El libro que se reseña en estas líneas trata sobre un tema de gran actualidad y a la vez controvertido, pero al mismo tiempo de gran interés para la comunidad universitaria y educativa en general: las competencias. Como se indica en la contraportada, a pesar de que el currículo por competencias se implementa en todo el mundo, es difícil acceder a una literatura especializada al respecto. El libro cuenta con cuatro autores chilenos (Patricio Montero, Pamela Urra, Miguel Méndez y Oscar Corvalán), tres canadienses: (J. Tardif, J. Goudreau y G. Lachivier), y uno de Bélgica (M. Poumay).
Corvalán es autor del primer capítulo dedicado a “Los fundamentos teóricos y prácticos de la educación por competencias”. Se presentan someramente los conceptos y se subraya la aportación de las competencias al desarrollo multidimensional y a la integración de conocimientos y actitudes (p. 24). Para presentar un tema tan complejo se recurre a fórmulas conocidas, como por ejemplo hacer énfasis en que las competencias transforman el currículo tradicional; del tipo: “el ingreso a la sociedad del conocimiento ha venido a exigir del sistema educativo un conjunto de competencias claves para funcionar dentro de ella” (p. 25). Ciertamente el desarrollo de las tecnologías, y particularmente de la Internet, representan nuevos desafíos para la educación, pero ¿cómo asumirlo en el diseño curricular? De manera positiva se hace referencia a Morin en cuanto a la necesidad de que el ciudadano del nuevo milenio sea capaz de organizar y articular la información en un mundo complejo (p. 27). Se plantea varias veces que el enfoque de competencias es interdisciplinar, sin embargo no se clarifica qué quiere decir esto en la práctica educativa. Más aún, es una constante en las revistas y la teoría educativa una reticencia al diálogo con otras disciplinas y por lo tanto se puede afirmar que es necesario emprender ese diálogo. Sin embargo, no se abordan ni exploran las vertientes de la interdisciplinariedad.
El apresurado sobrevuelo teórico que presenta el libro es previsible: plantea linealmente “conductismo - el auge del cognoscitivismo y constructivismo”; y asume que el de las competencias es un enfoque natural emanado de este último. No obstante, son justamente estos supuestos los que se necesitan analizar con evidencias de políticas y prácticas, y no solamente enunciarlas. De manera acertada se diferencia el modelo pedagógico del modelo didáctico: el primero se concibe como un concepto amplio, fundamentado en teorías del aprendizaje (p. 37). Asimismo, se plantea la necesidad de las competencias, “de un espacio en el que, además del aprendizaje de conocimientos, el estudiante desarrolle un conjunto de capacidades que le van a ser fundamentales para su vida futura como profesional” (p. 41). Si bien el planteamiento es cierto, esta aseveración requiere más explicaciones, tanto de orden teórico como operativo, ya que se trata del centro argumentativo de las competencias.
El autor argumenta que se han experimentado cambios en la adquisición de aprendizajes: “antes se trasmitían conocimientos, ahora se requieren habilidades”, afirma. Sin embargo, siempre han coexistido la enseñanza de conocimientos y la de habilidades. Aunque es evidente la obsolescencia del modelo de trasmisión (p. 33), no se logra precisar cuál es la diferencia que implica el enfoque por competencias. Se recurre a un “collage conceptual” mencionando las inteligencias de Gardner (p. 34); el lector espera que se explique el modelo pedagógico y didáctico que se anuncia, pero solamente se hace un contraste de la educación tradicional y el aprendizaje colaborativo (p. 40). Este concepto es ciertamente de gran valor pedagógico, por lo que ameritaba mayor soporte teórico, por ejemplo, el propuesto por Gordon Wells.
Se presentan seis “idoneidades” del diseño curricular: epistémica, cognitiva, interaccional, medicional, afectiva y ecológica (p. 43). Debido a su relevancia, estos componentes de la idoneidad didáctica ameritaban mayor desarrollo. Los autores prosiguen con una exposición de los estándares de competencias docentes para el manejo de las TIC que ha enunciado la UNESCO: “comprender objetivos de las políticas educativas; conocer los procesos cognitivos complejos; modelar los procesos de aprendizaje y centralmente diseñar comunidades de conocimiento” (pp. 44-45). Enunciar estos principios de la UNESCO para la generación del conocimiento nos parece acertado, pero no observamos una articulación de éstos con las idoneidades mencionadas ni con los conceptos precedentes. El autor concluye con una clasificación de las competencias (según la especificidad, su lugar en el proceso de desarrollo y según su nivel de metacognición). En este último nivel se diferencian las automáticas versus las reflexivas. Para ser honestos, el mismo autor aclara que una competencia no puede ser tan definida que se diluya su potencial pedagógico, y llega a evocar problemas para redefinir la competencia y evaluarla (p. 49). Sin embargo, en general, la presentación de los fundamentos teóricos no responde a las enormes expectativas que han generado los programas por competencias por doquier en el mundo. El propio Tardif anuncia en el prólogo que el libro “es una obra crucial para apoyar la emergencia de la innovación, así como su conceptualización y configuración...” (p. 16).
Al plantear los fundamentos, más que presentar un cuadro abigarrado y previsible, era el espacio idóneo para responder a las críticas que se han formulado a las propuestas por competencias, tanto en el ámbito mexicano y latinoamericano como en el canadiense. Baste mencionar en México los textos de Torres y Vargas (2010) y Planas (2013), o estudios críticos como el de Boutin y Julien, 2000. Independientemente de la mencionada discusión conceptual, nos parece que era ineludible, dado que participan en el libro autores canadienses, abordar los programas gubernamentales por competencias que fueron implementados en Canadá a partir de 1999. Cabe destacar que dichos programas no solamente fueron criticados, sino que debido a la proporción de las protestas y las críticas, el gobierno se vio obligado a reformular radicalmente su propuesta por competencias desde el año 2006 hasta la fecha. De hecho, la evaluación y la aproximación por competencias como tales fueron abandonadas por el gobierno y ahora se habla oficialmente de conocimientos. Los errores en la concepción curricular, los procedimientos tecnocráticos y la escasa participación de los actores pueden explicar en parte este revés de los programas por competencias (Rangel, 2010a).
El segundo capítulo, escrito por Corvalán y Montero, trata sobre “métodos de construcción de perfiles de las competencias de los egresados”. Los autores mencionan que las competencias pueden aplicarse a todo nivel escolar (p. 57); pero esto representa una gran contradicción (o por lo menos requiere una precisión) debido a que las competencias se han desarrollado con miras a la formación profesional. Al referirse a la educación universitaria, los autores sugieren consultar a los académicos, realizar un análisis documental y convocar a los profesionales, expertos, egresados y empleadores, para conocer el estado de la profesión. Aun cuando parece centrarse en el mercado laboral, éste es un ejercicio ciertamente positivo, ya que es una tarea que, como afirman los autores, puede ir más allá de la redefinición de los currículos, hacia la transformación de las instituciones. La identificación de los dominios de la acción profesional y la identificación de problemas que atiende la profesión son en efecto útiles y se les puede imprimir una dimensión social más que operativa, como lo sugiere el texto. Cabe mencionar que los autores tratan de aclarar las confusiones frecuentes que se cometen al comprender las competencias (p. 79). ¿Cabe preguntarse porqué persisten las confusiones del concepto de competencias incluso en la concepción de los perfiles?
El capítulo 3 (de Corvalán y Méndez) atiende a los “Métodos de escalamiento del desarrollo de competencias del perfil del egresado”. En el capítulo a su cargo, insisten en que la pedagogía de las competencias se ha desarrollado contra la de objetivos; no obstante, los cuadros presentados muestran escalas como objetivos fijos. De esta manera parece más bien una metodología convencional.
En el capítulo 4 (de Montero y Urra), titulado “Método de integración de competencias profesionales y genéricas”, los autores ejemplifican el profesional en una situación: dos químicos farmacéuticos realizan una venta con algunas diferencias. Se muestran los criterios “confeccionados por los especialistas” y se supone que deben ser las mismas competencias que adquieren en las escuelas (p. 110). Sin embargo, no se trata de un ejemplo adecuado, ya que no es claro cuál es el rol de las políticas de las farmacias y las estatales. Por ejemplo en Latinoamérica los empleados de las farmacias obviamente anteponen las ventas de los productos de sus compañías.
Los autores exponen las competencias genéricas (o transversales) y las profesionales (que son específicas de cada profesión), y mencionan algunas clasificaciones de las mismas. Esto debería clarificar las nociones de competencias, pero son tan diversas, que al parecer sucede lo contrario. Los autores distinguen cuatro tipos de competencias: “las básicas, de pensamiento, de relación con personas y de cualidades personales”. Pero se mencionan otras clasificaciones: la española, que consta de ocho competencias “básicas o claves”; la de la Universidad de Deusto, que incluye las competencias instrumentales, interpersonales y las sistémicas; y las del proyecto Tunnig, que agrupa 30 competencias en tres bloques. ¿Esta enumeración realmente ayuda al lector a clarificar el tema de las competencias? Cada propuesta propone una clasificación diferente, como la canadiense (del gobierno de Quebec), con nueve competencias llamadas transversales. Por otra parte, tampoco ayuda a clarificar la noción de competencias la tentativa de empatarlas con las inteligencias múltiples de Gardner (p. 117). Esto se debe a que la célebre propuesta de Gardner justamente adolece de falta de precisión en cada una de las llamadas inteligencias, y el concepto mismo de inteligencia es ambiguo, como lo ha aceptado el famoso psicólogo originario de Scranton, Pensilvania (véanse críticas en Larivée, 2010; y Rangel, 2010b).
Por otra parte, es positivo que se mencionen los tipos de saberes propuestos por la comisión Delors (1996): saber a aprender, a hacer y a convivir en proyectos comunes. Asimismo, es positivo que se reafirmen la creatividad y el pensamiento crítico (pp. 122 y 127) y, además, que se subraye la importancia del contexto (p. 132). Sin embargo, estos elementos fundamentales no se ven integrados en el resto del libro, como es el caso del ámbito contextual, en el que se desarrollan las experiencias curriculares basadas en competencias. El ejemplo que se presenta (sobre un ingeniero industrial) es abstracto, no es real ni tomado de un contexto (p. 140).
En el capítulo 5, escrito por J. Goudreau, si bien la autora se centra en exponer el programa de enfermería, menciona apenas el sistema de Quebec, ignorando el gran debate existente en esa provincia sobre las competencias. Se entiende que este enfoque puede adaptarse a la carrera de enfermería por su perfil práctico, ya que existen habilidades de esta profesión internacionalmente estandarizadas. No obstante, la autora describe un programa tradicional que puede existir en cualquier universidad del mundo (cursos magistrales y trabajo en equipo). Así, no se percibe una visión clara basada en competencias que determine una innovación, lo cual había sido anunciado en la primera parte del libro.
El capítulo 6 (Tardif) es interesante porque trata sobre la evaluación de competencias y resalta la validez, la confiabilidad y la equidad necesarias. Hay que recordar la evaluación es el rubro que representa un desafío en la práctica y en la perspectiva curricular de las competencias debido a su carácter dinámico, propio del constructivismo. El autor ofrece elementos interesantes y sin duda útiles, como el esbozo de un modelo cognitivo y algunas herramientas de evaluación; sin embargo, no se mencionan los problemas que han enfrentado los programas basados por competencias al evaluarlas. Este no es un detalle, sino que remite al programa quebequense mencionado (y que los autores canadienses de este libro pasan por alto).
En el capítulo 7, su autora, Poumay, presenta un programa oficial muy interesante de formación de profesores del Instituto de Formación e Investigación en Educación Superior de la Universidad de Lieja, en Bélgica. Se trata de un programa institucional y de carácter obligatorio a los docentes, es decir, no es un análisis académico. Es positivo que las universidades ofrezcan este tipo de programas, ya que han evolucionado y se han centrado en definir un referencial individual de competencias, es decir, se trata de un taller de reflexión, comentarios y apoyo a una práctica pedagógica individual (p. 225). A partir de lo que expone la autora, no tiene nada que ver con los formatos rígidos y los programas por competencias que se promueven o imponen en algunas universidades de América Latina. No obstante, la autora no aborda los aspectos sobresalientes de las políticas por competencias que el gobierno belga implementó en 1997 con el decreto denominado “Missions” (Romainville, 2006). Hubiera sido una oportunidad para comparar, por ejemplo, la definición de competencias de dicho decreto con las de los países representados en el libro.
En el capítulo 8, G. Lachiver escribe sobre “La gestión del currículo por competencias”. El autor afirma que las instancias gubernamentales juegan un rol sobre la “estructuración y gobernanza de las universidades”, lo cual implica “que el proceso de decisiones a menudo está centralizado” (p. 243). Esto es evidente, pero argumenta que los países europeos, “en respuesta a las estrategias gubernamentales”, crearon el proceso de Bolonia. Se da a entender que las universidades se agruparon para salir de la presión gubernamental, siendo que dicho proceso inició justamente en una conferencia interministerial en esa ciudad en 1999. Pero el lector se puede preguntar, y con razón: ¿qué tiene que ver esto con el contexto canadiense del autor, o con la gestión de competencias? Subsecuentemente el autor sugiere (en una confusa frase, posiblemente debido a la traducción) que el medio universitario utiliza la libertad académica para “esconder puntos de angustia o disenso” (p. 248). Es decir, los profesores muestran un “desacuerdo ideológico” para “no desarrollar competencias”, tienen un “sentimiento de incompetencia” por ejemplo dicen “yo no sé evaluar competencias”; los docentes tienen “inseguridad ante su nuevo rol, una incomprensión y una ausencia de valorización”.
De esta manera es una lástima que la única referencia a las divergencias u oposiciones sean interpretadas como simples ineptitudes de los docentes. Esta descalificación de los cuestionamientos a las competencias justamente no aporta mucho a dicha propuesta. Por el contrario, puede percibirse cierta incomprensión no solamente a los opositores, sino a cuestiones legítimas que se hacen los docentes en su práctica profesional.
El último capítulo (9, por Corvalán y Montero) trata sobre el “Seguimiento y contexto de proyectos de innovación curricular en los entornos de las políticas de educación superior”. Un capítulo muy ambicioso que por sus escasas páginas para abordar temas tan complejos desafortunadamente éstos tan sólo se anuncian: “los desafíos de la educación superior, las consecuencias curriculares de las políticas de educación superior y las consecuencias del financiamiento de la educación superior sobre el currículo” (p. 263-267). Justamente, al introducir la noción de políticas educativas al final del libro no se alcanza a apreciar el desarrollo de una política específica basada en las competencias, sus implicaciones y problemas concretos. Es revelador que en las últimas páginas se mencione de manera apretada el diseño de la reforma curricular de los programas de pregrado en la Universidad de Talca en Chile, pero solamente se enuncian los cambios realizados, sin adentrarse en los pormenores de la experiencia, es decir, al contexto como tal: ¿cómo se implementó, qué problemas enfrentó, cuál fue la posición de los docentes y el rol de los actores?
En las notas de la conclusión se alude a los problemas de las universidades latinoamericanas que a menudo “deben procurarse más de la mitad de su financiamiento fuera de las arcas del Estado” (p. 276). Precisamente nos encontramos con gobiernos que disminuyen o congelan los fondos para actividades esenciales, pero que presionan para que docentes y directivos adopten programas por competencias.
Aun cuando en el libro participa un autor reconocido del discurso de las competencias, como Tardif, se esperaría que esta obra sobre el tema aportaría respuestas sobre interrogantes, ejemplos y testimonios sobre programas y políticas de implementación en distintos contextos; sin embargo, a pesar de reunir autores de Chile, Canadá y Bélgica, el libro no logra ofrecer una visón internacional clara, y menos aún un análisis comparado, pues no se presentan los contextos de los programas puestos en práctica en cada uno de estos países. Tampoco se hace una distinción necesaria entre los programas curriculares de humanidades con los de ingenierías o de enfermería que se abordan.
Esta crítica no es gratuita si se toma en cuenta la necesidad de precisiones conceptuales ante los señalamientos de ambigüedades de las competencias que ya ha señalado Díaz-Barriga: “el reto del enfoque de las competencias en la educación es enorme, ya que requiere clarificar su propia propuesta, lo cual significa construir un lenguaje que contenga tanto su propuesta como sus límites” (2006: 35). A pesar de las aportaciones del libro, la ambigüedad con la que se presenta el concepto de competencias no se disipa; así, la comunidad universitaria se cuestiona, y con razón, sobre la pertinencia del discurso de las competencias.