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Vol. 36. Núm. 146.
Páginas 98-113 (enero 2014)
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La socialización política estudiantil en la Argentina de los sesenta
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Juan Sebastián Califa
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Recientemente en Argentina, las décadas de 1960 y 1970 se constituyeron en un campo de investigación en torno al movimiento estudiantil. Este periodo ha resultado especialmente atractivo, ya que en estos años tuvo lugar una virulenta radicalización universitaria que, ligada a otros movimientos contestatarios de izquierda, produjo hechos políticos de gran magnitud. A diferencia de los trabajos recientes, que se han dedicado a enfatizar la incidencia de tal o cual conflicto en que la militancia estudiantil participó, o a describir las trayectorias de ciertos grupos, la peculiaridad de este texto reside en atender a la socialización política en un sentido más general. Más concretamente, este artículo se enfoca en lo acaecido en la Universidad de Buenos Aires, la casa de altos estudios más grande del país. En particular, el interés recaerá en las continuidades y cambios que este proceso de radicalización política registró en los centros de estudiantes porteños en las décadas señaladas.

Palabras clave:
Movimiento estudiantil
Centros de estudiantes
Reformismo
Radicalización
Politización

Recently, in Argentina, the decades of 1960s and 1970s were established as a field of investigation regarding the student movement. This period has resulted especially attractive, given that throughout those years there was a virulent university radicalization which, linked to other leftist protest movements, produced large-scale political events. Unlike other recent works, which have been devoted to focusing on –or highlighting– one specific conflict in which the student militancy participated, or to describing the history of certain groups, the peculiarity of this text lies in its attention to the general political socialization that took place at that time. More specifically, this article is dedicated to the developments in the University of Buenos Aires, the largest educational institution throughout the country. In particular, the paper concentrates on the continuities and changes that the political radicalization process registered in the student centers of this great port during the aforementioned decades.

Keywords:
Student movement
Student centers
Reformism
Radicalization
Politicization
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Introducción

A fines de 1958 las universidades argentinas sancionaron nuevos estatutos. Los debates se habían iniciado con la certeza de que el modelo de universidad planteado por el gobierno peronista había llegado a su fin con el golpe de Estado de septiembre de 1955, en el cual los propios universitarios habían participado (Mangone y Warley, 1984; Rein, 1999; Pronko, 2000; Almaraz et al. 2001; Califa, 2010). Las primeras tareas para la redacción de los nuevos estatutos se concentraron en remover a las autoridades y a buena parte del plantel de profesores, renovando así la planta docente.1 Según Silvia Sigal: “En 1955 tuvo lugar el encuentro más estrecho entre el cuerpo reformista y la universidad” (1991: 84).

¿Se debía volver a la universidad previa al golpe de Estado de 1943 —la universidad pre-peronista— o era necesario encarar un proyecto modernizador sin precedentes? Particularmente, en la Universidad de Buenos Aires (UBA), la institución de educación superior más grande de Argentina, esta cuestión derivó en ásperas luchas. Sin una universidad científica comprometida con una modernización cabal del país se haría imposible alcanzar tan urgente desarrollo. Para ello era necesario, agregaban los modernizadores, dejar atrás la anquilosada universidad “profesionalista”. Así, facultades formadoras de profesiones liberales a la vieja usanza, como Derecho y Medicina, se enfrentarían en buena medida a facultades renovadoras, como Ciencias Exactas y Naturales o Filosofía y Letras.

El periodo que se abrió, que se prolongaría hasta el golpe de Estado de 1966 que intervino las universidades, dando por tierra con los logros alcanzados, se conoce como la “época de oro” de la universidad argentina. Dos autores que se han dedicado a analizar el periplo que recorrió la UBA han calificado este proceso como de “gran modernización académica” (Prego y Estevanez, 2003: 24). No obstante, más recientemente este diagnóstico ha sido matizado, ya que efectúa una generalización inadecuada a partir de lo sucedido con algunas unidades académicas de esa casa de estudios (Buchbinder, 2005: 178).

En este proceso, que he analizado con detalle en mi tesis de doctorado del que este artículo se desprende,2 los jóvenes universitarios jugaron un papel decisivo. Sin su apoyo, como reconocería el rector electo, el filósofo Risieri Frondizi, dichos cambios no hubiesen sido posibles (1971: 30). Los nuevos estatutos les otorgaron a los estudiantes voz y voto en los consejos directivos; cada representante sufragaba, además, para la elección del rector, de las facultades y en el consejo superior. La militancia estudiantil, heredera de la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918 (reformista), que dirigía el movimiento estudiantil, se puso a la cabeza de este proceso modernizador desde la dirección de la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA).

Sin embargo, el paso del tiempo impuso escollos a esta transformación. Los militantes reformistas se irían dividiendo en un ala asumida de “izquierda”, donde el comunismo empezaba a destacarse, y otra acusada por aquélla de “derecha”. Las cuestiones que separaban a los jóvenes reformistas tenían su punto de inflexión en los avatares de la política nacional. La enorme inestabilidad política que se abrió tras el golpe de 1955 (Portantriero, 1973), lejos de mermar, se intensificó bajo las administraciones constitucionales posteriores, al ganar centralidad, a su sombra, las fuerzas armadas (Rouquié, 1982; Potasch, 1994).

La polarización entre izquierda y derecha que este proceso fue recreando impactó en la nueva generación estudiantil. Poco a poco, estos jóvenes comprobaron que el proyecto modernizador traía aparejados resultados no deseados, como la imposición, por parte de las fundaciones extranjeras, a través del financiamiento, de determinadas líneas de investigación científica, en desmedro de los intereses populares. La militancia reformista experimentaría, en este proceso de revisión, una firme radicalización política hacia posiciones de izquierda.

Estas pujas internas sacudirían al frente reformista gestado tras el golpe de 1955, haciéndole perder coherencia y homogeneidad. En este proceso, los humanistas, una agrupación de filiación cristiana sin relación orgánica con la Iglesia católica, surgida a comienzos de los años cincuenta, ganaron espacios en la UBA (en otras universidades argentinas sucedió lo mismo con otras agrupaciones estudiantiles de inscripción cristiana). Muchos centros y delegaciones mayoritarias en los consejos directivos pasaron a sus manos, mientras que la federación estudiantil, tras la fragmentación en curso, registró una parálisis política. En 1962 el apoyo humanista resultó decisivo para el ascenso del economista Julio Olivera al rectorado. A pesar de que éste intentó tejer mejores relaciones con los sectores más reacios a las innovaciones universitarias, el proyecto renovador perduró. En su gestión, Olivera debió afrontar con mayor intensidad los problemas que su antecesor ya había experimentado. El paupérrimo presupuesto universitario motivó movilizaciones estudiantiles muy significativas. Por otro lado, los estudiantes humanistas comenzaron a dividirse al calor de los debates suscitados en el mundo católico (se desarrollaba el Concilio Vaticano II de 1963 en Roma), al igual que los reformistas unos años antes, impactados, en su caso, por la Revolución Cubana.3

En las páginas que siguen se observarán las peculiaridades de esta socialización política universitaria porteña producida durante la etapa que se cerró con el golpe de Estado de 1966. Se atenderá tanto al proceso mundial en el que se inscribió dicha socialización, como a las tradiciones políticas regionales y nacionales sobre las que se apoyó. Este marco permitirá dar cuenta de lo que singulariza al caso porteño. El objetivo general es conocer cómo se generaba en la vida de sus centros estudiantiles esta socialización, atendiendo a las continuidades y rupturas que tuvieron lugar durante la década de 1960. El objetivo más puntual consiste en mostrar cómo impactó el proceso de radicalización política referido en esta socialización estudiantil.

La erupción juvenil mundial de los sesenta

En la década de 1960 se registró una verdadera erupción juvenil mundial. Para muchos observadores se asistió al nacimiento de una singular “cultura juvenil”. Eric Hobsbawm sostiene que “…los jóvenes se convirtieron ahora en un grupo social independiente” (2005: 326). En favor de esta tesis sugirió tres argumentos relativos 1) al prestigio social que adquirió la juventud, 2) al poder de consumo que evidenció, y 3) a la internacionalización de la cultura juvenil. En los años sesenta muchos estudiosos de la cuestión consideraban que los jóvenes se encontraban frente a condiciones sociales de vida inéditas que permitían, con los reparos del caso, interpelarlos como un todo. Así, el concepto de generación cobró relevancia.4 En un célebre ensayo, la antropóloga Margaret Mead (1971) plantearía que se estaba frente a una inédita ruptura generacional de escala planetaria. Su argumento sostenía que al modificarse de raíz las formas de vida existentes, las nuevas tecnologías estaban produciendo grandes cambios entre los jóvenes de todo el mundo. Ahora, en lugar de aprender de sus padres, los jóvenes se encontraban en condiciones de enseñarles. Pero lo más corriente era el “abismo generacional” que se abría: el pasado y el presente de los adultos ya estaba dejando de representar la pauta básica de cara al futuro de la nueva generación. De este modo, ocurría una transformación en el sentimiento de identidad, cuyo corolario era la ruptura con toda idea de continuidad generacional escalonada y más o menos armoniosa.

En un libro que fue furor de ventas en Argentina a mediados de los sesenta, Buenos Aires. Vida cotidiana y alienación, el sociólogo Juan José Sebreli describe situaciones cotidianas que darían la razón a un planteo como el de Mead. Según él: “Esta irrupción, antes desconocida, del mundo juvenil, trae como consecuencia un cambio en las relaciones familiares. La juventud se vuelve un valor en sí y la experiencia de los adultos ya no sirve en un mundo que evoluciona rápidamente” (1964: 101). A fines de la década de los sesenta (1969), otro best-seller argentino, la novela Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares, daba cuenta de una enorme tensión entre la joven generación y la más vieja. El relato fantástico, elocuente, de la visión de los “viejos” como el escritor, narraba una cacería juvenil en las calles porteñas que tenía por presa a aquellos que hubiesen superado los sesenta años de edad, o que lo aparentaran (ser o parecer viejo era una condena).

Más contemporáneamente, desde el discurso académico se ha señalado la existencia de una distintiva cultura juvenil argentina en los sesenta. Juan Carlos Torre sostiene que: “Hasta ese entonces había jóvenes, pero no juventud” (2010: 215). Por su parte, Oscar Terán (1991) avala la idea de una ruptura generacional que él visualizaba nítidamente en el campo intelectual, y que se expresaría en una creciente incomunicación con la generación mayor. Tanto Sergio Pujol (2007) como Valeria Manzano (2010) han abonado esas ideas. Según el primero, a lo largo de la década de 1960 la juventud se fue conformando de un modo inédito. La última autora ha mostrado, por ejemplo, que entre 1958 y 1961 el diario La Razón informaba sobre 170 conferencias cuyo tema giraba en torno a la problemática “los jóvenes y hoy”. La construcción de la juventud como una problemática sesentista, más allá de las diferencias que se puedan encubrir bajo ese rótulo, resulta notoria.

Ahora bien, abonar la tesis del nacimiento de una cultura juvenil, en el mundo y en Argentina, no conlleva a considerar per se un frenesí político contestatario como un atributo suyo. En un temprano trabajo de la década de 1940, Talcott Parsons (2008) refería los privilegios que traía aparejada la institucionalización de una cultura juvenil como modo de contener y encauzar las energías de las nuevas generaciones. Dos décadas más tarde, Alain Touraine advertía: “Probablemente no es casualidad que los países en que la cultura de la juventud tiene características más acusadas, son también aquellos en que el movimiento estudiantil ha tenido hasta ahora menos importancia” (1969: 123). Para este sociólogo, cuya afirmación estaba inspirada en el caso inglés, el movimiento estudiantil estaba asociado a un proceso de politización creciente de carácter revulsivo para el orden capitalista. En ese sentido, la cultura juvenil funcionaba como un chaleco de fuerza que amortiguaba cualquier política insurgente.

No obstante, para algunos autores en Argentina sí existió esa relación entre cultura juvenil y política contestataria. En un temprano artículo sobre la cuestión juvenil, Alejandro Cattaruzza (1997) ligaba de modo casi natural la aparición de una cultura de la juventud, que ubicaba a fines de los sesenta, con un ascendente tono desafiante hacia el orden social y político. El autor afirma que los diversos sectores que la componían participaban de la convicción de impulsar un cambio profundo, “la revolución”, que intuían cercana. Por su parte, Carlos Altamirano sostenía que: “…fue la exposición común al clivaje que introdujo el peronismo lo que desencadenó el efecto de generación… lo que terminó por dislocar, también en términos más o menos generacionales, a las formaciones de la izquierda” (2011: 73). Según este autor, el peronismo y su correcta interpretación devinieron, durante los sesenta, en la “clave del destino”, en el organizador simbólico de la experiencia de la nueva generación. La tesis, pensada de cara a los intelectuales de izquierda, puede ser cuestionada en relación a este trabajo enfocado en el movimiento estudiantil del mismo signo político. En primer lugar, se debe destacar que las agrupaciones universitarias peronistas eran marginales.5 Asimismo, lejos de identificarse con posiciones de izquierda, generalmente asumían posturas de derecha signadas por su anticomunismo visceral. En ese sentido, se podría sostener que más bien fue la realidad política argentina de los sesenta la que formó a este movimiento estudiantil. La “cuestión peronista” disparó arduas reflexiones y polémicas, pero ¿acaso no lo hacía también la Revolución Cubana? ¿El imperialismo fustigado no era asimismo motivo de introspección? En definitiva, si existió una conexión generacional argentina, de la que derivaron unidades generacionales bien distintas, indudablemente estuvo teñida por el debate político que incluía, pero no ocluía, la interrogación por el fenómeno peronista.

Sea como sea, a los fines de este artículo importa tener presente este panorama mundial y nacional, ya que sobre él se asentó el movimiento estudiantil de Buenos Aires. Sin embargo, como se verá, los estudiantes latinoamericanos —y los argentinos en particular— contaban con una distintiva tradición política de por lo menos media centuria de vida.

La tradición política latinoamericana y argentina

Las décadas de 1960 y 1970 dieron a luz la mayor producción académica de la historia sobre el movimiento estudiantil. Al calor de las enormes e inéditas movilizaciones estudiantiles que tuvieron lugar por todo el mundo, los científicos sociales se lanzaron a analizar estas luchas y sus enigmáticos protagonistas. En numerosas ocasiones asistieron sorprendidos al comienzo de estos movimientos de protesta. Probablemente el caso más significativo en tal sentido sea el estadounidense. En septiembre de 1964, el Movimiento por la Libertad de Palabra irrumpió en el campus de la Universidad de California, ubicado en Berkeley (San Francisco), conmocionando a la opinión pública. El reclamo estaba motivado en la censura política, por parte de la administración universitaria, hacia los estudiantes que se hacían eco de las luchas que buscaban ampliar los derechos civiles. En estas jornadas de protesta, la prensa y las autoridades universitarias que fustigaban el movimiento llegaron a encontrar una de las causas del levantamiento en la presencia de agitadores importados de Caracas (Draper, 1965: 50). Si bien la acusación nunca pasó de un rumor malintencionado sin asidero en la realidad, que esa teoría conspirativa apuntara a un país latinoamericano no era obra del azar: lo que sucedía en realidad con los estudiantes latinoamericanos era observado con preocupación por las altas cumbres del poder estadounidense. Téngase en cuenta, además, que en las circunstancias que imponía la vigente Guerra Fría, el histórico interés estratégico de las potencias en trazar un meticuloso mapa planetario de la conflictividad social que analizara sus peligros actuales y eventuales se veía reforzado por la cancillería de Estados Unidos, nación que lideraba el bando capitalista en esta puja mundial. Para entonces, profesores estadounidenses que a partir del movimiento de Berkeley agregarían a sus trabajos las vicisitudes locales, investigaban lo que acontecía en América Latina, apalancados por el financiamiento estatal de las agencias de seguridad de su país. Su interés radicaba en la ligazón de estos estudiantes con la conflictividad regional y su impacto económico y geopolítico.

Seymour Martin Lipset, profesor de Berkeley y especialista en el movimiento estudiantil, advertía sobre la singular politización universitaria latinoamericana, que hundía sus raíces en la Reforma Universitaria cordobesa de 1918.6 Esta tradición política llamaba la atención a un académico acostumbrado a una universidad nativa donde los estudiantes eran socializados mayormente en el deporte “…con el propósito de desviar las energías adolescentes” (Lipset, 1965: 72). Un colega suyo sostendría: “Esta proclividad por la política pasa de una generación estudiantil a otra a través de una subcultura estudiantil especializada” (Scott, 1969: 410). No serían, sin embargo, sólo académicos estadounidenses quienes advirtieran las consecuencias de esta temprana socialización política. Muchos intelectuales europeos, conmovidos por los levantamientos estudiantiles que sacudían su continente a fines de los sesenta, encontrarían un antecedente de aguda politización universitaria en Latinoamérica. Uno de ellos afirmaría: “Los estudiantes latinoamericanos… reclaman preeminencia especial en cualquier relato de la actividad estudiantil” (Halliday, 1970: 351).

Estas consideraciones hacen observable la singular socialización política de las universidades latinoamericanas, marcadas por el hito de la Reforma. En Argentina, epicentro de ese movimiento, tal rasgo se acentuaba. Un investigador extranjero enfatizaba: “La universidad argentina ha sido considerada siempre arquetipo de la universidad ‘política’ latinoamericana” (Waldmann, 1982: 228). Kenneth Walter confirmó dicha socialización política en un estudio comparativo con Puerto Rico y Colombia. Según este autor, respecto a los estudiantes colombianos y argentinos “…se produce una declinación abrupta de la ‘confianza’ [en el sistema electoral] entre el primero y el segundo año universitarios…”, lo cual demuestra que “El acceso a la universidad… les abre los ojos en cuanto a la discrepancia que existe entre los ideales políticos y la realidad” (Walter, 1965: 207).

David Nasatir (1967) mostró que los estudiantes de la UBA poseían un mayor interés por la política que aquellos otros jóvenes de la región que no pasaban por sus aulas. Juan Osvaldo Inglese cuestionaría la tesis de la socialización política argentina al afirmar: “Las universidades nacionales, no han podido socializar —ni siquiera al nivel político— a sus estudiantes” (1968: 408). Sin embargo, su crítica apuntaba no tanto a la falta de una efectiva socialización política sino, más bien, a la carencia de tal socialización en una dirección coincidente con los valores liberales. En un trabajo anterior sobre lo que sucedía en la Facultad de Ingeniería porteña, Inglese encontró una marcada desconexión entre los militantes y el resto de los estudiantes, y explicó que la formación política adquirida por los primeros había cambiado su modo de relacionarse con el mundo. Concluye: “…el movimiento estudiantil es actor principalísimo de una crisis universitaria, perfectamente sincronizada con las crisis sociales que sacuden a América Latina” (1965: 46).

Argentina contaba con uno de los sistemas universitarios que, sin dejar de ser una estructura segregacionista, se destacaba mundialmente por sus cuotas de inclusión (Romero, 2009). La UBA absorbía 45 por ciento de la matrícula universitaria argentina (Cano, 1985: 61). Esta Universidad, con más de 70 mil estudiantes era, además, la más poblada de América Latina (Silvert, 1967: 233). Entre 1958 y 1968 los censos locales indicaban un aumento de alumnos de 35.7 por ciento; sin embargo, las clases medias y altas en este decenio seguirían sobrerrepresentadas frente a las clases bajas. Las mujeres aumentaron significativamente su presencia, pasando de un cuarto de la población estudiantil a fines de los cincuenta, a un 40 por ciento de ésta a comienzos de los setenta. De la matrícula universitaria en 1964, 57.8 por ciento trabajaba, porcentaje que desde entonces ha ido en ascenso (Klubitschko, 1980).

De algún modo, esa aptitud democrática del sistema educativo argentino se había expresado en la formación de un destacado movimiento estudiantil que tenía en la Reforma Universitaria su referente.7 La singular historia de los estudiantes argentinos se había materializado en importantes conquistas. Su militancia había proyectado los reclamos de mayor injerencia en las decisiones universitarias, escudados en una tradición reformista que, en cierta medida, validaba sus reivindicaciones. Poco importa a estos fines si en los albores de la Reforma el discurso que este movimiento impulsó se concretó o no, o en qué medida lo hizo. Lo cierto es que ese discurso, una parte de él seleccionado por una ideología reformista que se reactualizaba día tras día, legitimaba un movimiento universitario democratizador sin parangón. Pero no sólo los estudiantes habían obtenido una representación inédita entre los claustros universitarios, también se habían constituido como sujeto colectivo con instituciones propias.

Los ámbitos de sociabilidad que los estudiantes habían conformado en su larga historia eran múltiples. Los porteños solían encontrarse y discutir de política en los bares aledaños a sus facultades, como “Los Estudiantes”, “San Martín”, “Champerie” o “Cotto” (Isabella Cosse [2010], da cuenta de la “sociabilidad distendida” que sus prácticas culturales instalaron). Dentro de estos ámbitos de sociabilidad destacaban los centros de estudiantes, en tanto organizaciones surgidas de sus filas. Las próximas páginas se adentran en la vida estudiantil que recrearon estas entidades porteñas durante la década de 1960, y los debates que las atravesaron.

La vida en los centros de estudiantes

Hanns-Albert Steger, investigador de las universidades latinoamericanas, juzgaba como sumamente relevante, de cara al estudio de la educación universitaria, que en la Argentina de fines de los años sesenta la población urbana superara por más del doble a la rural, mientras que en Brasil la relación era de tres pobladores rurales por cuatro urbanos y en México, el otro gran país de la región, esta proporción era de paridad (1974: 23). Buenos Aires contaba con alrededor de tres millones de habitantes, en promedio, en la década de 1960. Si a esa cifra se le suma la población del dinámico conurbano bonaerense que la rodeaba, la población de la región ascendía a unos diez millones de personas, esto es, la mitad de los habitantes del país ocupaban una superficie que no superaba el uno por ciento del territorio nacional. Si bien Buenos Aires no dejaba de ser la capital de una nación subdesarrollada —el crecimiento de las villas miseria ofrecía cruel testimonio de ello— lucía una modernidad en varios aspectos que la distinguía de otras capitales latinoamericanas, y de otras ciudades del país.

La UBA se involucraba plenamente en el entramado urbano que la alojaba. A diferencia de las universidades estadounidenses, que contaban con campus que las aislaban de la vorágine cotidiana de las ciudades, los más de 50 edificios que conformaban el patrimonio de la UBA estaban diseminados inorgánicamente dentro del radio comprendido por la capital argentina y participaban activamente de su vorágine característica. Pero si bien, por un lado, su inserción en la ecología urbana les proporcionaba a sus estudiantes una rica vida cultural, por otro diluía, en cierto modo, la contribución específica de la Universidad a sus vidas. Si se la compara con las universidades del resto del país, se advierte que su geografía se perdía en el marasmo de Buenos Aires, a diferencia de otros lugares, en donde la presencia de una institución así sobresalía. Téngase en cuenta que en la próxima ciudad de La Plata, la Universidad local ocupaba un lugar mucho más destacado en el paisaje urbano. En esa ciudad, al igual que ocurría en las otras casas de altos estudios del país, instituciones universitarias como los comedores, o extrauniversitarias como las pensiones, reunían a miles de estudiantes y abrían una ventana común desde donde relacionarse con el mundo. En Buenos Aires, en cambio, esas instituciones eran marginales. Sus estudiantes por lo general comían y dormían en sus casas, y aquel que venía de otras latitudes terminaba imitando el modo de vida de los porteños. Paradójicamente, la UBA era potencialmente una ciudad dentro de una ciudad: reunía alrededor de 100 mil personas en el primer lustro de los sesenta, pero efectivamente no funcionaba de ese modo.

A pesar de lo anterior, los estudiantes de la UBA contaban con un espacio de socialización propio: los centros de estudiantes, que a mediados de los sesenta sumaban 14, distribuidos en sus diez facultades. Así como en los Estados Unidos los universitarios se reunían en clubes, y en México en sociedades de alumnos, en Argentina lo hacían en estas longevas instituciones. No era ésta la única forma de organización estudiantil en este último país, ya que los jóvenes militantes, a su vez, se encontraban coaligados en agrupaciones que se distinguían de acuerdo a diferentes líneas políticas. Muchas veces estas agrupaciones, que llegaban a acumular más de una década de vida, desarrollaban una tarea gremial propia, especialmente cuando no se encontraban en la sede del centro. Pero, en última instancia, los centros solían organizar la totalidad de la vida política en el interior de una facultad y conectaban a éstas entre sí al dar vida a la federación local, y producto de su agrupamiento, a la federación nacional. De este modo, los centros de estudiantes complementaban a las facultades y a la propia Universidad al reforzar en ellos una identidad de pertenencia universitaria.

Tales entidades desarrollaban una actividad gremial distintiva. Se organizaban en comisiones de enseñanza, de cultura, de relaciones obrero-estudiantiles, entre otras, que llevaban a cabo esta labor. El vencedor de los comicios asumía la planificación de las actividades gremiales, mientras que los segundos, y en puesto decreciente el resto, podían llegar a ocupar lugares en las comisiones directivas que de hecho funcionaban como cargos de control a la dirección. Muchas veces se emplazaban en locales muy bien provistos por fuera de la Universidad. La primera entre sus tareas gremiales consistía en facilitar el material de cursada de cada asignatura, por lo cual llegaron a contar con imprentas, a montar pequeñas editoriales, y en ciertos casos ostentaban bibliotecas propias que complementaban el trabajo de las salas de estudio de las facultades. Además, ofrecían beneficios como comedores, vacaciones y actividades culturales variadas, todo ello por poco dinero. Asimismo, solían encarar en el área de incumbencia de cada disciplina diversas tareas de extensión que los ligaban a la comunidad, y en especial a los más relegados dentro de ésta; así, el centro de Odontología ofrecía asistencia dental a precios módicos para los sectores más humildes,8 y el centro de Ingeniería impartía cursos gratuitos destinados a aprender y mejorar diversos oficios laborales.9 No obstante estos ejemplos, es imposible referirse de modo uniforme a las actividades de los centros; la intensidad de la vida sindical variaba debido a muchos factores, como el tamaño de las facultades, los recambios en su dirección, conflictos políticos que circunstancialmente le quitaban tiempo a una actividad gremial determinada, y tradiciones gremiales, entre los más importantes. Sin embargo, sí se puede señalar, como una característica general de la época, que esos menesteres eran contemplados como parte del obrar casi “natural” de los centros. Así lo ponía en evidencia, por contraposición, un volante titulado “Contra la maniobra. Por un movimiento estudiantil unido y combativo” firmado por la Agrupación Reformista de Arquitectura, la cual recriminaba al centro local, a mediados de los sesenta, que: “Desde hace dos años que en el CEA no funciona ninguna subcomisión; no hay ni ciclos de cine, ni conferencias, ni exposiciones…”.10 La recriminación resulta por demás ilustrativa, ya que provenía de una agrupación de la órbita comunista cuyo eje estaba más puesto en lo político que en lo gremial, pero que a pesar de ello juzgaba esos quehaceres sindicales como insoslayables para cualquier centro de estudiantes.

Un dato sustantivo que se debe de tener en cuenta es que los alumnos pagaban una cuota de afiliación mensual para ser parte del centro (a veces ocurría lo mismo cuando se era miembro de una agrupación). Se trataba de un estipendio accesible, bajo, pero que se debía tener al día para participar en las elecciones de autoridades. Los asociados podían sacar beneficio de su afiliación consiguiendo apuntes y libros a menor costo, por ejemplo. Estos beneficios variaban de acuerdo con cuál centro se tratase: en un extremo se encontraba el Centro de Ingeniería “La Línea Recta”, dirigido por el Movimiento Universitario Reformista local. Se trataba del primer centro fundado en Argentina (1894), y se destacaba por su sólida estructuración gremial. En uno de los boletines que regularmente imprimía se presentaba hacia 1964 como “el centro más grande del mundo”. En esas páginas informaba: “…con un total de 118.300 publicaciones… el CEI ha superado holgadamente el total de publicaciones de TODOS los demás centros estudiantiles de la Universidad de Buenos Aires tomados en su conjunto”.11 Entre estas publicaciones editaban Ciencia y Técnica, una de las revistas más prestigiosas en su tipo en el país, que llegó a intercambiarse hasta con publicaciones de China, según el recuerdo de una de sus autoridades.12 Este mismo entrevistado me refirió otro hecho que sólo se explica por el peso específico de tal entidad: a mediados de los sesenta, luego de una reunión con el presidente Arturo Illia, el centro obtuvo fondos para otorgar por su cuenta becas de estudio que no pasaban por el control de la facultad. El centro les prestaba dinero a los estudiantes, que tras concluir sus estudios lo iban devolviendo para que otros tuvieran acceso a ese beneficio. La magnitud ganada por el centro le permitió obtener y mantener la personería jurídica, algo que era difícil de lograr para una asociación de este tipo.

Otro centro con una inmensa labor gremial en los sesenta era el de Ciencias económicas, erigido sobre la Facultad con más densidad demográfica de la UBA (superaba los 20 mil alumnos). La particularidad de este centro radicaba en que las elecciones de sus autoridades se hacían en conjunto con las elecciones de consejo directivo y, a diferencia de los otros centros, no era necesario estar afiliado para poder votar en ?. Esto les otorgaba una gran legitimidad a sus autoridades, la cual contrastaba, por cierto, con la que exim?n otros centros.13

La descripción de las labores gremiales, sin desmerecer su importancia intrínseca, no debe hacer perder de vista que los centros se disputaban a sus agremiados, en tanto potenciales canales de politización en la vida universitaria. Esto constituía una peculiaridad de estas asociaciones en comparación con las entidades de otros países, fundamentalmente los clubes estadounidenses, donde la política era más una actividad extraña que corriente. Con ello, sin embargo, no se pretende afirmar que los centros estaban atravesados de palmo a palmo por el debate político; por el contrario, en muchas ocasiones, ésta era una crítica que recaía, por ejemplo, sobre el Centro de Ingeniería; habitualmente, esa inmensa maquinaria gremial se desarrollaba al margen, e inclusive en contra, de la toma de conciencia en la coyuntura política nacional. Del mismo modo, el Centro de Filosofía y Letras, cuya organización gremial era mucho más pequeña que los centros aludidos, daba cuenta de una intensa politización entre sus adeptos.14 Se podría formular que a mayor sindicalismo menos política, y viceversa; pero esta ecuación es extremadamente simplista, dado que la realidad en cuestión no se daba de ese modo. Por consiguiente, plantear ambas actividades como completamente disociadas termina por ocultar los múltiples cruces que las atravesaban. A ello agréguese un dato estructural muy relevante: de los egresados de la Universidad se erigió un número considerable de miembros de la élite dirigente de la región. Según un investigador del movimiento estudiantil en los sesenta, en Latinoamérica los universitarios han sido siempre el elemento más activo en la socialización política de las élites dirigentes (Albornoz, 1968). En ese sentido, el hecho de que, durante el paso por las aulas, los estudiantes se opusieran a esa élite, no invalida el hecho de que una vez egresados, buen número de ellos la engrosaran (véase por ejemplo Silva y Sonntag, 1970). Por lo tanto, la política, de un modo u otro, nunca le es ajena a los universitarios; progresivamente destacamentos estudiantiles cada vez mayores se fueron volcando hacia posiciones de izquierda a medida que se incrementaba la decepción por la democracia realmente existente. Desde la óptica del estudiantado contestatario, este sistema de gobierno, si bien preferible ante cualquier golpe de Estado que entronizara a los militares en el poder, había defraudado por su creciente corrupción.15

En el próximo apartado se verá de qué modo las controversias políticas de los años sesenta atravesaron la vida estudiantil al calor de la radicalización política. Asimismo se planteará cómo estos debates pueden ser abordados de un modo más adecuado.

¿Política y/o gremialismo? La radicalización política

Avanzada la década de 1960 se registrarían crecientes controversias acerca del modo de ligar la actividad gremial con la política en el seno de la vida social desarrollada por los centros. Tras los primeros años de dicha década, en que el humanismo ganaría un peso inédito en la dirección tanto de los centros como de los consejos universitarios, el reformismo recuperaría presencia en los centros —el comunismo contaba en su interior con una presencia destacada— y mostraría su versión más radicalizada, como se puede advertir en sus prácticas y discursos. A pesar de que el planteo que alude a una división absoluta entre la lucha sindical y la lucha política a secas constituye un error teórico, es innegable que, en general, entre ambas prácticas existen, además de interdependencia, un indudable predominio histórico, de acuerdo con el centro en cuestión, de una actividad sobre otra. Así es, vale recordarlo, como el asunto ha sido planteado teóricamente en el marxismo clásico: entre la lucha económica y la lucha política sobrevive una dialéctica permanente.16 El nudo de la cuestión en este artículo, por lo tanto, radica en determinar qué política se plantea cuando se menciona explícitamente este término por sobre lo gremial, considerado al último como de un nivel inferior. Y, al mismo tiempo, qué se comprende por gremialismo cuando se lo antepone como mera práctica sin necesidad de nominarla, de modo alguno, a la política, juzgada como una actividad perniciosa.

Los militantes estudiantiles emparentados con posturas sindicalistas no solían renegar de la política en sí misma, sino más bien de lo que entendían como un exceso o mal uso de ésta que conducía a su tergiversación. Lo que planteaban, más bien, era la necesidad de una política propia para la Universidad: política-gremial, presentada frecuentemente como gremialismo a secas, o aportes a la Universidad y al estudiantado simplemente. Los “hiperpolitizados”, que acusaban de “apoliticismo” (desinterés por la política) a sus adversarios que le ponían ese primer mote con sentido peyorativo, no desdeñaban, en general, la necesidad de la tarea gremial, cuando menos como medio para alcanzar sus metas políticas. Pero al mismo tiempo consideraban, desde una concepción en la que se advierte la mano de los partidos de izquierda, que acantonarse en el nivel sindical era limitar la lucha por el poder del Estado, por el poder global en la sociedad, que buscaban transformar, aislándose y cediendo así, en los hechos, a la política impuesta por el enemigo. Desde esta óptica, aclárese, política hacía referencia a política revolucionaria en desmedro de política burguesa, denigrante práctica de y para el orden.17

A fines de la década de 1950 esa polémica había empezado a corroer al reformismo porteño. El Centro de Estudiantes de Ingeniería había decidido apuntalar una política sindical alejada de la “hiperpolitización”, un exceso inadecuado de actividad política, muchas veces de neto carácter proselitista, que atacaba.18 Esta postura estuvo acompañada por el humanismo, el cual en esos a?s, como se recalc?, lograr? especial trascendencia.19 Enfrentado a esta política se encontraba el reformismo mayoritario ligado a la FUBA, cuya crisis parcial a comienzos de los sesenta, como se comentó, se expresaría a través de la pérdida de representatividad y la consiguiente desaparición, de la escena política, de la federación estudiantil porteña. En el propio seno de este reformismo convivirían debates acerca de la relación a establecer entre política y gremialismo. Así, ante las derrotas sufridas en los comicios de fines de 1961 —en este año el humanismo ganó más espacios y arrebató al reformismo el poderoso Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas— el máximo responsable del comunismo universitario advertía, frente a la “subestimación política” en el primer número del año 1962 del periódico Juventud. Vocero de la Federación Juvenil Comunista: “Por subestimarse la explicación política profunda de cada problema universitario, el estudiante, al decidirse en el plano político, el más descuidado y en el que más dudas arrojó la reacción, se ha expresado equivocadamente en algunos casos”.20 El reclamo del líder comunista apuntaba a una carencia política evidente en el seno del reformismo en el que se ubicaba, conformando su facción mejor organizada. Frente a ello, además de proponer la clásica unidad, bregaba por arbitrar en su favor todos los recursos de los centros y las agrupaciones para hacerlos llegar a los estudiantes.

Años más tarde, bajo el clima de politización renovado que se vivía, en el que el reformismo en su versión de izquierda recuperaría posiciones en los centros y consejos universitarios (la revista Confirmado, en su número del 18 de noviembre de 1965, afirmaba que se estaba frente a “La resurrección de la reforma”), nuevas agrupaciones impondrían una postura más drástica al abordar esta cuestión. Ya no se trataba, para éstas, de combinar en los centros, en una proporción ecuánime, la práctica política con la práctica gremial, sino de dar un impulso decisivo a la primera, ensombreciendo, si fuera necesario, a la segunda. Los militantes del Frente Estudiantil por la Liberación Nacional de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, una de las nuevas agrupaciones aparecidas al calor de dicho proceso de izquierdización política, advertían en el volante “Compañero”, fechado en 1964: “…ni los programas más egoístas y mejorativistas que nos podrían beneficiar en forma inmediata y evidente logran conmovernos. Ya no interesan demasiado mejores horarios, comedor, más libros en biblioteca, transporte adecuado, menos leña, etc.”.21 Esta postura, pese a ser aún minoritaria, expresaba, como las agrupaciones que la esgrimían, el influjo de la nueva ola de radicalización izquierdista en el movimiento estudiantil de mediados de los sesenta con su tendencia a abandonar las cuestiones meramente corporativas. Tal impacto no sólo sacudía a quienes desde antes bregaban por imponer los temas nacionales entre los estudiantes; también alcanzaba a quienes se habían dedicado a sostener una política gremial que pasaba como apolítica. Un testimonio recogido en esos años de un militante de la Lista Universitaria de Arquitectura, agrupación ligada al humanismo que controlaba el centro a comienzos de los sesenta, ponía de relieve el gran éxito que les consagró la novedad del “apoliticismo” con que surgieron. Sin embrago, agregaba más adelante: “Al cabo de un tiempo la novedad del apoliticismo había dejado de serlo. Entonces era el momento de tomar una posición más equilibrada” (Brignardello, 1972: 71).

Más relevante al respecto resulta el caso del Centro de Ingeniería. Avanzada la década de los sesenta éste progresivamente dejaría de estar asociado, entre sus otrora rivales reformistas de izquierda, a posiciones “gorilas” (término con el que se pretendía identificar al antiperonismo de derecha), siendo crecientemente asumido de modo fraternal como “compañero” por éstos. Es notable advertir, cuando se recorren los materiales publicados por esta entidad, el impacto de la política nacional entre los agremiados a este centro. Así, por ejemplo, en un editorial de su boletín de 1965 firmado por la comisión directiva se sostiene con contundencia: “El estudiante que como tal crea que puede olvidarse sus deberes como hombre es un monstruo. Un monstruo a quien la posesión de conocimientos científicos y técnicos hace doblemente peligroso”.22

Sumamente significativa resulta la información sobre dicho centro que se halló en el Archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA). Los documentos que se encontraron, fruto del espionaje que se les realizaba a los estudiantes porteños (y esto pese a habitar una jurisdicción supuestamente fuera del alcance de los quehaceres de ese organismo), aluden al segundo boletín del Campamento de Ingeniería, publicado a fines de 1964. En el mismo, anexado íntegramente, se detallaba que esta experiencia contaba con diez años de vida y que también se desarrollaba en los centros de Económicas y de Química porteños. En una ponencia elaborada en conjunto con dichos centros se explicaba: “…principalmente se aportó la idea clave de la naturaleza de grupo primario de estos campamentos… en los que por definición de tales [el universitario] gravite con la plenitud de su ser”. Además, se incluían canciones, poesías, relatos de campamentos escritos por sus participantes y demás narrativas referidas a esa actividad. Sólo unas pocas líneas de las más de diez páginas que conformaba el boletín hacían alusión a un hecho político: el apoyo que se brindó, sacando las carpas a la calle, a una protesta que recientemente había protagonizado el centro en reclamo de mayor presupuesto universitario. Salvo este breve recuadro en dicho texto, no hay nada que en principio pueda ser relacionado con el quehacer político. Sin embargo, el informe policial que acompañaba este documento concluía: “El comunismo en sus diversos aspectos, y más aún en el aspecto universitario… utiliza sin escrúpulos estos medios, puesto que le facilitan un sistema de adoctrinamiento…”.23 Este parte policial iba acompañado de otro que detallaba la presencia comunista en la dirección de esa entidad. Al respecto, resultan significativos los fragmentos del editorial de este boletín que el espía marcaba: “…aquel que piensa que vivir es observar la vida, en vez de actuar en ella y construirla…” y “…las ideas de progreso y renovación se imponen a las actitudes vegetativas…”, entre otros. En definitiva, a la luz de estos informes policiales se pone de relieve una considerable preocupación de los servicios de inteligencia estatales por cuestiones que a primera vista parecían completamente extrañas a la práctica política.

El volante “Al estudiantado”, fechado en 1963, firmado por el diminuto Frente Independiente de Ciencias Económicas, que llamaba a combatir al “marxismo” en la Universidad, calificaba a la subcomisión de campamentos del centro local como un verdadero “nido de comunistas”.24 Como este documento, proveniente de una agrupación estudiantil de derecha, deja testimonio, así como se hizo patente respecto de las fuerzas del orden, dentro o fuera de la Universidad, la división entre gremialismo y política parecía borrarse. De modo creciente toda la vida estudiantil, incluso los espacios recreativos que aparentemente nada tenían que ver con la práctica política, era leída como una potencial amenaza al orden vigente. Esta identificación de la Universidad, y básicamente de sus estudiantes organizados, con un peligro creciente al orden social, halla su explicación en un contexto donde las posturas de izquierda incrementaban su incidencia. Esta radicalización repercutió significativamente en las filas reformistas. El periodista Daniel Muchnik, tras repasar en el número de junio de 1966 de la revista Primera Plana el vertiginoso proceso de politización en marcha, plantea que en menos de diez años se habían triplicado las agrupaciones estudiantiles en la UBA (contabilizaba 112), así como la existencia de una “reforma de la Reforma”. Efectivamente, al calor del proceso de radicalización, el reformismo había producido su versión más desafiante del orden social. Resulta elocuente al respecto el editorial del boletín de Renovación Reformista, agrupación que dirigía el Centro de Ciencias Económicas: “…no podrán con nosotros. No nos callaremos. No daremos una sola tregua. No tomaremos un solo respiro. Defenderemos nuestros derechos: de estudio, de paz, de justicia, de libertad. Impondremos los cambios y transformaciones que la humanidad exige. Los acepten o no, no nos importa”.25

Reflexiones finales

A lo largo de estas páginas se sostuvo que estar afiliado a un centro de estudiantes no implicaba estar necesariamente politizado. Muchas veces, incluso, determinadas agrupaciones estudiantiles consideraban imperioso llegar a la conducción de estas entidades para, precisamente, preservar el espacio universitario de los debates políticos plausibles de corroer las facultades. Sin embargo, no era menos cierto que los centros constituían, dentro de la UBA, sin ser los únicos espacios, un canal muy importante de socialización política. Ninguna otra organización estudiantil contaba con los recursos de un centro para llegar a los estudiantes y plantearles un mundo nuevo a sus ojos.

En Argentina, los centros estuvieron gobernados históricamente por organizaciones identificadas con la Reforma Universitaria de 1918. No obstante, en la década de los sesenta el humanismo en la UBA se insertó en estas entidades con cierta fuerza, poniendo en jaque la hegemonía reformista —una particularidad del movimiento porteño, ya que en el resto del país otras agrupaciones de filiación cristiana habían preferido no ingresar a los centros—. Sin embargo, hasta entonces resultaba pertinente asociar a estas entidades con el reformismo, ya que éste nunca se había alejado de los centros como en cambio sí lo haría el humanismo cuando salió perdedor de sus comicios. Incluso, tras una elección en que salía derrotado, fuese quien fuese la o las agrupaciones que enarbolaran el reformismo, se preparaba para retornar a su dirección en los siguientes comicios. Fueron, pues, las agrupaciones de tinte reformista las que más bregaron siempre por fortalecer a los centros.

Era indudable que en los sesenta estas entidades seguían cumpliendo una importante labor sindical. Sus reclamos vehiculizaban demandas relativas a la Universidad, tanto en el interior de cada facultad, relacionadas con asuntos gremiales puntuales (horarios de cursada, por ejemplo), como hacia el exterior, interpelando al Poder Ejecutivo, por ejemplo, por mayor presupuesto. En la lucha por dotar de legitimidad estas últimas peticiones —que con el correr de los años sesenta se irían incrementando— muchos centros porteños comenzarían a enfrentarse al peligro de que la autonomía universitaria fuera anulada. A medida que éstos aumentaron su injerencia en las luchas políticas nacionales, cayeron críticas sobre la Universidad de parte de la gran prensa, los partidos de derechas, las fuerzas de seguridad y las principales asociaciones empresarias, que la identificaban en todo el país con “el extremismo”, “la subversión”, “el comunismo” y toda clase de epítetos, enunciados en un sentido descalificativo. Finalmente, la intervención a las universidades nacionales por la que estos actores bregaban se concretaría con el golpe de Estado de 1966. En este nuevo contexto, los centros quedarían bajo vigilancia del Ejecutivo, y recaería sobre los mismos un control asfixiante, tanto que en ocasiones fueron clausurados por su actividad “subversiva” respecto al orden social. La vida universitaria argentina sufriría entonces una enorme transformación; la radicalización política estudiantil, sin embargo, lejos de mermar tras la represión, ascendería. Un nuevo golpe de Estado en 1976 pondría cierre definitivo a esta situación, tras una férrea represión estatal asestada al inusitado movimiento de protesta gestado desde la década anterior, al interior del cual la militancia estudiantil había tenido un destacado papel.

Archivos consultados
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Archivo del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierda en Argentina (CEDINCI).
[Archivo de la División]
Archivo de la División de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA) bajo el resguardo de la Comisión Provincial por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires.
[Archivo personal de]
Archivo personal de Arturo Frondizi, bajo el resguardo de la Biblioteca Nacional.
[Archivo personal de]
Archivo personal de Gastón Bordelois (dirigente estudiantil humanista a fines de la década de 1950).
[Archivo personal de]
Archivo personal de Juan Sebastián Califa.
[Archivo personal de]
Archivo personal de Lucila Edelman (APLE) (dirigente estudiantil reformista en la década de los sesenta).
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Doctorado en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigador del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), con sede en el Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Miembro fundador de las Jornadas sobre Estudio y Reflexión del Movimiento Estudiantil Argentino y Latinoamericano (bianuales). Miembro del Consejo Coordinador del Grupo de Investigadores sobre el Movimiento Estudiantil (http://mov-estudiantil.com.ar/). Publicaciones recientes: (2013), “El movimiento estudiantil reformista contra el Plan CAFADE. Cientificismo, imperialismo, reestructuración universitaria y lucha política (1959-1960)”, Revista Redes, vol. 17, núm. 32, pp. 161-184; (2012), “El temprano impacto de la Revolución Cubana en el movimiento estudiantil argentino. El caso de la Universidad de Buenos Aires. 1959-1962”, Nouveau Monde Mondes Nouveaux, en: http://nuevomundo.revues.org/64973.

El impacto de esta purga no fue el mismo en las siete universidades nacionales (públicas) que componían el sistema universitario argentino para 1955, al que luego del golpe se le sumarían dos más. Incluso dentro de cada universidad variaba, como lo demuestra el caso porteño, de acuerdo a la facultad de que se tratara. Todos estos temas aún se encuentran en estudio. Federico Neiburg ha investigado lo sucedido en la Facultad de Filosofía y Letras (1999).

La tesis, realizada bajo la dirección del Dr. Pablo Buchbinder, se defendió y aprobó a fines del 2012 en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA con el título: Reforma y revolución. La radicalización política del movimiento estudiantil de la UBA. 1943-1966. Ésta se concentra en los diversos enfrentamientos sociales que atravesaron los estudiantes con el presupuesto, tema que ha estado presente en diversos autores de la corriente marxista (en Argentina, por ejemplo, en los trabajos producidos por el extinto Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales). Se considera que es a partir de estos enfrentamientos que se producen cambios ideológicos en los sujetos involucrados. Este artículo no se enfoca en los enfrentamientos concretos sino, más bien, en la manifestación ideológica de este proceso.

El influjo de la Revolución Cubana se hizo sentir tempranamente en las universidades argentinas. Desde antes del derrocamiento de Fulgencio Batista, el 1 de enero de 1959, los reformistas porteños mantenían buenas relaciones con sus pares cubanos. Éstos habían visitado a los argentinos, como fue el caso de José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria de la isla (asesinado durante la segunda dictadura de Batista), que se alojó en la casa del socialista y reformista Juan Carlos Marín (entrevista a éste, 12 de agosto de 2010).

Al sociólogo Karl Mannheim corresponde una conocida caracterización del concepto: “La propia juventud que se orienta por la misma problemática histórico-actual vive en una ‘conexión generacional’; dentro de cada conexión generacional, aquellos grupos que siempre emplean esas vivencias de modos diversos constituyen, en cada caso, distintas ‘unidades generacionales’ en el ámbito de una misma conexión generacional” (1993: 223).

No gobernaban centros ni figuraban con representantes propios en los consejos directivos. Tampoco contaban con minorías significativas.

El trabajo clásico sobre la Reforma y su impacto inmediato en América Latina es el de Juan Carlos Portantiero (1978). La investigación histórica más reciente acerca de lo acaecido en Córdoba pertenece a Pablo Buchbinder (2008).

Los antecedentes del movimiento estudiantil latinoamericano previos a este acontecimiento pueden consultarse en el artículo de Hugo Biagini (2006).

Entrevista al militante reformista local Jorge Weiskind, 6 de agosto de 2010.

Entrevista al militante reformista local Roberto Zubieta, 20 de octubre de 2008.

Archivo personal de Lucila Edelman (de aquí en adelante: APLE).

APLE.

Entrevista a Miguel Kolesas (7 de marzo de 2011), presidente del centro entre 1965 y 1966.

Estas informaciones las pude recabar a través de entrevistar a exdirigentes estudiantiles de esta Facultad, como el humanista Alejandro Mango (26 de febrero de 2011), presidente del centro entre 1964 y 1965; o el reformista Miguel Ángel Sieiro (9 de julio de 2011), presidente entre 1965 y 1966.

Jorge Albertoni, militante de Ingeniería en la década de 1950, recalcó que los activistas de Filosofía y Letras se destacaban por su nivel de discusión política (entrevistado el 20 de octubre de 2008). Otros testimonios recogidos coinciden en ello.

Muy ilustrativo al respecto de esta decepción, cuyos orígenes se remontan a fines de los cincuenta, resulta este extracto de las actas del VI Congreso de la Federación Universitaria Argentina que sesionó en octubre de 1963, una semana más tarde de que asumiera el presidente electo Arturo Illia. Respecto a éste planteaba: “1º) Surgió de un proceso social fraudulento, con proscripción de partidos populares para impedir que se proyectara al poder la conciencia mayoritaria del pueblo por cambiar radicalmente la estructura del país. 2º) Que se abstuvieron o votaron en blanco más de dos millones de argentinos, con la merma consiguiente de la representatividad gubernamental. 3º) Que el gobierno refleja una gran influencia del gorilismo. 4º) Que la propia formulación del mensaje oficial implica conciliar con la oligarquía y el imperialismo” (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierda en Argentina, de aquí en adelante CEDINCI).

”Así, por ejemplo, Lenin, en ¿Qué hacer?, cuando distingue claramente la lucha económica y la lucha política, al describir —y hacer la crítica— de la etapa sindicalista de la clase obrera, distinta de la etapa política —partido distinto, etc.— no entiende por eso la ausencia de la clase obrera de la lucha política y su limitación sólo a la lucha económica: entiende claramente que, en ese caso, es la lucha económica la que tiene, en el campo de los niveles de la lucha y la organización de clase, el papel predominante. Ese predominio de la lucha económica se refleja aquí, no por la ausencia de ‘efectos pertinentes’ en el nivel de la lucha política, sino en cierta forma de lucha política, cuya crítica hace Lenin considerándola ineficaz” (Poulantzas, 1971: 97).

Marcos Novaro explica cómo en el transcurso de esta década la idea del militante se fue contraponiendo cada vez más a la del político burgués en los sectores juveniles que se incorporaban a la actividad política. Entre éstos, agrega, se instalaría una “ética de la autenticidad”, en férrea oposición a la política burguesa (2010: 77).

Al respecto, en mi trabajo de tesis he recogido diversos documentos obtenidos de diferentes archivos. Paradigmáticamente, en el boletín Extra Comisión Directiva Informa, publicado por el Centro de Ingeniería a comienzos de octubre de 1958, en el que los reformistas locales acusan a sus pares de otros centros por la derrota de la “Laica o Libre” (conflicto tras el cual se otorgó a las universidades privadas, después de fuertes enfrentamientos con el reformismo opositor, la potestad para otorgar títulos habilitantes) se plantea abiertamente el problema de la “hiperpolitización” (Archivo personal de Gastón Bordelois).

A modo de ejemplo, un volante del humanismo de Derecho, fechado en junio de 1962, señalaba: “Estamos cansados de politiquería extremista de derecha y de izquierda” (Archivo personal de Arturo Frondizi, Biblioteca Nacional). Afirmaciones de esta índole se reiteran en las publicaciones humanistas del periodo.

CEDINCI.

APLE.

CEDINCI

DIPBA, MESA A, Legajo núm. 30, p. 3.24

APLE.

Archivo personal de Juan Sebastián Califa.

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