A estas alturas resulta innecesario decir que la descentralización del Estado ha constituido un proceso muy positivo para nuestro país, en términos de estabilidad, aspiraciones satisfechas (en mayor o menor medida), cercanía al nivel de decisiones que impactan en lo cotidiano y presencia política efectiva de territorios y ciudadanos que se mantenían, en el pasado, en un segundo o tercer plano. Creo que también se puede afirmar que ha tenido indudables ventajas desde el punto de vista de la eficiencia en la acción de gobierno.
En algunos otros aspectos ha presentado debilidades. En concreto, aumentando los costes de la coordinación, o, directamente, disminuyendo la eficacia de la integración anterior. Y son precisamente estas debilidades las que, en un nivel superior supranacional, sirven actualmente de justificación para mayores niveles de integración en la Unión Europea (UE). Integración que, significativa pero no sorpresivamente, no tiende a buscarse de manera tan activa donde antes la había y se han podido perder, como es nuestro caso, sino donde nunca existió y se considera esencial que exista. Y, en mi opinión, se puede afirmar que las crisis de salud pública, que vienen sucediéndose con regularidad desde hace algunos años, han sido en gran medida responsables de que se busquen activamente fórmulas de mayor cooperación, mejor coordinación e incluso, directamente, de más profunda integración.
El conjunto de crisis de los últimos años ha evidenciado debilidades imperdonables y una sensación de desasosiego en los ciudadanos en su doble papel de miembros de la comunidad política y consumidores. Una aparente menor incidencia en los últimos tiempos no permite saber si aquellas debilidades ya han sido corregidas, entre otras cosas porque las crisis sanitarias, como las catástrofes naturales, constituyen fenómenos extremadamente sensibles a las condiciones iniciales, y su ausencia reciente no está necesariamente explicada por la acción de las autoridades o por el cambio de foco de los medios de comunicación (con la excepción, por supuesto, de la gripe aviar).
Las crisis normalmente se alimentan de un deficiente funcionamiento de medidas de control en las que nadie repara hasta que surgen los problemas. Cuando, con motivo de una crisis incipiente, se ponen dramáticamente en evidencia problemas organizativos y estructurales, el incendio está servido. Puesto que todo el mundo entiende que el riesgo cero no existe, es fácil abortar una crisis potencial cuando la opinión pública es consciente de que los mecanismos razonables de prevención se encuentran plenamente operativos. Aquí aparece el primer problema derivado de la estructura descentralizada del Estado. Las diversas circunstancias pueden sistematizarse como sigue:
La normativa de las Comunidades Autónomas no ha sido, ni es, siempre la misma: frente al mismo problema, las hay más laxas y las hay más estrictas con respecto al mismo riesgo.
El cumplimiento efectivo de la normativa ha sido variable por una desigual capacidad en recursos humanos para llevar a cabo las tareas preventivas y de control.
Los intereses económicos de grupos dentro de algunas comunidades difieren y, en algunas situaciones, han puesto trabas al necesario impulso político para hacer cumplir las normas.
Una vez que salta el problema, dentro o fuera de nuestras fronteras, la gente descubre con estupor que muchas cosas no estaban funcionando. Esto se agrava con manifestaciones y declaraciones de intenciones totalmente descoordinadas por parte de muchos responsables políticos. Esto puede deberse a una serie de circunstancias:
Protagonismo: hay políticos incautos que creen tener soluciones inmediatas a problemas complejos y que piensan que el mundo comienza con su llegada al "poder". Esto se complica con la escasa credibilidad que, con excepciones, tiene la clase política. Aunque en casos concretos esto pueda resultar injusto, el hecho es que los colectivos profesionales disponen de mucha más credibilidad, lo que exige su concurrencia en la comunicación de la crisis desde sus fases más tempranas.
Intereses políticos: la tentación de imputar cualquier crisis al gobierno de turno, con independencia de que las razones de fondo arranquen de bastante más atrás, eleva la temperatura y prolonga la duración de la crisis.
De nuevo, intereses económicos específicos, dependiendo de las circunstancias de Comunidades Autónomas concretas (por ejemplo derivadas de una distinta estructura de su sector cárnico: mataderos, etc., o el desarrollo larvado de formas de proteccionismo).
Más adelante, la respuesta operativa también adolece de falta de coordinación y la consecuencia de ello es un excesivo tiempo de reacción. Especialmente cuando no hay una solución evidente. La crisis de la meningitis en España constituyó un ejemplo interesante: distintas opiniones acerca de la oportunidad de la vacunación, mezcladas con la disponibilidad efectiva de la vacuna (algo que también puede suceder con el virus H5N1), la distinta incidencia entre Comunidades Autónomas con gobiernos de distinto color, el transcurso del invierno y con ello la posibilidad de no tener que tomar decisiones, las declaraciones cruzadas, en fin, un despropósito. Hasta la fecha, en general, las diferentes administraciones territoriales no se han puesto de acuerdo a la hora de abordar las crisis mismas o los problemas que pudieran, en último extremo, desembocar en una crisis.
En los últimos tiempos, sin embargo, se han puesto en marcha algunos mecanismos de coordinación. El Ministerio de Sanidad y Consumo ha creado el Sistema de Coordinación de Alertas y Emergencias de Sanidad y Consumo (SICAS). Algo complejo administrativamente y no enteramente novedoso (remeda en gran medida la propia estructura del departamento). La norma que lo desarrolla termina apelando a la colaboración con otras instituciones especializadas del Sistema Nacional de Salud u otros organismos competentes relacionados con las funciones que tiene encomendadas. Formalmente bien elaborada, como suele suceder con las regulaciones del Estado, ésta en concreto acaba fiando una parte importante de su potencial al buen entendimiento de las partes. Últimamente se han firmado convenios entre el Estado y alguna Comunidad Autónoma. Se intercambia información, que se supone que es algo obligado aunque no existiera convenio alguno, y, en algunos casos, medios humanos y materiales. Pero en mi opinión queda lejos de una solución definitiva al problema de hacer frente a emergencias en salud pública con la actual estructura del Estado.
Algunas innovaciones han supuesto un avance, especialmente cuando se trataba de coordinar dentro de la propia estructura de un nivel determinado, como por el ejemplo el nivel del Estado. La Agencia de Seguridad Alimentaria, en concreto, mitigó la descoordinación tradicional entre Sanidad y Consumo, Agricultura y Economía en las crisis alimentarias en nuestro país. Si con la presencia continua de riesgos alimentarios, todavía no se ha gestado ninguna crisis significativa desde la creación de la Agencia, habrá que reconocer que hemos encontrado un elemento importante, no, de momento, para que desaparezcan los riesgos para la salud procedentes de los alimentos (esto no tenemos forma de saberlo con la información disponible en la actualidad, aunque abundan rumores de todo tipo), pero sí para que no se geste una crisis. La "declaración de actuación coordinada urgente", establecida en la Ley de Cohesión y Calidad, es una innovación, necesaria por otra parte, que pretende abordar formalmente la situación de "problema común-estructuras transferidas". Necesita, sin duda, un desarrollo práctico.
Si por razones políticas derivadas de la estructura descentralizada del Estado estamos incurriendo en altos costes de transacción para mantener una mínima coordinación, esto no puede hacerse escatimando en recursos humanos y materiales sobre el terreno. El principal activo de nuestro sistema lo constituye la capacidad técnica de los responsables profesionales de la salud pública. Este es un país con un excelente nivel técnico en este campo, desbordado en muchas ocasiones por la estructura organizativa y política del Estado. Algunas crisis, de las que personalmente he tenido experiencia en el pasado, resultaban difíciles de enfriar, entre otras razones, por la imposibilidad de demostrar la suficiencia de recursos operativos. Lo contrario también ha sucedido: la insuficiencia de medios, en cantidad y calidad, es una causa precoz del desencadenamiento de una crisis.
Las críticas expuestas más arriba no constituyen una apelación a recentralizar determinadas competencias en el Estado, lo que, en cualquier caso, no parece posible. Más bien pretenden llamar la atención sobre la necesidad de extremar la prevención (análisis rigurosos y continuos y control de riesgos), la automatización ejecutiva de los contactos entre las Administraciones en situaciones bien tasadas (no bastan las intenciones, las estructuras de cooperación han de ser operativas) y la necesidad de que, frente a este tipo de riesgos, las normativas no puedan diferir unas de otras. La prevención tiene que hacerse efectivamente y más allá de las palabras, y alguien debiera responsabilizarse de ello. La accountability, ese término importado del inglés y que tantas dificultades tenemos en traducir (en todos los sentidos), tiene que definirse claramente. Aunque parece que vamos avanzando en este aspecto, sigue no siendo infrecuente que la opinión pública, confusa, mire (y responsabilice) a quien no corresponde. Aunque ciertamente esto no siempre sucede por casualidad.
El Estado tiene que disponer de una estructura, propia o conjunta con la participación de las comunidades, que frente a cualquier amenaza de crisis de salud pública, originada dentro o fuera de nuestras fronteras, garantice a ciudadanos y consumidores que se aplican los controles necesarios de una manera estructurada y sistemática, que se paga un precio por no hacerlo y que, por consiguiente, las responsabilidades se encuentran claramente delimitadas. Obviamente no basta con decirlo. Esto tiene que ser cierto.
Y un párrafo final sobre la independencia. No es necesario que sea muy largo. Todo el mundo es consciente, o debería serlo, de que el factor político "partidario" puede desempeñar un papel deletéreo en la génesis o en el mantenimiento de una crisis. El elemento científico básico ha de preservar siempre su independencia y esto no es sólo cuestión de las personas, sino también de las estructuras en las que éstas desarrollan su labor.