El artículo discute las diferentes lógicas en la formación profesional inicial y continua (FP) en Argentina, a partir de dos estudios basados tanto en datos secundarios (material documental y estadístico), como en entrevistas a actores sociales participantes del campo. Los interrogantes centrales fueron: si se produjo durante el periodo 2003-2010 una reconfiguración del campo de la FP, mediante el establecimiento de nuevas lógicas acerca de sus funciones, de los actores y sus articulaciones; y en qué medida esas nuevas lógicas reflejan otras visibles en el desarrollo histórico previo de la FP. Se concluye que las lógicas educativa, laboral y social previas se han transformado en el marco de nuevas políticas públicas y el reposicionamiento de los distintos actores sociales. Si bien se evidencian contradicciones y tensiones entre esas lógicas, la introducción de una perspectiva de protección social reubicó a los actores en un diálogo social ampliado, y concibió a la población a la que se dirigía como trabajadores en lugar de beneficiarios asistidos, vinculando la formación con subsidios universales, orientación y puentes con el mundo del trabajo.
This article discusses different logics of early and continuing professional development (PD) in Argentina. Key questions included the following: if the PD field was reconfigured during the 2003-2010 period through the establishment of new logics regarding PD functions, actors and ties, and to what extent these new logics reflected other logics that were already visible during the historical development of the PD field. The author concluded that previous educational, labor and social logics have become a framework for new pu- blic policies and for repositioning different social actors. While contradictions and tensions occurred between these different logics, introducing a perspective of social protection situated the actors in a broader social dialogue and helped conceive the target population as workers instead of beneficiaries of charity, helping to link capacity-building with universal subsidies, occupational guidance and bridges to the world of employment.
La formación profesional inicial y continua de los trabajadores es no sólo parte central de los debates sobre la promoción social, profesional y personal de los sujetos y el desarrollo productivo, sino también de las reconfiguraciones actuales en los sistemas de educación y trabajo. Por su propia naturaleza, está imbricada en una compleja red de relaciones entre el mundo político, educativo, económico y social. Cada régimen de educación-trabajo la ubica en una particular relación con la educación general y técnica, y con los diferentes niveles educativos; pero en realidad la formación profesional adopta diferentes modalidades, que a menudo compiten entre sí y son responsabilidad de actores diferentes que actúan en relaciones sociales complejas. Con ese punto de partida como trasfondo, el artículo discute las diferentes lógicas en la formación profesional inicial y continua (FP) en Argentina, particularmente en las políticas públicas, a partir de material documental y estadístico, y de entrevistas a actores sociales participantes del campo. Los interrogantes centrales fueron: en primer lugar, si se produjo durante el periodo 2003-2010 una reconfiguración del campo de la FP, y si como resultado de ello se establecieron nuevas lógicas acerca de sus funciones, de los actores y sus articulaciones; en segundo lugar, en qué medida esas nuevas lógicas reflejan o reconfiguran otras lógicas visibles en el desarrollo histórico previo de la FP. Al respecto, las hipótesis de trabajo fueron: 1) las actuales contradicciones en la configuración de una política de FP forman parte de largos e históricos debates sobre la misma; 2) sin embargo, en la década de los años dos mil, las lógicas que primaron en otros periodos han sido fuertemente reconfiguradas, y como consecuencia se han redefinido sus funciones, los roles de los actores y las concepciones acerca del mundo del trabajo y del lugar de la formación.
Para abordar la primera hipótesis, el artículo examina las lógicas históricas de construcción de ese campo, y para examinar la segunda, se pregunta por su transformación en un nuevo contexto socio-político en la década de los años dos mil. Para esto último, se muestra cómo las lógicas previas se han ido reconfigurando en las diferentes (y en algunos casos, divergentes) políticas de FP, y en los posicionamientos de los actores en ese campo.
Marco analítico y metodologíaLos estudios sobre la estructuración de la acción pública en materia de formación (Verdier, 2008; Agulhon, 2010; Spinosa y Testa, 2009, Jacinto, 2010, entre otros) muestran que el sistema de educación y formación para el trabajo de un país se ubica dentro de un régimen determinado configurado a través de procesos socio-históricos. Numerosas dimensiones contribuyen para tipificar el sistema; al ser simultáneamente un factor de integración social, desarrollo y conformación de ciudadanía, la FP se vincula a las concepciones acerca de la justicia educativa a lo largo de la conformación histórica del sistema. Justamente, un eje de análisis central acerca de las relaciones entre educación y trabajo ha sido el lugar de la formación para el trabajo dentro de la estructura del sistema educativo, y el carácter valorizado o devaluado de sus credenciales en el mundo del trabajo. La FP es un subsistema específico dentro de la formación para el trabajo; es por ello que la definición de los actores y sus responsabilidades, las instituciones que regulan y proveen el servicio, y los modos de relación entre el mundo de la educación y el mundo del trabajo son dimensiones claves para comprender cómo se construye ese campo en una compleja red de relaciones.
En este artículo, como se ha adelantado, el foco analítico es distinguir diferentes lógicas en la configuración de la FP. Llamaremos “lógicas” a las maneras en que se articulan (con complementaciones, tensiones y contradicciones) las definiciones sobre: las funciones y objetivos de la FP, los actores que participan y el rol atribuido a cada uno de ellos, el tipo de formación que se provee (permanente-flexible; relaciones entre saberes y competencias) y su reconocimiento; y la población (el sujeto) a la que se dirige.
Un debate de larga data acerca de la configuración de la FP concierne justamente a si responde a una lógica educativa o a una productiva (Verdier, 2008). La primera implica un rol central de las instituciones educativas en la provisión de la oferta, con certificados de tipo escolar que acrediten saberes y, eventualmente, habiliten la continuidad en niveles educativos superiores. La población, según los casos, accede a partir de algún criterio de educación previo establecido, o abiertamente; en cambio, en la lógica productiva, la FP asume un rol en una comunidad profesional tanto desde el punto de vista de los actores del mundo del trabajo (sindicatos, empresas) como hacia quienes está destinada: los trabajadores. La población es seleccionada por su participación como trabajador en un determinado sector productivo; en esta lógica, las certificaciones aparecen más adaptadas a las necesidades de la demanda. Se intenta establecer un puente entre las necesidades del trabajo y las de la productividad. El diálogo tripartito (Estado, empresa, sindicato) es un instrumento frecuentemente utilizado para la negociación de este tipo de formación, cercana a la capacitación laboral propiamente dicha. Obviamente, esta lógica productiva presenta una tensión de intereses entre los dos actores contrapuestos: el que representa al capital y el del trabajo. El Estado participa en este diálogo como regulador, según las alianzas y orientaciones socio-políticas, de modo que el énfasis en la productividad y/o en el bienestar de los trabajadores puede ir desde un relativo consenso negociado colectivamente, hasta la imposición del poder del más fuerte.
La lógica educativa y la productiva (con sus distintas vertientes) han atravesado la mayor parte del siglo XX. Con la crisis del empleo en los años noventa, otra lógica de FP apareció en las políticas públicas: aquélla que se proponía compensar la situación de los trabajadores desocupados y de grupos específicos con problemas de empleo, como mujeres y jóvenes. Llamaremos a esta lógica social porque intenta subsanar una situación de desventaja social y/o apuntar a mayor equidad. En su aparición en las políticas activas de empleo, la lógica social se orientó hacia la formación en un oficio, como modo de contribuir a la “empleabilidad”, definida como la capacidad de una persona para conseguir o mantener un empleo. En el contexto neo-liberal de los noventa, esta lógica se basó especialmente en una concepción individualizante acerca de los problemas de empleo y enfatizó la oferta de cursos flexibles, con la intención de que fueran adaptados a las demandas de los empleadores.
Las tres lógicas se fueron superponiendo y avanzando en paralelo, como mostraremos más adelante. Pero, al mismo tiempo, fueron reformuladas de la mano de las nuevas orienta- ciones hacia el desarrollo social y productivo adoptadas durante los años 2000.
Metodológicamente, el trabajo se basa en una línea de investigaciones sobre políticas de formación y empleo de jóvenes, y se centra especialmente en hallazgos empíricos de dos estudios cualitativos sobre la FP coordinados por la autora. El primero se propuso conocer el diagnóstico que los actores involucrados realizan acerca de cuestiones vinculadas con la información, la gestión, el diseño curricular, el cuerpo docente y el financiamiento en esta área, identificando, a partir de la perspectiva de los actores, los núcleos problemáticos que condicionan el desarrollo y la implementación de las políticas públicas en formación profesional.1 Además de numerosa documentación y sistematización de datos estadísticos disponibles, se entrevistaron 26 actores con incidencia en el campo, entre ellos: funcionarios, expertos, representantes de cámaras empresariales, de sindicatos y de organizaciones de la sociedad civil.2 Las entrevistas fueron realizadas en mayo de 2010. La otra investigación estuvo orientada a describir y analizar la configuración del sistema y los dispositivos de formación para el trabajo en Argentina, y su incidencia en las trayectorias laborales de los jóvenes; fue desarrollado en el marco del “Programa de estudios sobre juventud, educación y trabajo” entre 2008 y 2010 (PREJET).3 Los datos utilizados para este artículo conciernen a las lógicas de los dispositivos de formación, basados en 12 entrevistas institucionales (Jacinto, 2010) y datos secundarios.
Un largo recorrido hasta la reinstalación del Estado como procesador de demandas de FPDel enciclopedismo al modelo de aprendizajeEl desarrollo histórico de la FP en Argentina fue débil, dada la primacía de la educación general y académica, desde la organización del sistema educativo en las últimas décadas del siglo XIX. El “saber ciudadano” al que se apuntaba se concebía como diferente del saber del trabajo, y se consideraba que la escuela debía brindar una cultura humanística, sin diferenciaciones. La “cultura del trabajo” fue valorada por su valor moralizante y disciplinador, como opuesto al ocio. Como resultado de las visiones dominantes, el sistema educativo apuntó, en general, a un enciclopedismo que no permitió el reconocimiento de los saberes de los trabajadores (Puiggros, 2004).
Dadas la temprana escolarización de una parte importante de la población, la escasa industrialización (principalmente concentrada en los sectores de alimentos y textil), las tecnologías productivas relativamente tradicionales, y la frágil organización de actividades del mundo artesanal, el aprendizaje en el trabajo fue considerado suficiente (Tedesco, 2012). La educación técnica secundaria apareció tímidamente a partir de la creación de escuelas industriales nacionales. Aunque su alcance fue acotado, constituía una forma de desviar la matrícula de las escuelas secundarias hacia modalidades que pudieran proveer mandos medios a la incipiente industria; desde su inicio, esta oferta habilitaba a los jóvenes a continuar estudios de ingeniería (Gallart, 2003).
En cambio, la formación en oficios fue sostenida esencialmente por experiencias de organizaciones populares y filantrópicas, y por los primeros sindicatos, grupos de anarquistas y socialistas. En definitiva, el incipiente desarrollo industrial no requería de más fuerza de trabajo calificada que la que podían aportar los inmigrantes europeos (Spinosa y Testa, 2009). Como sostiene Oelsner (2010), en las tempranas discusiones sobre la FP, hacia principios del siglo XX, los sectores dominantes la concebían principalmente como un “instrumento de control sociopolítico”, como medio de “pacificación” de las clases trabajadoras, y como “canal para desviar” de la educación humanista a las clases medias con aspiraciones de ascenso social y participación política.
Tempranamente se había establecido una diferenciación entre educación técnica y formación profesional: mientras que la educación técnica se entendía como una responsabilidad del Estado, la formación específica de los obreros era considerada responsabilidad de la industria (Pronko, 2003). Ya en los años veinte se creó el dispositivo llamado “aprendizaje”, es decir, una formación en el trabajo destinada a los jóvenes, casi adolescentes, que se inspiraba en el tradicional modelo del maestro-aprendiz. La FP se desarrolló principalmente sólo sobre este modelo hasta inicios de los años cuarenta.
De la valorización del “trabajo y el trabajador” a la formación de recursos humanosEl proceso de industrialización por sustitución de importaciones se inició débilmente a partir de la primera guerra mundial. Fue recién en los años treinta, ante la evidente caída del modelo de desarrollo basado en la agro-exportación, cuando empezó a cobrar dinamismo con las políticas proteccionistas. En los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, de la mano de la gran transformación del mundo del trabajo y la organización de los trabajadores, la FP aparecería como necesaria para el desarrollo productivo y de los trabajadores y comenzó a ocupar un lugar definido destinado a personas que habían completado sus estudios primarios (o bien que los estaban cursando, en el caso de los mayores de 14 años).
Los puestos de trabajo urbanos ya no se cubrían con inmigrantes calificados sino con la migración interna desde las zonas rurales, de modo que los nuevos requerimientos técnicos implicaban conocimientos en oficios y especialidades que no podían ser adquiridos sólo en el lugar de trabajo (Filmus et al., 2001; Martin, 2010). La creación, en 1944, de la Comisión Nacional de Aprendizaje y Orientación Profesional significó la instalación de una nueva configuración de la FP que le dio un rol en las relaciones laborales y una fuerza en el diálogo social (Martínez y Garino, 2013). En este periodo, el sindicato pasó a ocupar un papel de interlocutor ante el Estado para la defensa de sus intereses. De este modo, se organizaron espacios de decisión y de gestión tripartitos (Estado, sindicatos y empresas) que incluían temas referidos a la formación (Spinosa y Testa, 2009).
Para algunos (Somoza, cit. en Pronko, 2003) en la etapa peronista se produjo una verdadera “subversión cognitiva” basada en la nueva consideración social del trabajo, en la promoción social de los trabajadores manuales y en su ascenso. Confluyeron factores de índole económica, pero también otros de índole política, que permitieron que se transformara en una opción viable para parte de la sociedad. Se evidenciaba así una estrecha relación con la expansión de la base política y la necesidad de generar una fuente de supervisores y trabajadores manuales. El Estado peronista se constituyó como procesador de demandas del movimiento obrero.
Ahora bien, mientras que la educación técnica fue incluida en el sistema de educación regular, la formación profesional formó parte, en general, de la educación no formal. Para algunos esta constitución de una vía paralela implicó una desviación de los intereses legítimos de los trabajadores, y legitimados por la sociedad (Pineau, 1991); para otros significó la alternativa viable que permitió incluir a las masas de trabajadores dentro de un sistema educativo que les era prejuiciosamente hostil (Spinosa y Testa, 2009); y finalmente, para otros, fue una respuesta a la necesidad de promoción social de las clases bajas, pero a través de una segmentación del sistema educativo (Tedesco, 2012).
La impronta del desarrollismo y las teorías sobre la planificación de los recursos humanos impregnarían los fines de los cincuenta y los años sesenta. Se creó el Consejo Nacional de Educación Técnica (CONET), que consolidaba la diferenciación entre educación técnica y formación profesional. Los cursos de FP se orientaron fundamentalmente a la formación de trabajadores adultos, y se abandonó el modelo de “aprendizaje” en el trabajo. Al mismo tiempo en que se dio impulso a la educación técnica, decayó el apoyo a la formación profesional. Recién en 1974, con un nuevo gobierno peronista, se creó la Dirección General de Formación Profesional, que tenía la misma jerarquía que el organismo a cargo de la educación técnica. En ese periodo se fundaron centros fijos, llamados centros nacionales de formación profesional (CFP), que incluyeron formación profesional inicial dirigida a los adolescentes, además de la formación tradicional de adultos.
De las lógicas sociales compensatorias al derecho a la formación profesionalEn la dictadura de los años setenta y principios de los ochenta, la FP dejó de formar parte de la agenda política y continuó creciendo más por una demanda social de los sectores informales que buscaban una formación que les permitiera desempeñarse por cuenta propia. Esta preeminencia de una oferta repetida año a año que respondía a una demanda social espontánea (representada por una población que atendía a los cursos ofrecidos), se vinculaba al mismo tiempo al acallamiento del sector sindical, y al hecho de que las empresas formales habían comenzado a organizar sus propias herramientas internas de capacitación. Comenzó a ser vista casi exclusivamente como una parte deteriorada del sistema escolar, y con alta tendencia a la burocratización: lo importante para el personal era mantener un lugar en el presupuesto y tener alumnos inscritos (Gallart, 2003). Los cursos, especialmente de formación profesional inicial, se fueron estructurando en ciclos que tendían a repetirse año a año. Además de los trabajadores informales, convocaba a jóvenes que no continuaban o abandonaban la educación secundaria y buscaban una capacitación profesional. Desde la demanda social, este rol, vinculado a la equidad, empezó a ser reconocido por su lugar en la vida y en las trayectorias, más allá de la dudosa calidad de los procesos formativos (Jacinto, 1995, OIT-Cinterfor, 2006). Aun en este marco, se destacaron experiencias por su fuerte vínculo con el desarrollo local y/o por responder a las necesidades de sectores en condición de pobreza. A pesar de su imagen social deteriorada, estas experiencias (algunas vinculadas a la Iglesia católica) sobresalieron por su “relevancia para la gente” (Pieck, 2011).
Sin embargo, la lógica dominante estaba centrada en el mercado y en la demanda empresarial. En efecto, en los años noventa, el debilitamiento del rol del Estado, la apertura de la economía, la desindustrialización y la adopción de políticas de “ajuste” volvieron a cambiar el escenario de la FP y sus funciones se discutieron nuevamente; no sólo se redefinieron los roles de los actores, sino que éstos también cambiaron.
De la mano de un fuerte discurso modernizador, donde el Estado y los actores empresariales tuvieron la delantera, se suponía que los cambios en los modelos de organización del trabajo permitirían superar la tensión del modelo fordista entre “educar para el trabajo” y “educar para la ciudadanía”, al menos teóricamente (Tedesco, 2012). El consenso generado en torno al valor de la educación general como formación para el trabajo y la desindustrialización trajeron como consecuencia un nuevo marginamiento de la educación técnica y, más aún, de la FP dentro del sistema educativo. La primacía empezó a instalarse en la educación secundaria, y en los saberes y competencias generales “requeridos” por el mundo laboral y social (De Ibarrola, 2010).
Al mismo tiempo, a principios de los noventa, los CFP fueron transferidos, junto con las escuelas secundarias y técnicas, a las administraciones provinciales, que difícilmente contaban con las capacidades técnicas, y mucho menos con los recursos que eran necesarios para hacerles frente. Así como la educación técnica tendió a incluir mayor cantidad de contenidos generales, la FP también fortaleció su modelo “escolar”, estableciendo como requisitos de ingreso los 16 años de edad y el diploma de nivel secundario básico aprobado (al menos en el caso de los adolescentes). Esta decisión derivó en que jóvenes adolescentes que abandonaban la escuela secundaria y buscaban continuidad educativa en la FP, no tuvieran una institucionalidad que pudiera incorporarlos.
Sin embargo, la presencia de los sindicatos como actores sociales en un gobierno peronista permitió que recuperaran un tibio rol respecto a la FP; es entonces cuando se conciben los centros “conveniados”. Éstos se basan en un acuerdo a nivel provincial: el pago de los salarios de docentes e instructores quedaba a cargo del Estado, y los insumos, equipamientos, y las vinculaciones con el mundo del trabajo, a cargo de los sindicatos. También las organizaciones de la sociedad civil y eclesiásticas empezaron a jugar un rol dentro de las instituciones conveniadas;4 en muchos sentidos, la figura del “conveniado” permitiría sobrevivir a los centros. Pero estos modelos alcanzaron sólo una parte del conjunto de la FP, que en términos generales continuó siendo un sector marginal del sistema educativo, sin relación con el resto de las modalidades, caracterizado por la falta de recursos y la escasa capacitación de sus docentes (Spinosa y Testa, 2009).
Por esa época, “ante el costo social del ajuste estructural”, como se lo concebía desde una perspectiva neoliberal, el Estado comenzó a desarrollar políticas de empleo activas, paralelas a la oferta “escolar” de FP. La FP asumió así un nuevo tipo de lógica social, orientada a los definidos como “excluidos” del mercado de empleo (los desempleados, los jóvenes sin calificación, las mujeres pobres), instalando en la categoría de “asistido” a amplios sectores de la población (Paugam, 1996). Estas políticas dependientes del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (en adelante MdeT) plantearon una visión crítica de la oferta escolarizada con el argumento de que se trataba de un “modelo educativo” alejado de las demandas del mercado laboral. De la mano de las recomendaciones de organismos internacionales de crédito, se adujo la necesidad de desarrollar nuevos actores privados que se adaptaran a un modelo de FP “desde la demanda”. Este modelo debía ser flexible, responder a las necesidades específicas de la formación de mano de obra y, sobre todo, debería implementarse a partir de actores privados. Para ello se licitaban cursos, lo cual generó nuevos oferentes privados, financiados por el Estado pero en una vía paralela a la oferta educativa regular. Sin embargo, estos actores privados estuvieron lejos de consolidar un nuevo modelo; producto del escaso carácter estructural de las políticas, y de la crisis social y económica en la que derivaron, estos centros privados fueron en general efímeros y discontinuos y, sobre todo, con escasa institucionalidad (Jacinto, 2010).
Se fueron consolidando así lógicas segmentadas al interior del propio mundo de la FP. Una investigación de aquellos años (Jacinto, 1998) clasifica así los segmentos: a) capacitación en las empresas, dirigida a altos niveles de calificación y a la competitividad, a partir de sus propios criterios y necesidades;5 b) oferta pública gratuita a través de centros de FP, dependiente de los ministerios de educación provinciales, orientada a los sectores de menores recursos, con cursos gratuitos y frágil vinculación al mercado de trabajo de calidad; c) oferta privada paga a la que también acceden sectores en general de bajos niveles de calificación, con escasa regulación, cuya calidad y alcance es desconocida por falta de datos.
En síntesis, según los criterios de análisis delineados al principio de este artículo, primaban dos lógicas: una, educativa, desde la oferta de FP pública regular, que repetía los mismos cursos año a año; y la otra, una lógica social compensatoria, organizada en paralelo a la primera, flexible y orientada a beneficiarios de planes sociales. En algunos casos, estos programas sociales fueron cercanos al sector productivo, pero con dificultades para ofrecer una formación polivalente, centrada en las oportunidades del trabajador (Gallart, 2003). La lógica productiva quedaba recluida al interior de las empresas.
Los años dos mil: de la contención social a las dinámicas de inclusión y empleoLa FP “educativa” llegó a los años dos mil después de haber sufrido de una prolongada ausencia de inversión en recursos físicos, humanos y de gestión. Diagnósticos de mediados de la década consideran a la FP como una serie de actividades no organizadas en un sistema incapaz de articular criterios, alcances, formas de reconocimiento, de evaluación y de certificación de los saberes, e incapaz también de ordenar títulos, planes, calificaciones y certificaciones obtenidos. Fragmentada y segmentada, se observaba alta deserción de los estudiantes, cursos en áreas más cercanas a la educación no formal o social que a la FP, etc. Asimismo, poca visibilidad y/o baja opinión en el mundo empresarial, y escasa incidencia en las convenciones colectivas de trabajo (Jacinto, 2010); así como docentes muchas veces sin formación y/o experiencia en la actividad, que no contaban con planes y actualización sistemáticos. Completaba el panorama la existencia de centros formativos con un parque tecnológico y un acceso a recursos pedagógicos y de insumos muy heterogéneo.
La crisis económica de fin de siglo y principios de los años dos mil aumentó la desocupación y los problemas de empleo. Los programas flexibles del MdT de la década de los años noventa se suspendieron y se crearon programas sociales de emergencia.
Desde 2003, la adopción de un nuevo modelo de desarrollo económico basado en la generación de empleo y en la demanda se reflejó en el mejoramiento de los indicadores productivos, laborales y de inclusión social; asimismo, se recuperó el rol activo del Estado en la construcción de lo público. La década se caracterizó por un marcado crecimiento del PBI y por la reactivación de algunas ramas orientadas al mercado interno vinculado al aumento de la demanda. En el sector público, a partir de superávits, el gasto social aumentó y se encararon proyectos de desarrollo productivo y de infraestructura. Al mismo tiempo, la innovación tecnológica y de las comunicaciones incidió fuertemente en la reorganización del trabajo, especialmente en ciertos sectores productivos. Todo ello dio como resultado un aumento en los requerimientos de perfiles técnicos y de operarios calificados, al mismo tiempo que el título de nivel medio resultaba necesario —pero no suficiente— para el acceso a buenos empleos (Filmus et al., 2004).
En el terreno social, se recuperó la legislación protectora del empleo y se asumieron políticas con objetivos redistributivos, basados en una perspectiva de ampliación de los derechos sociales y ciudadanos. Las políticas de educación y empleo comenzaron a encuadrarse dentro de un nuevo modelo de protección social.
Un conjunto de políticas y regulaciones diseñadas e implementadas especialmente por los ministerios de educación (en adelante MdeE) y de trabajo, empleo y seguridad social (MdeT) cambiaron marcadamente el panorama de desinversión y abandono de la FP, y contribuyeron a una nueva etapa de su institucionalización. Dos hitos muestran el nuevo posicionamiento de los actores públicos en el tema: la sanción de la Ley de Educación Técnico Profesional (ETP) (Ley 26.058) promovida por el Instituto Nacional de Educacion Tecnológica desde el MdeE, y la creación de una Dirección de Formación Profesional en el MdeT. La primera apuntó a la recuperación de la educación técnica y de la FP concebidas como un sistema de educación técnico y profesional. La segunda se propuso, por un lado, fortalecer el rol de la FP como parte del diálogo social y componente de la negociación colectiva y, por otro, complementariamente, avanzar hacia el reconocimiento de los saberes que los trabajadores adquieren en la propia experiencia laboral.
Ante el fuerte cambio de escenario político, ¿hay un nuevo modelo de FP que re-signifique las lógicas previas? ¿Qué rol cabe a los distintos actores sociales en esa reconfiguración? Y visto desde el punto de vista de los actores, ¿perciben ellos un nuevo modelo? En lo que sigue, examinaremos estos interrogantes a partir de las definiciones de las políticas y de los posicionamientos de los actores en esas reconfiguraciones.
Hacia una redefinición de la “formación profesional” en ArgentinaComo se ha adelantado, un importante hito reciente en la historia de la FP está dado por la promulgación de la ley de ETP, que la ubica en un marco de educación técnico-profesional, donde se incluye desde la educación técnica hasta la formación profesional inicial y la capacitación laboral. En cuanto a la FP, es definida del siguiente modo: La formación profesional es el conjunto de acciones cuyo propósito es la formación sociolaboral para y en el trabajo, dirigida tanto a la adquisición y mejora de las cualificaciones como a la recualificación de los trabajadores, y que permite compatibilizar la promoción social, profesional y personal con la productividad de la economía nacional, regional y local. También incluye la especialización y profundización de conocimientos y capacidades en los niveles superiores de la educación formal (Art. 17; subrayado de la autora).
La definición brindada por la ley abarca diferentes lógicas para la FP, incluyendo tanto la lógica social como los requerimientos del sistema productivo, como se evidencia en el resaltado de la frase anterior. Ahora bien, un conjunto de argumentos permiten sostener que la ley define la FP esencialmente como educativa,6 ya que propone la homologación de planes y programas a partir del Consejo Nacional de Educación, incluyendo formación profesional inicial (toda esta oferta educativa depende de las jurisdicciones educativas provinciales). En cambio, excluye de esta homologación a la capacitación laboral, ya que esta última (junto con la FP continua) es presentada como de “definición jurisdiccional y/o institucional y no corresponde la intervención de ningún órgano de gobierno y administración de la ETP de orden nacional o federal”. Sin embargo, para ser apoyados por las políticas educativas nacionales los centros deben pertenecer al Registro Federal de Instituciones de ETP. En ese registro se dirime el acceso a financiamiento público por parte de las instituciones; es por ello que resulta un terreno conflictivo. Otro indicador de la lógica educativa de la concepción de la FP en esta ley es que define la formación continua vinculándola a la adquisición previa del certificado de formación inicial.7
Esta ley orientó las políticas seguidas por el MdeE, las cuales incluyeron apoyo a proyectos institucionales a través del fondo creado para la educación técnico-profesional (el mayor financiamiento de los últimos 50 años); actualización de marcos de referencia, currículos y trayectos de formación aprobados por el Consejo Nacional de Educación; promoción de la creación de consejos provinciales de educación y trabajo; consejos sectoriales a fin de definir perfiles ocupacionales y certificados, etc.
Concomitantemente, otras concepciones sobre la FP están siendo desarrolladas desde una lógica basada en el mundo del trabajo: de la mano de las políticas orientadas a promover el diálogo social que acompañe la creación de empleo y la protección social, el MdeT institucionalizó un espacio, en 2006, a través de la creación de la Dirección Nacional de Orientación y Formación Profesional. Desde allí se implementan numerosas acciones de FP continua8 y se plantea vincular una lógica laboral basada en el diálogo tripartito, con una lógica social centrada en la promoción. Desarrolla líneas de acción con los denominados Institutos de Formación Profesional (IFP), que en un alto porcentaje coinciden con los centros públicos de FP que dependen de los MdeE provinciales, y que se dirigen tanto a su fortalecimiento como al financiamiento de cursos y acciones de certificación de competencias de los trabajadores. Un rasgo importante, y un viraje respecto a las políticas de los noventa, es que se apunta a favorecer la mayor institucionalización de la oferta pública, financiando procesos de certificación de calidad de los centros de FP que dependen de los MdeE provinciales. Por lo tanto, el MdeT direcciona acciones y fondos, en muchos casos a las mismas instituciones de FP que el Instituto Nacional de Educación Tecnológica (INET), pero se realiza en concertación con los sectores productivos (sindicatos, cámaras empresariales, empresas), y no con las provincias y sus áreas educativas. Sus acciones formativas están mayoritariamente dirigidas a desocupados (75 por ciento de los capacitados durante 2009), pero son definidas en marcos sectoriales.
En el contexto de un pronunciado dinamismo reciente en la reformulación de las políticas de FP, y de manera similar a lo que ocurre en otros países cuyos sistemas educativos se han desarrollado más bien de un modo academicista (Agulhon, 2010), los contornos acerca de las atribuciones y alcances de las políticas de cada ministerio o repartición —en particular los de educación y trabajo— son difusos, y el simple listado de las acciones en curso muestra el paralelismo: dos registros institucionales; dos mecanismos de concertación curricular con los mismos actores (sindicatos, empresas); dos criterios de evaluación de la calidad institucional; dos fuentes de financiamiento y distinta valoración de los planes de mejora de las mismas instituciones… muestran las tradicionales tensiones entre el mundo de la educación y el mundo del trabajo, redefinidas, como se profundizará en el punto siguiente.
Los contornos difusos y la escasez de datos dificultan la definición del alcance de la FP en el país y a la vez ilustran sobre las tensiones en la configuración del campo. En principio, existe una amplia diferencia en los datos, si se mira desde los ángulos posibles: la población que dice haber asistido a cursos de formación profesional; la cantidad de matriculados en cursos de FP, provistos por las reparticiones públicas en la materia; y la cantidad de personas que señala haber pasado por procesos de capacitación en las empresas, según encuestas laborales. A fin de ilustrar uno de estos aspectos, consideraremos las fuentes que provienen desde el MdeT y el MdeE. En principio, los datos son fragmentados y superpuestos.
Dos fuentes se ubican en el MdeE: una primera fuente de datos es la Dirección Nacional de Información y Evaluación de la Calidad Educativa (DINIECE), que recoge información desde los años noventa; según esta fuente, en 2008 se registraron en todo el país 392 mil 717 matriculados en cursos de FP. Ahora bien, esta información es brindada por los establecimientos educativos a la DINIECE y se considera, en general, que adolece de una serie de debilidades: en primer lugar, la propia definición de lo que las provincias consideran FP, que puede incluir desde cursos estructurados hasta cursos variados que se inscribirían más bien en la educación no formal; en segundo lugar, la baja prioridad de los datos de educación no formal en el conjunto de la información a generar por las jurisdicciones —y la escasa cantidad de tiempo y de recursos disponibles— lleva a que los datos estén incompletos o presenten problemas de consistencia. Por su parte, el INET registró 216 mil 966 formados en 2009.9 La diferencia con respecto a los datos que reporta la DINIECE se debe a que el registro del INET no incluía todos los CFP consignados por la DINIECE, sino un número sensiblemente menor.10 La razón es que mientras las provincias pugnan por ampliar lo que es considerado FP para acceder al financiamiento del Fondo de Mejora, el INET restringe esa definición para ajustarse a un reconocimiento de la formación profesional inicial, y no a “cursos recreativos, sociales, escasamente ajustados a una FP planificada y actualizada”, según comentó un funcionario del área. Por su parte, el MdeT informó que durante 2009 se alcanzó un total de 123 mil 985 formados en los cursos de FP continua, incluyendo ese total 36 mil 18711 capacitados a través del Programa de Crédito Fiscal.
Estos datos incluyen entonces las dos vertientes de la FP: una más volcada a la FP inicial, con cursos de alrededor de 400 horas brindados con financiamiento educativo, y los cursos de capacitación laboral en los mismos centros, pero financiados por el MdeT. ¿Cuáles son las relaciones entre unos y otros?, o ¿se trata de un simple paralelismo signado por las diferentes concepciones de uno y otro organismo? No existen datos que permitan dilucidarlo. Las fuentes del MdT consideran “personas capacitadas”, mientras que las fuentes del MdeE registran la matrícula de los cursos, sin identificar a las personas. Además, las dos fuentes de datos del MdE (INET y DINIECE), como se ha mencionado, se basan en registros que no consideran a las mismas instituciones como centros de FP (si bien coinciden en buena parte).
Ahora bien, ¿estos registros cubren aquello que puede ser considerado FP en el país? Como se discutirá a continuación, cuando se entrevista a los actores que participan en el campo, se ponen de manifiesto nuevas tensiones en su configuración.
Reconfiguraciones en la histórica disputa entre la lógica educativa y la lógica laboralLas orientaciones de las políticas de la década de los años 2000 fortalecieron y privilegiaron el lugar de actores tradicionales del peronismo, como los sindicatos, y apoyaron a nuevos actores, como los movimientos sociales. Las organizaciones de la sociedad civil (OSC), tanto las de perfil técnico como las territoriales, participaron de las políticas desde lógicas sociales. Las empresas grandes participaron también del diálogo sectorial e iniciaron nuevas acciones de responsabilidad social empresaria. El Estado, en un marco de tensiones entre diferentes concepciones internas, se vinculó a todos ellos. El reconocimiento del fuerte impulso dado a las políticas de FP es reconocido por todos los actores entrevistados; sin embargo, las diferentes concepciones sobre la FP y sus alcances rápidamente se hicieron evidentes.
Cada actor se definió a sí mismo respecto de alguna de las lógicas detectadas, aunque ninguno manifestó objeciones a la definición de la ley (que fue leída durante la entrevista), ya que más bien la consideraron “amplia”, “difusa”, etc.; en esa lógica, expresaron un distanciamiento con la definición, por considerar que fue “una negociación para meter todo y que no quede nada afuera”, como sostuvo un especialista.
En efecto, funcionarios, representantes empresarios y de sindicatos y OSC se ubicaron, según su posicionamiento respecto a la FP, en una lógica educativa, productiva y/o social; esa ubicación parecía reflejar distintos segmentos de la FP, ya que, en general, manifestaron conocer poco el conjunto de lo que podría incluirse dentro de la “formación profesional”, según la mencionada ley.
Así, desde una lógica educativa, se propuso diferenciar la FP de “los cursos cortos” (de capacitación laboral). Dijo un actor educativo: Así como hemos podido acordar elementos institucionales y curriculares para distintos componentes de educación técnica, todavía no pudimos encontrar cuál es el contorno de la FP dentro del sistema educativo… porque está todo mezclado. Por un lado, capacitación laboral corta, por otro lado, la formación profesional, y finalmente, otros cursos que no sabemos qué son. Los cursos de 30, 40 horas que se certifican desde el MdeT y realizan los gremios a veces no pueden considerarse FP; se dice que es parte de un itinerario… el itinerario existe en los papeles, no existe en la vida de los trabajadores. No definimos FP como capacitación para el puesto, sino para el trabajo.
Ante esta visión, actores sindicales y agentes públicos vinculados al mundo laboral contrarrestaron: La capacitación debe ser flexible, discutida en el diálogo tripartito, y no es un curriculum educativo lo que debe primar, ni cumplir una determinada cantidad de horas por curso, sino la adaptación a las necesidades del proceso productivo y de los trabajadores.
Una de las principales disputas se da justamente en el terreno de aquélla planteada entre “los saberes” y “las competencias”; varios trabajos de investigación recientes han profundizado más estas cuestiones, vinculando estos dos temas a las políticas de reconocimiento de los saberes obtenidos en la experiencia de trabajo (Herger, 2013; Spinosa, 2006). Dichos trabajos plantean dos maneras de encararlo: desde la educación y desde la formación para el trabajo, interpretados desde la contradicción entre los objetivos universalistas de la educación y los particularistas del mundo productivo. Aunque esa puede ser una de las lecturas, desde la perspectiva relacional se observa que el desarrollo, en años recientes, del enfoque de las competencias en el MdeT, se inscribe en un proceso amplio de revalorización del actor sindical y del diálogo social que no se restringe a la “lógica productivista” que es atribuida a dicho enfoque desde la “lógica educativa”.
El particularismo señalado se refleja en otra de las perspectivas basada en la lógica laboral. En efecto, los entrevistados vinculados a áreas de recursos humanos de empresas grandes plantearon a la capacitación como parte de la estrategia de formación de sus propios recursos humanos. Estos representantes del sector empresarial afirmaron que en general las empresas no reconocen al Estado como interlocutor en cuanto a la formación profesional. Más allá de que participen en algunos casos, por ejemplo, en consejos productivos tripartitos organizados por el MdeT, las empresas realizan su propia capacitación. Ello va de un extremo al otro de la estructura ocupacional, aunque con fuerte orientación hacia mandos medios y altos. Según un actor del sector: …el operario busca tener certificadas las competencias de parte del mundo del trabajo. ¿Por qué?, porque si se queda sin trabajo, él lo que va a buscar es empleabilidad, y la empleabilidad te la da la certificación del sector. Por ejemplo, es electricista. Cuando va a buscar trabajo le preguntan “¿dónde aprendiste?”, “…yo aprendí en la escuela Otto Krause, pero tengo la certificación de Ford. Yo soy electricista con certificado de competencias de la Ford”.
De este modo, desde esta perspectiva, sería la certificación en el puesto de trabajo aquéllo efectivamente reconocido por el mercado laboral; la magnitud de la capacitación en empresas parece importante, según datos disponibles de hace algunos años: un estudio del MdeT (Soto, 2007)12 señala que, en el periodo de octubre 2004 a septiembre de 2005, el grupo de trabajadores que efectivamente se capacitó para el trabajo en las empresas examinadas fue de alrededor de 958 mil trabajadores, 85 por ciento de ellos en cursos a cargo de las empresas.13 De este modo, las empresas contribuyeron a capacitar aproximadamente 814 mil personas, es decir, alrededor de 5 por ciento de la PEA por aquellos años.
Sintetizando, en el escenario de fuerte reposicionamiento del Estado en las políticas de FP, la convivencia entre las distintas lógicas aparece inherente al tipo de actor y a su posicionamiento y poder frente al campo (por definición lleno de interrelaciones), y los públicos a los que se dirige. La vieja concepción de que lo que se enfrenta es la lógica educativa frente a la lógica laboral o productiva es limitada para comprender la amplitud de lógicas en juego que “construyen” el campo de la FP como espacio social de acción y de influencia. En los discursos de los actores se ha distinguido tanto el énfasis en una lógica educativa asociada a una oferta estructurada, permanente pero fortalecida, como una lógica laboral que enfatizó, en algunos casos, el diálogo tripartito y el papel clave del sindicato, y en otros, la productividad intra-empresa. Asimismo, como se profundizará en el punto siguiente, la lógica social apareció de diferentes modos: aunque persiste como un instrumento de compensación social, se reconceptualiza como un derecho de todos los trabajadores. Mientras que la oferta que depende de los ministerios de educación sigue atendiendo una demanda social espontánea, las políticas de trabajo, en el marco de acuerdos sectoriales y de crédito fiscal, responden a demandas del mundo laboral, y a demandas de capacitación de los movimientos sociales, en algunos casos articuladas con las de desarrollo social y otros organismos.14
Ahora bien, los diversos actores entrevistados coincidieron en un diagnóstico crítico respecto a las conflictivas articulaciones entre las directrices del MdeT y el MdeE, que llegaron a ser consideradas como “obstáculos al desarrollo de políticas para el sector”. Las posiciones divergentes entre el MdeT y el MdeE estuvieron presentes en los propios testimonios de los funcionarios públicos, según el área de gobierno respectiva. Los puntos en tensión concernieron a los grandes temas de la organización de la FP: el ordenamiento en un sistema de educación y trabajo, su dependencia y a quién correspondería el rol de certificador. En un caso se propuso que dicho sistema debería depender del MdeE, en torno a figuras como “familias profesionales”, cuyas titulaciones estarían basadas en niveles de formación, organizadas en función de trayectos formativos más extensos y formalizados. Asimismo, los funcionarios del área de educación se mostraron escépticos respecto a los diseños curriculares estructurados en cursos cortos y modulares. Por su parte, desde el MdeT se consideró a ese organismo como el más indicado para gestionar el sistema de formación profesional, dado que consideran esta temática de su incumbencia, ya que está atravesada por los actores y las dinámicas del mercado laboral. Con ese fundamento se propuso crear un sistema que daría lugar a una nueva institucionalidad, más flexible, dinámica y abierta a los cambios, con la participación de los actores clave: empresas y sindicatos.
En suma, el sector público tuvo un rol protagónico en la reformulación del campo, al redefinir la lógica que en el peronismo histórico se había basado en FP para el “empleo protegido” y la dignidad del trabajador, para pasar a un concepto amplio del “mundo del trabajo” al que debe orientarse la formación. Las presiones de los actores sociales encontrarían diversos tipos de respuestas de parte del Estado, según las nuevas alianzas que se fueron conformando, pero las políticas públicas sectoriales mostraron reconfiguraciones y tensiones entre las lógicas en juego que llevaron a un paralelismo persistente.
La nueva lógica de la protección socialComo se ha venido comentando, otra diferenciación aparece además de la histórica tensión entre lo educativo y lo productivo: la lógica social. Esta lógica muchas veces se distingue de la FP inicial “educativa” y de aquélla que se incluye en la negociación sectorial tripartita. Por ejemplo, un integrante de una OSC que trabaja en convenio con un centro de formación “con lógica educativa” señaló: No es simple encontrar instancias de formación profesional en el trabajo. Por distintos motivos, sea porque a veces no está incluido en los convenios colectivos, o porque las acciones que se organizan de formación profesional muchas veces tienen dificultad en organizar la práctica laboral. Hay que incluir en la FP también la formación en oficios para el trabajo por cuenta propia y en los jóvenes y mujeres de los barrios.
De este modo se legitiman capacitaciones laborales que responden a las demandas sociales.
Esta lógica social, que tenía vigencia desde hace al menos un par de décadas, también sería reformulada en los años dos mil. No se tratará ya solamente de atender a la demanda de personas que se presentan espontáneamente a realizar un curso, como venía ocurriendo, sino también de atender la demanda social organizada a través de movimientos y actores de la sociedad civil. Varios programas públicos apuntaron a fortalecer la formación (entre otras dimensiones) de estos grupos; en general, se trata de OSC y movimientos sociales con una identificación más territorial que sectorial, que reciben apoyo para la generación de empleo en el marco de emprendimientos sociales cooperativos. Ello ha ido poniendo en evidencia la reformulación de una lógica social compensatoria hacia una lógica de protección social basada en los derechos y en el empoderamiento de los movimientos sociales. Ello se refleja, por ejemplo, en que una parte de los cursos financiados por el MdeT se orientaron a beneficiarios del Ministerio de Desarrollo Social, incluyendo una iniciativa de envergadura denominada “Plan Trabajar”, que financia cooperativistas.
Ahora bien, la lógica de protección social aparece aún en el discurso como una cuestión “alternativa” al diálogo social tripartito, que los propios actores sindicales diferencian. Así, un actor sindical diferencia “lo que se hace con los trabajadores” (en el marco del diálogo, justamente) y los cursos de “contención social” para desocupados, diciendo: …no descontamos la exclusión social pero entendemos que eso tiene que ser otro ámbito. Nosotros estamos capacitando para el trabajo, en el lugar del trabajo y con las pautas de las entidades sindicales. No es capacitación para puestos de trabajo que no requieren calificación.
A pesar de ello, pueden reconocerse algunas acciones orientadas por la perspectiva de la protección social en las prestaciones integradas entre los diversos actores públicos, incluyendo el MdeT y el MdeE. Por ejemplo, se observa la complementación de distintas políticas sectoriales en un mismo sujeto; así, un beneficiario de un subsidio universal (llamado “asignación universal por hijo” dentro de las políticas de ingreso mínimo) tiene derecho a acceder a cursos de capacitación y/o a experiencias de autoempleo y/o a educación de jóvenes y adultos. Se apunta a integrar políticas que permitan brindar distintas oportunidades en un sujeto y/o grupos de población (jóvenes, mujeres jefas de hogar, movimientos sociales, etc.).
¿Qué actores ponen en evidencia especialmente los cambios en las lógicas de las políticas de FP? El trabajo de campo permitió distinguir el papel desarrollado por los actores sindicales que, desde una coincidencia política con el modelo económico y socio-político, concuerdan con la valorización social del trabajo y el diálogo social propuesto particularmente por los enfoques desarrollados por el MdeT. Como dijo un entrevistado: “me parece que la formación profesional exitosa en los países exitosos, sean éstos, centrales o periféricos, tiene que ver claramente con que la formación profesional nace de un espacio de diálogo social y de una gestión conjunta”. El actor sindical se concibe a sí mismo como la institución que puede satisfacer las exigencias vinculadas a la formación orientada a la certificación de competencias tecnológicas y/o de los desempeños profesionales que requieren matriculación.15
El actor sindical (en particular en el caso de los sindicatos grandes) juega en las tres lógicas principales señaladas, y participa en las acciones financiadas por los ministerios de educación, de trabajo y de desarrollo social. Ello se evidencia particularmente en el espacio local; los centros de FP conveniados pasan a ser el escenario territorial donde el actor sindical despliega e integra las lógicas planteadas: brindan formación profesional inicial y continua, financiadas por el MdeE, y cursos cortos financiados por el MdeT en el marco de acuerdos sectoriales. Con pragmatismo, un entrevistado señala: “usamos lo que nos viene bien”. Otro señala que el sector está cumpliendo un rol del “jugador que en el territorio empieza a hacer el casamiento entre las partes”. Por ejemplo, el MdeT está contribuyendo a los procesos de certificación y formación de trabajadores del Plan Trabajar, en un entrecruce entre una lógica laboral y la de protección social.
La integralidad de la concepción de protección social implicaría avanzar hacia la revalorización de la FP en las convenciones colectivas de trabajo, pero este aspecto parece avanzar más lentamente.16 “Recién ahora están viendo que los temas de formación tienen que ver con la identidad del trabajador, la categoría del convenio…”, dice un entrevistado del ámbito público. Sin embargo, el tema no está exento de contradicciones al interior del propio actor sindical, que no quiere poner en juego la estructura de calificaciones asociadas al salario ni asociarlo a la flexibilización del mismo. De este modo, por un lado, se apoya y participa fuertemente en acciones de formación profesional (con el MdeE); de capacitación laboral y certificación de saberes de los trabajadores en un enfoque de competencias (con el MdeT) y de apoyo a planes sociales como el programa Trabajar del Ministerio de Desarrollo Social. Pero, por otro lado, en la negociación colectiva prima la defensa de un modelo más próximo a la estructura de calificaciones que asocia jerarquía, salario y saberes.
A modo de conclusionesEn el caso argentino, la FP tempranamente se desarrolló desde el mundo del trabajo. Hacia mediados de los años cincuenta comenzó una lógica educativa que se mantuvo persistentemente. La introducción de una lógica social apareció en la década de los noventa de la mano de los programas compensatorios de “lucha contra la pobreza”, la desocupación y la precarización ante la aparición de la “exclusión” como fenómeno social.
En los años 2000, la introducción de una perspectiva de “protección social” en las políticas públicas produjo un punto de inflexión debido a la creación de importantes fondos públicos en la materia, y a la recuperación de un rol central del Estado en el procesamiento de demandas por FP, en el marco de una tendencia a la institucionalización del campo. Esta reconfiguración ubicó a los actores en un diálogo social ampliado, concibió a la población a la que se dirigía como trabajadores (desocupados, activos, en formación), y extendió la concepción de la propia FP como parte de un sistema de protección social, vinculándolo con subsidios universales y brindando orientación y puentes con el trabajo. En particular, estos procesos se desarrollaron en una alianza con los sindicatos, y en parte, con las organizaciones de la sociedad civil. En respuesta a la presión de los distintos grupos sociales, así como también a sus propias concepciones políticas, el Estado desarrolló lógicas diversas, aunque muchas veces contradictorias y superpuestas. En ese devenir histórico, las actuales contradicciones en la configuración de una política de FP forman parte de largos debates sobre la misma, pero con nuevas reconfiguraciones.
Viejos actores, como los sindicatos, y nuevos actores, como los movimientos sociales, participan de diferentes segmentos de la FP que a veces ni se reconocen entre sí; sin embargo, se observó que en ciertos casos trabajan en alianzas que superan contradicciones históricas.
La reconfiguración reciente del campo ha estado en el centro de las políticas de formación para el trabajo que acompañaron el crecimiento del empleo (incluso del empleo formal en ciertos sectores) y la promoción de mejores maneras de producir a partir especialmente de los proyectos sectoriales. Inversión, mejoramiento de la calidad, y fortalecimiento institucional se enmarcaron en una lógica de la FP como derecho. El campo se va redefiniendo en el marco de tensiones entre los organismos públicos, ya que bajo el paraguas conceptual de la protección social se evidencian concepciones diferentes sobre la FP, que abarca desde supuestos sobre sus funciones, hasta los actores que deben implicarse, las acciones a financiar y las formas de intervención de la gestión pública.
Esta heterogeneidad de lógicas en tensión aparece tanto en el discurso de los actores sociales involucrados como en las acciones desarrolladas por las políticas públicas. En particular, la revalorización del empleo (y en sentido más amplio, del trabajo) y las alianzas gubernamentales llevaron al fortalecimiento del rol del actor sindical, al menos en los sectores más integrados de la economía. Es justamente este actor el que convive ahora entre las distintas lógicas, y participa en redes de formación que potencian su accionar y amplían su público y sus alianzas, contribuyendo tanto a la oferta permanente como a la formación continua más puntual de los trabajadores. En un panorama donde una diferenciación al interior de la FP sigue mostrando persistente segmentación, algunos ejemplos de políticas integradas se orientan a una nueva lógica de protección social que revaloriza el trabajo y la participación de los trabajadores, ampliando el diálogo social hacia diferentes mundos del trabajo.
Doctora en Estudios de América Latina-Sociología, Universidad de París III. Líneas de investigación: juventud, educación, formación para el trabajo. Publicaciones recientes: (2014, en coautoría con A. García de Fanelli), “Tertiary Technical Education and Youth Integration in Brazil, Colombia and Mexico”, International Development Policy, núm. 5, en: http://poldev.revues.org/1776. DOI: 10.4000/poldev.1776; (2013), “La formación para el trabajo en la escuela secundaria como reflexión crítica y como recurso”, Propuesta Educativa, año 22, vol. 2, núm. 40, pp. 48-63.
El estudio fue realizado en el marco del plan decenal de educación, formulado por la Unidad de Planeamiento Estratégico de la Educación Argentina (UPEA) dirigida por Juan Carlos Tedesco durante el año 2010. Los otros miembros del equipo fueron Mirta Palomino, especialista, y Carla Giacomuzzi, asistente de la sistematización sobre políticas recientes sobre el tema en Argentina.
En el marco del Instituto de Desarrollo Económico y Social, PICT 2007 Nro 585, financiado por la Agencia Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. En el proyecto participó como becaria de doctorado Veronica Millenaar.
Según datos de la DINIECE, en 2008, alrededor de 40 por ciento de los CFP eran conveniados (DINIECE, 2009).
Gallart (2003) señala la fuerte segmentación entre empresas, algunas de ellas de origen extranjero, con esquemas de capacitación desarrollados en el exterior, y cuyo volumen y capacidad de implementarlos eran definidos por sí mismas, en un extremo; y empresas medianas y pequeñas con gran dificultad de detectar sus propias necesidades y de articular demandas a la formación, así como para financiarse.
Esta ley tuvo una importante función en la recuperación de la escuela técnica y la formación profesional “educativa” por varias razones, políticas y de financiamiento, pero no es tema de este artículo, ya que nos enfocamos en la FP.
Cuestión que en un cierto sentido se opone al criterio de validación de saberes adquiridos por otros medios por los trabajadores (también contemplado por la ley).
La mencionada Dirección tiene como propósito, en el marco de las políticas activas de empleo, diseñar y coordinar las acciones que contribuyen a la creación y consolidación del Sistema Nacional de Formación Continua, que garantice la equidad en el acceso y permanencia a una formación de calidad de los trabajadores a lo largo de su vida.
No se cuenta con los datos de cantidad de formados en FP a través del crédito fiscal gestionado por ese organismo; de tenerse, el número sería mayor.
Módulo complementario de “Capacitación laboral” correspondiente a la Encuesta de Indicadores Laborales (EIL) que se llevó a cabo en octubre de 2005.
El estudio observa que, en términos generales, se capacitan más aquéllos con mayor nivel educativo, cuya tarea es de índole profesional o técnica, que ocupan puestos jerárquicos o de jefatura, y que se desempeñan en empresas de más de 200 trabajadores (Soto, 2007).
Aunque este artículo concierne específicamente a la formación profesional, cabe señalar que en estos años también se han desarrollado varios programas de terminalidad educativa (de primaria y secundaria) a través de políticas del MdeE y del MdeT.
Sus recursos para acciones de FP provienen de varios ministerios; a ello se suman sus propios recursos, ya que el sindicato recauda un porcentaje de alrededor de 3 por ciento de los aportes patronales por cada trabajador declarado. Asimismo, son parte de grandes programas públicos de otro tipo, por ejemplo en construcciones viales y/o de vivienda social, donde reciben también fuertes recursos. Eso los ubica en un lugar predominante como actor que legítimamente disputa un lugar privilegiado en la formación profesional. Algunos sindicatos grandes (construcción, encargados de edificios, metalúrgicos, gastronómicos, etc.) cuentan con su propia red de centros de formación (con el modelo conveniado con el Estado), incluyendo escuelas técnicas e incluso institutos terciarios y una universidad. Apuntan al desarrollo de un sistema integrado de formación y tienen un rol preponderante como certificadores, como es el caso del sindicato de la construcción, en asociación con las cámaras empresarias.
Por ejemplo, sólo 8 por ciento de los convenios y acuerdos firmados en el periodo de 2007-2009 incluyeron la temática de capacitación en su contenido; sin embargo, debe tenerse en cuenta que: a) muchas actividades conservan convenios de periodos anteriores, actualizando sólo algunas cláusulas, tal como sucede con las salariales; b) este porcentaje no refleja el impacto en términos de cantidad de trabajadores; c) la relación entre la capacitación-certificación con la estructura de calificaciones, y en particular con el salario, no aparece clara en los datos reunidos.