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Vol. 2. Núm. 3.
Páginas 393-408 (julio 2004)
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La protección de la salud como paradigma de la efectividad de los sistemas sanitarios
The protection of health as a paradigm of the health care system effectiveness
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Andreu Seguraa
a Profesor de Salud Pública. Universidad de Barcelona. Área de Salud Pública. Institut d'Estudis de la Salut. Generalitat de Catalunya
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Justificación y propósitos






Las consideraciones que siguen tienen su origen en una frustrada participación en una mesa redonda que debía formar parte de unas jornadas de reflexión dedicadas a "La encrucijada de la descentralización". La mesa se denominaba "Del derecho a la protección de la salud a la autonomía del paciente". Una formulación que, con independencia del propósito de los organizadores, viene a cuento para destacar el limitado papel que, desde los ámbitos sanitarios, se reserva a los ciudadanos como tales respecto de su salud. A pesar de la elevada prevalencia actual de las enfermedades crónicas, y aunque cada vez sean más los usuarios que acuden a los servicios sanitarios con propósitos preventivos, la condición de paciente es transitoria para la generalidad de la población. En su acepción de usuario expresa parte pero no la totalidad de las relaciones de los ciudadanos con la salud y con los sistemas sanitarios, particularmente con el sistema público.

En cierto sentido pues, nos encontramos con una contradicción en los términos. Paciente se refiere al que padece, pero también se contrapone al agente que es la figura susceptible de actuar con autonomía. En cualquier caso, no se trata de restar importancia a la autonomía de los usuarios de los servicios sanitarios, sino de ampliar las consideraciones sobre la autonomía y la salud al conjunto de la ciudadanía.

La salud de las personas y también la salud de las poblaciones, ya que los seres humanos somos animales sociales que no podemos sobrevivir aisladamente, depende de múltiples factores entre los cuales se incluyen los servicios sanitarios. La influencia sobre la salud de los determinantes biológicos, ambientales y culturales es decisiva, tanto en su vertiente positiva como negativa; pero también las intervenciones sanitarias pueden resultar beneficiosas o perjudiciales para la salud. Sea como fuere, los sistemas sanitarios no son el único medio en el que operan estos determinantes, ni pueden aspirar tampoco a convertirse en el ámbito exclusivo de las actividades relacionadas con la promoción y la protección de la salud.

De ahí que, más allá de su relación con los sistemas sanitarios, las personas y las comunidades desempeñan un papel fundamental en la producción o en la pérdida de la salud. Un papel que será tanto más activo cuanto mayor sea el grado de autonomía con el que lo afronten. Autonomía o independencia. En suma, libertad.

Para muchos la autonomía es una característica necesaria de la salud, consecuencia de entender ésta como algo más que la mera ausencia de enfermedad. En este sentido conviene recordar la definición de salud, del X congreso de médicos y biólogos en lengua catalana, como "aquella manera de vivir que es autónoma, solidaria y plena" ("gozosa" en el original)1.

Posteriormente el mundo anglosajón insistirá en la importancia del empowerment de los ciudadanos respecto de su salud. Un proceso mediante el cual éstos aumentan su control sobre las decisiones y las intervenciones que afectan a su salud2. Un concepto que se refiere tanto a la dimensión individual como a la colectiva. Mientras que, desde el punto de vista de las personas, se refiere a la capacidad de cada uno para tomar sus propias decisiones y controlar su propia vida, desde la perspectiva colectiva involucra a las personas en las decisiones y actividades dirigidas a incrementar su influencia y control sobre los determinantes de la salud y de la calidad de vida asociada a la salud de la comunidad a la que pertenecen.

Como parte de la sociedad, y en la mayoría de los casos como efectivos contribuyentes a la riqueza común, los ciudadanos y los grupos sociales también tienen un papel determinante en la configuración de los sistemas sanitarios, que excede, de nuevo, a su condición de potenciales o reales usuarios de los servicios. Una contribución que se expresa tanto económica como electoralmente, y desde luego, en forma de expectativas.

Gracias al desarrollo de las Ciencias de la Salud y el paralelo crecimiento de la sanidad se produce un incremento exponencial del consumo de bienes y servicios relacionados con la salud que, aparentemente al menos, circunscribe las relaciones de los ciudadanos y las comunidades al ámbito de los sistemas sanitarios, que a su vez, y como consecuencia de su relevancia social en términos económicos y laborales, potencian las expectativas de la población respecto del consumo sanitario.

Unas expectativas que no son siempre razonables. Buena parte de la población espera que los servicios sanitarios resuelvan satisfactoriamente un conjunto de problemas que solo tangencialmente tienen que ver con las competencias y las posibilidades de la atención sanitaria, entre los cuales destacan muchas reacciones afectivas a situaciones conflictivas o dolorosas que sólo son patológicas en contadas ocasiones o bajo una concepción muy medicalizada de la vida cotidiana.

Los problemas de insatisfacción laboral, los conflictos conyugales o familiares, las situaciones de deprivación económica o social no pueden abordarse radicalmente desde los servicios sanitarios que, a menudo, actúan de forma anestésica más que balsámica. Aunque el sistema sanitario sigue siendo un elemento de detección de muchos de estos problemas, entre los cuales la violencia y los maltratos (infantiles, de género, a los ancianos, etc.) son acuciantes, su prevención y control no se puede llevar a cabo exclusivamente desde la sanidad.

De otro lado, la espectacularidad del progreso de la tecnología médica no significa que todas las enfermedades sean curables ni que la muerte haya dejado de ser inevitable. Precisamente la mayoría de las enfermedades que llevan a la gente al médico en la actualidad en los países desarrollados son literalmente incurables, como ocurre con las artrosis o la diabetes, y el propósito de la atención médica no es la curación sino la calidad de vida de los enfermos. También ha aumentado la demanda de intervenciones sobre situaciones que tienen más que ver con la propia imagen, algunas aparentemente sencillas ­tratamientos estéticos, calvicie, etc.­ y otras más complejas como el cambio de sexo, frente a las cuales no está clara la eficacia y la seguridad de las intervenciones quirúrgicas. Finalmente, también se debe considerar lo que algunos han llegado a denominar enfermedades ficticias o no enfermedades3, que alientan el consumo desde sectores que obtienen un mercado para sus productos4.

El derecho a la salud o el derecho a la protección de la salud. ¿Espejismo o némesis?






Aunque el derecho a la protección, y con él el también el derecho a la promoción y a la restauración de la salud, sea una formulación más pragmática que la del derecho a la salud a secas, porque circunscribe las dimensiones susceptibles de abordaje por las políticas sanitarias o de salud de las sociedades, en lugar de referirse a una situación o a un proceso que tiene múltiples determinantes, algunos de los cuales no resultan modificables por las intervenciones humanas, cualquiera de esas tres categorías tiene sus límites, de forma que ninguna de ellas puede pretender alcanzar un éxito total siempre. Tampoco la protección de la salud no puede ser absoluta, es decir, no hay manera de garantizar que la salud se pueda conservar absolutamente.

Entre los determinantes más influyentes de la salud de las personas y de las poblaciones, el sistema sanitario no ha sido el más importante en la historia de la humanidad. Entre otras cosas porque la disponibilidad de intervenciones médicas efectivas es muy reciente tanto desde el punto de vista de la eficacia como de la cobertura. El descenso generalizado de la mortalidad desde finales del siglo xviii se atribuye a las mejoras en la alimentación, a un entorno más higiénico y al control de la natalidad5.

Una influencia que no se descarta es la que podemos atribuir a la Medicina en la actualidad. Desde mediados del siglo pasado no han dejado de incrementarse las pruebas científicas sobre la eficacia de las intervenciones clínicas, hasta el punto de que en la actualidad la disponibilidad de pruebas convincentes sobre el efecto de los tratamientos se ha convertido en un requisito generalizado6,7. No se trata pues de negar a la medicina una potencial influencia benéfica, sino más bien de contextualizar su impacto; un impacto que puede tener consecuencias en la supervivencia y en el aumento de la esperanza de vida, pero que también comporta otros efectos positivos, entre los cuales destaca su contribución a la calidad de vida, y también la seguridad que proporciona a las personas, una característica muy relacionada con el bienestar social y la cohesión.

Precisamente por ello la sanidad es uno de los pilares del estado del bienestar. Sin embargo, los servicios sanitarios no siempre suponen una mejora de la salud de las poblaciones cubiertas o atendidas, también pueden provocar efectos indeseables sobre su salud. Unos efectos negativos que si bien en una aproximación superficial se pueden atribuir a errores y negligencias, se deben también y fundamentalmente a otros factores más complejos entre los que destacan los que en farmacología se denominan efectos colaterales(side effects) o secundarios que son, en muchos casos, consustanciales a las intervenciones. La cruz de la moneda que no puede separarse de la cara. Por lo que, contrariamente a otros ámbitos el saldo potencialmente positivo del consumo sanitario se limita a aquellas actuaciones que están indicadas. En otras palabras, cualquier medida sanitaria comporta un riesgo de efectos indeseables que es razonable asumir solo cuando están justificadas las expectativas de beneficio, lo que ocurre exclusivamente cuando la intervención es pertinente.

Lo anterior se refiere a los beneficios y perjuicios tangibles, expresados como mejoras objetivas de la salud o como alteraciones orgánicas. Un análisis que se complica cuando se consideran las consecuencias sobre la salud mental y todavía más al tener en cuenta los efectos relativos a la autonomía, porque en cierto sentido la medicalización de la vida cotidiana implica un incremento de la dependencia que, como denunciaba Ivan Illich puede llegar a una auténtica expropiación de la salud por parte del sistema sanitario y particularmente de los médicos8. Una alienación que se ve favorecida por la asimetría de conocimientos entre médicos y pacientes, pero también por la conjura tácita que se establece cuando el enfermo responsabiliza exclusivamente al sistema sanitario de su salud.

Qué se entiende por protección






Proteger la salud significa, como se deduce del significado del término de acuerdo con lo que cualquier diccionario de castellano señala, evitar que empeore o se pierda. De ahí que sea un sinónimo de prevención de la enfermedad, aunque la terminología sanitaria al uso reduzca el significado de la protección al saneamiento o, como máximo, a las intervenciones preventivas que se dirigen a colectivos sociales.

En sentido lato, pues, la protección de la salud abarca todas las actividades que supongan una prevención efectiva de la enfermedad y el malestar relacionado con la salud. Así pues, la competencia de protección de la salud que la Ley General de Sanidad reconoce a las administraciones locales, si bien como concurrente a la de las administraciones autonómicas, puede extenderse a cualquier actividad preventiva, tanto en el ámbito colectivo propio de la salud pública como en el individual de la asistencia.

En la jerga sanitaria se distinguen distintos tipos de actividades preventivas, básicamente las de prevención primaria, secundaria y terciaria9. Evitar que se produzcan enfermedades es el propósito de la prevención primaria, lo que se puede conseguir bien mediante intervenciones que disminuyan la susceptibilidad de la población a las enfermedades o aumenten su resistencia, o evitando la exposición a las causas y factores de riesgo de las enfermedades. La prevención secundaria, en cambio, no pretende evitar el inicio del proceso de enfermar, sino modificar favorablemente su evolución antes de que se manifiesten las alteraciones que comporta. Por ello la prevención secundaria supone intervenciones de tratamiento precoz que se intenta establecer cuanto antes mediante el diagnóstico precoz. Finalmente, la prevención terciaria se plantea limitar al máximo las complicaciones que la enfermedad plenamente establecida puede comportar, de modo que es una práctica muy relacionada con la calidad de la asistencia.

Sin embargo, la orientación asistencial de los sistemas sanitarios comporta una polarización hacia las actividades preventivas que tienen como objeto las personas individualmente consideradas, lo que supone una cierta dejación de las políticas preventivas comunitarias. Si bien todos los sistemas sanitarios disponen de un componente comunitario, encarnado en los servicios de salud pública, el desarrollo de estos servicios ha sido mucho menor que el de los asistenciales, de forma que se han convertido, en la mayoría de los casos, en meros apéndices marginales cuyo protagonismo se reduce a las situaciones de emergencia y de crisis.

Así pues, buena parte de las actividades de protección de la salud de carácter comunitario corre a cargo de otros sectores ajenos a la sanidad como los de medio ambiente, que cada vez tienen mayor protagonismo respecto de los determinantes ambientales de la salud, pero también a los de trabajo, industria, agricultura, ganadería y pesca, etc. Incluso la policía ha adquirido una notable relevancia en cuanto a las políticas preventivas, sobre todo las que tienen que ver con las lesiones provocadas por el tráfico.

La contribución de los sistemas sanitarios a la protección de la salud. Logros y límites






Los sistemas sanitarios pueden contribuir a la protección de la salud de forma directa o indirecta. Directamente, a través de las intervenciones que llevan a cabo los diversos componentes del sistema, ya sean las actividades de ámbito colectivo de los servicios de salud pública o bien las de ámbito personal de los servicios asistenciales. Indirectamente, mediante la influencia sobre la sociedad respecto de la importancia de los determinantes de la salud, sobre todo de los factores de riesgo, pero también de los factores de promoción, puesto que la salud no sólo se puede perder, sino que también se puede incrementar.

El ejemplo más ilustrativo de la potencialidad protectora de la salud de los sistemas sanitarios es el de la vacunación contra las enfermedades transmisibles. El incremento de resistencia de las personas susceptibles a las infecciones mediante la inmunización activa. A pesar de que muchas enfermedades infecciosas no disponen todavía de vacunación efectiva, como la malaria o el sida, y a pesar de que las vacunaciones tampoco están exentas de efectos indeseables, no hay dudas razonables acerca de que el impacto global de las vacunaciones es positivo. La erradicación efectiva de la viruela y la posibilidad de conseguirla a corto plazo en el caso del sarampión o de la poliomielitis son una muestra irrefutable de la efectividad de la prevención primaria desde el sistema sanitario.

Otras enfermedades importantes como por ejemplo las relacionadas con el tabaquismo o con el consumo excesivo de alcohol son potencialmente prevenibles mediante la reducción a la exposición a los respectivos factores de riesgo. Sin embargo, el impacto de las intervenciones preventivas de estos problemas desde el sistema sanitario no ha sido tan positivo, sin duda porque los comportamientos personales implicados resultan difícilmente modificables mediante intervenciones parciales. Proporcionar información y recomendaciones no es suficiente para neutralizar la influencia de factores sociales como la presión sobre el consumo o la misma organización social, de donde se requiere una intervención coordinada desde el sistema sanitario y el conjunto de la sociedad.

La influencia de la alimentación sobre la salud es otro de los ámbitos en los que la participación sanitaria podría tener un carácter más decisivo si predominara la visión global de la salud pública acerca de la importancia de los determinantes sociales que están en el origen de los comportamientos alimentarios de las personas y de las poblaciones. Una visión que, sin embargo, debería incorporar la promoción de la autonomía y la responsabilidad de las personas, proporcionándoles información y criterios para proteger mejor su salud, puesto que también desde la salud pública se han promovido intervenciones que disminuyen la autonomía de las personas mediante el ejercicio de un cierto despotismo más o menos ilustrado.

Pero la medicalización, como una forma de enfocar la solución de los problemas mediante una delegación en el sistema sanitario o en los profesionales, es más aparente en el caso de la asistencia, seguramente porque se trata del componente más desarrollado de la sanidad. En este sentido viene a colación el caso de la violencia como causa común de algunos de los problemas que, en ocasiones, llegan al sistema sanitario en demanda de ayuda o, incluso, son percibidos directamente por los profesionales. Frente a la violencia doméstica o de género, y la que puede afectar a otros grupos particularmente vulnerables como los niños o los ancianos, el papel del sistema sanitario no está muy claro. A pesar de las iniciativas para mejorar la detección de las múltiples formas de violencia familiar o doméstica no existen pruebas que demuestren la conveniencia de desarrollar actividades preventivas específicas10. En algunos casos incluso la actuación de los profesionales puede contribuir a empeorar situaciones familiares. De ahí la conveniencia de plantear la cuestión en unos términos más generales y diseñar políticas globales de salud en las que el sistema sanitario puede desempeñar un papel de promotor, y desde luego, contribuir a su solución en el ámbito de la asistencia, con la colaboración de los servicios sociales y de la prevención, pero sobre todo mediante intervenciones colectivas que movilicen a la población y a los demás sectores sociales involucrados.

Ya se ha dicho que las intervenciones sanitarias pueden tener efectos positivos y negativos sobre la salud de las personas y de las comunidades. Los efectos negativos son consecuencia de múltiples causas entre las que las más aparentes tienen que ver con los errores de los profesionales11. Sin embargo, las investigaciones sobre la seguridad de los pacientes señalan la importancia de los factores de carácter estructural que están en la base de los procesos que conducen a los errores12, como la propia organización del trabajo asistencial, con la distribución de cargas laborales y la atomización de la asistencia y con la desagregación de las responsabilidades clínicas.

En este sentido la preeminencia de los valores del consumo de servicios sanitarios, independientemente de su indicación específica, puede contribuir de modo notable al aumento de la iatrogenia, puesto que el incremento de las expectativas y de la presión asistencial que supone hace más difícil mantener la propia existencia de los criterios de indicación13. Unos criterios que se basan en el conocimiento de los profesionales, los cuales son los que pueden determinar la adecuación de las intervenciones en un caso concreto.

La protección de la salud y la descentralización política






Es lógico suponer que el efecto de las intervenciones de protección de la salud depende de su adecuación a los determinantes y factores de riesgo que operan en las comunidades determinadas, por lo que la proximidad es un elemento básico. Es lo que en la jerga política se ha definido como subsidiariedad, que consiste en acercar lo más posible la responsabilidad de las políticas a la población que debe beneficiarse de ellas.

No obstante, la complejidad de las infraestructuras y las economías de escala justifican en muchos casos la adopción de medidas de carácter más general. Además, la tendencia a la concentración de la capacidad de decisión supone un incremento del poder de los estamentos situados en las cúspides de las organizaciones que raramente facilita la descentralización.

Además, nuestro ordenamiento legal limita las atribuciones de las administraciones locales a una competencia concurrente con la de las administraciones autonómicas en el ámbito de la protección de la salud, lo que no impide que se puedan abordar otras competencias pero lo dificulta debido al esfuerzo complementario que supone en términos de recursos.

No obstante, sin la implicación de las administraciones locales en las políticas de salud, particularmente en relación con las intervenciones colectivas dirigidas a la mejora y a la protección de la salud, pero sin excluir el conjunto de las actividades sanitarias, parece muy difícil conseguir un impacto sensible.

El ámbito local permite además desarrollar la participación social de un modo más directo que la que procuran los órganos formales y más o menos representativos actuales. Una participación que con la institucionalización adolece de una excesiva dimensión burocrática. En este sentido vale la pena comentar la reciente organización de unas jornadas de Participación y Salud Pública por parte del Ayuntamiento de Barcelona14, en las que se planteó la conveniencia de revitalizar el movimiento de ciudades saludables.

Precisamente la iniciativa de las ciudades saludables surge como un ejemplo de "glocalización"15, término acuñado para resaltar una perspectiva que concilia el enfoque global con la práctica local. Para revitalizar el papel de las instituciones del ámbito local se precisa que los responsables políticos de los ayuntamientos y entidades supramunicipales, como los consejos comarcales o las diputaciones provinciales, asuman esta responsabilidad, primero en su dimensión política y posteriormente en los aspectos organizativos y presupuestarios; pero también es necesario que las administraciones autonómicas, que actualmente ostentan la responsabilidad de los sistemas sanitarios públicos, den cabida a la participación local.

¿Políticas sanitarias o políticas de salud? Hacia una reorientación de los sistemas sanitarios






Uno de los problemas de salud que origina mayor mortalidad son las enfermedades vasculares en su conjunto, que incluyen las enfermedades cardiovasculares y las cerebrovasculares. La hipertensión arterial se reconoce como uno de los principales factores de riesgo de estas enfermedades, de forma que la probabilidad de presentar un episodio de cualquiera de las dos es mayor entre los hipertensos. La hipertensión arterial, a su vez, se asocia a la obesidad y al exceso de peso, de forma que las personas con unos quilos de más tienen mayor probabilidad de ser hipertensas. Pues bien, la orientación actual de los sistemas sanitarios persigue el diagnóstico precoz de los hipertensos y promueve su tratamiento para reducir el número de infartos de miocardio y de ictus.

Se trata de una estrategia que incluye el tratamiento farmacológico junto a las recomendaciones higiénicas, pero que, dadas las características del sistema sanitario, acentúa la intervención medicalizada mediante la prescripción de hipotensores. A pesar de que la mayoría de guías y de protocolos de actuación para el control de la hipertensión arterial insistan en la conveniencia de una intervención inicial de carácter higiénico, particularmente encaminada a la reducción del exceso de peso y al incremento de la actividad física que se puede complementar con tratamiento medicamentoso si no resulta eficaz, lo más habitual es que las personas en las que se detecta la presencia de hipertensión acaben recibiendo una prescripción de fármacos.

La mayoría de hipotensores que se prescriben son medicamentos que han demostrado suficientemente su eficacia, sin embargo la efectividad de la intervención depende entre otras razones, y como es natural, del grado de cumplimiento de la medicación. Desgraciadamente, la adhesión de las personas hipertensas dista mucho de ser adecuada. Entre el 40 % y el 60 % incumplen el tratamiento. Sin contar con que los que lo siguen acostumbran a considerar la medicación como una alternativa y no como un complemento de las medidas higiénicas.

Algo parecido ocurre con la hipercolesterolemia, un factor de riesgo principal de la enfermedad coronaria que desde el sistema asistencial es objeto de atención prioritaria mediante una estrategia de detección precoz y con unas pautas profilácticas similares a las seguidas en el caso de la hipertensión arterial. De nuevo el cumplimiento del tratamiento es escaso y también los fármacos hipocolesterolemiantes se consideran, en la práctica, como una alternativa más que como un complemento de las medidas higiénicas, básicamente de carácter alimentario que se recomienda proponer, las cuales no pueden ser sustituidas, razonablemente, por la profilaxis con medicamentos.

Uno y otro ejemplo son paradigmáticos en el sentido de ilustrar la necesaria reconducción del sistema sanitario, que debe asumir la inadecuación de una respuesta sectorial a un problema global que afecta a la sociedad entera, a sus valores culturales y a las formas de vida. El urbanismo, la organización del trabajo y de la familia suponen una influencia decisiva para los comportamientos de las personas en relación con la alimentación, con la actividad física, y desde luego con el estrés y la ansiedad.

Sin plantearse intervenciones en estos ámbitos resulta muy costoso y muy frustrante dedicar esfuerzos y recursos dirigidos a modificar los comportamientos de las personas desde la asistencia. Unos esfuerzos y unos recursos que obtienen escasos resultados, como muestra la tendencia al aumento del sedentarismo, de la obesidad y del exceso de peso o de una alimentación limitada en cuanto al consumo de frutas y verduras16.

En cambio, la política sanitaria actual nos lleva al aumento progresivo de la factura pública en farmacia que, por lo que corresponde a medicamentos hipotensores e hipolipidemiantes ha superado el 15 % del importe total17, lo que, sin contar el coste de las pruebas analíticas ni tampoco el de la dedicación de los profesionales a las visitas de control supone cerca del 4 % del gasto sanitario corriente, es decir, unas 4 veces más que lo que gasta el sistema sanitario en sus servicios de salud pública.

Por todo ello parece más adecuado explorar las posibilidades de diseñar políticas de salud más que políticas sanitarias, de forma que tanto el análisis de los determinantes de los problemas de salud como el de la adecuación de las intervenciones se refieran al ámbito de la comunidad y no se limiten al de los servicios sanitarios. Los servicios sanitarios deben desempeñar un papel importante, pero no único, y entre sus actividades se deben potenciar las que impliquen el fomento de la implicación del conjunto de sectores involucrados.

Una dimensión de las políticas de salud muy relacionada con la protección es la que tiene que ver con la valoración de los riesgos para la salud de cualquier actividad. Del mismo modo que las administraciones han incorporado la cuantificación del impacto ambiental antes de autorizar determinadas actividades humanas, particularmente las referidas a obras de infraestructura de transportes y comunicaciones o las hidrológicas, la valoración del potencial impacto sobre la salud es una perspectiva que poco a poco se va incorporando a las políticas públicas.

La valoración del impacto sobre la salud respecto de algunas iniciativas políticas relativas a las condiciones de trabajo y el incremento de la incidencia de infartos de miocardio o el aumento de impuestos en los combustibles y la exposición al frío por falta de calefacción son algunos ejemplos que Scott-Samuel presentaba ya hace algunos años como muestra de riesgos sanitarios que se hubieran podido evitar18. La valoración del impacto sobre la salud consiste en la estimación de los efectos de una determinada actividad sobre la salud de una población definida19. Los ámbitos de aplicación son múltiples, desde el nivel más local al más global del conjunto de las políticas sociales20.

La necesidad de un debate sobre los valores y los intereses: libertad y responsabilidad






El aumento del gasto sanitario ha puesto sobre el tapete la viabilidad de los sistemas sanitarios públicos. Aunque el margen para el crecimiento sea distinto según los países, la tendencia sostenida al alza por encima de la que corresponde a la riqueza económica supone un claro límite para la expansión. No abordar el problema supone, además, un elevado riesgo de acrecentar sus inconvenientes, de forma que mantener los patrones actuales de consumo puede significar "pan para hoy, pero hambre para mañana".

A pesar de que existe un amplio consenso sobre lo inadecuado de buena parte del consumo sanitario y se conocen suficientemente los potenciales efectos indeseables que comporta para la salud, el debate se acostumbra a limitar a los aspectos económicos, sin entrar a fondo en la necesidad de la reorientación del sistema.

Sin embargo, la viabilidad de los sistemas sanitarios no depende solamente de la suficiencia financiera, sino sobre todo de su capacidad real para mejorar y mantener la salud, que es su justificación más genuina, y también de su contribución a la equidad y a la cohesión social.

En este sentido tienen interés las iniciativas que pretenden fomentar la asunción de las responsabilidades individuales y colectivas de la población, pero también por parte de las instituciones sanitarias y de los profesionales. A menudo se aduce que la demanda asistencial es el factor más determinante del aumento del consumo, pero más raramente se admite la influencia que tiene la inducción, directa e indirecta, de la demanda por parte del sistema sanitario.

Así pues, junto a una eventual participación del consumidor en el coste, que desde luego tiene algún efecto sobre la utilización, y siempre que se eviten los posibles efectos indeseables derivados de una insuficiente atención a las necesidades sanitarias de los grupos sociales más desfavorecidos, se requieren iniciativas que mejoren la adecuación de la utilización en sentido positivo más que restrictivo o punitivo. De ahí el interés de algunos programas de educación para la salud con el propósito explícito de mejorar el uso de los servicios sanitarios21.

Tal vez haya llegado el momento de establecer un nuevo contrato social basado en la solidaridad y en la subsidiariedad22 respecto de la salud y la sanidad, mediante el cual todos los agentes implicados determinen los compromisos y las responsabilidades de cada uno para conseguir un sistema sanitario más equilibrado y más integrado en la comunidad, y acuerden los límites de las necesidades sanitarias y de protección de la salud.

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