La enfermedad es siempre una amenaza para el organismo que la sufre. La amenaza anuncia un daño, lo que en el caso de la enfermedad significa alteración del equilibrio biológico que el ser vivo necesita para poder subsistir. En clave evolucionista esto significa una desadaptación al medio y, por tanto, el riesgo de que la selección natural penalice al organismo vivo. La penalización máxima, la tarjeta roja, es la muerte; la tarjeta amarilla es la enfermedad. En ambos casos la lucha por la existencia de ese organismo está en entredicho, porque la supervivencia premiará siempre a los más aptos.
Esto que vale para todo ser vivo se complica algo más en el caso de los se res humanos. Ello se debe a las escasísimas aptitudes biológicas de estos. Desde la antigüedad se ha venido comentando la tremenda falta de recursos biológicos de nuestra especie. No hay mamífero que nazca en condiciones de mayor prematuridad que la nuestra. Tampoco tenemos grandes recursos una vez superada esa etapa: no gozamos de gran olfato, ni de vista aguda, ni de gran resistencia física, etc. Sólo hay una cualidad que nos diferencie, y es la inteligencia. El ser humano es un animal inteligente, entendiendo por tal el tipo de actividad mental que nos distingue de los animales de nuestro entorno. No se trata, pues, de que los animales no sean inteligentes, sino de que no lo son al modo del ser humano.
Pues bien, la inteligencia es en la especie humana un rasgo fenotípico más, y por tanto un factor de adaptación o desadaptación al medio. Puede adaptarnos, o no. No está dicho en ningún lado que sea un mecanismo eficaz de adaptación. De hecho, todos los homínidos anteriores a nuestra especie, la del hombre de Cromagnon, tuvieron una cierta inteligencia que debió servirles para adaptarse al medio, y sin embargo desaparecieron. El Australopiteco consiguió vivir en la tierra más de un millón de años, pero al final desapareció. Nosotros, en nuestro innato optimismo, solemos pensar que eso se debió, precisamente, a su poca inteligencia. Me dimos su cráneo y vemos que no tiene más de 400 cc de capacidad. Una insignificancia, comparados con los 1.400 de nuestra especie. Y concluimos: desaparecieron por su poca inteligencia, que fue incapaz de adaptarlos adecuadamente al medio. Pero nosotros, que somos mucho más inteligentes, lo lograremos. ¿Es esto verdad? Ellos vivieron más de un millón de años en este planeta. ¿Conseguiremos nosotros batir esa marca? Hay muchas razones para dudarlo.
La inteligencia es un rasgo fenotípico por demás peculiar. De hecho, sirve no para adaptarse al medio, sino para adaptar el medio a las propias necesidades del ser humano. Dicho en otros términos, en la especie humana, la darwiniana "adaptación al medio" se convierte en "adaptación del medio". Esa transformación del medio en beneficio de inventario es lo que llamamos "cultura". Cuando el hombre del neolítico aprendió a cultivar la tierra transformó naturaleza en cultura. Fue el origen de la "agricultura". Cultura no son sólo las Bellas Artes, sino todo aquello que el ser humano hace con la naturaleza. Nuestro medio no es la naturaleza, sino la cultura. Y ello por una perentoria necesidad biológica: porque en caso contrario no podríamos vivir.
Veamos cómo sucede esto, cómo procede la inteligencia en el proceso de transformación de la naturaleza en cultura. Los neurobiólogos tienen claro que sólo han desarrollado sistema nervioso aquellos seres vivos que se desplazan en el espacio. Las plantas no tienen sistema nervioso, sin duda porque no lo necesitan, y no lo necesitan porque no se mueven. El sistema nervioso es un órgano de previsión. Para desplazarnos con éxito necesitamos ir por delante de nuestros propios pasos, previendo dónde vamos a poner el pie. En caso contrario, siempre fracasaríamos.
La inteligencia humana no hace excepción a este principio general. También ella es un órgano de previsión o anticipación. Los seres humanos vamos siempre por delante de nosotros mismos. Por eso decía Ortega que nuestro tiempo no es el presente, sino el futuro. En el presente viven los animales; los seres humanos vivimos en el futuro. Y el futuro se nos ofrece siempre bajo forma de "posibilidades". Toda la actividad del ser humano sobre la tierra consiste en proyectar nuevas posibilidades, evaluarlas y llevarlas a cabo, es decir, convertirlas en realidad. Así transformamos la naturaleza en cultura. Pasar del proyecto a la realidad es la obra del trabajo. Y el resultado de ese proceso es lo que llamamos riqueza. Hoy podemos volar, cosa que no podían hacer los hombres de hace unos siglos, etc.
Pero aquí comienzan los problemas, porque el ser humano no sabe transformar los recursos naturales en posibilidades positivas de vida sin generar al mismo tiempo, y de modo irremediable, posibilidades negativas. Es el tremendo sino de nuestra especie. Los efectos positivos de los fármacos conllevan efectos negativos, el descubrimiento del motor de explosión amplió hasta límites insospechados el abanico de posibilidades de nuestra especie, pero al mismo tiempo contamina la atmósfera, provoca el efecto invernadero, etc.
Cuando se analiza la historia de las enfermedades se ve sin lugar a dudas que estas no son fenómenos puramente naturales, como en principio tiende a pensarse, sino estricta mente culturales. Esto significa que las enfermedades son posibilidades negativas de vida generadas por los seres humanos en su proceso de transformación de la naturaleza en cultura. Claro que en ellas hay elementos puramente naturales, como pueden ser los microorganismos. Pero estos por sí solos no dan por lo general lugar a enfermedades. Unos ejemplos aclararán esto. Mediante el cultivo de la tierra y la domesticación de animales, la revolución neolítica incrementó exponencialmente las posibilidades y la riqueza de los seres humanos, pero a la vez propició que gérmenes que tenían como reservorios los animales recién domesticados infectaran a los seres humanos, a causa de la proximidad ente ambos. El ejemplo paradigmático de esto lo constituye la gripe, todos los tipos de gripe. Es bien sabido que el reservorio del virus de la gripe son o fueron las aves, las acuáticas, las aéreas y las aves de corral, y que su uso doméstico propició el paso a los seres humanos. ¿Es la gripe un hecho natural? Por supuesto que no. Las gripes son fenómenos culturales, posibilidades negativas de vida generadas por los seres humanos en su proceso de transformación de la naturaleza en cultura. Todavía hoy, a varios milenios de la revolución neolítica, seguimos descubriendo consecuencias negativas de nuestra proximidad a las aves de corral. La llamada gripe aviar es toda una lección de humildad para la especie humana, como lo es también la encefalitis espongiforme. Los seres humanos, por mucho que nos empeñemos, no sabemos transformar recursos naturales en posibilidades positivas de vida sin que aparezcan a la vez, como efectos colaterales, posibilidades negativas. El problema es que cuando empieza a cundir la sospecha de que estas pueden alcanzar dimensiones que son mayores que las propiamente positivas, entonces la cultura cabe la posibilidad de que deje de ser proceso de construcción para enseñar su rostro más temible y feroz, el de amenaza de destrucción. Decíamos que su objetivo era adaptar al ser humano al medio, y de ese modo asegurar su pervivencia biológica. La inteligencia, en principio, sirve para eso. Pero como cualquier otro rasgo fenotípico puede fracasar, puede no resultar a la larga adaptativo. ¿Lo será o no lo será? No lo sabemos. La inteligencia es un elemento de previsión, de anticipación, pero no parece que tenga la capacidad de prever su propio futuro.
Hace ahora cerca de 40 años, un biólogo, Van Rensselaer Potter, acuñó un neologismo en el idioma inglés, bioethics. En 1971 publicó un libro con este significativo título: Bioethics: The Bridge to the Future. Potter ha contado las razones por las que creó la palabra. Las ciencias biomédicas, dijo, avanzaban a ritmo vertiginoso, pero él no veía que fuera al mismo ritmo la reflexión sobre los valores implicados en esos hechos. El disbalance, pensaba Potter, podía llegar a ser fatal. Y por eso fusionó en una sola palabra dos raíces griegas, bíos y éthos, como modo de integrar hechos y valores. La bioética estaba llamada a desempeñar la función de puente entre esas dos orillas. Para Potter, de ello dependía el futuro de la humanidad. Para controlar las enfermedades hacen falta higienistas, médicos, farmacólogos, cirujanos, etc., pero hace falta también que los seres humanos, y en especial los profesionales de la Medicina, aprendamos de una vez por todas que la enfermedad no es un mero hecho natural, que se trata de un fenómeno cultural, humano, de una creación del hombre, y que por tanto somos directos responsables de ella. Por eso se trata de un problema ético. Nada en la especie humana es puramente natural. Todo es moral; la enfermedad, también.