La reflexión bioética ha experimentado un importante desarrollo desde su nacimiento en los años setenta. El término fue utilizado públicamente por primera vez por el oncólogo estadounidense Van Potter 1, con un sentido que hoy podríamos considerar como de bioética global, un diálogo entre la Ciencia y las Humanidades como única posibilidad de mirar al futuro de la existencia humana con esperanza. La orientación que, sin embargo, ha triunfado hasta el momento es la dada por Hellegers al incorporar el término bioética al nombre del Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics, en Washington. Desde entonces, el principal punto de interés de la reflexión bioética ha estado en el campo de la investigación y la práctica médica, aunque se advierte una expansión de dicha reflexión hacia otros campos, como el del medio ambiente 2.
Los principios de la bioética
La reflexión bioética se ha desarrollado a través de diferentes modelos 3, pero el que más éxito ha tenido es el denominado principialista, por estar basado en la definición de varios principios que enmarcarían el contenido fundamental de dicha reflexión. La National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research, constituida por mandato del Presidente de los Estados Unidos para estudiar las cuestiones éticas relacionadas con la investigación biomédica, publica en 1978 el conocido Informe Belmont 4, en el que se definen tres principios que han de presidir cualquier intervención investigadora en la que participen seres humanos: beneficencia, respeto a la autonomía de las personas y justicia. Posteriormente, la obra de Beauchamp (miembro de la National Commission) y Childress Principles of Biomedical Ethics5 añade un cuarto principio, el de no maleficencia, a partir de la división de los contenidos del de beneficencia, y amplía además el ámbito del principialismo al conjunto de la asistencia sanitaria.
En una aproximación general, el contenido conceptual de cada uno de los principios sería el siguiente:
1. Respeto a la autonomía de las personas: concepto de gran tradición política y filosófica en Occidente, supone la asunción del derecho de los sujetos morales a decidir desde sus propios valores y creencias personales acerca de cualquier intervención que se vaya a realizar sobre su persona. Beauchamp y Childress centran más el concepto en torno a las decisiones autónomas de las personas, al considerar que no todas las decisiones que toma una persona competente reúnen las condiciones para poder ser consideradas autónomas, y que hay situaciones en que una persona considerada incompetente puede participar con un determinado nivel de autonomía en la toma de decisiones. La concreción más evidente de este principio es la figura del consentimiento informado, necesario para cualquier intervención 6, y que va más allá de la mera firma previa de un impreso antes de la misma.
2. No maleficencia: se trata del principio básico de todo sistema moral. Se formula en términos negativos, como prohibición de producir, intencionada o imprudentemente, daño a otros, con un mayor nivel de exigencia que el de la obligación a proporcionar un bien (la no-maleficencia, por ejemplo, obliga hacia todas las personas por igual, mientras que la beneficencia puede tener distintos niveles de obligación: la que existe entre individuos sin relación previa, la que hay entre padres e hijos, la que existe entre profesionales y aquellos a quienes prestan sus servicios, etc.). El contenido del principio de no-maleficencia suele estar amparado por prescripciones penales.
3. Beneficencia: se trata del núcleo constitutivo de la práctica médica, la consecución de un beneficio, en términos de salud, para quienes acuden solicitando asistencia sanitaria. No sólo presenta en sí mismo la problemática de definir el bien, lo que es bueno, y de quién lo define, sino que su evidente relación con el anterior principio, el de no-maleficencia, hace que se deban valorar en cada caso los equilibrios entre beneficios y riesgos potenciales ante cualquier intervención biomédica.
4. Justicia: la conciencia de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos hace que, en cada intervención sanitaria, debamos tener claro que ante situaciones iguales actuaremos de una forma similar, y lo haremos de forma diferente ante situaciones distintas, manteniendo siempre abiertas las posiblidades de los demás seres humanos. La dificultad proviene de la elección de los criterios de justicia, es decir, de aquellos que guiarán la valoración de las distintas situaciones (mérito, capacidad, necesidad, etc.) y la distribución de los diferentes recursos de que dispongamos. En general, en la asistencia sanitaria, y al menos en nuestro entorno europeo, se da más importancia al criterio de necesidad, y los recursos sanitarios se entienden dirigidos hacia quienes necesitan de ellos. Los criterios de eficiencia y equidad entrarán en juego ante la realidad de la limitación de cualquier tipo de recursos.
La crítica al principialismo
Son diversas las críticas que este modelo, a pesar de su éxito en el mundo sanitario (e incluso fuera de él 7), ha recibido:
1. La falta de concreción de los principios, su aparente generalidad, que no ayudaría a la orientación eficaz de las situaciones que se presentan en la práctica asistencial. Tampoco daría pautas de actuación para los profesionales sanitarios, ya que los principios sólo demarcarían los límites en que la asistencia sanitaria es posible.
2. La pretensión de independencia de los principios entre sí puede hacer que dos o más de ellos, en multitud de situaciones, entren en conflicto, sin que el modelo aporte vías de solución para ello. Beauchamp y Childress no otorgan precedencia absoluta a ninguno de los principios sobre los otros tres (precisamente, los consideran prima facie, es decir, obligatorios hasta que entran en conflicto entre sí).
3. La falta de fundamentación filosófica: un modelo basado en la definición de tres-cuatro principios, y que no parte de un único principio fundamental o de una concepción elemental de la actividad sanitaria, no parece sostenerse sobre una base filosófica sólida.
Primera crítica: la falta de concreción de los principios
A la primera objeción se ha respondido por la vía de la complementariedad. Si bien es cierto que los principios tienen un elevado nivel de generalidad, ello no impide que orienten en la resolución de casos concretos. Frente al casuismo (la resolución de casos concretos sin referencia a ninguna clase de principios, guiados más bien en procesos intuitivos, de consenso y de comparación entre situaciones similares), se defiende que el proceso de discernimiento ante situaciones conflictivas es bidireccional, caminando indistintamente de los casos concretos a los principios, y de los principios a los casos. Si los principios están vacíos cuando no cuentan con la concreción que aportan las situaciones reales, éstas, por su parte, se encontrarían desorientadas en un universo sin principios. Los métodos de resolución de casos incluyen, por ello, distintas etapas en las que se valoran tanto los principios como las circunstancias concretas de cada situación 8,9.
Para orientar a los profesionales en el desarrollo de su actividad, esos mismos principios necesitan de la especificación de pautas concretas de comportamiento 10. Habría así lugar para una ética de las virtudes de los profesionales sanitarios; los propios propulsores de este modelo ético, Pellegrino y Thomasma, defienden la necesidad de que también las virtudes aparezcan orientadas de alguna forma por principios generales 11.
Segunda crítica: conflictos entre principios
La segunda objeción apunta, como queda dicho, a dos pretensiones del modelo, la de la independencia de los principios y la de la falta de prioridad de unos sobre otros. La primera de ellas lleva a que los impulsores del principialismo, los arriba citados Beauchamp y Childress, hablen de dos modelos de asistencia sanitaria, el paternalista y el autonomista (según se basen exclusivamente en los principios de beneficencia o autonomía) incompatibles entre sí 12. El hecho de que se trate de principios que hablan de una sola realidad, la de la asistencia sanitaria a la persona que sufre por causa de enfermedad, hace difícil pensar que sean absolutamente independientes. Por ello, he propuesto en otro lugar 13 una concepción más dinámica e interactiva del modelo principialista, el triángulo bioético, tomando como referencia los tres principios propuestos en el informe Belmont, entre los que se crea un espacio de interacción en el que se desenvuleve la asistencia sanitaria, y que vendría definido, más que por los tres vértices (donde se sitúan los principios), por los lados, que orientan más claramente dicha interacción (fig. 1):
Figura 1.El triángulo bioético.
1. El lado beneficencia-autonomía, que deja claro que la relación clínica debe consistir en un equilibrio entre las propuestas de beneficencia del profesional y los criterios personales del paciente.
2. El lado autonomía-justicia, que muestra las limitaciones que a la libertad personal pone la convivencia social, y a las normas sociales la existencia de una serie de derechos inalienables de la persona.
3. El lado justicia-beneficencia, que muestra también las limitaciones que a la beneficencia se pueden hacer desde consideraciones del bien social (y podríamos también decir lo mismo a la inversa).
Los principios, de esta manera, no se oponen, sino que se complementan y aclaran en cuanto a su alcance.
Ante la pretensión de que los distintos principios son de igual nivel, lo que, según sus críticos, produciría conflictos irresolubles entre ellos, se han propuesto distintas soluciones, basadas principalmente en el establecimiento de criterios de prioridad entre ellos. La más extendida en nuestro ámbito es la propuesta por Diego Gracia, que separa los principios en dos niveles: el nivel 1, constituido por los principios de no maleficencia y justicia, y el nivel 2, por los de autonomía y beneficencia. El nivel 1 tendría prioridad sobre el nivel 2, debido a que se trata de principios de nivel general y de obligación perfecta, que además vendrían exigidos por el Derecho, mientras que los principios del nivel 2 se mueven más en el ámbito de lo personal y privado y no podrían exigirse jurídicamente 14.
Sin embargo, no parece que estas consideraciones sobre la prioridad entre niveles refleje adecuadamente la mentalidad occidental y su organización jurídica y social. Nuestra Constitución y las de los países de nuestro ámbito comienzan con la defensa de una serie de derechos individuales inviolables que ponen límite a la intervención estatal (a la que se supone garante del bien común), y parece que lo que muestran realmente es un equilibrio entre los intereses individuales y sociales, muy en línea con las teorías contractualistas, sobre las que luego volveremos. Además, ya comienzan a existir sentencias en nuestro ámbito que consideran como sujeta a responsabilidad la llamada pérdida de oportunidad (es decir, las situaciones en que a un paciente no se le ofrece todo lo razonablemente disponible por el saber médico en un momento dado y que puede beneficiarle); ello supone la exigencia jurídica de algún grado de beneficencia, que deja así de poder ser considerada como voluntaria, al menos en el ámbito de la asistencia sanitaria. Por último, el contenido del principio de autonomía está regulado, al menos en parte, por la llamada Ley de autonomía del paciente 6, que establece las obligaciones de los profesionales al respecto, obligaciones que pueden ser, por tanto, requeridas legalmente.
A pesar de todo lo anterior, el éxito de este tipo de priorizaciones ha sido evidente en nuestro país, y ello ha dado lugar a las consideraciones de eficiencia social que podemos encontrar en muchas de nuestras guías farmacoterapéuticas y de actuación ante diversas situaciones clínicas. Así, si una determinada intervención, efectiva a nivel individual no es conciliable con los criterios de justicia social (por ejemplo, por no ser viable para todos los individuos de un determinado sistema de asistencia en las mismas condiciones), o bien no se ofrece como posibilidad, o bien se ofrece como alternativa de segunda línea para situaciones en que la intervención propuesta en primer lugar (menos efectiva o con más efectos secundarios, pero considerada más eficiente) no resulte indicada, sin que se informe de ello al paciente concreto. Este tipo de situaciones, que originan malestar ente los profesionales sanitarios 15, no priorizan entre principios, sino que excluyen a alguno de ellos (en este caso, al de autonomía), y quedan emplazadas fuera del triángulo bioético. Desde la perspectiva de este último, lo que se buscaría es la solución que cumpliera (o, al menos, no incumpliera) con los tres principios:
El de beneficencia, aun cuando priorizaría la solución más eficaz, no sería violentado si en base a ciertas circunstancias se ofreciera la más eficiente, siempre y cuando ésta no fuera perjudicial para el paciente.
El de justicia apuntaría también hacia la solución más eficiente.
El de autonomía se vería satisfecho si se informara al paciente, como determina la Ley 6, de las circunstancias que afectan a su tratamiento. Lejos de una interpretación del principio de autonomía como garante del capricho del individuo, estaríamos haciendo aquí una interpretación de dicho principio que, equilibrándolo con el de justicia, apelara a la responsabilidad en la toma de decisiones.
Tercera crítica: la falta de fundamentación de los principios
La tercera objeción, la de la falta de un fundamento filosófico específico para los principios, requiere una consideración más amplia. En la situación de pluralismo ideológico en la que se encuentran inmersas las sociedades occidentales, sería difícilmente aceptable por todos un modelo basado en un planteamiento filosófico cerrado. Antes bien, Beauchamp y Childress asumen que aun faltando ese sólido soporte filosófico, sus principios encuentran respaldo en la propia evolución social y política de occidente (el principio de justicia ya aparece en las obras de Platón, el precepto de hacer el bien y evitar el mal aparece sólidamente fundamentado en Santo Tomás de Aquino y se le pueden buscar fuentes anteriores, como la obra hipocrática, y el principio de autonomía es un componente fundamental del pensamiento occidental desde la Ilustración), por lo que coincidirían con la denominada moralidad común que la propia sociedad comparte, al menos de un modo global (para algunos autores, los principios desde su origen norteamericano reflejan los valores fundamentales recogidos en la Constitución estadounidense 16). Esta moralidad común sería para algunos 3,5 fundamentación suficiente para la validez de un determinado modelo de referencia bioético. Veamos un poco más detenidamente cómo el modelo principialista puede encontrar soporte por esta vía en la misma concepción de la convivencia social.
Los principios de la bioética y el contrato social
Ya aludimos con anterioridad al equilibrio que, en el mundo occidental, se vive entre los derechos del individuo y la posibilidad del poder público de interferir con los mismos en busca del bien común de la sociedad o de algún grupo concreto. Una de las formas en que esto se ha venido explicando clásicamente es a través de la teoría del contrato social en sus diferentes modalidades 17. Todas ellas coinciden en afirmar que, al optar el hombre por la convivencia en sociedad (opción figurada, se entiende, ya que no hay evidencia histórica del estado natural en que se supone estaría el ser humano antes de dicha opción), habría renunciado a parte de la libertad de que dispondría en dicho estado, esperando del resto de los individuos la misma renuncia, a cambio de obtener algún tipo de beneficio. Dicho beneficio aparece formulado de diferentes maneras:
1. En Hobbes, al ser el estado natural un estado de violencia total entre los seres humanos, el pacto por la convivencia obtendría ventaja para todos al evitar los enfrentamientos y mutuas agresiones.
2. En Locke 18 y Rousseau 19, sin esa visión negativa del estado de naturaleza, se habla de un bien general que se conseguiría por la colaboración entre todos, dando por sentado el compromiso de mutuo respeto y no agresión como base de la convivencia. Así, Locke dirá: "La razón [...] enseña a cuantos seres humanos quieren consultarla que, siendo iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones" 18.
3. Rawls, en su Teoría de la justicia 20, que puso de actualidad a finales del pasado siglo la reflexión sobre la justicia en el seno del contrato social, tiene claro que la convivencia obtiene para el ser humano múltiples beneficios.
Se da, pues, una conciencia clara de equilibrio entre libertad individual y poder público en relación a un amplio espectro de objetivos, que van desde la no-maleficencia hasta la búsqueda del bien común. Curiosamente, y respondiendo a su identidad liberal, las teorías del contrato social ponen en primer lugar la autonomía individual, que sería la que, voluntariamente, se sometería al poder establecido por común acuerdo. No se puede mantener, en este contexto, la prioridad del bien común sobre el individual si no es con algún grado de aceptación previa del primero por parte del conjunto de los individuos 21.
Dado que el contenido fundamental de las teorías del contrato social repite, de alguna manera, lo que hemos venido refiriendo a través de los principios de la bioética, podríamos intentar su representación gráfica en paralelo al triángulo bioético. Así, tendríamos un primer triángulo de convivencia social en el que, sobre la base de la relación libertad individual-poder público (o sus equivalentes en bioética, autonomía y justicia), y en un marco de no-maleficencia, se constituye un espacio de no agresión que delimita dicha convivencia. Sin embargo, dentro de él, se desarrollarían otros triángulos, con la misma base pero diferente altura, que definirían aspectos concretos de beneficencia (tanto general como específica de determinados grupos o miembros de la sociedad) que se podrían perseguir en su seno (fig. 2).
Figura 2.El triángulo bioético y el contrato social.
Desde esta perspectiva, la asistencia sanitaria quedaría definida como un espacio de búsqueda del bien (en términos del proceso salud-enfermedad) en el seno de la convivencia social, delimitada por tanto por los elementos básicos de ésta: autonomía, justicia y no-maleficencia. Y esa búsqueda del bien específico sanitario estaría marcada por la propia dificultad para definir el bien en una sociedad pluralista; no sólo se hace difícil determinar qué es la salud y cómo debe perseguirse, sino que, aun en áreas en las que se consigue un amplio consenso social, el individuo debe poseer la última palabra (siempre en equilibrio con el interés común compartido en sociedad) sobre el bien sanitario que se le ofrece.
La prioridad del espacio general de convivencia (definido por el equilibrio entre el interés personal y el social) sobre los bienes concretos a perseguir en su seno apuntaría hacia una cierta preeminencia de los principios de autonomía, justicia y no maleficencia sobre el de beneficencia como única regla de prioridad aplicable. Queda así más clara la relación entre los principios de no-maleficencia y de beneficencia, que aun situándose en una misma dimensión de la realidad social, muestran una clara separación entre ellos, lo que hace que puedan ser considerados tanto desde su relación como desde su diferencia. Ello puede explicar las variadas opiniones que al respecto del número de principios mantienen distintos autores 3,7.
En este contexto, las profesiones tendrían sentido como aquellas prácticas socialmente reconocidas y estructuradas para la consecución de determinados bienes sociales. Las profesiones sanitarias serían, por tanto, las orientadas específicamente a la consecución de bienes en el proceso salud-enfermedad de las personas, tanto a nivel individual como de colectividades.
La relación encontrada entre los principios de la bioética y las teorías del contrato social tiene diversas consecuencias. Una de ellas es que refuerza la justificación de la teoría principialista, al encontrar cómo ésta converge con planteamientos extensamente compartidos en la sociedad. Pero, además, habría que mencionar las siguientes:
No podríamos separar la ética de la salud o la ética de la asistencia sanitaria del conjunto de la reflexión ética compartida socialmente, al ser la asistencia sanitaria una realidad básicamente social y perfectamente incardinada en este contexto. No habría, por tanto, una ética intrínseca de la Medicina, inmutable y basada en la singularidad de la relación médico-enfermo (como defiende Pellegrino 22), sino más bien una reflexión ética sobre las peculiaridades de la actividad asistencial en el marco general de la ética compartida en sociedad, con una interacción dinámica entre ambas. Ello no significa que los agentes de la asistencia sanitaria no tengan ningún protagonismo en la reflexión ética sanitaria; pero deberán entender ese protagonismo en colaboración con otras participaciones, y no como exclusividad en dicha reflexión.
De ahí también se desprendería la justificación del poder público para legislar algunos aspectos básicos de la relación clínica, aun cuando el Estado, como agente, no estuviera directamente implicado en la misma (y así se entiende, por ejemplo, que se pueda legislar sobre los derechos sanitarios del paciente incluso en la asistencia privada).
Los principios de la bioética y la asistencia sanitaria
Una última crítica que aún se hace a los principios apunta al hecho de que no recogen toda la riqueza de matices de la asistencia sanitaria. Si bien hay que decir en su descarga que no aparecieron para servir de guía a la reflexión global sobre esta última, sino para resolver los conflictos éticos que pudieran surgir en su seno, es cierto que algunos aspectos propios de la actividad sanitaria no encajan bien dentro del esquema de los principios, tal y como habitualmente los entendemos. Algunos autores citan, por ejemplo, la confidencialidad y el secreto profesional como asuntos que no quedarían bien enfocados desde la perspectiva de los tres (o cuatro) principios.
Pero incluso aceptando esto, los principios nos ofrecen una valiosa orientación. Tengamos en cuenta que la reflexión ética es la reflexión sobre el deber ser, y que no tiene sentido si no es en relación a lo que es (o a lo que puede ser); es decir, la reflexión ética parte de la realidad (y a ella vuelve). Esto quiere decir que los principios de la bioética, que con gran éxito parecen recoger la moralidad comúnmente compartida por los seres humanos (al menos en el ámbito occidental) en torno a la asistencia sanitaria, pueden ser una guía excelente para acercarnos a esta última.
Ya Diego Gracia 14 observa cómo cada uno de los principios hace referencia especial a los distintos agentes que intervienen: el principio de beneficencia hace relación fundamentalmente a los profesionales, el de justicia a la sociedad como tal (a través de sus representantes y administradores) y el de autonomía al propio ciudadano que recibe la asistencia. Aunque también cabría hablar de la autonomía del profesional, o del compromiso de beneficencia de la sociedad. Y, por otro lado, no son los profesionales los únicos agentes de beneficencia en la asistencia sanitaria: también lo son los cuidadores informales (familia, redes sociales, etc.), e incluso el propio paciente.
Parece, por tanto, que más que a agentes concretos, a lo que apuntan los principios es a diferentes dimensiones de la asistencia sanitaria, diferentes pero no completamente separables: la individual y la social, y dentro de esta última, la interpersonal y la estructural. La dimensión relacional del ser humano, recogida en el término persona, justificaría la integración entre las distintas dimensiones, aunque podamos, artificialmente, considerarlas por separado.
La identidad social del médico
Es bastante probable que, en la evolución social humana, la dimensión del cuidado aparezca antes que la más específica de la curación, que definiría la actividad del médico. Y que esta surgiera, precisamente, ante las limitaciones de aquélla.
La primera respuesta del ser humano ante la enfermedad y el sufrimiento de algún congénere ha debido ser la compasión y, desde ahí, la ayuda y el apoyo a la persona enferma y a la solución de sus necesidades básicas. Pero esto pronto se revelaría insatisfactorio, porque muchas de las situaciones de enfermedad acabarían irremisiblemente en la muerte, a pesar de que se le dedicaran los mejores cuidados.
Más tarde o más temprano, surgiría la necesidad de enfrentarse directamente a la enfermedad como una realidad separada de la persona enferma (aunque sea artificialmente), y a la que se confía vencer, posibilitando así la recuperación de ésta. Se fue haciendo frente a la enfermedad con los mecanismos que cada cultura tenía a su alcance 23: magia, religión y ciencia fueron apareciendo sucesivamente como medios para destruir el mal que afectaba a las personas. Y este alejamiento de la persona para considerar la enfermedad de forma aislada y enfrentarse a ella, siguiendo procedimientos específicos de difícil comprensión por quienes no han recibido la correspondiente formación, ha podido quedar reflejado en el aislamiento (separación) social de quienes han asumido esta función en las distintas etapas de la historia: recuérdese el carácter separado del sacerdote en las culturas religiosas, o el carácter esotérico de la medicina hipocrática, sólo apta para iniciados.
No obstante lo anterior, en todas las épocas ha existido la conciencia de regreso a lo humano al ponerse el médico frente al enfermo 23. Gran parte de los escritos hipocráticos muestran esa preocupación por la dimensión humana de la Medicina, y esa preocupación ha continuado apareciendo en los sucesivos momentos de la Historia. Sin embargo, en los últimos decenios, y posiblemente a raíz de la complejidad creciente de la ciencia médica, se ha hecho más difícil para los profesionales ese regreso a lo humano antes citado: es tanta la dedicación que precisa el conocimiento de los mecanismos de la enfermedad, tanta la tecnificación desplegada para diagnosticarla y tratarla, que los médicos quizá se han visto sobrepasados por ellas. De ahí que convenga insistir en la necesidad de recuperar la bidireccionalidad entre la persona enferma y la ciencia que, a través de sus profesionales, se pone a su servicio.
Porque el médico, en cada encuentro con la persona enferma, o necesitada de su atención, pasa obligadamente de la relación personal a la reducción objetivadora del problema de salud como medio de hacerle frente. Sin embargo, el viaje quedaría incompleto si no es capaz de volver a la persona con todo lo descubierto durante la reducción clínica. Porque no debe olvidarse que la enfermedad, cada enfermedad, ocurre en un ser personal con sus propios proyectos e intereses 24, que tendrá que poner en diálogo con su situación real. Lo objetivo de esta última discurre en el seno de una subjetividad personal cuya capacidad de apropiación de posibilidades está quedando (o puede quedar en un futuro) comprometida.
Es por ello fundamental que el médico eduque su capacidad de comunicación 25, no sólo para poder hacer mejores historias clínicas que le lleven a realizar una más adecuada objetivación de la situación patológica, sino también (y quizás sobre todo) para poder poner en diálogo al enfermo con su enfermedad, en unas condiciones en que este pueda personalizar al máximo posible su nueva situación. Ello supone la conciencia previa de que la importancia de la enfermedad no está en ella misma, sino en las limitaciones a que somete a la persona afectada por ella. Sólo con esta convicción, y con las disposiciones y habilidades necesarias para llevarla a efecto (entre las que destaca la ya citada de la compasión, que sería la que posibilitaría el auténtico contacto del médico con la subjetividad del paciente 26,27), el médico podrá hacer el viaje completo, de ida y vuelta, del enfermo a su enfermedad y viceversa. Sólo así se podrá rehumanizar la práctica médica (quizás sería mejor decir "panhumanizar", pues nunca estuvo del todo deshumanizada).
El médico en tres dimensiones
También podríamos considerar aquí al médico contemplado desde la perspectiva tridimensional utilizada para el análisis de la asistencia sanitaria. Porque en la opción por la profesión o en el ejercicio de la misma habrá que considerar los factores personales, interpersonales y estructurales que intervienen en su configuración, si queremos ejercer una crítica certera y proponer las medidas adecuadas para conseguir una orientación más humana de la misma.
En primer lugar, nos encontraremos con la dimensión individual. En ella hallaremos los elementos que determinaron la opción por la profesión y los que continúan manteniendo su ejercicio (ya sean vocacionales, de interés personal o de necesidad de reconocimiento social), así como aquellos caracteres personales que influyan en la forma concreta en que dicho ejercicio se desarrolla (facilidad para la relación, capacidad de empatía, etc.).
En segundo lugar, invirtiendo el orden que hemos seguido hasta ahora, podemos considerar la dimensión socio-estructural de la profesión. Es evidente que una separación de la realidad concreta de la persona enferma para identificar la enfermedad y enfrentarse a ella necesita de un soporte social para su desarrollo, plasmado por ejemplo en la existencia de escuelas o facultades de Medicina y de lugares donde desarrollar la investigación necesaria. Llegar a ser médico no es una aventura que pueda uno emprender en solitario. Por ello, la sociedad apoya y orienta el desarrollo del ejercicio profesional y del conjunto de la asistencia sanitaria en la medida de sus necesidades. Y a ello deberán amoldarse los profesionales si desean continuar disfrutando de la protección y soporte sociales.
Pero el grueso de la actividad profesional del médico se da en la relación interpersonal con el paciente (actual o potencial) y/o sus acompañantes. De aquí la importancia del elemento relacional en la práctica médica, para el cual deberíamos preparar adecuadamente a nuestros profesionales.
En esta realidad tridimensional se mueve el ejercicio de la Medicina. En ella debe poder situarse cada profesional concreto, desde la relación entre sus motivaciones personales, las orientaciones sociales y la realidad concreta del encuentro con cada ser humano enfermo. Y a ello deberemos colaborar todos los implicados para poder disponer de profesionales realmente comprometidos con la calidad del servicio, técnico y humano, que prestan a los ciudadanos.