea fundante en el proceso de constitución subjetiva y al mismo tiempo que sea necesario desprenderse de ella para poder instaurar un proyecto propio. Desde la perspectiva de Zizek (2009) esto es lo que ocurre con la ley en sentido amplio, en la medida en que se erige como la posibilidad de constitución de la subjetividad, a la vez que como su principal obstáculo.
Si esto lo pensamos desde el punto de vista de las relaciones pedagógicas, encontramos también, como punto de partida, una paradoja: pensar implica dejar de creer ciegamente en lo que dicen las autoridades. El pensamiento puede desplegarse en tanto los “razonamientos de autoridad” declinan. Pero, al mismo tiempo, creer en ciertas figuras y autorizar su palabra, es aquello que posibilita la transmisión de las herencias culturales a partir de las cuales puede tener lugar algo nuevo.
Sobre la base de estas consideraciones iniciales, en este artículo nos interesa abordar el problema de la autoridad de los profesores en la universidad contemporánea. En el marco de un trabajo de investigación centrado en las experiencias estudiantiles en torno a la cuestión de la autoridad, nos interesa recuperar las visiones de los jóvenes sobre las relaciones intersubjetivas, caracterizadas por la asimetría en materia de conocimiento. El trabajo se centró principalmente en el análisis de entre-vistas individuales y colectivas a estudiantes próximos a graduarse de diferentes facultades de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Pero antes de remitirnos a ellas realizaremos un desarrollo del concepto de autoridad desde el punto de vista teórico. Este recorrido nos conduce a la modernidad —entendida como una particular condición de la historia en que se cuestionan los modos tradicionales de entender la autoridad— y que tiene en cuenta, asimismo, las transformaciones y desplazamientos observados en las instituciones educativas del presente.
La autoridad Ese problema modernoIntentamos abordar un problema que se encuentra en el corazón de los debates de la modernidad, cuya interpretación es resumida por Nietzsche en la breve frase “Dios ha muerto”. Esta declaración pone en evidencia no la desaparición de la autoridad en sí, sino la apertura de los fundamentos, carentes ya de la solidez que había logrado la figura de un creador divino, en términos de eficacia simbólica (Heidegger, 1996).
Teniendo en cuenta que todas las sociedades idearon formas de transmitir la cultura a las nuevas generaciones, y que esto de alguna manera asegura cierta continuidad entre las mismas, podemos decir que durante un largo tiempo la forma privilegiada radicaba en el valor que se le otorgaba a la sabiduría de los antiguos, de los más viejos; y esto no sólo por valorarse la experiencia de los años vividos, sino también porque los ancianos se consideraban como más cercanos a los antepasados, en una concepción del tiempo —y de la vida en general— que atribuía una gran importancia a los mismos en la determinación de la vida presente. El relato y la experiencia vivida representaban, en ese contexto, la forma clave de la transmisión, el grupo de reglas sobre las que se asentaba el lazo social.
Hannah Arendt, en un artículo hoy clásico titulado “¿Qué es la autoridad?”, plantea en la década de los cincuenta no la disolución de la autoridad en general, sino de una modalidad histórica que la ligaba a la tradición. La autora hace referencia, así, a una crisis de autoridad no sólo evidente en el plano de lo político, sino incluso en espacios desde su punto de vista pre-políticos, como la familia y las instituciones educativas; y de este modo preconiza en su escrito algunos aspectos de la revolución cultural de los años sesenta. Es a partir de ese momento que la juventud va a plantear una diferenciación radical con el mundo adulto y un corte con la autoridad ligada a la experiencia, al “saber más” como correlato de “haber vivido más”. A partir de la constatación de una serie de transformaciones históricas que se remontan a principios del siglo xx, Arendt recurre a los sentidos etimológicos de la noción de autoridad: “El sustantivo auctoritas deriva del verbo augere: ‘aumentar’, y lo que la autoridad o los que tienen autoridad aumentan justamente es la fundación” (Arendt, 1996: 101).
Los romanos significaban la fundación de su ciudad como un acontecimiento único, singular, de instalación de la “piedra angular” que daría inicio, a su vez, a la fuente legítima de la autoridad: el “hacer crecer” la fundación. Las fundaciones subsiguientes debían enlazarse al inicio primordial en un encadenamiento dirigido, lineal, planeado. Y en este sentido los mayores se encontraban autorizados para actualizar la autoridad depositada en la fundación. Aquí, autoridad y tradición se encuentran profundamente entrelazadas, como las dos caras necesarias de un modo histórico privilegiado de gobierno, de conservación y transmisión.
En este marco tradicional, signado por la idea de la Historia Magistrae Vita (el pasado enseña), la condición de “sabio” está estrechamente ligada a la idea de haber transitado un recorrido vital más amplio y de haber capitalizado ese recorrido de modo tal de poder transmitirlo a otros.
Max Weber teorizó acerca de la tradición y su capacidad para erigirse como autoridad, así como también acerca del proceso de su declive, y para ello construyó categorías clave para la sociología moderna. Este pensador define a la autoridad tradicional como uno de los tipos ideales de dominación legítima. Recordémoslos brevemente:
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La legitimidad tradicional, que descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos, y en la legitimidad de los señalados por la tradición para ejercer la autoridad.
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La legitimidad fundada en el carisma, “que descansa en la entrega extracotidiana a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas…”.
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La legitimidad racional, “que descansa en la creencia en la legalidad de las ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad” (Weber, 1992: 172).
En un marco de declive de las tradiciones, la forma moderna “típica” de legitimidad sería para Weber la racional-legal. La razón se erigiría, de este modo, como la gran figura de autoridad de la modernidad.
El surgimiento y organización de los Estados modernos, las transformaciones en la organización y gobierno de la población, las luchas religiosas, la revolución industrial, la ciencia moderna y el capitalismo incidirían, en términos de Weber, en la progresiva racionalización y burocratización de las sociedades, y en la consolidación de la forma de legitimidad racional-legal como fuente de dominación legítima en las sociedades modernas, cada vez más complejas y conflictivas.
Gradualmente, las antiguas distinciones sostenidas en el privilegio heredado comienzan a ser reemplazadas por los procedimientos de ascenso social basados en la carrera abierta al talento, lo cual sería conocido con el término “meritocracia”.
El advenimiento de una época racional se hace evidente tanto si consideramos la burocratización de las sociedades, cada vez más complejas y desencantadas, y las transformaciones sociales concomitantes, como si tenemos en cuenta los cambios en el plano del pensamiento político y filosófico.
El pensamiento ilustrado del siglo xviii es una expresión cabal de este proceso que comienza a sistematizarse en el siglo anterior y que albergaría los principios fundamentales de los grandes paradigmas y relatos sobre los que se construyen nuestras instituciones modernas. La Ilustración se configuró exaltando la libertad de pensamiento basada en la razón autónoma, en contraposición de la autoridad como aquello que viene dado por otro, lo indiscutible, lo inapelable.
Sin embargo, lejos de lo que podría llegar a pensarse, lejos de producirse la desaparición de la autoridad, lo que surgió fue una suplantación de figuras. Y es a partir de esto último que es posible entender el lugar asumido por el ser humano en su carácter de “creador”, de “autor”, condición que durante siglos, en Occidente, había sido patrimonio del dios bíblico.
Este no era un problema que hubiera pasado desapercibido a los primeros intelectuales del siglo xii, el siglo de las universidades, profundamente involucrados en los debates relativos a las fuentes válidas de orientación del pensamiento: la autoridad declarada y asentada en la tradición o la razón del hombre. En esos tiempos precedentes, pero preparatorios de los grandes movimientos corporativos de maestros y estudiantes, puede observarse una reivindicación de la posición de autor, incipiente y convencida por la confesión pública que se hace de ella y por la forma con que se le piden cuentas al dogma, pero vacilante e irónica por la ausencia de expectativas sobre un público preparado para escucharla.
A un tradicionalista que le propone una discusión sobre los animales, le responde Abelardo de Bath:
Me es difícil discutir sobre animales. En efecto, aprendí de mis maestros árabes a tomar la razón como guía, en tanto tú te contentas, como cautivo, con seguir la cadena de una autoridad basada en fábulas. ¿Qué otro nombre darle a la autoridad que el de cadena? Así como los animales estúpidos son conducidos mediante una cadena, y no saben ni a dónde se los conduce, pues se limitan a seguir la cadena que los sujeta, así también la mayoría de vosotros sois prisioneros de una credulidad animal y os dejáis conducir encadenados a creencias peligrosas por la autoridad de lo que está escrito (citado por Legoff, 1986: 63).
Aquí observamos uno de los sentidos que asume la noción de autoridad: el de ser cadena que ata, que aprisiona; vínculo de imposición que generaría sujetos dóciles a los mandatos exteriores. Concepción que el movimiento ilustrado cuestionaría,2 y que en Latinoamérica sería particularmente impugnada por los reformistas cordobeses de 1918.
En relación con lo anterior, cabe una apreciación histórica sobre la institución en la que se enmarca este trabajo. La Universidad Nacional de Rosario, fundada en 1968, hunde sus raíces en la Universidad Nacional del Litoral que, al crearse en 1919, se consideró como “hija de la Reforma”. En efecto, el primer estatuto de esta última consagró la participación estudiantil. Allí, estudiantes y jóvenes profesores que comenzaban a hacerse cargo de algunas cátedras se embarcaron en la crítica del magister dixit como principio de autoridad propio de otro ciclo.
La primera posguerra europea, la desilusión de los jóvenes respecto del carácter iluminador de la cultura europea y las expectativas que generaba la revolución soviética constituyeron el trasfondo de esos ímpetus de renovación que condujeron hacia un giro en la mirada al interior del continente americano (Kandel, 2008). La idea de “juventud americana”, que recoge el legado de Rodó, fue representada en el “Manifiesto liminar”3 como “heroica”, portadora de autoridad cultural para señalarles a los representantes políticos los problemas de la institución universitaria, acosada por la crisis de autoridad y el anacronismo de su régimen (Carli, 2006).
Se pretendía eliminar todo asiento de la autoridad sobre las bases del mando, la imposición y la “tiranía”, para hacerla recaer en el amor a la enseñanza y el cuidado, en el marco de un vínculo espiritual entre profesores y estudiantes. La universidad era proclamada por los reformistas como un ámbito de experiencia en sí misma, ya que éstos consideraban que el encuentro con verdaderos “maestros” sería un factor clave para dar contenido a dicha experiencia. La noción de “maestro”, en oposición a la de profesor, se reiteraba en esos tiempos, resaltándose con ella la relación de índole subjetiva y moral entre el discípulo y el docente universitario (Kandel, 2008).
Reconocimiento, legitimidad y creenciaPartiendo de la idea de que la autoridad no sólo puede pensarse evocando la imagen de una cadena, podemos comenzar a recorrer otros sentidos.
Como se expresa en el epígrafe con el que iniciamos este artículo, la autoridad es, ante todo, un vínculo, una relación. Si admitimos entonces que la autoridad es una relación social e intersubjetiva, en la que es preciso que existan por lo menos dos personas, sostendremos seguidamente que ésta no es algo que se localiza en un sujeto en particular, algo que se tiene o no. En este sentido, la autoridad no implica solamente atributos o principios, sino principios reconocidos. Se necesita, por ende, del reconocimiento, la confianza, la creencia, para que se constituya a alguien como autoridad, para que una persona adquiera esa fuerza que la coloca en un plano superior. Y en este sentido, las interpretaciones de esos otros ocupan un lugar central. Dice Sennett:
Cabe decir de la autoridad, del modo más general, que se trata de una tentativa de interpretar las condiciones del poder, de dar un significado a las condiciones de control y de influencia mediante la definición de una imagen de fuerza. Lo que se busca es una fuerza que sea sólida, garantizada, estable (1982: 87).
A partir de aquí vemos que la autoridad es una cuestión de vínculos y de formas de interpretación de esos vínculos atravesados por el poder, pero un poder un tanto extraño, podemos añadir, en la medida en que descansa en un derecho, el derecho a la legitimidad, al reconocimiento (Ricoeur, 2008).
En la búsqueda de un criterio que relativice la imposición jerárquica siempre presente, según su criterio, en una relación de autoridad, Ricoeur prioriza la siguiente definición del diccionario Le Grand Robert de la langue française: Autoridad, “el derecho a mandar, el poder (reconocido o no) de imponer la obediencia” (Ricoeur, 2008: 87).
Aquello que adquiere centralidad en esta definición es la expresión “derecho a…”, de la que se desprende que no existe autoridad si no se le concede a alguien el derecho de ser reconocido; derecho que legitima a la autoridad y reconocimiento que dignifica la experiencia del que autoriza. A su vez, cuando se dice “poder reconocido o no”, por este “o no” se insinúa la duda en el corazón mismo de la definición (Ricoeur, 2008).
De este modo, el reconocimiento, basado en la creencia en que otro es superior en algún aspecto, o en que algunas normas, leyes o principios merecen ser respetadas, atemperaría el carácter autoritario que puede desprenderse de toda relación jerárquica o de toda imposición; esto en la medida en que la inter-vención de la fuerza para influir sobre otros implica la ausencia de autoridad.
Como lugar de reconocimiento, la autoridad es limitada, temporal y siempre implica el riesgo de perderse. La autoridad asume la fuerza y la fragilidad de todos los fenómenos asentados en la creencia. En este sentido, autoridad y libertad no son cuestiones antagónicas sino aspectos de un mismo proceso, imbricados en ese haz de relaciones de poder en los que se detiene Foucault, atento a las oposiciones, resistencias e inestabilidades propias de las relaciones intersubjetivas.
En relación con el tema que estamos tratando nos interesa rescatar la distinción realizada por dicho autor entre las relaciones de poder y los efectos de dominación. Así se refería:
El poder no es el mal. El poder son juegos estratégicos… Fijémonos por ejemplo en la institución pedagógica, que ha sido objeto de críticas, con frecuencia justificadas. No veo en qué consiste el mal en la práctica de alguien que, en un juego de verdad dado y sabiendo más que otro, le dice lo que hay que hacer, le enseña, le transmite un saber y le comunica determinadas técnicas. El problema está más bien en saber cómo se van a evitar en estas prácticas —en las que el poder necesariamente está presente y en las que no es necesariamente malo en sí mismo— los efectos de dominación que pueden llevar a que un niño sea sometido a la autoridad arbitraria e inútil de un maestro, o a que un estudiante esté bajo la férula de un profesor abusivamente autoritario (Foucault, 1996b: 121).
Ahora bien, ¿qué es lo que ocurre cuando tenemos que dar cuenta de la autoridad de los profesores? ¿Podemos explicarla recurriendo a argumentos racionales?
En parte sí. Se puede decir que la autoridad está en la posesión de un saber especializado, en la forma en que se produce la enseñanza, en rasgos de la personalidad, pero en la medida en que las relaciones pedagógicas están atravesadas por aspectos transferenciales, siempre hay algo irreductible a la explicación racional (Antelo, 2008).
Fundar entonces la autoridad solamente en la razón no parece ser el camino más acertado. Pascal (1982) sostenía que los magistrados habían entendido bien esto último. Las togas, los palacios, los ornamentos, todo ese aparato era necesario para darle materialidad a un fundamento de carácter “místico”.
Toda la estructura monumental con que fueron pensados los edificios que expresan el poder y la superioridad de unos sobre otros se asienta sobre la necesidad de garantizar una fuerza estable. En las universidades, dispositivos materiales como los estrados cumplían esa función de señalar y reforzar cuál era el lugar donde se localizaba la autoridad, dónde estaba el saber y el poder, quiénes serían los encargados de mediar entre lo universal (ciencia, verdad, valores) y los individuos particulares.
Es sabido que una de las primeras decisiones para desestabilizar el orden de las posiciones, en todos los tiempos, es destruir los símbolos que las representan, y por supuesto, generar otros.
En la actualidad, cuando los estudiantes sostienen que a algunos de sus profesores “hay que bajarlos del pedestal ”, o formulan la pregunta “¿quién se cree que es?”, la autoridad queda desenmascarada. Sin el soporte de la creencia en ella, sin un reconocimiento efectivo, muchas de las prácticas que bajo el imperio del reconocimiento podrían ser consideradas autorizadas, son asociadas a posiciones de arrogancia, maltrato, falta de respeto o abuso de poder. Les falta aquello que las hacía creíbles, carecen de esa fuerza que sea sólida, garantizada, estable.
Estas expresiones no pueden pensarse al margen de las transformaciones que han tenido lugar en las últimas décadas, tanto en el discurso social más amplio como en el campo de la educación.
En las instituciones educativas modernas la transmisión del conocimiento se ordenó sobre una serie de premisas básicas que pueden sintetizarse en aquello que Dubet (2006) llamó “programa institucional moderno”. Este programa considera que la educación, como trabajo sobre el otro, es una mediación entre los valores universales y los individuos particulares; afirma que el trabajo de socialización es una vocación; cree que la socialización se dirige a inculcar normas que configuran a los individuos y los vuelven autónomos.
Hoy en día estos elementos se estarían desintegrando: los valores han perdido su unidad, la vocación choca contra los requerimientos de eficacia profesional, y la creencia en una continuidad entre socialización y subjetivación ya no resulta tan evidente (Dubet, 2006).
Ahora bien, el programa institucional moderno también se amparaba en una serie de principios que asumieron el rango de legítimos:
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La separación entre las instituciones educativas y el resto de la sociedad: su estructura arquitectónica manifestaba, en su condición de templos del saber, esa posición excepcional y sagrada, y tendía a expresar que lo que se desarrolla allí no pertenece al orden habitual de las relaciones sociales (Dubet, 2006). La herencia monástica de las universidades enfatiza esta idea.
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Un principio genealógico que indica la tensión entre tradición e innovación pero le da un lugar central a los mayores, a los sabios, en la función de ser mediadores entre los valores universales y los individuos particulares (Antelo, 2005). Frente a esto, Carli (2001) plantea que si bien la relación entre generaciones siempre está atravesada por la discontinuidad, en la educación, la ilusión de un lazo que ligue a sujetos nacidos en distintas épocas connota una ilusión de continuidad.
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Una idea de asimetría (temporaria) entre las posiciones: así como el niño devendría un ser maduro y autónomo luego de un proceso de dependencia respecto del adulto, el estudiante, en términos generales, era pensado como aquel que recibía, más o menos pasivamente, el saber por parte de los profesores, para poder liberarse, luego de una etapa de formación, de su condición de estudiante (Bourdieu y Passeron, 2003).
Sin embargo, las coordenadas anteriores muestran claros signos de transformación. En primer lugar, dada la separación espacial, la estructura precaria de muchas de las instituciones educativas contemporáneas y su inserción en los espacios urbanos, distan de ser identificadas como “templos del saber”. Las instituciones no están precisamente separadas de la escena social, su espacialidad no puede asimilarse a las ideas de delimitación y protección respecto de un afuera, sino que se encuentran atravesadas por los conflictos y las demandas de las sociedades de las que forman parte. Por otra parte, sobre todo en Latinoamérica, la crisis de las instituciones públicas en las últimas décadas ha dejado huellas visibles en el deterioro de los espacios.
En segundo lugar, en relación con el principio genealógico, si bien cuando la discontinuidad propia de la relación entre generaciones se expresa en conflicto, puede resultar productiva en la medida que propicia el cambio cultural; y ese cambio sólo puede ser posible a partir de una trasmisión respecto de la cual se planteen rupturas (Carli, 2001).
En las últimas décadas se evidencian procesos de individualización que ponen en tensión a la noción misma de trasmisión cultural tal como aquí la entendemos, asentada en un vínculo entre individuos diversos y entre generaciones sucesivas; en un traspaso de conocimientos, herencias y legados que habilita su transformación por parte de aquellos que lo reciben. Un mundo en el que habitarían sujetos que se hacen a sí mismos pone en cuestión tanto la idea de trasmisión como operación iniciada por otros, como la importancia de estos otros en tanto autorizados para trasmitir.
Lejos de lo que podemos llegar a intuir, estas transformaciones no han devenido en una desaparición de la autoridad pedagógica, sino que han dado lugar a cierta resignificación de la misma. Así, tal como plantea Dubet (2006), es posible observar el pasaje de formas de autoridad sostenidas por instancias exteriores autorizadas (instituciones, normas, posiciones consagradas, etc.) a otras en las cuales la personalidad ocupa un lugar privilegiado.
Si bien las conclusiones a las que arriba Dubet se desprenden de investigaciones realizadas en instituciones europeas, encontramos que sus planteos pueden ser considerados para pensar algunos aspectos de los escenarios educativos latinoamericanos. Constatamos en este sentido, entre otros fenómenos, una tendencia entre los jóvenes a concebir la autoridad de los profesores en términos individuales, como un atributo que poseen o no determinadas personas, con lo cual se pierde de vista su carácter relacional. La autoridad parece provenir entonces más del profesor en su carácter de ejecutor de una performance determinada, que como actor inmerso en una trama institucional y sostenido por ella.
En estrecha relación con las mutaciones en el principio genealógico, la idea de asimetría también es cuestionada. Se desdibuja así la relación asimétrica entre adultos y no adultos, que en el terreno psíquico se liga con las diferencias entre la sexualidad infantil y la sexualidad adulta (Galende, 1994), y en el terreno pedagógico con el vínculo entre prestigio y permanencia en el tiempo y con la articulación entre el saber y la experiencia (Antelo, 2005).
Las posiciones antiautoritarias y antiinstitucionales, surgidas a mediados del siglo xx, a partir de las cuales se aboga por la destitución de todo tipo de jerarquías, han dado lugar a un ciclo en el que la autoridad tiene que validarse y justificarse constantemente, y en el que experiencia y autoridad quedan dislocadas. Dubet plantea que durante la generación de mayo del 68 la palabra “institución” evocó el asilo de Goffman y el sistema panóptico de la prisión de la Ilustración exhumada por Foucault. “En ambos casos, la institución quedó reducida a sistema de control total de los cuerpos y de las almas, a sistema de puro adiestramiento cuyo objetivo es destruir toda subjetividad autónoma” (Dubet, 2006: 43).
Considerando una dimensión cultural, cabe también tener en cuenta el impacto que en el borramiento de la asimetría tuvo el desarrollo creciente de los medios de comunicación en el proceso de socialización de las infancias y adolescencias y la expansión del mercado de productos para niños y adolescentes.
En el presente, los adolescentes y jóvenes —“nativos digitales”— reciben de manera directa la influencia de las nuevas tecnologías y aquello que para las generaciones anteriores es novedad, para ellos es un dato más de su existencia cotidiana (Urresti, 2008). Esto supone una alteración fundamental en la consideración del lugar de procedencia de los saberes válidos para orientarse en la vida social.
Por otra parte, el discurso mediático, y especialmente el discurso publicitario, produce una construcción de la infancia y la adolescencia desligada de los mandatos de los adultos, pero fuertemente dependiente de las propuestas del mercado. Observamos así una interpelación hacia los niños y adolescentes como consumidores que pueden decidir autónomamente e incluso inducir al consumo de sus propios padres, independientemente del sector social de pertenencia.
Complementariamente con lo anterior, pero atendiendo otro registro, debemos tener en cuenta que a partir de los años ochenta tuvo lugar una psicologización de los discursos pedagógicos. Esto ha tenido un mayor desarrollo en los niveles primario y medio del sistema educativo, pero atraviesa en la actualidad los debates sobre pedagogía universitaria. En esa expansión de la cultura psicológica, la consigna será “seducir”, “motivar”; y la autoridad tendrá entonces que ganarse.
Puede concluirse que en el presente es evidente la reticencia para reconocerle a alguien esa superioridad que está en la base de la autoridad. Todo parece indicar que, tal como expresa Sennett, “la ratificación de la desigualdad ofende a las sensibilidades modernas” (2003: 216). Si esto lo pensamos desde el punto de vista del conocimiento, podemos decir que la dimensión vertical asociada a la oposición entre expertos y no expertos, o más sabios y menos sabios, parece contrastar con el principio de horizontalidad reivindicado desde aquellos discursos que conciben que toda relación desigual, en la cual el poder está necesariamente presente, es sinónimo de autoritarismo o dominación.
Los estudiantes frente a la autoridad profesoralLas transformaciones mencionadas no deben hacernos perder de vista que en la universidad es posible afirmar la presencia de especificidades que dan forma a un tejido complejo en el que se ponen en juego diferentes modos de interpretar la autoridad.
En las instituciones universitarias, si bien en general el principio de representación es desigual a favor de los docentes, desde el punto de vista de la ciudadanía universitaria no existe un corte drástico entre profesores y estudiantes (Naishtat, 2004). Esta característica ya estaba presente en la universidad medieval. En la Universidad de Bolonia, la más antigua, apenas anterior a París y Oxford, los primeros estudiantes dedicados a lo que hoy conocemos como educación superior contrataron los servicios del maestro y conformaron un grupo bien identificado y diferenciado de los otros gremios, por lo que muy pronto integraron su propia corporación, su universitas (Naishtat, 2004).
A su vez, no nos encontramos frente a posiciones necesariamente diferentes desde una variable generacional. Los estudiantes universitarios, desde una perspectiva cronológica, es decir, considerando etapas evolutivas, son jóvenes y adultos; incluso algunos de ellos pueden ser mayores que sus profesores. Es decir, a diferencia de la institución escuela, en la cual se configura un vínculo asimétrico entre adultos y niños, en la universidad el vínculo entre profesores y estudiantes puede ser pensado como simétrico en tanto iguales en el sentido de que ambos pueden ocupar la posición de adultos. Ahora bien, considerando la relación con el conocimiento y las responsabilidades institucionales diferenciales, ese vínculo no puede ser sino asimétrico. Se trataría de un vínculo entre iguales, pero inscrito en una estructura de diferencias (jerárquicomeritrocráticas) (Carli, 2008). Y es dicha asimetría la que puede sostener a las posiciones en una estructura de lugares diferenciados; estructura que es transitoria y temporal y que se inscribe en un orden de reconocimiento recíproco.
Dentro de ese marco, recapitulando el recorrido realizado pudimos arribar a algunas conclusiones sobre las concepciones de autoridad esbozadas por los estudiantes de la Universidad Nacional de Rosario. Éstas, signadas por la ambivalencia entre el reconocimiento de algunos aspectos de las figuras profesorales y su desacralización, serán presentadas en los puntos que siguen. En ellos incluimos ciertos fragmentos de entrevistas que consideramos significativos, y que remiten a las experiencias singulares de algunos sujetos, pero tienen el valor de condensar una serie de sentidos que se presentaron recurrentemente en la investigación.
1) El fenómeno de la autoridad se presenta de modo ambivalente. Es decir, la noción de autoridad es utilizada para hacer referencia a los profesores reconocidos como referentes en el plano de la formación; docentes que habilitaron el aprendizaje y la producción de pensamiento, como de aquellas figuras caracterizadas por imponer temor y producir sentimientos de inhabilitación.
En relación con la primera acepción, es significativo el siguiente fragmento de entrevista:
Con este tipo vos te encontrabas con algo groso, yo nunca había tenido un docente así. Un tipo que podés respetar más o menos, pero como dijo él en un seminario: hay una precondición para el aprendizaje, que es que vos le reconozcas una autoridad al tipo que te va a enseñar (estudiante de la Facultad de Humanidades y Artes, 1 de septiembre de 2009).
Personas “grosas”, “maestros”, “genios”, “capos”; estas palabras ocuparon un lugar central en los relatos para caracterizar a ciertas figuras autorizadas.
En contraposición, la noción de autoridad también fue utilizada para hablar de relaciones intersubjetivas signadas por la “violencia” o el “maltrato”: los profesores “mandones” que, desde la perspectiva de los estudiantes, utilizan su posición dentro de la institución para ejercer su poder.
En este sentido, muchas de las manifestaciones e intervenciones que los profesores consideran propias de las responsabilidades implicadas en el rol, devienen para los estudiantes en expresiones diversas de maltrato. “Maltrato” que sólo presenta cierta cercanía con la autoridad cuando aquellas personas de las que proviene se encuentran previamente reconocidas; es decir, cuando ya ha recaído sobre ellas la eficacia simbólica de la creencia.
Asimismo, tal como se pone de manifiesto en la siguiente cita, suele suceder que el concepto de autoridad sea asimilado al de violencia.
—Vos me decías la problemática de la violencia cuando hablamos, ¿no?, me parece, o algo así… —De la autoridad… —Sí, de la autoridad. Yo lo relacioné más con lo violento de algunos profesores. En el 1º año común leímos un texto que se llama “La violencia que no se ve”. Bueno, ese texto es muy interesante, habla de la violencia que no se ve. La violencia que se ve es cuando una mujer es golpeada, digamos, la violencia física. Hay otra violencia que no se ve. Por ejemplo, que un profesor te diga que va a venir a una consulta y no viene, eso es violencia. Que una clase tiene que empezar a una hora y no empieza, eso te genera violencia (estudiante de la Facultad de Humanidades y Artes, 20 de octubre de 2009).
La autoridad y su articulación con la violencia pueden estar aludiendo a formas del trato, a faltas de responsabilidad, a intervenciones profesorales no legitimadas desde el punto de vista estudiantil. Cabe considerar aquí el modo en que se refería a este tema una profesora de la carrera de Letras; su comentario nos remite al fenómeno señalado en el apartado anterior respecto de las dificultades encontradas en la época para reconocer la superioridad de unos sobre otros, como así también para identificar autoridad y poder con dominación o maltrato:
La palabra maltrato me ha perseguido desde que doy clases… Una vez, constatando que nadie leía planteé que un estudiante de Letras al que no le gusta leer es como un estudiante de Medicina al que le da asco la sangre. Después de eso, un grupo que se sintió afectado elevó una nota acusándome de haberlos maltratado. En otra oportunidad, en un examen planteé con todo cuidado: estudiaste, pero no comprendiste bien el tema, y esta alumna elevó una nota a Jurídica aduciendo maltrato (profesora de la Facultad de Humanidades y Artes, 6 de diciembre de 2011).
Es así que la ambivalencia permite identificar fenómenos de autorización del otro al mismo tiempo que escenas de desautorización. Estas últimas tienen lugar fundamentalmente cuando los jóvenes se sienten “violentados” (lo cual, en el contexto antijerárquico del presente abarca, como dijimos, cada vez más situaciones), pero también cuando descubren que el profesor no sabe aquello que intenta trasmitir, cuando se encuentran ante la situación de tener que enseñarles algo a sus docentes o cuando sienten que el respeto o el reconocimiento no es algo recíproco. Decía una joven entrevistada:
Si no te ganan, vos no los reconocés. Es difícil si no le das autoridad a alguien, sos un poco escéptica… He escuchado decir barbaridades que socavan su autoridad… Yo tendría que poder ponerla por encima de mí y no puedo. No puedo creer que diga lo que diga con esa formación (estudiante de la Facultad de Ciencias Exactas, Ingeniería y Agrimensura, 16 de octubre de 2009).
La ambivalencia también se pone de manifiesto por parte de los estudiantes al expresar satisfacción por haber alcanzado mayores niveles de autonomía, al mismo tiempo que deseos de regulación por parte de las autoridades. Respecto de esto último observamos cierta dificultad entre los jóvenes para hacerse cargo autónomamente de las cuestiones que involucra una trayectoria universitaria. De cualquier modo, creemos que aquí también tiene lugar un reclamo de hospitalidad frente al desconocimiento de las nuevas normatividades establecidas en el nuevo espacio institucional.
Frente a la constatación de esta serie de dificultades, las instituciones universitarias participan de diferentes modos en el debate entre afianzar aquellas prácticas impersonales que acrecientan la sensación de incertidumbre pero promueven prácticas más “adultas”, y la incorporación de nuevos actores y espacios institucionales, como tutorías y demás formas de acompañamiento, que procuran acercarse a las identidades juveniles pero corren el riesgo de prolongar rasgos propios de la infancia o la adolescencia. Cuando se radicaliza la primera posición se trata de preservar una idea del estudiante universitario como sujeto maduro y autónomo, pero se suele contribuir a la expulsión de quienes no se adaptan a ella. En el segundo caso, de tanto intentar reconocer las características de los jóvenes contemporáneos a los que se intenta incluir, puede correrse el riesgo de dificultar la potencia de lo inédito para provocar marcas en los sujetos.
2) Los estudiantes interpretan a la autoridad como una relación entre posiciones desiguales. Esta interpretación puede sostenerse como tal en la medida en que esté basada en el reconocimiento recíproco entre las partes, y en tanto opere la creencia en la legitimidad de los fundamentos sobre los que se asienta la distinción.
De este principio general se derivan varias cuestiones. Por un lado, la idea de reciprocidad implica la pretensión de recibir algo a cambio de la delegación de autoridad: respeto, atención, reconocimiento. Respeto al profesor si éste me respeta, lo reconozco simbólicamente y en consecuencia le otorgo autoridad si el reconocimiento es recíproco, expresarían estos jóvenes. No se evidencia aquí un deseo de liberarse de las autoridades, sino una demanda de respeto y reconocimiento teñida del reclamo de ser tratados como iguales y de generar vínculos de confianza. Habría de este modo una impugnación de las relaciones jerárquicas, un reconocimiento de aquellos profesores que los tratan en términos de paridad y que se colocan en el lugar de ser “uno más” en el plano vincular, pero una asimetría que sigue siendo necesaria en el plano del conocimiento.
Lo anterior en muchas ocasiones viene acompañado de una demanda de borramiento de los signos que indican diferencias jerárquicas y del deseo de ser tratados “de igual a igual”.
Así, la aceptación de una diferencia necesaria en el plano del conocimiento y su trasmisión se combina con una resistencia para admitir que dicha diferencia se traduzca bajo el significante de la superioridad. Y en este sentido, se resaltan aquellas figuras que, portando un saber y un saber hacer que los vuelve distinguidos, se las ingenian para ocultar las marcas o signos de su posición en el trato con los demás. Dicha resistencia pone de manifiesto el malestar generado por la idea de superioridad de unos sobre otros y que expresa además la articulación entre autoridad y libertad que puede intuirse de los planteos foucaultianos.
Por otro lado, lo anterior nos permite pensar en otra articulación que parece disonante, aquella que liga autoridad e igualdad y sobre la cual el pensamiento de Rancière es esclarecedor.
Hace ya unos años, en la década de 1980, este filósofo rescataba del olvido una figura particular, la de Jacotot, pedagogo francés, revolucionario de 1789 y exiliado en los Países Bajos en tiempos de la restauración monárquica, que realiza en la Universidad de Lovaina una suerte de experimento: la de enseñar francés a estudiantes a pesar de no saber holandés, es decir, sin la posesión de una lengua que actuara como mediadora. En esa empresa, un texto clásico de la literatura francesa —el Telémaco, que en ese entonces se había publicado en Bruselas en una edición bilingüe— funcionó como el tercero en cuestión.
Pero más allá de la experiencia en sí, lo que nos interesa destacar es que con la figura del “maestro ignorante”, que le inspirara el maestro Jacotot, Rancière (2007) trastoca la relación de asimetría, que es algo así como la piedra angular de la autoridad pedagógica tal como la hemos entendido hasta ahora. Sin embargo, esto no lo hace desarmando a la autoridad. Desde su perspectiva, la voluntad del que enseña, como “fuerza de decisión”, ocupa un lugar privilegiado; él parte del reconocimiento de las voluntades razonables. Jacotot había dejado a sus alumnos solos con el texto; únicamente les había dado la orden de transitar un camino que él mismo ignoraba. El resultado es que habían aprendido sin maestro explicador. ¿Qué es lo que ignora este maestro? El principio de desigualdad de las inteligencias. Había demostrado algo inquietante: que el saber del maestro no era lo que instruía al alumno y que nada impedía que enseñara una cosa diferente de su saber. Es así que comenzó a enseñar piano y pintura —materias que desconocía— portando el método de la igualdad, que no era sino el de la voluntad. Se podía enseñar, entonces, sin maestro explicador, mediante la tensión del propio deseo o la exigencia de una situación (Rancière, 2007).
¿Cómo opera, desde esta perspectiva, una autoridad sobre la base de la igualdad? Interrumpiendo la continuidad de un orden que impone un posicionamiento estático prefijado de lugares. Instruir, dice Rancière, puede significar dos cosas exactamente opuestas:
Confirmar una desigualdad en el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa, forzar una capacidad, que se ignora o se niega, a reconocerse y desarrollar todas las consecuencias de este reconocimiento. El primer acto se llama embrutecimiento, el segundo emancipación (2007: 9-10).
3) Modelos de autoridad centrados en la experiencia. Estos modelos tienen lugar al mismo tiempo que la impugnación de la antigüedad como marco regulatorio que garantiza la permanencia en el sistema. Es decir, si bien se observa una valoración del saber obtenido a través del paso del tiempo, se detectan también críticas relativas a la falta de adecuación de los docentes a los cambios tecnológicos o al cansancio percibido en algunos profesores. No hay planteos esencialistas sino juicios críticos, situados, en los que obtiene reconocimiento tanto aquel profesor “viejo” que “forma escuela”, que deja un legado, como aquellos jóvenes entusiastas que pese a tener cargos simples u honorarios se comprometen con la tarea.
Desde la perspectiva de los estudiantes no siempre las posiciones de poder ocupadas por sus docentes (manifestadas principalmente en los cargos y dedicaciones) tienen un correlato en el mérito de éstos. La impugnación de los profesores como no merecedores de ocupar dichos lugares se asienta en general sobre la base de nociones meritocráticas, que son las que priman en los concursos docentes.
Cabe tener en cuenta que en la Universidad en la que se centró nuestro trabajo el porcentaje de docentes que obtuvieron su plaza mediante concurso es bajo.4 Frente a esto, podemos pensar que si el concurso abre un espacio de legitimación de la autoridad profesoral basado en el funcionamiento de un conjunto de reglas instituidas y en actores que ocupan sus cargos por estar más calificados que otros, su escasa presencia plantea un serio desfasaje entre la autoridad institucional (como fuente de legitimidad para los que ejercen autoridad en su ámbito) y la autoridad simbólica (el poder de un enunciador para producir creencia); y ello, a su vez, condiciona tanto la exaltación del componente personal de las figuras autorizadas, como la puesta en duda por parte de los estudiantes de la legitimidad del cuerpo docente.5
El relato que sigue pone de manifiesto estas cuestiones, es decir, tanto el descrédito estudiantil respecto de ciertas personas en particular, como su escepticismo sobre la legitimidad de los mecanismos institucionales que regulan las formas de acceso a la carrera docente:
Tendrían que ponerse las pilas con los profesores que ponen. Yo no sé si es todo por concurso, pero hay muchos profesores que dejan mucho que desear y hay muchos profesores importantes que están ahí abajo que podrían ser jefes de cátedra. (estudiante de la Facultad de Ciencias Económicas y Estadística, 12 de noviembre de 2009).
4) La personalidad de los profesores es un aspecto de peso en el proceso de delegación de su autoridad. En esta clave, la autoridad no es definida en términos de imposición, sino, como ya se dijo, de seducción. Esto se expresa en los relatos de los estudiantes a través de términos como “motivación”, “enganche”, docentes “copados” y “piolas”. También se pone de manifiesto en los modos en que se habla acerca del “saber enseñar”, como si éste fuera algo individual, una especie de “don” o talento que sólo algunos profesores poseyeran. Es común, en este sentido, que se piense a la autoridad en términos individuales, como si fuera un atributo que poseen o del cual carecen algunas personas en particular, sin considerar que, en general, los individuos actúan como soportes de determinadas instituciones.
Nos interesa señalar que en la medida en que la actividad de los profesores está basada en gran parte en una cuestión enunciativa o discursiva, la personalidad y el carisma siempre han sido componentes a tener en cuenta a la hora de hacer referencia a su autoridad, más allá de la legitimidad que puede dar el rol que ocupen. Ahora bien, creemos que también debe considerarse la tesis de Dubet (2006) —que esbozáramos en el apartado anterior— según la cual la fuerza del carisma tiende a aumentar como fundamento de la autoridad, cuando las instancias exteriores muestran signos de debilidad. Esto implica formas de legitimidad más inciertas, desprovistas del apuntalamiento de la autoridad institucional y, por ende, más sujetas a la negociación entre las partes involucradas. Así, dicho autor advierte que cuando la autoridad ya no apuntala el poder, este último no desaparece, sino que tiende a ser reducido a un carisma personal que es al mismo tiempo agotador y aleatorio.
En relación con lo anterior, la autoridad es interpretada por los estudiantes no como algo que los profesores poseen, producto de su investidura, sino como aquello que adviene tras un proceso de lucha por ella. La noción de “ganancia” —propia de un juego, de una batalla o de una inversión económica— nos recuerda la fecundidad de la noción bourdiana de “campo”. Como en todo campo, en la universidad se ponen en juego diferentes intereses, y aquel que sale a jugar invierte las “fichas” para poder conservar o transformar su posición en una red de relaciones. La disputa en torno al capital simbólico en cuestión (y en ocasiones también respecto del capital económico) coloca a los miembros de cada campo en posiciones diferenciadas según el prestigio y reconocimiento alcanzados (Bourdieu, 2006).
Por parte de los estudiantes, la posición de los profesores dentro del campo es interpretada, en ocasiones, como una cuestión de peso. En este sentido, aquellos profesores que ya cuentan con cierto reconocimiento entre los pares entran a las aulas con un cierto “plus” de autoridad ya adquirida, o más precisamente, “ya ganada”. Pero en la mayoría de los casos, los estudiantes pondrán más énfasis en las disposiciones de los sujetos para lograr la autoridad que en la propia posición de éstos en el campo.
No obstante esto, no sólo el carisma y la personalidad son atributos destacados. Así, tendrán muchas oportunidades de ganar la autoridad quienes expresan un conocimiento cabal de los temas a tratar y un saber acerca de su transmisión. Del mismo modo que la autoridad, el saber no se entiende aquí como algo que se lleva a cuestas, sino que en cada actualización que se hace de él, el profesor tiene la posibilidad de salir a conquistar o a seducir nuevas audiencias.
Los estudiantes interpretan el saber sobre la enseñanza, el sentido práctico de las estrategias puestas en juego en la transmisión, y la relación establecida con ellos como sujetos en ese intercambio pedagógico, como aspectos clave de las figuras autorizadas. Aquí se pone en juego entonces, además de un saber conceptual, una experticia docente, un “saber enseñar” que va a estar en el centro de las críticas hacia aquellos profesores que no tienen en cuenta este aspecto como importante en la enseñanza en la universidad.
A modo de cierreEn este artículo planteamos el carácter paradójico y ambivalente de la autoridad, siempre tensionada entre estar ausente o resultar excesiva. Y es que el establecimiento del lazo social es al mismo tiempo posibilidad de desenlace. Concebir que alienación primaria a la autoridad y posibilidad de separación respecto de ésta constituyen dos caras inseparables del proceso de subjetivación, implica entonces negar la posibilidad de acceder a un contacto directo con uno mismo, sin ese otro que es constitutivo de toda identidad.
Vimos que esta supuesta oposición entre autonomía y autoridad fue una de las tensiones con base en la cual se construyó el pensamiento político y filosófico moderno. Si hay un fenómeno que puede caracterizar a la modernidad es la multiplicación o apertura de los fundamentos posibles de ser erigidos como autoridades, a partir de la desarticulación entre autoridad, religión y tradición. Apertura que si bien tras la “muerte de Dios” pudo permitir la existencia de autoridades en plural, plantea la paradoja de vivir, pensar, actuar, decir, sin los reaseguros que aportaban las tradiciones.
En ese marco inscribimos la problemática de la transmisión de los saberes; desde las tensiones presentadas a los primeros pensadores surgidos a la luz del “siglo de las universidades”, cuando la autoridad de la verdad revelada, trasmitida a partir de las claves de la autoridad del pasado y de la tradición, comenzó a verse cuestionada por la razón humana.
Lo anterior no fue un obstáculo para la construcción de nuevas verdades, ni impidió la construcción de nuevos sistemas de creencia y nuevas figuras de la autoridad que se harían cargo de la trasmisión del legado cultural. Reconocimos de este modo que somos herederos de un modo de pensar la autoridad que está atravesado por las coordenadas propias de la modernidad, al mismo tiempo que por las transformaciones que en torno a éstas tuvieron lugar a lo largo del siglo xx. Fundamentalmente desde la segunda mitad de dicho siglo en adelante, la autonomía como ideal trascendió las fronteras del debate público para extenderse hacia otros ámbitos más sujetos a la dependencia normativa, como las relaciones en la familia, en el trabajo y en las instituciones educativas. Una serie de transformaciones socio-culturales tuvieron lugar en las sociedades occidentales e impactaron sobre los principios básicos que estructuraron el programa institucional moderno. El principio genealógico, la asimetría entre las posiciones de la cadena generacional y entre las partes de la relación pedagógica, así como la direccionalidad de la transmisión cultural, presentan mutaciones significativas que no implican la desaparición de la autoridad, sino su resignificación en el tiempo presente.
Varios autores, algunos de los cuales orientaron gran parte de nuestro recorrido, como Zizek o Sennett, señalan las consecuencias de vivir en un mundo en el que las posiciones entre los sujetos se han visto dislocadas, lo cual conduce a admitir profundas diferencias entre los distintos ciclos históricos en el plano de la formación y la trasmisión del conocimiento. Las experiencias culturales y educativas de sucesivas generaciones hasta bien entrado el siglo xx estaban centradas en una jerarquía de posiciones en la cadena generacional, en el claro establecimiento de los lugares de lo prohibido y lo permitido, el saber y la ignorancia, la experiencia y la impericia. Y el reconocimiento de esa diferencia de lugares era lo que llevaba a imaginar o a organizar su trasgresión. Contrariamente, los procesos de desinstitucionalización e individualización propios de las últimas décadas del siglo xx, nombraron una serie de mutaciones estructurales que impactaron profundamente sobre la configuración subjetiva, el vínculo con la autoridad y los sentidos asignados a la producción del conocimiento y su trasmisión.
En el recorrido planteado señalamos los diferentes sentidos que pueden desplegarse a partir de esta noción compleja y polisémica: la autoridad ligada a la idea de mandar o imponer; la autoridad basada en el reconocimiento y la creencia en otro que opera como sostén; la autoridad en condiciones de igualdad y reconocimiento recíproco de las voluntades razonables.
Lejos de pensar el devenir histórico de estas formas de autoridad como una sucesión de modelos que fueron desplazándose, nos interesa plantear la superposición y convivencia compleja de estas figuras y sentidos entre los estudiantes universitarios del presente.
La consideración de esa perspectiva nos presenta algunas de las aristas del problema de la autoridad en la universidad, entre ellas, la necesidad de reconocimiento y cuidados en una institución que en ocasiones se presenta como excesivamente hostil y que puede conducir a la búsqueda de seguridad bajo la forma de una actitud dependiente (infantil) respecto de algunas figuras. Y “el creer que esa búsqueda se puede consumar es verdaderamente una ilusión, una ilusión peligrosa. Con un tirano basta”, dice Sennett (1982: 186). Pero creer que no debiera procederse a ninguna búsqueda de la autoridad, bajo el ideal de la autonomía absoluta, también es peligroso. Porque desconoce el valor de admirar a otro, de reconocerlo en el proceso de formación de las identidades, tanto desde el punto de vista subjetivo como académico y profesional.
Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Becaria Posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IRICE). Publicaciones recientes: (2014), La autoridad en la universidad. Vínculos y experiencias entre estudiantes, profesores y saberes, Buenos Aires, Paidós; (2014), “La figura del otro. Relatos estudiantiles acerca de la autoridad de los profesores en la Universidad Nacional de Rosario”, en Sandra Carli (comp.), Universidad pública y experiencia estudiantil. Historia, política y vida cotidiana, Buenos Aires, Miño y Dávila, pp. 199-234.
La investigación sobre la cual se basa este artículo dio como resultado la tesis doctoral titulada Figuras de la autoridad y transmisión del conocimiento universitario. Un estudio centrado en relatos de la experiencia estudiantil en la Universidad Nacional de Rosario. Doctorado en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (uba), 2012, bajo la dirección de la Dra. Sandra Carli.
Kant en ¿Qué es la Ilustración?, la define como la salida del hombre de su autoculpa de minoría de edad, presentando tres ejemplos de esto que llama “minoridad”: cuando un libro ocupa el lugar del entendimiento, cuando un director espiritual ocupa el lugar de la conciencia y cuando un médico decide por nosotros nuestro régimen. A partir de aquí la Ilustración es definida por la modificación de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón (Foucault, 1996a).
Sobre el tema se puede consultar: http://www.unc.edu.ar/institucional/historia/reforma/manifiesto (consulta: 6 de febrero de 2012).
Según el último dato obtenido, correspondiente al año 2009, en la Universidad Nacional de Rosario sólo 39.2 por ciento de los docentes ingresó por concurso. Si este dato se desagrega entre profesores (titulares, asociados y adjuntos) y auxiliares de docencia (jefes de trabajos prácticos), se desprende 43.7 por ciento en el primer caso y 35.9 por ciento en el segundo. Fuente: Informe de evaluación externa del Comité de Pares de la CONEAU, febrero de 2009, en: http://www.coneau.edu.ar/archivos/evaluacion/UNR.pdf (consulta: 14 de octubre de 2011).