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Vol. 4. Núm. 1.
Páginas 105-108 (enero 2005)
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Situación y perspectivas de la coordinación del Sistema Nacional de Salud (País Vasco)
Situation and perspectives of the coordination of the National Health System (País Vasco)
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Gabriel María Inclán Iríbara
a Consejero de Sanidad de Euskadi
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Palabras del Consejero de Sanidad de Euskadi


No es la primera vez que hago una reflexión en voz alta y desde una perspectiva amplia sobre este mismo tema. Entenderán, por tanto, que ahora me reafirme en lo esencial de lo que ya he manifestado en otras ocasiones, incluso ­hace poco más de un año­ en un foro de similares características al presente(1).

Es más que evidente que las partes que componen un sistema amplio y complejo, como es en nuestro caso el sanitario, en algunas facetas pueden tener situaciones diferentes, visiones e intereses distintos y, en consecuencia, prioridades y respuestas particulares. Lo primero, las situaciones dispares (en morbilidad, recursos disponibles, etc.), son reales y palpables, mientras que la diversidad de respuestas es absolutamente legítima en el marco de las atribuciones y responsabilidades de cada cual.

En este marco, veo la coordinación como un mecanismo de enriquecimiento mutuo y de armonización de posturas y medidas. Es capaz, por tanto, de inducir y modular análisis y decisiones para que las partes que integran el sistema y su propio conjunto puedan cumplir mejor con su misión en pro de la salud de todos los ciudadanos. En otros términos, la coordinación tiene un notable potencial beneficioso sobre el que no creo necesario insistir ni un segundo más.

Ahora bien, si otra de las premisas ­absolutamente presente en nuestro caso­ radica en el actual reparto de competencias y en el debido y exquisito respeto a las mismas, el proceso interno de la coordinación tiene que ser plenamente democrático: todos tienen (tenemos) el mismo derecho a analizar las cuestiones que se nos plantean, a defender nuestras opiniones al respecto y a ser tenidos en cuenta en un plano igualitario. Naturalmente, todo esto se contrapone a la visión de la coordinación como mecanismo explícito o enmascarado (según la ocasión) de simple transmisión de instrucciones. Más adelante volveré sobre esta idea en lo relativo a cómo veo yo el papel de la Administración del Estado.

También resulta evidente que el entorno de la coordinación es cambiante, tanto en el plano social, como en el político y en el normativo. La coordinación, en consecuencia, no puede entenderse como un concepto cerrado e inmutable, sino como algo dinámico que debe adaptarse en cada momento a las circunstancias y atender permanentemente a su utilidad, que no es otra que la de generar valor de la diversidad; valor ­obviamente­ en términos de salud.

He achacado repetidamente los intentos de pervertir el significado y uso de la coordinación a tres motivos: la estrechez de miras y la consecuente incapacidad de moverse en un sistema complejo, el autoritarismo y la (también consecuente) tentación uniformista.

En cuanto a esto último, veo la coordinación como una herramienta para avanzar, entre otras cosas, en la equidad entendida como igualdad de oportunidades para todos, no como patente de corso para que quien se arroga el papel de coordinador intente que las partes implicadas actúen de igual manera ante este propósito, y menos a toque de corneta. Porque lo cierto es que el Estado de las autonomías implica una descentralización política, no sólo administrativa como algunos se empeñan en hacer creer. Y cierto es también que a estas alturas casi todos sabemos lo que hay que hacer y conocemos mejor que nadie nuestra propia situación y peculiaridades.

En esta línea, reconozco y respeto la competencia que la legislación vigente otorga a la Administración general del Estado en materia de coordinación. Pero lo mismo que hay que leer el Título VIII de la Constitución en el contexto de los demás, creo que en una democracia hay que entender el papel del coordinador no como el de quien ostenta (más bien, detenta) la opinión más preeminente, sino como el de un líder capaz de conducir los debates, las negociaciones y las decisiones hacia buen puerto, apoyando a las partes tanto en la fase de análisis como a la hora de implantar las medidas correspondientes. En absoluto niego que el coordinador tenga ideas propias; por el contrario, creo que es tan necesario como legítimo. Lo que quiero transmitir es que el éxito del coordinador ­el verdadero éxito­ está en los resultados del conjunto, en alcanzar consensos lo más prácticos posibles y con las menores tensiones, más que en la rotundidad de sus propios planteamientos. La clave, en mi opinión, está más en la capacidad negociadora que en la solidez de los planteamientos. Esto último es condición necesaria, pero no suficiente.

Estoy convencido de que el sistema sanitario, por tanto, está suficientemente maduro como para que nadie desde las alturas (y la distancia) con afán paternalista pueda invocar que las CCAA siguen en la infancia. Es momento, por el contrario, de respetar las responsabilidades de cada cual, su conocimiento, sus valoraciones y las políticas y actuaciones que pueda acometer en su respectivo campo de juego. El riesgo de cierta disgregación existe, pero en modo alguno se asemeja a la imagen catastrofista que algunos pretenden utilizar como soporte de su visión uniformizadora. Y esto es así porque el sentido común acaba imponiéndose en un campo en el que las decisiones se toman dentro de un margen de maniobra relativamente estrecho. En la práctica, las opciones posibles en la mayoría de las cuestiones cotidianas difieren en el matiz; ni la razón sanitaria, ni la realidad social permite otra cosa. Se puede posponer la inversión para ampliar un hospital, pero no se puede vender el hospital a una aseguradora privada. Podemos establecer unos requisitos racionalizadores para el uso de la fertilización in vitro, pero nadie puede quitar del catálogo de prestaciones el tratamiento de la infertilidad. Podemos querer añadir a priori ciertas prestaciones al catálogo, pero una evaluación rigurosa de las mismas y el análisis de las disponibilidades presupuestarias acaban convenciéndonos de lo contrario. Mal que pese a quien quisiera hacer de su capa un sayo, la realidad es tozuda y la lógica acaba imponiéndose.

En este contexto, señalaba y reitero, que la coordinación aporta eficacia, armonía, enriquecimiento mutuo y economías de escala. Resulta, por tanto, no sólo conveniente sino necesaria. Y decía también que, para poder sacar el mayor partido posible de esta herramienta, los partícipes debemos entrar en el ruedo con una actitud positiva, honesta y colaboradora. Entiendo que en un Estado en el que la estrategia política se entiende como un "rifi-rafe" permanente, en un ahondar sin fin en las pequeñas discrepancias, en un generar diferencias donde no las hay y en elevar los errores nimios a la categoría de escándalos, esta visión de la coordinación pueda parecer la de un iluminado. Pero, aún así, me ratifico en la misma, pues creo firmemente que sólo un profundo cambio en nuestra cultura y comportamientos políticos es capaz de provocar un salto cuántico en el que verdaderamente podamos aprovechar tanta energía ahora desaprovechada.


(1) Rev Adm Sanit. 2004;2:351-6.

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