Introducción
La relación médico-paciente, la llamada relación clínica, está adquiriendo una nueva configuración en los momentos actuales, como consecuencia de una serie de factores dinámicos que han surgido en los últimos tiempos y que la presentan de manera distinta a como hasta hace poco tiempo había sido concebida.
Se pretende, ahora, indagar en esas causas, de suerte que pueda establecerse una idea sistemática de cuales son y de cómo influyen en la citada relación. Se observará que derivan de principios diferentes surgidos en distintas ocasiones e, incluso, que responden aparentemente a situaciones contrarias que, sin embargo, se integran perfectamente en la evolución de los tiempos.
Naturalmente, nos referimos a la evolución que la relación clínica ha tenido en el ámbito continental (aunque algunas de sus causas pueden predicarse de todo el mundo occidental) y, más en concreto, al ámbito español que, por otro lado, se diferencia muy poco del continental y que participa de algunas causas que tienen su reflejo en un grupo social más amplio.
Antes del estudio de las principales causas parece conveniente hacer una referencia al tópico al uso que afirma que el paciente es el eje y centro del sistema, ya que la mayor parte de las veces esta afirmación no va acompañada de un examen atento de su contenido.
En particular, dicha frase significa en primer lugar que el sistema sanitario debe orientar sus actuaciones a sus necesidades y demandas, hasta tal punto que se ha afirmado que la capacidad de los médicos para comprender e intentar alcanzar las expectativas de los pacientes determinará su futura eficacia como líderes sanitarios(1).
Se trata, por tanto, de mejorar los servicios desde la perspectiva de los pacientes y de la población en general. A este respecto, el eurobarómetro de la Unión Europea sitúa al Sistema Nacional de Salud español sólo ligeramente por delante de Grecia, Italia y Portugal en la opinión de los ciudadanos, pero muy por debajo de los sistemas mejor valorados(2).
Un factor importante a tener en cuenta es la necesidad de priorizar que tiene el sistema, ya que siempre los recursos serán insuficientes para atender a la totalidad de las necesidades, por lo que el sistema de valores y los aspectos éticos se muestran como cuestiones de gran importancia.
Son múltiples las formas que adopta el principio de orientación del sistema a las necesidades de los ciudadanos: desde la humanización hasta la libre elección, pasando por la necesidad de una mayor información o autonomía en la relación clínica y sin olvidar la exigencia de una carta de derechos específicos. El punto de partida no puede ser otro que el derecho a la protección de la salud, esto es, la salud en cuanto valor constitucional(3), pero admite concreciones de diferente signo. Así, por ejemplo, la reciente declaración de Barcelona de las asociaciones de pacientes(4) o el trascendente proyecto de tratado por el que se instituye una Constitución para Europa(5).
En segundo lugar, y éste es el tema más conocido, la situación del paciente como eje del sistema deriva de la configuración de la protección de la salud como un derecho subjetivo y, por tanto, de una exigencia que el ciudadano pueda hacer valer frente a los poderes públicos, de manera que la salvaguarda de un bien tan preciado quede a su libre arbitrio y defensa.
En tercer y último lugar, la configuración central del paciente deriva de unos mecanismos de participación adecuados, que suponen tanto el respeto a la autonomía de sus decisiones individuales como la consideración de sus expectativas como colectivos de usuarios, permitiendo el intercambio de conocimientos y experiencias(6).
No todos los aspectos de la moderna configuración de la relación clínica son tratados en este trabajo, refiriéndonos únicamente a los más importantes.
La implicación de la ética (la bioética) en la toma de decisiones clínicas
La introducción de juicios de valor no técnicos en la relación clínica es cada vez más numerosa, con la importante consecuencia de que diversos profesionales pueden resolver las situaciones de manera diferente. A este respecto se calcula que, aproximadamente, alrededor de un 25 % a un 30 % de los casos tratados entraña la resolución de un problema ético importante.
Como tales, sin ánimo de ser exhaustivos, pueden anotarse las dudas acerca de si está justificado o no el restringir la actuación diagnóstica o terapéutica normal en pacientes ancianos o crónicamente enfermos, cuya calidad de vida futura se considera mala (cuestión ésta de extraordinaria importancia si se tiene en cuenta la inversión de la pirámide demográfica en las sociedades desarrolladas); las dificultades a la hora de decidir lo que se debe decir a los pacientes a los que se diagnostica un cáncer y que nunca pueden ser resueltas, de manera definitiva, mediante el establecimiento de criterios fijos en una norma; la incidencia de las convicciones religiosas en la realización de determinados actos sanitarios (¿qué hacer, por ejemplo, cuando un paciente precisa un tratamiento quirúrgico para salvar su vida pero rechaza las transfusiones de sangre en razón de esas convicciones?); la incidencia de la acción de los sanitarios en la vida cotidiana de los ciudadanos (¿cómo actuar cuando un paciente quiere seguir conduciendo su coche y no se le considera apto para hacerlo?); el enojoso problema del conflicto entre los profesionales sanitarios (¿qué debe decir un médico a un paciente que no ha sido tratado adecuadamente por un colega y quiere oír una segunda opinión acerca de ese tratamiento?); si no se debe perjudicar a nadie ¿hasta qué punto son aceptable los riesgos? o, dicho de otra forma, ¿cómo se puede hacer en cada caso la ponderación de las ventajas y de los inconvenientes?; con carácter general, la obligación de decir la verdad ¿debe primar hasta el extremo de causar un daño innecesario? ¿Hay que preservar la vida aun en contra de la voluntad expresa, consciente y firme del paciente? En resumen, la labor de la Medicina va más allá de solucionar problemas científicos y se adentra inevitablemente en el campo de la bioética, pero esta forma de actuar, para evitar desigualdades de trato, exige o requiere, a su vez, un cierto consenso social, que en la práctica trata de ser solucionado mediante la aparición de los Comités de Ética, en cuyo seno debe estar representada, inevitablemente, la propia sociedad(7).
La incidencia del principio de autonomía en la relación clínica
Hasta hace no mucho tiempo los presupuestos de la relación clínica giraban alrededor del médico como elemento fundamental de la misma. Esta forma de comprender la alianza terapéutica venía dictada por la tradición; respondía, por tanto, a una configuración histórica de muchos siglos y estaba adaptada a las necesidades y al entorno de la sociedad. Además de su fundamentación filosófica, basada en que el médico, al curar las enfermedades, restauraba el equilibrio de la naturaleza, respondía al conocimiento que tenían los profesionales y que les daba una situación de preeminencia a la hora de tomar decisiones en la búsqueda del bienestar de los pacientes.
La situación descrita se plasmó en los códigos deontológicos como expresión de la ciencia sanitaria durante muchos años y, posteriormente, como no podía ser de otra manera, se tradujo en proyecciones normativas, tanto en el ámbito del derecho privado como en los del derecho público, constituyendo a este respecto un símbolo la regulación contenida en las normas penales, en las que el consentimiento de la víctima tuvo siempre poca importancia.
Sin embargo, desde hace cierto tiempo, al principio beneficiente, establecido por la tradición hipocrática y traducido después en normas éticas y deontológicas, hay que añadir otro de nuevo cuño, un tanto ajeno en el ámbito de la salud, tal y como se ha concebido en el ámbito de la sociedad española: el principio de autonomía, como pieza clave para el recto entendimiento de las relaciones sanitarias, que poco a poco va impregnando los diferentes órdenes bioético y jurídico y que en el momento presente ha alcanzado la más alta expresión en las leyes, en la doctrina y en la jurisprudencia de los tribunales.
En la clásica situación del tratamiento curativo conocido o estandarizado (y mucho más aún en la experimentación terapéutica, en la experimentación o investigación con y en seres humanos y en el llamado auxilio a morir) no siempre se ha considerado relevante la autonomía del paciente. Desde el punto de vista de la Ley, la cuestión consiste en el papel que tengan la información y el consentimiento. Esto es, si lo relevante es la posición del médico, que en virtud del principio ético de beneficencia tiene como norte el objetivo del bienestar del paciente (aquí la relación se construye alrededor del profesional sanitario); o si, por el contrario, el eje de la relación se construye sobre la autonomía del paciente, quien, sobre la base de una información adecuada, de unos datos relevantes, queda en libertad para tomar la decisión que crea más oportuna.
Podemos decir que en el primer caso (el médico como eje de la situación) la relación se verticaliza (es un modelo vertical). En cambio, en el segundo caso (el paciente como elemento rector de la situación) se horizontaliza (es un modelo horizontal). En el primer supuesto, la información pasa a un segundo plano, porque lo importante es el bienestar del paciente. La pregunta que nos podemos formular es si hay que conseguir la salud del enfermo a toda costa, siempre que sea posible, y la respuesta debe aquí ser afirmativa. El ejemplo clásico es el del Testigo de Jehová: se le transfundirá al final para salvarle la vida, aun a costa de su consentimiento, de su voluntad, de sus convicciones o creencias. En resumen, para esta posición la información es un elemento accesorio que sólo será útil cuando necesitemos de la colaboración del paciente (tomar las píldoras, no tomar determinados alimentos o bebidas, llevar cierto tipo de vida), pero no sirve para tomar con suficientes elementos de juicio una decisión.
En el segundo supuesto (el paciente como centro de decisión), la información pasa a primer plano y sirve para que se pueda tomar una decisión con pleno conocimiento de causa. Un aspecto fundamental es el modo de informar. El modelo horizontal necesita un lenguaje comprensible, no un lenguaje hermético y accesible sólo para iniciados. La información es aquí para el consentimiento, para la autodeterminación, para consolidar libremente una voluntad. En el primer modelo la información cumple fines terapéuticos, no de decisión (información terapéutica). En el segundo permite la libre decisión (consentimiento informado). También aquí podemos hacernos la misma pregunta que en el modelo anterior. La libre decisión ¿permite el rechazo al tratamiento o negarse a uno mismo la curación? La respuesta debe, a nuestro juicio, ser afirmativa con todas sus consecuencias (incluso en el caso de los Testigos de Jehová).
Hemos dicho que el consentimiento informado descansa sobre una información comprensible. Esto significa que el lenguaje, y la comunicación en general, debe acomodarse al entorno cultural de la persona que tenemos delante. Si es un colega, el lenguaje podrá adoptar la terminología científica, pero si no lo es deberá formularse de otra manera: de manera aproximativa, leal e inteligible, como dijera hace tiempo la jurisprudencia francesa. Por ejemplo, en el caso de un conductor de autobús. Con dolor en la columna, no se le puede decir que tiene unaespondiloartrosis anquilopoyética,porque esto significaría la continuación del primer modelo por otras vías.
No sería exacto afirmar que el principio de autonomía ha desplazado totalmente del ámbito sanitario al principio de beneficencia, porque lo que demuestra la realidad es que existe una interacción entre ambos, aunque con predominio de la libre decisión de los pacientes en la conformación de sus relaciones. Es decir, se ha desplazado el centro de imputación de la relación, que ahora tiene como eje principal al paciente, de manera que se está colocando como centro del sistema y así viene siendo asumido por las diferentes organizaciones sanitarias autonómicas que, debidamente coordinadas por el Consejo Interterritorial, conforman el Sistema Nacional de Salud. En concreto, puede distinguirse entre un paternalismo genuino, un paternalismo solicitado y un paternalismo no solicitado(8). El primer supuesto se da cuando, por ejemplo, los padres actúan en beneficio de sus hijos menores, aunque los médicos tienen también pacientes inconscientes, con problemas mentales importantes o en los que la autonomía está disminuida de manera considerable. El segundo caso existe cuando el paciente da su consentimiento al médico de forma explícita o implícita, confiando en él. En cambio, en el tercer supuesto, el médico actúa en beneficio del paciente pero sin contar con él, debiendo rechazarse esta forma de actuación, aunque sea difícil, a veces, trazar una línea entre el paternalismo solicitado y el no solicitado.
Referencia al derecho sanitario español
La Ley de autonomía del paciente(9) ha modificado la regla que había establecido la Ley General de Sanidad de 1986, respecto de la solemnidad en la plasmación del consentimiento informado, que exigía su formalización por escrito(10), determinando a partir de ahora que, con carácter general, el consentimiento seráverbal(11).
Simultáneamente, la Ley básica consagra tres excepciones a la norma general del consentimiento verbal, en las que este último habrá de prestarse por escrito. Son las siguientes(12):a) intervención quirúrgica;b) procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasores(13), yc) en general, aplicación de procedimientos que supongan riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente.
La Ley básica matiza, además, que el consentimiento escrito del paciente será necesario para cada una de las actuaciones que se acaban de referir y estará precedido de información suficiente sobre el procedimiento de aplicación y sobre sus riesgos(14).
Asimismo, la norma consagra como máxima legal que cuanto más dudosa sea la efectividad de un procedimiento diagnóstico o terapéutico, más necesario es desarrollar cuidadosos procesos de información y consentimiento y, por tanto, el uso del soporte escrito(15).
La Ley básica, al referirse a los casos en que debe obtenerse el consentimiento informadopor escrito, establece la obligación de facilitar al paciente una información básica y específica que concreta en los siguientes aspectos(16):
1.Consecuencias seguras de la intervención. Las consecuencias relevantes o de importancia que la intervención origina con seguridad.
2.Riesgos personalizados. Los riesgos relacionados con las circunstancias personales o profesionales del paciente.
3.Riesgos típicos de la intervención. Los riesgos de probable realización en condiciones normales, conforme a la experiencia y al estado de la ciencia, o directamente relacionados con el tipo de intervención.
4.Contraindicaciones.
Excepciones al consentimiento informado
La Ley General de Sanidad venía contemplando tres excepciones a la obligación de obtener el consentimiento informado por escrito: el caso en que la intervención supusiera un riesgo para la salud pública, cuando el paciente no estuviera capacitado para tomar decisiones (en cuyo caso el derecho corresponde a sus familiares o personas a él allegadas), y los supuestos de urgencia que no permitieran demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento(17). En realidad estas tres excepciones son dos, pues en el caso de incapacidad del paciente, se preveía el otorgamiento del consentimiento por sus familiares o allegados.
En la Ley básica se mantienen las excepciones referidas, pero formulándose de forma más restringida, haciendo hincapié en que las mismas operan sólo respecto de las intervenciones clínicasindispensables a favor de la salud del paciente. Así, se establece que los facultativos podrán llevar a cabo dichas intervenciones, sin necesidad de contar con su consentimiento, en los siguientes casos(18):
1.Riesgo para la salud pública. Cuando exista riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias establecidas por la ley, que habrá que entender referidas al control de enfermedades transmisibles(19). Se trata aquí por tanto de una restricción al derecho que asiste al paciente de que se recabe su consentimiento informado antes de intervenirle, justificada por el peligro para la Comunidad.
Pero, además, conviene recordar que el Convenio de Oviedo admite la posibilidad de otro tipo de restricciones a algunos de los derechos que proclama (entre los que se encuentran los derechos de información, intimidad y consentimiento informado), no directamente apoyadas en razones sanitarias, sino en motivos de seguridad pública, prevención de las infracciones penales y protección de los derechos y libertades de las demás personas(20).
2.Urgencia. Cuando exista riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo y no sea posible conseguir su autorización, consultando cuando las circunstancias lo permitan a sus familiares o a las personas vinculadas de hecho a él(21). Para Jean Michaud esta posibilidad se limita exclusivamente a las intervenciones médicas necesarias que no pueden ser retrasadas, ya que las intervenciones cuyo aplazamiento es aceptable se excluyen de este supuesto. Sin embargo, no debe entenderse tampoco que esta excepción queda sólo reservada para las intervenciones vitales(22).
Se trataría de casos en que no es posible obtener el consentimiento del paciente, sin duda porque se estima preponderante su derecho a la vida e integridad física e inaplazable la asistencia médica. De lo anterior se deduce que el médico, frente a una hipotética reclamación por intervenir sin autorización, siempre estaría amparado por la eximente de estado de necesidad, ya que el paciente no habría podido ejercitar su libertad de elección(23).
3. Otro supuesto de excepción al consentimiento informado, no contemplado en la Ley básica, lo encontramos en la Ley general penitenciaria donde se establece que la Administración velará por la vida, integridad y salud de los internos(24). Con base en este artículo se han producido dos interesantes Sentencias del Tribunal Constitucional, relacionadas con las huelgas de hambre seguidas por reclusos pertenecientes al GRAPO contra las medidas de dispersión acordadas por las autoridades penitenciarias(25).
En concreto, los asuntos enjuiciados en ambos casos coinciden en el hecho de que algunos de los presos mantuvieron una huelga de hambre hasta el límite de no aceptar alimentación, por ningún medio, incluso tras la advertencia de los médicos de que su vida corría grave peligro. La Administración penitenciaria solicitó entonces autorización de los jueces de vigilancia penitenciaria para proceder al tratamiento y alimentación forzosa a los reclusos que se hallaban en peligro de muerte.
En el primer supuesto, la Audiencia Provincial de Madrid había declarado la existencia de un "derecho-deber de la Administración penitenciaria de suministrar asistencia médica, conforme a los criterios de la ciencia médica, a aquellos reclusos en huelga de hambre una vez que la vida de éstos corriera peligro, lo que habría de determinarse previos los oportunos informes médicos, en la forma que el Juez de Vigilancia Penitenciaria correspondiente determine, y sin que en ningún caso pueda suministrarse la alimentación por vía bucal en tanto persista su estado de determinarse libre y conscientemente".
En el segundo caso, la Audiencia Provincial de Guadalajara autorizó el "empleo de medios coercitivos estrictamente necesarios" para el sometimiento a tratamiento a los internos, "sin esperar a que se presente una situación que cause daño persistente a su integridad física".
Frente a estas resoluciones recurrieron en amparo los reclusos por entender que se habían vulnerado, entre otros, sus derechos constitucionales a la dignidad personal, a la libertad, a la intimidad y a la vida e integridad física.
El Tribunal Constitucional denegó en ambos asuntos el amparo y consideró constitucional la asistencia médica por medios coercitivos, es decir, sin necesidad de obtener el previo consentimiento, y ello sobre la base de diferentes argumentos, como la negación del derecho a la vida en términos tales que incluya el derecho a la propia muerte, o el hecho de que la finalidad del acto de los reclusos a oponerse a la asistencia médica era distinta al deseo de la propia muerte y, sobre todo, por entender que los reclusos se encontraban bajo una relación especial de sujeción que impone a la Administración la obligación de velar por la vida, integridad y salud de aquéllos permitiéndola, en determinadas situaciones, imponer limitaciones a los derechos fundamentales de internos que se colocan en peligro de muerte a consecuencia de una huelga de hambre reivindicativa, limitaciones que "podrían resultar contrarias a esos derechos si se tratara de ciudadanos libres o incluso de internos en situaciones distintas".
A los efectos que aquí nos ocupan, resultan de gran interés los votos particulares que se formularon contra las citadas resoluciones, en el sentido de considerar que la sujeción especial de los reclusos que se deriva de la ley penitenciaria, si bien puede justificar limitaciones a determinados derechos fundamentales como la libertad de movimientos, no tiene porqué afectar, sin embargo, a otros derechos como los que se desprenden de la condición de enfermo(26).
Finalmente, debe significarse que la Ley básica reconoce también, como supuestos exceptuados de la prestación del consentimiento informado, los casos demenores e incapacitados, a los que habría que añadir los supuestos derenuncia ynecesidad terapéutica.
La importancia de la intimidad en la relación médico-paciente
Al cambio descrito habría que añadir otro también muy importante. El dinamismo cultural de nuestra sociedad ha hecho que la esfera de la intimidad esté dotada de una sensibilidad, como fenómeno sociológico, que antes no tenía. Los ciudadanos aspiran hoy a que se les cure manteniendo, hasta donde sea posible, una esfera privada en su relación con el sistema sanitario. Se trata de una cuestión nueva, a la que hay que hacer frente mediante el cambio adecuado de las estructuras físicas de las instituciones sanitarias. Bastaría a este respecto tener en cuenta su consolidación en el marco constitucional, en concreto, en su artículo 18, que sanciona el derecho a la intimidad personal, familiar y a la propia imagen y extraer todas las consecuencias posibles en los diferentes sectores afectados (enfermedades infecciosas, reproducción humana asistida, menores, psiquiatría, información genética, etc.). A lo que hay que añadir la moderna doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, que ha creado el derecho fundamental a la protección de los datos personales. La idea fundamental que subyace en la Carta Magna, en el artículo 18, es la de la posibilidad que tenemos todos de establecer un acceso limitado a nuestro cuerpo (la llamada intimidad personal o corporal), y a la información que se pueda poseer de nosotros (la llamada intimidad informativa o sobre la información). Es, pues, el derecho a mantener intacta, desconocida, incontaminada e inviolada la zona intima, personal o familiar, de cada uno de nosotros. Se trata de un reducto individual que preservamos de todo tipo de intromisiones extrañas, como una exigencia indeclinable de nuestra dignidad. Es un asunto de extraordinario interés en el campo de la salud y que puede tener singular importancia en múltiples y variables ámbitos, tal y como se ha expuesto. Es verdad que ningún derecho es absoluto, ya que todos pueden ceder en el encuentro con otros, por lo que siempre será necesario un adecuado juicio de ponderación. Pero no es menos cierto que su exigencia ha de hacerse valer a través de los instrumentos normativos adecuados, desde el momento en que vivimos en una sociedad donde los medios tecnológicos pueden agredir nuestro ámbito reservado, si no se utilizan de la forma correcta. Y tan es así, que nuestra Constitución ha proyectado la defensa de la vida privada de una manera específica, mediante la protección de los datos que son objeto de tratamiento personal, automatizado o no(27).
Contenido del derecho a la intimidad, relacionado con la salud, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional(28)
Sin ánimo de exhaustividad, se puede realizar la siguiente enumeración:
1. Reconocimiento médico tendente a acreditar si ha existido una interrupción voluntaria del embarazo (verificación de un examen ginecológico)(29).
Se reconoce que la intimidad corporal forma parte de la intimidad personal, basando la primera en el pudor o recato. En concreto, se afirma que la intimidad corporal se garantiza frente a toda indagación o pesquisa que sobre el cuerpo quiera imponerse contra la voluntad de la persona, cuyo sentimiento de pudor queda así protegido por el ordenamiento, en tanto responda a estimaciones y criterios arraigados en la cultura de la comunidad. Ahora bien, el ámbito de intimidad corporal constitucionalmente protegido no es coextenso con el de la realidad física del cuerpo humano, porque no es una entidad física, sino cultural. Está determinado, en consecuencia, por el criterio dominante en nuestra cultura sobre el recato corporal, de tal modo que no pueden entenderse como intromisiones forzadas en la intimidad aquellas actuaciones que, por las partes del cuerpo humano sobre las que operan, o por los instrumentos mediante los que se realizan, no constituyen, según un sano criterio, violación del pudor o recato de la persona. Y más adelante se matiza que no cabe considerar en sí misma degradante o contraria a la dignidad de la persona la verificación de un examen ginecológico por parte de un profesional de la medicina, aunque es evidente que la intimidad quedó afectada o comprometida en el supuesto contemplado, pues en orden a la identificación del ámbito constitucionalmente protegido, por íntimas se han de tener las partes del cuerpo que se ordenaba someter a su examen.
En conclusión, a pesar de lo expuesto, el Tribunal Constitucional consideró, en el caso referido, que la orden judicial no justificaba la afectación de la intimidad, debido a la falta de motivación suficiente, que no respetó la proporcionalidad del sacrificio ordenado.
2. No existe intromisión ilegítima en la intimidad por el hecho de someter a una persona a pruebas biológicas tendentes a la investigación de la paternidad o, dicho de otra manera, aunque el derecho a la intimidad corporal quede afectado, se impone al individuo la obligación de someterse a dicha prueba(30). Tampoco existe vulneración alguna de la intimidad por el hecho de practicar pruebas hematológicas para comprobar la paternidad(31).
3. Se declara adecuada a derecho la prueba pericial psicológica de personalidad del inculpado(32).
El Tribunal afirma que, entre las diligencias sumariales, se incluyen aquellas que tienden a perfilar la personalidad del inculpado como criterio corrector de la pena y que la Ley de Enjuiciamiento Criminal autoriza al juez de instrucción para disponer la práctica de informes periciales conducentes a determinar la capacidad intelectiva y mental del inculpado.
4. La situación de sujeción especial a que se encuentra sometido el interno en un centro penitenciario ha dado lugar a diferentes pronunciamientos de interés(33).
El estudio de la normativa en vigor pone de relieve cómo el derecho a la intimidad cede generalmente a las exigencias de orden y seguridad. Sin embargo, se ha considerado atentatoria a la intimidad, aparte de desproporcionada, la orden de desnudarse y realizar flexiones, en presencia de un funcionario, en el cacheo posterior a una comunicación íntima(34).
5. No se considera intromisión ilegítima el registro no consentido de equipajes por agentes privados encargados de garantizar la seguridad del hospital en el que fueron internados los recurrentes, con motivo del accidente de circulación que sufrieron(35).
La justificación, según el Tribunal, obedece a una práctica muy extendida en supuestos de ingresos hospitalarios, con la doble finalidad de proceder al necesario control e inventario de las pertenencias de los pacientes, a efectos de evitar eventuales reclamaciones indebidas por parte de éstos, y de evitar la introducción en el centro de objetos que pudieran entrañar un peligro para la seguridad del mismo. En conclusión, en tales circunstancias no puede afirmarse que el registro practicado en el equipaje por los guardas jurados encargados de la seguridad del hospital al que fueron conducidos los recurrentes, a raíz del cual se encontró en el mismo una cierta cantidad de hachís, constituyera una intromisión ilegítima en la intimidad de su propietario.
6. Tampoco se considera intromisión ilegítima las investigaciones de detectives privados cuando se muevan dentro del ámbito del ordenamiento jurídico(36).
En particular, el Tribunal Constitucional ha dicho que, sea cual sea el ámbito objetivo del concepto "intimidad", la actividad investigadora no afectó en el caso a la zona de la intimidad constitucionalmente protegida, esto es, a la esfera de la estricta vida personal y familiar del actor en cuanto ámbito o reducto en el que se veda que otros penetren, pues aquella se limitó a constatar, en determinadas fechas, que el actor acudió y permaneció, en varios lapsos de tiempo, en un hospital propiedad de su esposa y en una peluquería, así como su presencia y actividad en unas obras realizadas en la fachada de un local.
7. Intromisión ilegítima en la intimidad personal y familiar: caso "Paquirri".
Se declara que las imágenes grabadas en la enfermería de la plaza de toros afectan a momentos que deben quedar excluidos del público conocimiento, precisamente por su carácter íntimo. En particular, dice el Tribunal Constitucional, se trata de los momentos en que el torero es introducido en la enfermería y examinado por los médicos; en las imágenes se reproducen, en forma directa y claramente perceptible, las heridas sufridas, la situación y reacción del herido y la manifestación de su estado anímico, que se revela en sus ademanes y rostro, y que muestra, ciertamente, la entereza del diestro, pero también el dolor y postración causados por las lesiones recibidas. Se trata, pues, de imágenes de las que, con seguridad, puede inferirse, dentro de las pautas de nuestra cultura, que inciden negativamente, causando dolor y angustia en los familiares cercanos del fallecido, no sólo por la situación que reflejan en ese momento, sino también puestas en relación con el hecho de que las heridas y lesiones que allí se muestran causaron, en muy breve plazo, la muerte del torero. No cabe, pues, dudar que las imágenes en cuestión inciden en la intimidad personal y familiar de la entonces esposa y hoy viuda del desaparecido diestro. En definitiva, en ningún caso pueden considerarse públicos y parte del espectáculo las incidencias sobre la salud y vida del torero, derivada de las heridas recibidas, una vez que abandona el coso, pues ciertamente ello supondría convertir en instrumento de diversión y entretenimiento algo tan personal como los padecimientos y la misma muerte de un individuo, en clara contradicción con la dignidad de la persona. Y más aún, se entiende que la enfermería, por la propia naturaleza de su función, no puede considerarse como un lugar abierto al público, hasta el punto de que los que allí entraron fueron conminados a desalojar el lugar(37).
8. Atenta también contra el derecho a la intimidad el hecho de que una periodista publicase las circunstancias de los asistentes a un curso para personas con ciertas deficiencias(38).
9. Constituye un atentado contra el derecho a la intimidad el conocimiento innecesario de que una persona consume drogas, dado los términos amplísimos de la prueba propuesta, que pretendía averiguar si el imputado en un proceso penal es consumidor de cocaína u otras sustancias tóxicas o estupefacientes, y el tiempo desde que lo pudiera ser(39).
10. No se ha considerado intromisión ilegítima en el derecho a la intimidad el mandamiento judicial de entrada en una clínica para investigar un presunto delito de aborto ilegal, con la finalidad de incautarse de los datos allí existentes(40).
11. No se ha considerado que invade el derecho a la intimidad la publicación de una sanción(41). Si bien ha de tenerse en cuenta que se trataba de un caso en el que la primera noticia de la prueba del expediente disciplinario fue facilitada por el expedientado.
12. La sexualidad pertenece al ámbito de la intimidad y es, incluso, uno de sus reductos más sagrados. Asimismo, el padecer una enfermedad como el sida es un hecho que cae dentro del ámbito de la intimidad de las personas (intimidad, en ambos casos, en sentido estricto)(42).
En fin, cabe concluir que, en el caso de una orden constitucionalmente válida, las consecuencias de su incumplimiento serán las establecidas en el orden sancionador correspondiente, pero en ningún caso el empleo de la fuerza física, que sería degradante y contraria al artículo 15 de la Constitución(43).
La importancia del principio de justicia en general y en particular en el Sistema Nacional de Salud: la teoría principialista
La teoría principialista, esto es, basada en principios, está muy extendida entre los profesionales de la salud y la investigación biomédica, siendo objeto de aplicación para fundamentar cualquiera de los ámbitos conflictivos a que nos hemos referido anteriormente cuando hablamos de la bioética. Su origen, como es conocido, se encuentra en la creación por parte del Congreso de los Estados Unidos de una Comisión Nacional encargada de identificar los principios éticos básicos que deberían guiar la investigación con seres humanos en las ciencias del comportamiento y en biomedicina (1974). En 1978, como resultado final del trabajo de 4 años, los miembros de la Comisión elaboraron el documento conocido con el nombre de Informe Belmont, que contenía tres principios: el de autonomía o respeto por las personas, por sus opiniones y elecciones; el de beneficencia, que se traduciría en la obligación de no hacer daño y de extremar los beneficios y minimizar los riesgos, y el de justicia o imparcialidad en la distribución de los riesgos y de los beneficios. Sin embargo, la expresión canónica de los principios se encuentra en el libro escrito en 1979 por Beauchamp y Childress, el primero de los cuales había sido miembro de la Comisión. En ella se aceptaban los tres principios del informe Belmont, que ahora denominaban autonomía, beneficencia y justicia, si bien añadieron un cuarto, el de no maleficencia, dándoles a todos ellos una formulación suficientemente amplia como para que puedan regir no sólo en la experimentación con seres humanos, sino también en la práctica clínica y asistencial. De acuerdo con la síntesis que efectúa Diego Gracia, los autores entienden que se trata de principiosprima facie, esto es, que obligan siempre y cuando no entren en conflicto entre sí; en caso de conflicto, los principios se jerarquizan a la vista de la situación concreta, o, dicho de otra forma, no hay reglas previas que den prioridad a un principio sobre otro, y de ahí la necesidad de llegar a un consenso entre todos los implicados, lo que constituye el objeto fundamental de los "comités institucionales de ética".
En la obra citada sus autores acuden al concepto de moral o moralidad común, que ellos definen como la moral compartida en común por los miembros de una sociedad, es decir, por el sentido común no filosófico y por la tradición, con la pretensión de evitar los extremismos, tanto deductivistas (considerar que los principios morales son absolutos y deben aplicarse automáticamente en todas las situaciones), como inductivistas (pensar que no hay más ética que la del caso, de cada caso). Según Beauchamp y Childress la moralidad común es más compleja, actuando unas veces de modo inductivo y otras de forma deductiva. Esta teoría basada en principios comparte con el utilitarismo y el kantismo el énfasis que pone en los principios de obligación, y poco más. En primer lugar, el utilitarismo y el kantismo son teorías monistas: existe un solo principio supremo y absoluto que explica todas las pautas de acción del sistema. En cambio, como dicen en su libro los autores citados, las teorías de la moral común son pluralistas. El nivel general del argumento normativo está formado por dos o más principios no absolutos, haciendo énfasis, tal y como exponíamos anteriormente, en que la ética de la moral común basa gran parte de su contenido en las creencias habituales compartidas y no en la razón pura, el Derecho natural, el sentido moral especial o cuestiones similares.
A juicio de Diego Gracia puede establecerse alguna jerarquización de los principios que no dependa de la ponderación de las circunstancias de cada caso. La idea de la que parte es que esos 4 principios no tienen el mismo rango, precisamente porque su fundamentación es distinta: "La no-maleficencia y la justicia se diferencian, dice, de la autonomía y la beneficencia en que obligan con independencia de la opinión y la voluntad de las personas implicadas, y... por tanto tienen un rango superior a los otros dos".
En definitiva, entiende que entre unos y otros hay la diferencia que va entre el bien común y el bien particular, configurando los primeros una ética de mínimos y los segundos una ética de máximos: "A los mínimos morales se nos puede obligar desde fuera, en tanto que la ética de máximos depende siempre del propio sistema de valores, es decir, del propio ideal de perfección y felicidad que nos hayamos marcado. Una es la ética del "deber" y otra es la ética de la "felicidad". También cabe decir que el primer nivel (el configurado por los principios de no maleficencia y justicia) es el propio de lo "correcto" (o incorrecto), en tanto que el segundo (el de los principios de autonomía y beneficencia) es el propio de lo "bueno" (o malo). Por eso el primero se corresponde con el derecho, y el segundo es el específico de la moral".
Algunas manifestaciones concretas del principio de justicia en el ámbito de la salud
Hacemos referencia a continuación a algunos aspectos concretos del principio de justicia que pueden considerarse relevantes en el ámbito sanitario, además de poner de relieve un ejemplo concreto donde se ve su fuerza y su aplicación.
La ética de los costes
La complejidad de la Medicina deriva, en el momento presente, de que el médico debe, simultáneamente, hacer lo que sea mejor para el paciente, respetar su autonomía y cumplir con la sociedad. Ha de tenerse en cuenta que todos los pacientes, cuando existe un presupuesto limitado, deben ser tratados de manera equitativa de acuerdo con sus necesidades. De lo contrario, esto es, si no se adopta tal tipo de decisiones, al destinar a unos pacientes más recursos de los necesarios se está condenando necesariamente a otros al no prestarles servicios vitales (perspectiva dura pero inevitable desde el punto de vista macroeconómico).
El establecimiento de decisiones que implican criterios de priorización en el ámbito sanitario es asunto delicado y espinoso y, sin embargo, se muestra como absolutamente necesario en los sistemas públicos de salud. Se trata de un asunto delicado en cuanto se refiere a un bien esencial para la vida y que constituye una plataforma necesaria para el desarrollo y realización personal de los seres humanos. Y es también un asunto espinoso, porque el hecho de establecer prioridades significa discriminar a unos con relación a otros y, en consecuencia, un factor de conflicto para cualquier sociedad.
Una aproximación al tema puede hacerse desde un ángulo fundamentalmente económico. Desde este punto de vista se persigue siempre la mayor utilidad posible en relación con los escasos recursos disponibles, distinguiendo en tal sentido la racionalización del racionamiento. En el primer caso, se señala que el término tiene que ver con una utilización eficiente de los servicios sanitarios existentes, de tal suerte que se obtenga la máxima efectividad en el estado de salud de la población con los recursos disponibles. En el caso del racionamiento, en cambio, nos encontramos con que los servicios sanitarios que una sociedad puede ofrecer no se hallan a disposición de todos aquellos que podrían beneficiarse de ellos(44). En consecuencia, el punto de vista económico se centra fundamentalmente en el análisis del coste-efectividad. Sin embargo, no es posible descartar otro tipo de consideraciones, que se podrían centrar alrededor del concepto de justicia, y que se formulan normalmente bajo los términos de equidad o de igualdad.
El resultado de todo ello es la existencia, inmediatamente que se plantea, de una importante controversia social en la que los actores intervinientes (ciudadanos, profesionales sanitarios, instituciones, autoridades, etc.) tratan por todos los medios hacer prevalecer sus decisiones.
La confrontación de situaciones y valores se pone de relieve al detectar una serie de variables que son importantes para los objetivos perseguidos. Así, se ha señalado la edad (jóvenes frente a ancianos) y cuyo ejemplo más destacado sería el trasplante; la valoración de la conducta individual responsable (fumadores, alcohólicos, drogadictos); el efecto del tratamiento y la gravedad de la enfermedad, según que se contemple el tratamiento para personas muy graves sin que mejoren mucho o tratamiento que cura completamente a personas que no están graves; los costes, que plantean el problema de dónde hay que gastar el presupuesto limitado: pocos tratamientos pero de alto coste y que mejoran mucho a un pequeño número de personas o tratamientos que mejoran poco pero a un gran número de usuarios; en fin, el problema de los tratamientos curativos frente a los preventivos o el que plantean los tratamientos paliativos.
Es un hábito común criticar al utilitarismo por consecuencialista, al negar la asistencia a aquéllos con productividades en términos de salud menores. Sin embargo, también se puede criticar al igualitarismo extremo, ya que no atiende al interés del más desfavorecido. En definitiva, el objetivo es siempre ofrecer una asistencia sanitaria de forma eficiente pero con criterios de justicia y equidad, teniendo en cuenta que cualquier priorización debe gozar de un apoyo social previo y sin olvidar que hay preferencias sociales que identifican un número de factores que no pueden obviarse: el potencial de salud, las situaciones de riesgo mortal, la gravedad de la enfermedad, la certeza en el tratamiento y el mantenimiento de la esperanza de vida o la influencia de la edad.
En resumen, en los Sistemas Públicos de Salud (y también en cualquier Sistema Sanitario, aunque con menor intensidad) no se puede contemplar de manera exclusiva la salud del paciente al que se va a prestar la asistencia, ya que difícilmente puede considerarse como una postura ética al entrar en conflicto con el deber de hacer el bien a todos los pacientes, exigiendo esta actitud una formulación concreta a través del principio de justicia(45).
La llamada medicina social
La complejidad de la Medicina moderna ha llevado a que el modelo epidemiológico clásico se amplíe bajo diferentes puntos de vista. Es conocido, en el momento actual, la importancia que tienen no sólo los agentes infecciosos o el medio ambiente, sino también la importancia que tienen los estratos o clases sociales, las subculturas o la personalidad y el estado mental de los ciudadanos (estrés, infarto de miocardio asociado a un patrón de conducta, etc.). Más aún, la medicina social presta una gran importancia a fenómenos colectivos como la medicina de empresa, que conlleva necesariamente la prevención de los riesgos laborales. En definitiva, se trata de una forma nueva de afrontar la Medicina de una enorme trascendencia y que excede con mucho de la clásica relación médico-paciente.
Las enfermedades que afectan a la piel y tejido celular subcutáneo se han quintuplicado entre 1980 y 2000; los melanomas cutáneo y maligno de piel casi se han cuadruplicado en el mismo período y la leucemia se ha multiplicado por 1,6. El Instituto Nacional de Estadística ha publicado un macroinforme (la sociedad española tras 25 años de Constitución) en el que, entre otras cosas, hace un balance ambiental de lo sucedido a lo largo del último cuarto de siglo en nuestro país. Pues bien, según ese documento, la desaparición de la capa de ozono, las radiaciones de toda índole y los usos de uranio y otro material nuclear podrían estar detrás del preocupante aumento de muertes por determinadas enfermedades computado en España a lo largo de los últimos 20 años. Por ejemplo, en 1980 las defunciones por tumor maligno del aparato respiratorio fueron 8.771, mientras que en el año 2000 los fallecidos por culpa de esa enfermedad sumaron 17.363(46).
Todas las consideraciones expuestas ponen de relieve la necesidad de contemplar globalmente los aspectos sanitarios y la relevancia, en consecuencia, del principio de justicia.
Asistimos, pues, al nacimiento de la llamada medicina social o medioambiental, que dirige su mirada, más allá del paciente concreto, hacia los factores ambientales y sociales que determinan el desarrollo de la enfermedad. Se trata de una disciplina que acepta el hecho de que un paciente es también un individuo integrado en una sociedad, permitiendo únicamente esta contemplación la solución de grandes y graves problemas médicos; por ejemplo, la contaminación de las aguas ligadas a las epidemias de cólera, enfermedades unidas a las actividades mineras, la adicción a los narcóticos en los ámbitos urbanos o el aumento dramático de metales pesados en el ambiente.
La incapacidad temporal como ejemplo
La cuestión de la incapacidad temporal atañe al mundo del trabajo, con sus secuelas inevitables en la producción. Incide negativamente en las prestaciones económicas de la Seguridad Social cuando el absentismo laboral, por causa de enfermedad o accidente, no se sitúa dentro de sus justos límites. Plantea, a veces, la necesidad de un juicio de valor sobre la conducta del trabajador, hasta el extremo de que la ley laboral sanciona la transgresión de la buena fe contractual como un incumplimiento grave de las obligaciones. Suscita la siempre vieja y nueva cuestión del importante papel que corresponde a los profesionales de la medicina en relación con estas cuestiones. Afecta, por último, a la propia sociedad que, a través de sus organizaciones públicas y privadas, ha de velar por el correcto funcionamiento de los servicios como garantía de la paz social. Se trata, pues, de un asunto complejo y delicado en el que hay diversidad de agentes sociales con un objetivo común: el logro del bienestar del trabajador, representado aquí por su salud frente al trabajo y, como consecuencia, la armonía laboral y el correcto mantenimiento del estado de bienestar social en su concreta vertiente prestacional.
En la situación descrita anteriormente, la relación clínica está englobada dentro de la sociedad, ya que la labor del profesional no se realiza en una isla, sino que está inmersa en un marco que influye, unas veces más y otras menos, en las coordenadas de la relación médica. En resumen, la sociedad, a través del principio de justicia, tiene algo que decir y está siempre presente. En ocasiones, se limitará a constatar el respeto de una serie de principios (por ejemplo, el de igualdad, el de no discriminación o el cumplimiento de determinados deberes); otras veces marcará decisivamente el interés común que subyace en el encuentro sanitario (por ejemplo, sólo si la incapacidad impide el trabajo se tiene derecho a la prestación económica). Por tanto, el caso de la incapacidad temporal es uno de los más significativos en cuanto a la presencia del principio de justicia en la relación clínica y es, en consecuencia, un principio ético determinante. El esfuerzo que se realiza para el mantenimiento de los recursos necesarios debe ir acompañado de una recta administración de los mismos. El principio de justicia no deriva del médico ni del enfermo, sino de la sociedad. Quién representa a la sociedad en cada momento es una cuestión que hay que resolver en cada caso. Lo importante es que nadie puede dudar que los responsables sanitarios de un país tienen el derecho, y también la obligación, de distribuir los recursos limitados de manera que produzcan el máximo rendimiento sanitario a la comunidad donde se proyecten.
Uno de los aspectos importantes de la prestación sanitaria que tratamos (la incapacidad temporal) es su elevado coste económico, existiendo en consecuencia un alto interés social en su recta administración. El principio de justicia es aquí, lo repetimos una vez más, relevante. Es cierto que el principio ético que gravita sobre el enfermo no es el de justicia, sino el de autonomía; lo mismo que el característico del médico no es tampoco el de justicia, sino el de beneficencia. Pero esos no son los supuestos de la incapacidad temporal. Las leyes, sin entrar ahora en su pormenor, establecen claramente que la incapacidad temporal es aquella situación en que se encuentra el trabajador que, por causa de enfermedad, accidente o maternidad, está imposibilitado con carácter temporal para el trabajo y precisa asistencia sanitaria de la Seguridad Social. Por tanto, la relación clínica tiene en este caso una clara interferencia de la ley, impidiendo, en consecuencia, que se den, por la causa que sea, situaciones que no se acomoden a la misma. En otras palabras, el principio de autonomía está subordinado al interés de la sociedad (sólo cuando se dé la conexión enfermedad-trabajo estaremos en presencia de esta situación) y el principio de beneficencia y la libertad clínica están encaminados a cumplir con lo dispuesto en las normas. Conviene, pues, llamar la atención sobre la primacía del principio de justicia sobre los otros, pues sólo de esta forma evitaremos que pueda ser comprensible o aceptable la conducta del asegurado que busca de forma infustificada, desde el punto de vista de la norma, aunque con otro tipo de justificaciones, la baja laboral, o que se dé carta de naturaleza a consideraciones extramédicas, tales como la presión del asegurado, la presión de las empresas o la masificación de la consulta y que se considere como una secuela inevitable de lo descrito la poca inquietud del profesional para el control que debe ser ejercido. Cuando se actúa de la manera descrita se olvida un principio ético de primera magnitud, a saber, que la decisión explicita de dedicar recursos a un paciente, que eso es en definitiva lo que se hace, lleva implícita la decisión de negárselos a otros pacientes. Es decir, los costes, y hay que hablar de una ética de los costes, representan sacrificios sanitarios que deben sufrir otros pacientes, pues cuando tales situaciones se contemplan desde una perspectiva global se cae en la cuenta de que ignorar los costes es ignorar los riesgos de mortalidad prematura y sufrimiento evitable que pueden correr terceras personas. En último extremo, que precisamente quienes no aceptan que los costes influyen en sus decisiones son los que están comportándose sin ética, esto es, sin respetar el principio de justicia.
Esta debe ser, pues, a nuestro juicio una valoración global, elevándonos de la concreta prestación que ahora tratamos. Dicha valoración consiste en afirmar que hay consideraciones ajenas a la relación médico-paciente que deben ser tenidas en cuenta, del mismo modo que los profesionales toman decisiones por consideraciones extraclínicas (disponibilidad de camas, horario del quirófano, buena o mala relación con aquellos colegas a los que desean transferir a su paciente, etc.). En otras palabras, que los compromisos son necesarios cuando los principios éticos entran en conflicto y uno de estos compromisos supone el equilibrio entre los beneficios de un grupo de pacientes y otros y para eso es necesario el conocimiento de costes.
La complejidad de la Medicina moderna, su judicialización y la Medicina a la defensiva
La relación médico-paciente, la llamada relación clínica, responde a un ambiente de confidencialidad en el que es muy difícil la inclusión de otros factores personales. Desde luego, en el proceso histórico a través del cual se llevó a cabo la interacción terapéutica, casi no tuvo importancia la intervención de otros profesionales, ya que la figura del médico ocupó un lugar preponderante, que apenas dejaba espacio para la colaboración de otras personas. Puede decirse, en consecuencia, que dicha relación clínica estaba dotada de una grandeza y de una servidumbre históricas. La grandeza en cuanto que la intervención del profesional sanitario no estaba mediatizada por ningún elemento externo. La servidumbre en cuanto que dicha forma de actuación profesional llevaba consigo una exclusiva responsabilidad individual. Tales características se difuminan, de alguna manera, aunque sin perder su primitiva sustancia, cuando la Medicina adquiere su mayoría de edad, se convierte en un hecho científico y exige la comparecencia en el acto terapéutico de una serie de profesionales como condición necesaria para el acto sanitario. Surge así lo que hoy en día conocemos como la Medicina en equipo, esto es, la obligada presencia de diversos profesionales, cada vez en mayor número, para el logro del acto curativo, bien sea mediante una actuación simultánea, o bien mediante una actuación sucesiva. Dicha forma de ejercicio profesional se produce, a veces, en una actuación vertical (en el ejemplo clásico, el cirujano frente al resto de los auxiliares en la intervención quirúrgica) y, en otras, en una actuación horizontal (el cirujano frente al anestesista u otros médicos que tienen el mismo rango). Y así como en la Medicina tradicional las labores de coordinación, o de mantenimiento del secreto, eran relativamente sencillas, hoy nos encontramos frente a una complejidad sin límites, donde los problemas que pueden afectar al paciente responden a un proceso asistencial de carácter multifactorial y con intervención de varios profesionales en áreas completamente distintas (desde la Medicina de urgencias, hasta el área de Atención Primaria, pasando por el sofisticado mundo hospitalario). En esta nueva forma de actuar, las labores de dirección, planificación, coordinación, liderazgo y gestión adquieren una connotación e importancia que hasta entonces no habían tenido. Esto es, requieren que una persona, desde un punto de vista jerárquico, aglutine todas las actividades necesarias e indispensables para el logro de los objetivos previstos en el ámbito asistencial correspondiente. Es así como surge la moderna figura del jefe de servicio, que está a caballo entre las funciones clínicas y las funciones gestoras, y que representa una nueva forma de hacer y de dirigir que era impensable hace 30 o 40 años. Desde luego, no basta solamente hacer hincapié en la nueva realidad económica que representa el constante crecimiento del gasto sanitario, sino que hay que tener en cuenta, también, la irrupción de los derechos de los ciudadanos y pacientes como elemento vertebrador de la nueva relación clínico-asistencial, que ha originado el aumento del catálogo de prestaciones y una atención de mayor calidad, hasta el extremo de que está forzando alternativas en la prioridad del uso de los recursos, ya que por principio son limitados, frente a la demanda cada vez más exigente y cuantiosa de los ciudadanos. Se quiere decir, sencillamente, que el mundo que viene estará caracterizado por la limitación de los recursos frente a una imparable demanda de los mismos y, en consecuencia, que la prioridad y las alternativas (la bioética y el Derecho sanitario, en cuanto formas de establecer y de solucionar los conflictos sobre los valores y los bienes de la salud) serán los ejes inevitables de los sistemas sanitarios públicos y, en gran medida también, de los sistemas sanitarios privados.
A la complejidad descrita hay que añadir la de las relaciones que se derivan de la actuación en equipo y que ha llevado a nuestra jurisprudencia penal (Tribunal Supremo) a delimitar las diferentes responsabilidades a través de lo que se conoce como "principio de la confianza". En síntesis, el médico que actúa de forma correcta puede confiar en que los demás miembros del equipo actúan también de forma correcta, salvo que se den circunstancias especiales que hagan pensar lo contrario. En otras palabras, por ejemplo, el cirujano puede confiar en que la actuación del anestesista, en lo que se refiere a su cometido específico, es correcta, y lo mismo si se plantea la cuestión desde el ángulo del anestesista.
El principio anterior es una consecuencia de la división del trabajo y de la especialización, pues no sería posible (en el ejemplo propuesto) llevar a cabo una actuación tan compleja y delicada como es la intervención quirúrgica, sin que cada uno de los participantes se dedique a su actividad específica. Ahora bien, el mencionado principio de la división del trabajo puede ser horizontal o vertical. En el primer caso, se trata de regular las actuaciones profesionales entre iguales (es el caso del anestesista y del cirujano) y en el segundo, se trata de relaciones entre desiguales (la relación que se origina, en el caso propuesto, entre el cirujano y el anestesista y el resto del personal auxiliar).
El principio de la confianza significa también, y como consecuencia de lo expuesto, que cada uno es responsable de lo que hace y, por tanto, el ámbito de su responsabilidad se delimita por razón de las funciones que le son propias y por la forma de ejercerlas.
El principio de la confianza quiebra, esto es, ya no se puede confiar, cuando uno de los miembros del equipo (por ejemplo, el anestesista, el cirujano, el personal de enfermería, etc.) actúa incorrectamente y de manera que pueda ser percibido por los demás, pues a partir de tal momento no rige la confianza y hay que hacer algo en defensa del paciente para no incurrir en responsabilidad. Por lo demás, dicha actuación irregular puede obedecer a diferentes causas: ineptitud, falta de cualificación en los colaboradores, fallos en la comunicación, deficiencias en la coordinación, etc.
La conclusión de cuanto se ha dejado expuesto es que cada uno es responsable de sus actos, pero está obligado a hacer algo cuando se rompe el principio de la confianza, siendo evidente que las cosas ya no van bien y, en consecuencia (de continuar hacia adelante en la intervención quirúrgica, por ejemplo), ambos serían responsables del daño causado al paciente. Además, si bien en principio cada miembro del equipo responde individualmente por su actuación defectuosa, ha de tenerse en cuenta la responsabilidad de todos aquellos que actúan como jefes de un equipo y lleven a cabo tareas de dirección, coordinación y supervisión. Esto quiere decir que en la división del trabajo médico horizontal (cirujano-anestesista) el principio de confianza desempeña en toda su intensidad y sólo deja de ser aplicable en supuestos excepcionales (por ejemplo, cuando se percibe un fallo grave del otro colega o existen dudas fundadas acerca de su cualificación o fiabilidad). En cambio, en la división del trabajo vertical, el anestesista (siempre según el ejemplo expuesto) es el único responsable de los fallos o los errores que puedan darse en el marco de los cometidos que sobre la narcosis son de su exclusiva y personal incumbencia (elección del procedimiento, de medios, control y ejecución de la narcosis) y no podrá delegarlo en personal auxiliar no médico.
Por último, es conocido que vivimos dentro de un sistema sanitario en el que por causas muy complejas se están instaurando o consolidando mecanismos de reclamación que hasta hace poco tiempo no eran concebibles (la transformación del paciente en usuario o consumidor; el sentido hedonista de la existencia; la mayor cultura de los ciudadanos; la existencia de un sistema público siempre solvente; la consolidación de los sistemas de aseguramiento; la esperanza siempre puesta en que cualquier daño que se sufra debe tener como contrapartida alguien, independiente de nosotros, que se haga cargo del mismo; la insuficiencia de mecanismos preventivos y de traslado a la ciudadanía de una nueva cultura; etc.). Se trata de un fenómeno nuevo y sobre el que conviene hacer una reflexión detenida, con la finalidad de que su abuso pueda poner en peligro la conquista sanitaria que significa el sistema público de salud.
Todo ello, a su vez, puede generar o está generando una Medicina a la defensiva que contribuye, inevitablemente, a aumentar los costes del sistema de manera exponencial y que, de continuar por la misma senda, puede poner en peligro el principio de equidad en el ámbito sanitario por abuso o dilapidación de los recursos.
Conclusiones
La relación médico-paciente, esto es la llamada relación clínica, está en plena transformación como consecuencia de una serie de factores dinámicos que todavía no han alcanzado su total configuración.
Entre los factores citados hay que destacar la implicación de la bioética en la toma de decisiones clínicas, que constituye un factor cultural nuevo y que cada vez tendrá una mayor amplitud (esfuerzo terapéutico, priorización, distribución de recursos escasos, etc.). Además, el principio de autonomía se muestra emergente y con mucha fuerza, propiciando una cierta horizontalidad en la relación clínica (al menos en una serie de situaciones), siendo el principio determinante en el ámbito bioético y normativo de los momentos actuales (Convenio de Oviedo, Ley de autonomía del paciente).
Se constata una mayor sensibilidad de la ciudadanía en sus relaciones con la sanidad y en lo referente al mantenimiento de un ámbito privado o de intimidad (habitaciones de una o dos camas, evitación de exploraciones innecesarias, confidencialidad), que debe traducirse en una realidad más o menos inmediata (por ejemplo, la inevitable modificación de la arquitectura física de muchos de nuestros centros sanitarios).
El principio de justicia en el Sistema Nacional de Salud (y también en el sistema privado) adquirirá cada vez una mayor importancia, pero si bien se mira se trata de una cuestión que puede englobarse, sin problemas, en la bioética (en concreto, es uno de los principios vertebradores de la llamada teoría principialista).
Por último, hay que destacar la enorme complejidad del ejercicio de la Medicina moderna (incluso para descartar la información inadecuada en internet), el fenómeno de la judicialización y los problemas que plantea la llamada Medicina a la defensiva.
(1) Realizada por el doctor Mike Magee (EE.UU., Director del programa de Humanidades Médicas de Pfizer), y presentada ante la Asamblea General de la Asociación Médica Mundial, celebrada en Helsinki en el año 2003. Se trata de la conclusión de un estudio llevado a cabo en Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Alemania, Sudáfrica y Japón, a través de entrevistas telefónicas, que pusieron de manifiesto que los pacientes se sienten más confiados y más capacitados que hace 10 años para tratar con los médicos. Sólo una minoría de pacientes definieron la relación médico-paciente como autoritaria y paternalista (el 20 % de los pacientes en el Reino Unido, el 17 % en los Estados Unidos, el 16 % en Sudáfrica, el 13 % en Canadá, el 13 % en Alemania y el 12 % en Japón).
(2) Freire Campo VJM, Infante Campos A y Rey del Castillo J.Política de Salud en el estado de las autonomías. Publicado en: Informe sobre políticas sociales y estado de bienestar en España. 2003. Capítulo 11. Madrid: FUHEM, 2003.
Rev Adm Sanit 2004;2(3):433-61
(3) Jiménez de Parga y Cabrera VM.El Derecho Constitucional a la protección de la salud. En el libro: La salud como valor constitucional y sus garantías. Editado por el Defensor del Paciente de la Comunidad de Madrid, Madrid: 2004.
(4) http://www.fbjoseplaporte.org/dbcn/
(5) http://european-convention.eu.int. En concreto, el artículo II-3: Derecho a la integridad de la persona recoge en el punto 2. a) el respeto del consentimiento libre e informado de la persona de que se trate, de acuerdo con las modalidades establecidas en la Ley.
(6) Ver La Exposición de Motivos (I, apartado c) de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud.
(7) Un ejemplo de lo expuesto puede leerse en laIntroducción a la filosofía de la medicina,cuyos autores son Hernrik R. Wulff, Stig Andur Pederse y Raben Rosenberg. Madrid: Editorial Triacastela, 2002.
(8) VerIntroducción a la filosofía de la medicina, ya citado, págs.: 250 y ss.
(9) Nos referimos a la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica.
(10) Artículo 10.6 de la Ley General de Sanidad ya mencionado.
(11) Artículo 8.2 de la Ley básica.
(12) Ver el mencionado artículo 8.2 de la Ley básica.
(13) Lo que debe entenderse por un procedimiento invasor se explica a continuación en el mismo precepto citado de la Ley básica: aquél que supone riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente.
(14) Artículo 8.3 de la Ley básica, donde se dice que queda a salvo la posibilidad de incorporar anejos y otros datos de carácter general.
(15)Información y Documentación Clínica. Documento Final del Grupo de Expertos: Servicio de Publicaciones del Ministerio de Sanidad y Consumo, 1997; p. 15; y artículo 10.2 de la Ley básica.
(16) Artículo 10.1 de la Ley básica.
(19) El precepto se refiere a la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas especiales en materia de Salud Pública, en cuyo artículo 3 se habla del control de enfermedades y riesgos de carácter transmisible.
La Ley básica, en el mencionado artículo 9.2, apartado a), indica además lo siguiente: "En todo caso, una vez adoptadas las medidas pertinentes, de conformidad con lo establecido en la Ley Orgánica 3/1986, se comunicarán a la autoridad judicial en el plazo máximo de 24 horas siempre que dispongan el internamiento obligatorio de personas".
(20) A este respecto el artículo 26 del Convenio de Oviedo dice lo siguiente: "El ejercicio de los derechos y las disposiciones de protección contenidos en el presente Convenio no podrán ser objeto de otras restricciones que las que, previstas en la ley, constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud pública o la protección de los derechos y libertades de las demás personas".
(21) En el artículo 8 del Convenio de Oviedo se recoge también esta excepción de la siguiente forma: "Cuando, debido a una situación de urgencia, no pueda obtenerse el consentimiento adecuado, podrá procederse inmediatamente a cualquier intervención indispensable desde el punto de vista médico a favor de la salud de la persona afectada".
(22) Jean Michaud.Informe explicativo del Convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina, (apartado 58).
(17) Artículo 10.6 de la Ley General de Sanidad, cuya derogación se prevé en la Ley básica.
(18) Artículo 9.2 de la Ley básica.
(23)El Consentimiento Informado (2.ª parte). Fundación Salud 2000, Madrid, septiembre de 1999; p. 76-77.
(24) Ver artículo 3.4 de la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre de 1979, General Penitenciaria.
(25) Sentencias 120/1990, del 27 de junio, y 137/1990, del 19 de julio.
(26) Con relación a la Sentencia 120/1990 el magistrado Miguel Rodríguez-Piñero y Bravo-Ferrer manifiesta: "2. La razón principal de mi discrepancia es la que, según opinión mayoritaria del Pleno, la relación de sujeción especial del penado, y más genéricamente del interno, frente a la Administración penitenciaria justificaría la imposición, que habría de calificar de "especial", de una limitación a derechos fundamentales como la que supone la alimentación forzosa, limitación que se reconoce que no sería lícita "si se trata de ciudadanos libres o incluso de internos que se encuentren en situaciones distintas". A mi juicio, la obligación de la Administración penitenciaria de velar por la vida y la salud de los internos no puede ser entendida como justificativa del establecimiento de un límite adicional a los derechos fundamentales del penado, el cual con relación a su vida y salud y como enfermo goza de los mismos derechos y libertades de cualquier otro ciudadano, y por ello ha de reconocérsele el mismo grado de voluntariedad en relación con la asistencia médica y sanitaria".
Asimismo, el magistrado Jesús Leguina Villa afirma que "..., ninguna relación de supremacía especial tampoco la penitenciaria puede justificar una coacción como la que ahora se denuncia que, aun cuando dirigida a cuidar de la salud o a salvar la vida de quienes la soportan, afecta al núcleo esencial de la libertad personal y de la autonomía de la voluntad del individuo, consistente en tomar por sí solo las decisiones que mejor convengan a uno mismo, sin daño o menoscabo de los demás".
(28) Herrero-Tejedor F.Legislación y Jurisprudencia constitucional sobre la vida privada y la libertad de expresión. 1.ª ed. Editorial Colex, 1998. Del mismo autor.La intimidad como derecho fundamental,op.cit. De estas dos obras se extraen la mayor parte de los ejemplos.
(29) STC 37/1989, del 15 de febrero.
(27) Ver la Ley Orgánica 15/1999, del 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal.
(30) Auto del Tribunal Constitucional 221/1990, del 31 de mayo.
(31) STC 7/1994, del 17 de enero.
(32) Auto del Tribunal Constitucional 230/1994, del 18 de julio.
(33) Corbella i Duch J. El derecho fundamental a la intimidad personal en el ámbito penitenciario. Revista jurídicaLa Ley, núm. 4.733.
(34) STC 57/1994, de 28 de febrero.
(35) Auto del Tribunal Constitucional 201/1994, del 9 de junio.
(36) Providencia del Tribunal Constitucional del 16 de julio de 1990 (Recurso de Amparo 257/1990).
(37) STC 231/88, del 2 de diciembre.
(38) Providencia del 5 de octubre de 1990, asunto 2126/1990.
(39) STC 207/1996, del 16 de diciembre. De esta importante sentencia se extrae la siguiente doctrina: dentro de las diligencias practicables en el proceso penal distingue entre las inspecciones y registros corporales y las intervenciones corporales. Las primeras consisten en cualquier género de reconocimiento del cuerpo humano, bien sea para la determinación del imputado (diligencias de reconocimiento en rueda, exámenes dactiloscópicos o antropomórficos, etc.) o de circunstancias relativas a la comisión del hecho punible (electrocardiogramas, exámenes ginecológicos, etc.) o para el descubrimiento del objeto del delito (inspecciones anales o vaginales, etc.). En dichas inspecciones y registros, en principio, no resulta afectado el derecho a la integridad física, al no producirse por lo general lesión o menoscabo del cuerpo, pero sí puede verse afectado el derecho fundamental a la intimidad corporal, si recaen sobre partes íntimas del cuerpo (el caso de la exploración ginecológica, ya visto), o inciden en la vida privada. Las intervenciones corporales, en cambio, consisten en la extracción del cuerpo de determinados elementos externo o internos para ser sometidos a informe pericial (análisis de sangre, orina, pelos, uñas, biopsia, etc.) o en su exposición a radiaciones (rayos X, tomografía axial computarizada, resonancias magnéticas, etc.), con objeto también de averiguar determinadas circunstancias relativas a la comisión del hecho punible o la participación en él del imputado. En consecuencia, el derecho que se verá por regla general afectado en el caso de las intervenciones corporales es el derecho a la integridad física en tanto implican una lesión o menoscabo del cuerpo, siquiera sea de su apariencia externa. Por lo demás, atendiendo al grado de sacrificio que impongan de este derecho, las intervenciones corporales podrán ser calificadas como leves o graves: leves, cuando, a la vista de todas las circunstancias concurrentes, no sean, objetivamente consideradas, susceptibles de poner en peligro el derecho a la protección de salud ni de ocasionar sufrimientos a la persona afectada, como por lo general ocurrirá en el caso de la extracción de elementos externos del cuerpo (como el pelo o uñas) o incluso de algunos internos (como los análisis de sangre), y graves, en caso contrario (por ejemplo, las punciones lumbares, extracción de líquido cefalorraquídeo, etc.).
De acuerdo con la anterior doctrina, resulta, pues, evidente que una intervención corporal consistente en la extracción de algunos cabellos de diversas partes de la cabeza y del pelo de las axilas, por la parte externa del cuerpo afectada y la forma en que está prevista su ejecución (a realizar por el médico forense), no entra dentro del ámbito constitucionalmente protegido del derecho a la intimidad corporal, ni, por lo tanto, puede llegar a vulnerarlo.
Sin embargo, una prueba pericial acordada en unos términos objetivos y temporales, tan amplios como los que se describen a continuación, supone una intromisión en la esfera de la vida privada de la persona, a la que pertenece, sin duda, el hecho de haber consumido en algún momento algún género de drogas, conducta que, si bien en nuestro ordenamiento es en sí misma impune, ello no obstante, el conocimiento por la sociedad de que un ciudadano es consumidor habitual de drogas provoca un juicio de valor social de reproche que lo hace desmerecer ante la comunidad, por lo que la publicidad del resultado pericial afectaría al ámbito constitucionalmente protegido del derecho a la intimidad personal. La incidencia en el derecho a la intimidad personal se acentúa en un caso como el contemplado por la sentencia, dada la condición de guardia civil del imputado, al que se ordena soportar la intervención y pericia, pues si los resultados de la misma fueran positivos, en el sentido de demostrar su consumo de cocaína u otras sustancias tóxicas o estupefacientes, y aunque ello no llegara a tener para él consecuencias de orden penal en la causa, sí podría acarrearle eventualmente responsabilidades de tipo disciplinario.
El sacrificio de un derecho fundamental requiere siempre salvaguardar la regla de la proporcionalidad, que tiene los siguientes requisitos: la medida limitativa del derecho fundamental debe estar prevista por la ley, debe ser adoptada mediante resolución judicial especialmente motivada y ha de ser idónea, necesaria y proporcionada en relación con un fin constitucionalmente legítimo. A todos ellos hay que sumar otros derivados de la afectación a la integridad física, como son que la práctica de la intervención sea encomendada a personal médico o sanitario, la exigencia de que en ningún caso suponga un riesgo para la salud y de que a través de ella no se ocasione un trato inhumano o degradante.
Concluye esta importante Sentencia con la afirmación de que la decisión judicial por la que, bajo apercibimiento de incurrir en el delito de desobediencia, se obliga al recurrente a someterse a un rasurado del cabello de distintas partes de su cuerpo con el fin de conocer si es o no consumidor de cocaína u otras sustancias tóxicas o estupefacientes, no encuentra apoyo en la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
(40) STC 37/1989, del 15 de febrero.
(41) STC 227/1992, del 14 de diciembre.
(42) STC, sucesivamente, 89/1987 y 20/1992.
(43) STC 37/1989, del 15 de febrero.
(44) Pinto Prades VJL y Sánchez Tuomala JR. Establecimiento de prioridades en las prestaciones sanitarias en base a información sobre las preferencias sociales. Madrid: Ministerio de Sanidad y Consumo, 1999; p. 7 y siguientes.
(45) Ver el trabajo de Williams A dentro del libroEnsayos Clínicos en España (1982-1988). Madrid: Ministerio de Sanidad y Consumo, 1990; p. 189 y siguientes.
(46) Ver el diario La Razón, jueves, 4 de diciembre de 2003; p. 17.