El derecho constitucional a la salud
La protección del paciente constituye hoy en día una prioridad de las políticas de salud a nivel mundial, como muestra la iniciativa de la Organización Mundial de la Salud relativa a la Alianza Mundial para la Seguridad de los Pacientes. Por otra parte, en el Derecho interno español, tanto el artículo 51 de la Constitución como el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, consagran el derecho primario del consumidor a su salud y seguridad(1). Este derecho ha sido recogido en la legislación autonómica, tanto sanitaria como de consumo, abriendo una nueva línea vanguardista en la consideración jurídica del paciente.
(1) Los derechos primarios son también conocidos como derechos de primera generación por su precedencia cronológica entre los constitucionalizados con carácter general a favor de los consumidores y usuarios. Cfr. J. Tomillo. Realidad y futuro del Sistema Arbitral de Consumo: una aproximación crítica desde la experiencia cántabra. En: Tomillo J, director. Práctica arbitral de Consumo. Ed. Thomson-Civitas, Cizur Menor; 2007. p. 38-9.
Frente a la tradicional consideración de éste desde la perspectiva de mero destinatario de productos y servicios sanitarios en una relación tutelada por el facultativo e inspirada por los principios de beneficencia y de confianza, las modernas líneas de investigación jurídica sitúan al paciente como un usuario más de servicios y un consumidor de productos, razón por la que le resultaría aplicable por extensión la legislación de protección del consumidor. Esta concepción —que viene abriéndose camino desde el punto de vista doctrinal y legislativo, y que no es sino la respuesta jurídica a la creciente necesidad de paridad posicional de la relación clínica— exige articular las herramientas hermenéuticas que permitan solventar las eventuales colisiones normativas que pueda producir la integración en el ordenamiento jurídico-sanitario de instituciones procedentes del Derecho de Consumo. Por otra parte, la gestión de la asistencia sanitaria por las comunidades autónomas exige esfuerzos y fórmulas de cooperación en aras a garantizar, en el ejercicio de sus respectivas competencias, la equidad, la calidad y la participación social, en definitiva, la cohesión del Sistema Nacional de Salud, con la finalidad de reducir activamente las desigualdades existentes en materia de salud.
La responsabilidad por "agresión" en la primera jurisprudencia norteamericana
Es interesante fijar el origen del actual proceso juridificador del acto médico y desgranar las reglas que resultaban de aplicación en el mundo de la medicina metajurídica. La juridicidad del acto médico empieza a plantearse como una seria necesidad en Estados Unidos a principios del siglo XX por el juez de la Supreme Court Benjamin Nathan Cardozo, que tuvo el mérito de redactar las primeras resoluciones judiciales en las que se ensayaba un tratamiento jurídico sistemático de la negligencia médica (no del acto médico). Naturalmente, dentro de las peculiaridades del sistema del "leading case" norteamericano y concebida la negligencia a la usanza anglosajona, como culpa grave. En su producción jurisprudencial ("Schoendorff vs. Society of New York Hospitals", 14 de abril de 1914) establece un principio singularmente adelantado para su época, que fue recibido con polémica entre los profesionales de la salud(2):
"Every human being of adult years and sound mind has a right to determine what shall be done with his own body; and a surgeon who performs an operation without his patient's consent commits an assault for wich he is liable in damages".
(2) Es decir, que todo ser humano adulto y con mente sana tiene derecho a decidir qué se hace con su cuerpo, de manera que un cirujano que realiza una intervención sin el consentimiento del paciente realiza una agresión de cuyas consecuencias es responsable. Véase Faden RR, Beauchamp TL. A history and theory of informed consent. Oxford: Oxford University Press; 1986. p. 123. Son interesantes las consideraciones realizadas por A. Pelayo González-Torre. La intervención jurídica de la actividad médica: el consentimiento informado. Madrid: Dykinson; 1997. p. 14 y ss.
Con estos precedentes —nunca mejor dicho— Cardozo fue invitado a dar una conferencia ante la New York Academy of Medicine el 1 de noviembre de 1928(3). En ella defendió la juridificación del acto médico como fruto del trabajo conjunto de juristas y sanitarios. Basaba esta idea en dos argumentos. En primer lugar, decía que ambas profesiones estaban unidas por un origen común(4), que el primer médico fue a la vez sacerdote, al igual que también lo fue el primer juez y el gobernante que recibía los mandatos divinos. En segundo lugar, afirmaba que unos y otros compartían igualmente un objetivo común (common quest): la preocupación por la "sanación" (recovering) de situaciones de orden alteradas por la irrupción de factores perversos, como la enfermedad en el caso de la medicina, y el crimen en el caso del derecho. Por ello médicos y juristas aparecen unidos por el mismo empeño en restablecer situaciones ideales alteradas por la enfermedad o por la injusticia, respectivamente.
(3) Cardozo B. What medicine can do for law. Bulletin of the New York Academy of Medicine. 19229;7:581-607.
(4) Cardozo B. What medicine can do for law, p. 581: "Our professions -yours and mine, medicine and law-have divided with the years, yet they were not far apart at the beginning. There hovered over each the nimbus of a tutelage that was supernatural, if not divine".
Es precisamente esta conexión funcional la que debe allanar el camino hacia una estrecha colaboración entre ambas profesiones, muy importante si se quiere que el jurista pueda desarrollar su actividad con provecho social. Con saludable sentido del humor, Cardozo se pregunta en su conferencia de 1928 por qué ha sido él precisamente —juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos— el primer jurista invitado a pronunciar una conferencia en la Academia de Medicina. Para explicarlo, cuenta la historia de un moribundo al que su confesor pedía que se arrepintiese de sus pecados para librarse del infierno. Él moribundo así lo hizo pero, ante el pasmo del clérigo, también empezó a dirigirse a Satanás llamándolo "mi Señor". El confesor le reprendió con dureza instándole a que no hiciera semejante cosa, pero el enfermo argumentó que lo hacía con la esperanza y propósito de que el diablo le tratase mejor post mortem si en vida le había ofrecido alguna buena palabra(5). Concluye Cardozo, con agudeza, que esta prevención en cuanto a las manos en que puede uno caer en el futuro es la razón que pudo llevar a los médicos a invitarle a intervenir en su Academia, y también el motivo por el que él mismo pudo haber decidido aceptar la invitación(6).
(5) Cardozo B, op. cit., p. 581-2: "Each of us is thus a man of mystery to the oter, a power to be propitiated in proportion to the element within in that is mystic or unknown. 'Speak not ill of a great enemy [...], but rather give him good words that the may use you the better if you chance to fall into his hands. The Spaniard did this when he was dying; his confessor told him, to work him to repentance, how de Devil tormented the wicked that went to hell; the Spaniard replying called the Devil my Lord; I hope my Lord the Devil is not so cruel. His confessor reproved him; excuse me for calling him so, says the Don, I know not into what hands I may fall, and if I happen into his, I hope he will use me the better for giving him good words'. So with judges and doctors and devils it is all one, at least in hours of extremity".
(6) Op. cit., p. 582: "He disclaims even a faint foreboding that there is need to propitiate your favor as against some future hour when he may be driven to seek your ministrations in default of other aid".
Desde ambas profesiones debe postularse el sometimiento a derecho del acto médico mediante la ruptura del principio de soberanía de los códigos deontológicos. El razonamiento es muy sencillo: los ciudadanos empiezan a exigir que las conductas de los médicos sean enjuiciadas no sólo por los médicos, con criterios médicos, sino también por la sociedad con arreglo a los valores imperantes en cada momento. Todo ello sin perjuicio de los criterios jurídicos y científicos que informan la legislación y la jurisprudencia a través del concepto lex artis ad hoc.
De esta relación entre médicos y juristas existe testimonio histórico documentado en la época medieval. Ambos estudiaban lo que llamaban artes primas: teología, derecho y medicina, y gozaban de alta consideración social. Pero también pensaban que el acto médico y oficio jurídico eran realidades escindibles, separables por su diferente materia. El jurista se ocupaba de asuntos contenciosos, mientras que el médico entra en juego en una relación no conflictiva. Las personas implicadas en la relación asistencial persiguen un mismo objetivo, que es la salud del paciente. Consecuentemente, como en el acto médico no hay conflicto subyacente, se aleja del ejercicio de las profesiones jurídicas entendidas como relaciones profesionales en las que el conflicto constituye el elemento característico y primordial.
Este peculiar entendimiento del derecho no tardó en suscitar algunos recelos en el ámbito de la medicina. Se rechazaban las profesiones jurídicas porque de alguna forma se pensaba que su praxis era opuesta al ejercicio benevolente, sacrificado y benefactor que se llevaba a cabo en la medicina tradicional. En este ámbito prevalecía un sentimiento de ayuda al enfermo. No era exactamente un ejercicio profesional, sino más bien un sentimiento humanitario derivado de la compasión que sentía el ser humano ante el sufrimiento y la enfermedad. Por esta razón surgen personas altruistas que se especializan en aliviar este sufrimiento. Así surge la relación médico-paciente como vínculo de colaboración completamente diferente de la advocatio en interés de parte que realiza el abogado.
El llamado "principio de confianza" a la luz del modelo tradicional
En esta relación de colaboración entre médico y paciente se hace mucho hincapié. Es un tópico recurrente y así lo manifiestan las diferentes fuentes históricas. Son frecuentes las referencias a la entrega del médico, que se deriva de su condición de "ser humanitario". Esto presuponía que el médico tenía que soportar sacrificios y privaciones con la finalidad de beneficiar a sus pacientes. En los códigos deontológicos medievales se hace mención al "sacrificio extraordinario" que el médico debe asumir para que los pacientes estén bien atendidos. Se dice que la salud del paciente prevalece sobre las diversiones, sobre el descanso, incluso sobre la vida familiar del médico. También se contemplaba otro factor en las fuentes clásicas: además del sacrificio o renuncia, estaba el riesgo, porque la medicina comportaba un riesgo. El temor al contagio siempre está latente —y más aún en el pasado— porque la actividad curativa implica proximidad y ello supone un peligro para el facultativo. A partir de aquí, se empieza a construir lo que llamamos el principio de confianza.
Según el modelo tradicional, el acto médico se rige por el principio de confianza, desde cuya perspectiva, aquél no es sino un acto de beneficencia que el facultativo realiza con entrega inspirado por la idea de hacer el bien de forma altruista. La clave del acto médico no es la remuneración sino la sanación y la naturaleza de la relación médico-paciente está impregnada del principio de confianza y no del principio mercantil de la retribución profesional. De aquí se concluye que el derecho no es la técnica más apropiada para el tratamiento del ejercicio de la medicina, a cuyo través se prestaba un ser vicio humanitario para aliviar la situación desgraciada del enfermo(7). Más aún, prestigiosos autores, como Pedro Laín Entralgo, llegan a decir que la excesiva presencia de la idea de derecho en el paciente es un vicio para la relación médica ideal, incluso un peligro moral para el enfermo(8). Imaginemos lo que ocurriría en esta época si alguien proclamara públicamente, con más o menos crudeza, que el estado de derecho es un peligro moral para los enfermos.
(7) Es interesante la reflexión que hace A. Pelayo González-Torre en La intervención jurídica, p. 19, poniendo de manifiesto que históricamente "el médico prefiere que las referencias normativas necesarias para el ejercicio de su actividad, incluso en esos campos donde puede interferir el interés social, sean aportadas por normas éticas, por normas de deontología profesional, antes que por normas jurídicas. "El médico muestra un rechazo hacia el mundo del derecho, que se presenta para él como contrario por esencia al ejercicio que practica". Quizá la afirmación se expresa en unos términos excesivamente generales, pero apunta hacia un sustrato sociológico indudablemente real. Determinados sectores reclaman una normativa específica y exclusivamente médica —elaborada por profesionales y para profesionales— creyendo que "la misión de la ley es controlar la actividad del facultativo mientras que la de la normativa profesional es esencialmente favorecerla" (loc. cit., p. 24).
(8) Laín Entralgo P. La relación médico-enfermo. Historia y teoría. Madrid: Alianza Universidad; 1983. p. 375. Para A. Pelayo González-Torre en La intervención jurídica, p. 22 [nota 20], la idea que subyace aquí es que "las leyes humanas son necesarias para regir los problemas de conducta social y colectiva, pero no para los de conducta moral, por ser esta antirreglamentaria, debiendo quedar a la espontaneidad".
Gregorio Marañón también escribió su particular visión sobre el encuentro entre los mundos del derecho y de la medicina. En su criterio, al legislador le resulta muy fácil redactar normas y preceptos; sin embargo, la medicina es mucho más complicada, puesto que debe dar respuesta de manera concreta a situaciones dolorosas(9). De aquí pasaba a concluir, sin más, que "la vida caudalosa y varia de los instintos no se acomoda a los rígidos preceptos de la ley, y el médico, que no es legislador, sino médico, no puede dar la ley fría y severa como respuesta y medicina al corazón angustiado, sino que tiene que buscar soluciones humanas, para los humanos dolores, esperando, si roza la ley, que el juez le comprenda y le perdone"(10) (sic).
(9) Marañón G. Vocación y ética. En: Vocación y ética. Y otros ensayos. Madrid: Espasa Calpe; 1981, p. 86. Asegura que "[...] el legislador lo arregla todo muy fácilmente; le basta con escribir: 'artículo 5, esto no debe hacerse' (sic.), y nada más".
(10) Ibíd. cit., p. cit.
Si tomamos los anteriores razonamientos para llevarlos hasta sus últimas consecuencias, nos encontramos con que —para el modelo tradicional— la respuesta del enfermo ante el error médico, incluso ante la negligencia conceptual, tiene que ser única y unitaria: el aguante y la resignación. Es decir, en palabras del propio Gregorio Marañón(11): "el enfermo debe aceptar un margen de inconvenientes y de peligros derivados de los errores de la medicina y del médico mismo como un hecho fatal, como acepta la enfermedad misma" (sic). Si es criticable afirmar hoy día —y además, ciertamente, en interés propio— la inmoralidad del estado de derecho, huelga comentar el escándalo social que se levantaría si las autoridades sanitarias recomendaran al paciente la aceptación del error médico con la misma resignación con que acepta la propia enfermedad.
(11) Cfr.: Marañón G. La responsabilidad social del médico. En: Vocación y ética, cit. p. 116.
La moderna autonomía del paciente y la crisis del principio de confianza
En el mundo actual, estos planteamientos son frontalmente rechazados, atribuyéndoseles además la misma tacha de inmoralidad invocada antaño por sus defensores en bien distinto sentido. Pero debemos recordar que fueron sustentados públicamente por relevantes personalidades hasta hace no demasiado tiempo. Desde esta perspectiva, conviene tener en cuenta que cuando algunos juristas suscitamos el debate sobre el modelo sanitario tradicional y proponemos reemplazar éste por un modelo moderno de servicio público constitucionalizado, construido desde la óptica civil de los derechos fundamentales y libertades públicas, no lo hacemos con el propósito de incomodar a ningún profesional de la medicina o del derecho. Únicamente nos anima el objetivo de superar definitivamente un modelo que está lastrado tanto por un fuerte y anacrónico contenido ideo lógico, cuanto por la peculiar y atormentada historia de España. En esta tarea, nunca se deben perder de vista los ingredientes examinados. Sólo así podremos percibir con claridad lo que nos exige la ciudadanía y establecer el punto desde el que los juristas queremos cimentar la transición. También estaremos en condiciones de debatir cabalmente hasta dónde queremos, podemos o debemos llegar unos y otros profesionales.
En el modelo tradicional, como se ha dicho, subyace la idea de que la misión de la ley es controlar la actividad del facultativo, mientras que la misión del código deontológico es ayudar al facultativo, de donde se extrae la conclusión relativa a que los códigos deontológicos no deben ser sustituidos por leyes elaboradas en el parlamento por los legítimos representantes de la soberanía popular. En mi opinión, aquí es justamente donde hay que rebatir el razonamiento. No es de recibo considerar incompatible el papel de salvar vidas humanas con la existencia de un conjunto de normas jurídicas orientadas a establecer márgenes de actuación y a articular elementos de responsabilidad del profesional, que también pueden ser elementos de garantía. No puede cuestionarse esto hoy día. Sí deben denunciarse algunas reacciones pendulares que se producen con alguna virulencia en forma de agresiones contra profesionales de la sanidad. La autonomía del paciente (self determination) significa que éste pasa a ser sujeto de derechos, y dentro de éstos se incluye la toma de decisiones relativas a su propia salud. Al paciente se le dice: "A partir de ahora es usted quien decide"; pero no puede decidir agredir al profesional, porque también es sujeto de obligaciones. La agresividad física o verbal que en ocasiones se produce contra profesionales es intolerable. Pero no es menos inadmisible la tendencia que algunos profesionales alientan de cara a responder a la juridificación del acto médico refugiándose en prácticas de sobreabundancia de diagnósticos y pruebas previas (medicina defensiva), en las que de alguna forma se busca respuesta ante una situación de "acoso" —más imaginaria que real, como se deduce del análisis de la jurisprudencia más reciente—, derivada de la prevalencia de la norma jurídica sobre las reglas corporativas.
También es verdad que aún no se han difuminado por completo algunos atavismos de corte medieval. Cada vez es más difícil encontrar profesionales de la medicina que consideren que la responsabilidad civil patrimonial es incompatible con la actividad curativa. Pero sí está relativamente extendida la idea de que el concepto de ilicitud civil, el concepto de sanción y el concepto de responsabilidad patrimonial integran insoslayablemente un elemento axiológico que incluye una gravísima descalificación moral. Para no pocos profesionales, ser declarado civilmente responsable como consecuencia de un acto determinado es infamante.
Sobre esto se ha hecho poca pedagogía. No se ha sabido explicar que el derecho privado maneja otro tipo de categorías desde hace mucho tiempo. Las sanciones jurídicas en el orden civil responden básicamente a criterios de reasignación de costes sociales. Dicho con otras palabras, están desligadas de cualquier idea de reproche moral, sobre todo desde el momento en que se teoriza el concepto de responsabilidad objetiva, en cuyo seno no hay ni un gramo de negligencia ni de reproche conductual. Las nuevas técnicas responsabilísticas diseñadas para su aplicación a sectores de riesgo cualificado se construyen, grosso modo, a partir de la conexión entre un acto u omisión que produce un resultado dañoso causalmente relacionado. Esto es lo que se indemniza, aunque se acredite que el profesional actuó con la debida diligencia. En los modernos sistemas jurídicos, la obligación de resarcir puede venir ligada a conductas que no son infamantes en grado alguno.
No siempre se presta suficiente atención al hecho de que se está acometiendo el transbordo desde un sistema —que data de tiempo inmemorial— presidido por el paternalismo y la beneficencia, hacia otro sistema radicalmente distinto, gobernado por el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas, que considera al paciente como sujeto de derechos. Evidentemente, todo cambio de paradigma debe sortear escollos, y éste de manera especial. Piénsese que el modelo tradicional basado en la preeminencia del facultativo, atribuye a éste una autoridad específica respecto de la que debía guardarse subordinación social: el enfermo era alguien incapaz de gobernarse a sí mismo, por esto necesitaba ser dirigido por el médico.
El modelo clásico consideraba que el médico era moralmente superior al enfermo, por lo que le correspondía ejercer sobre él el poder y la autoridad. Hasta tal punto que algunos autores clásicos (v. gr.: Platón o Aristóteles), utilizaban la supremacía del médico para justificar la teoría del caudillaje en las sociedades políticas(12) y otras formas de gobierno autoritario. La mentalidad social siempre se ha sentido seducida por las más diversas religiones, por cualquier rito chamánico, por fórmulas mágicas de curación. En los albores del cristianismo se apuntaba una distinción básica de las enfermedades: unas eran las enfermedades crónicas y otras las enfermedades agudas. De las enfermedades crónicas se dijo hasta el siglo XVI que se caracterizaban por tener un origen conocido: los desarreglos de las costumbres. Es decir, que el enfermo crónico es tal por su condición de descerebrado que no sabe gobernarse, y necesita que el médico benefactor, desde su superioridad moral, le imponga la manera de conducirse para tratar de revertir su situación. En segundo lugar, están las enfermedades agudas, que según los griegos no tienen un origen conocido sino un origen divino, por lo que el médico no puede hacer nada. Si se cura una persona aquejada de una enfermedad aguda, es debido a un milagro. La conclusión no puede ser más interesante. Quien que fallece como consecuencia de padecer una enfermedad aguda, no tiene derecho a resarcimiento por mala praxis: es Dios quien ha escrito su suerte. Y qué decir del infeliz que fallecía a consecuencia de una enfermedad crónica. Como estas dolencias presuponían un desarreglo moral, era el fallecido quien merecía reproche por no haber seguido las conductas preceptuadas por el titular del conocimiento médico.
(12) Cfr. Pelayo González-Torre A. La intervención jurídica. p. 26.
En otros términos, si los ingredientes de este plato son la superioridad moral del médico y el poder que éste ostenta sobre un enfermo considerado moralmente discapaz, el producto resultante sólo puede ser la inmunidad y, transitivamente, la impunidad de los profesionales de la medicina, también compartida con jueces, sacerdotes y gobernantes, que tampoco respondían de sus actos desde una perspectiva historicista.
Un dato curioso que puede dar alguna pista sobre el auténtico calado de este cambio de modelo es que las fuentes históricas excluían a los cirujanos de la impunidad que proclamaban para los médicos(13). Pero no se hacía por criterios de justicia material, sino por prejuicios sociales. Aunque los ciudadanos perciban hoy día que la cirugía es un ámbito capital de la actividad médica, en la antigüedad no gozaba de tal consideración. Se la tenía por un arte manual impropio de las gentes cultas, por lo que quedaba fuera de las denominadas "artes liberales" compatibles con la "limpieza de sangre"(14), quedando completamente desprovista de inmunidad jurídica y de cualquier clase de prevalencia moral. Pues bien, la aproximación entre medicina y cirugía como consecuencia principalmente de que los médicos(15) deciden ampliar sus competencias profesionales para comenzar a intervenir en el campo de la cirugía, lejos de propiciar un cambio de modelo como el actual juridificando la medicina a semejanza de la cirugía, traslada, por el contrario, a la cirugía el mismo marco de impunidad de la actividad médica tradicional.
(13) Pelayo González-Torre A, en La intervención jurídica, p. 30, se refiere a la diferencia esencial existente entre la medicina antigua y la medicina moderna, considerando "un anacronismo evidente pretender que la medicina conserve su consideración moral y su exención jurídica".
(14) Puede verse el interesante y muy documentado estudio de J. Álvarez Rubio Profesiones y nobleza en la España del Antiguo Régimen. Madrid: Ed. Consejo General del Notariado; 1999. p. 15 y ss., y 111 y ss. Señala el autor cómo Marco Tulio Cicerón consideraba honestas la medicina y las demás "artes científicas" siempre y cuando fueran ejercidas por individuos a quienes su rango no les haga desagradable el desempeño de las mismas —quorum ordinis— (p. 18-9).
(15) Que tenían más preparación profesional que los cirujanos y también mayor jerarquía social, como sostiene A. Pelayo González-Torre en La intervención jurídica, p. 31, con cita de F. Guerra Historia de la medicina. Madrid; Ediciones Norma; 1982, p. 286.
Pero la aproximación —siquiera sea por absorción— entre la medicina y la cirugía fue a largo plazo uno de los motores del cambio hacia un modelo distinto de entender las relaciones entre el médico y el paciente. Con la práctica de la cirugía por parte de los médicos, empieza a observarse desde algunos sectores profesionales que el mundo de la medicina no solo se mueve por la beneficencia en la transmisión de hábitos de comportamiento sanitario, sino que también se mueve por otras cosas como, por ejemplo, la intervención directa en la salud de las personas a través de la cirugía o de la investigación, ambos al margen del ejercicio de la medicina entendida como comunicación de buenas prácticas. Obviamente, la percepción de que la medicina ya no es una mera transmisión ex auctoritas de hábitos de comportamiento sino que también consiste en intervenir activa y directamente para mejorar la salud —y muy especialmente a través de la cirugía— fuerza la salida a la luz de criterios nuevos como la defensa de los derechos de los pacientes(16), no restringidos al plano de la salud, sino orientados además a la elaboración de un conjunto de obligaciones a cargo de los organismos sanitarios, y también de contraprestaciones que le correspondería realizar al paciente.
(16) Recuérdese el viejo y muy utilizado aforismo atribuido a Hipócrates: "primum non nocere" ("first do no harm", para el mundo anglosajón), que puede considerarse un precedente remoto de la lucha "interior" por el reconocimiento de derechos en el paciente.
Hacia un nuevo modelo asistencial: aristas y dificultades
También es verdad que, aunque el nuevo modelo ha tardado largo tiempo en llegar, su implantación se está llevando a cabo mediante una serie de movimientos relativamente rápidos no exentos el algún caso de una cierta aparatosidad, lo que ha alimentado recelos y desconfianzas en ciertos sectores de las profesiones sanitarias. Se ha llegado a afirmar que el médico padece un sentimiento de in seguridad ante el derrumbamiento del sistema clásico en el que ha sido formado, justo en un momento en que su responsabilidad jurídica ha pasado a primer plano, lo que justifica la pérdida de su antiguo sentimiento de seguridad(17) ante el derecho.
(17) Aunque ya hemos visto cómo nunca hubo tal seguridad ante un fenómeno ajeno a la medicina como lo fue el derecho; a lo sumo, podría hablarse de impunidad.
Esta pretendida inseguridad dista mucho de ser general en las profesiones sanitarias, pero produce algunas reacciones y ciertas consecuencias prácticas perceptibles por los ciudadanos: la autonormación, la protección jurídica colectiva, el aseguramiento profesional y la medicina defensiva. El médico, en definitiva, se ve forzado a actuar jurídicamente. Pero no dentro de un esquema moderno de respeto a los derechos fundamentales de las personas, sino desde la equiparación de la juridicidad del acto médico a una agresión corporativa, lo que obliga a buscar mecanismos de respeto y técnicas defensivos, incluso en el derecho, situación que —se llega a decir— puede hacer imposible la praxis médica.
En mi opinión, no es así. Desde luego no debe serlo en ningún caso, porque si bien la jurisprudencia en la materia nos da ejemplo de condenas judiciales en el orden civil por negligencia médica, si lo miramos de manera cuantitativa y hacemos un cálculo de los cientos de miles de actos médicos que se llevan a cabo cada día, las acciones tendentes a buscar el resarcimiento constituyen una cantidad mínima, casi insignificante, y dentro de estos que llegan los que terminan con resolución judicial condenatoria son muchísimos menos(18). Para la implantación plena del modelo basado en el consentimiento informado, el paciente debe ser concebido como un aliado en la toma de decisiones clínicas, sin que las reformas jurídicas de las relaciones asistenciales deban articularse como agresiones gratuitas al facultativo. El personal sanitario, por su parte, se beneficiará de la seguridad jurídica que proporciona una buena regulación normativa de la responsabilidad patrimonial derivada del ejercicio de su actividad profesional. De esta manera, conocerá en todo caso las consecuencias puntuales de su conducta prestacional, liberándose del desasosiego existencial que produce el vaivén de determinados pronunciamientos jurisprudenciales.
(18) Dentro de este planteamiento, los tribunales, como es lógico, no se fundamentan en los códigos deontológicos, es decir, no son los médicos los que se juzgan a sí mismos, sino que es el derecho del Estado el que juzga a los médicos. No obstante, son los criterios médicos la clave pericial de la apreciación de la buena o mala praxis en el ámbito de la medicina, recogiendo incluso la jurisprudencia conceptos tradicionales que, como es lógico, tienen que estar fundamentados en el conocimiento médico. Consecuentemente —y como principio general insoslayable—, no habrá condena judicial individualizada en aquellos casos en que el facultativo actúe utilizando los recursos disponibles con arreglo al estado de la ciencia, es decir, cualquier límite de responsabilidad pasa por tener en cuenta que a nadie se le puede exigir más que lo que el estado de la ciencia, utilizado a través de los mecanismos técnicos de los que dispone, puede ofrecer. No cabe pues exigencia de responsabilidad más allá de lo razonable. Incluso en la lex artis ad hoc, esta exención de responsabilidad por ofrecer al paciente todos los conocimientos y los medios disponibles, es algo incuestionable en la más reciente jurisprudencia, que incluso ha reconocido como elemento equivalente a la fuerza mayor lo que se llama el enigma somático, es decir, la situación real consistente en que, ante tratamientos iguales, organismos iguales responden de forma desigual por razones no previamente cognoscibles para el facultativo. Por ello las circunstancias lesivas, incluso gravemente lesivas como puede ser un resultado de muerte, producidas no como negligencia profesional sino como consecuencia de una respuesta impredecible del propio organismo, quedarían bajo el ámbito de exención responsabilística del enigma somático, que es una forma especializada de referirse al caso fortuito o, incluso con mayor precisión, a la fuerza mayor.
Pero el éxito del nuevo modelo juridificado también depende de determinadas convicciones acerca de lo que es o no es el derecho como fenómeno social y normativo. Algunos entienden el derecho, siguiendo a Santo Tomás de Aquino y la escolástica, como la recta ordenación de la razón orientada al bien común y promulgada por quien tiene autoridad, y elaboran máximas pedagógicas como "el derecho es la racionalidad del sabio", o "promulga quien manda", que tienen en común la descripción de un modelo autoritario del derecho.
Otros, por el contrario, preferimos buscar modelos paccionados con soporte constitucional, más atraídos por planteamientos resolutivos y pragmáticos como los que impulsaban a George Ripert cuando afirmaba que las buenas leyes no debían ser otra cosa que tratados de paz entre fuerzas rivales que, mediante transacciones honorables, buscan encontrar espacios de paz donde todos quepan con comodidad. Como escribió Benjamín Cardozo(19), la relación entre las ciencias y las profesiones del derecho y la medicina es de cooperación, por lo que debe articularse desde la amabilidad, y siempre con la vista puesta en el interés general:
"[...] the friendliness that is due between groups in a common quest, the quest for the rule of order, the rule of health and of disease, to which for individuals as for society we give the name of law. Indeed, the more I think it over, the more I feel the closeness of the tie that binds our guilds together".