Seguramente, estaríamos fácilmente de acuerdo con la aseveración de que tenemos un excelente sistema nacional de salud y a un coste razonable pero con el problema de que no se puede pagar.
Este mismo planteamiento es extrapolable al conjunto de prestaciones que constituyen nuestro Estado de bienestar. Es urgente, pues, revisar el contrato social que da cobijo al citado Estado de bienestar para hacerlo sostenible sin poner en cuestión la equidad y la cohesión social.
Esta revisión se está produciendo en toda Europa con el común denominador de pasar de un Estado de bienestar, donde el bienestar de los ciudadanos se juega entre éstos y el Estado, a una sociedad del bienestar donde, además del ciudadano y el Estado, se introduce al mercado.
La crisis del sector salud no es consecuencia de la crisis mundial del año 2008, existía ya antes, si bien es cierto que esta crisis mundial en su traducción española la ha agravado.
Es una crisis con dos manifestaciones, la coyuntural y la estructural. La coyuntural es consecuencia de que no hay dinero y el peligro es reducir el análisis de la crisis a la coyuntural olvidándose de que la verdadera crisis es la estructural, la que afecta a un modelo. La paradoja es que, si se solucionase la crisis coyuntural, que no se puede solucionar (aparentemente, ya ha habido dos "soluciones": la de la Conferencia de Presidentes que puso sobre la mesa 1.700 millones que tenían que solucionar todos los problemas y el nuevo modelo de la LOFCA que preservaba los recursos precisos para la sanidad), la verdadera crisis, la del modelo, continuaría incólume.
El principal peligro hoy para nuestro Estado de bienestar no son las pensiones, es la sanidad. Las pensiones tal vez lo serán dentro de 15 o 20 años pero hoy la Seguridad Social continúa teniendo un superávit de ± 8.000 millones de euros y cuenta con un fondo de reserva de 70.000 millones.
Mientras, la sanidad tiene hoy ya un déficit consolidado de todas las autonomías de alrededor de 15.000 millones de euros (precisamente lo que se pretende ahorrar para llegar a la cifra mágica del 3% del déficit público).
No se puede basar la financiación de la sanidad en la economía cíclica, sino en la estructural. Durante la época prodigiosa de 10 años de crecimiento continuo se han incrementado alegremente los presupuestos sanitarios que ahora, en la onda descendente, no se pueden financiar debido a la poca elasticidad del gasto sanitario.
En sanidad, al igual que en las pensiones, debemos fijar "qué es lo que se puede pagar" desde la perspectiva de esta economía estructural y, cuando haya superávit, constituir fondos de reserva al igual que ocurre y, tal como ya hemos mencionado, con las pensiones.
Las comunidades autónomas son básicamente (pensiones excluidas) gestoras del Estado de bienestar al que dedican casi los dos tercios de su presupuesto, lo que pone de evidencia la volatilidad de las alegrías cuando vienen mal dadas.
Todas estas "alegrías" han contribuido a convertir al ciudadano de usuario a consumidor. Ojalá lo hubiéramos convertido en cliente pues, si así fuese, valoraría el coste/efectividad de donde gastar cada euro, pero sin el freno de la conciencia del coste a la hora de la utilización de los servicios consume sin freno animado por la demagogia política y la medicalización de los problemas sociales.
Un ejemplo revelador
El número de contactos del ciudadano español con el sistema público de salud es de 10,7 veces/año, un 50% superior al promedio de los países de la Unión Europea con los que nos podemos comparar y tres veces más que en Suecia. Esta cifra trastoca muchas de las convicciones elevadas a la categoría de mito como, por ejemplo, la de que, en España, hay más médicos que en ninguna otra parte (1 por cada 275 ciudadanos). Es verdad que así es en bruto pero, si se estandariza en función de la demanda, esta ratio cambia dramáticamente y se sitúa en 1 de cada 450 habitantes.
Hay que revisar el contrato social y debe hacerse de manera homogénea en todas sus prestaciones. No se pueden adoptar unas medidas, por ejemplo en educación, que no sean coherentes con la que se proponen para la sanidad.
No es posible continuar con el "todo para todos" sin distinción alguna, pues no es financiable además de inequitativo: las opciones son varias tanto desde la perspectiva del aseguramiento como de la provisión.
No apostaría yo por el simplismo del copago, pues no está demostrada su eficacia (farmacia), los costes de transacción pueden ser altos y además puede lesionar a los que realmente precisen los servicios.
En mi opinión, el ajuste, en coherencia a la modificación homogénea del contrato social (introducción del mercado) debe hacerse en el aseguramiento. Tal vez sería bueno explorar la validez de dividir la póliza pública en una póliza de riesgos catastróficos, cubierta por el Estado en términos similares al actual, y otra de riesgos corrientes cuya cobertura debería buscar el ciudadano de manera obligatoria en el sector privado, ejerciendo el "aseguramiento público" el rol de reaseguro para aquellos ciudadanos cuyo nivel de renta no les permitiese acceder a él.
Sus ventajas para mí son varias. Hoy en día, un 18% de españoles tiene un seguro privado (que no quiere decir que no gaste nada en el sector público pues, en promedio, gasta un 50% de aquéllos que no tienen doble cobertura) y pagan dos veces por lo mismo.
La reconversión necesaria del sector asegurador y mutualista privado, centrándolo en la cobertura de aquello que no cubre la póliza pública, evitaría esta doble cotización y profundizaría la cohesión social al estar toda la ciudadanía atendida por el mismo modelo.
En otro orden de cosas, el comportamiento de los ciudadanos en la prestación de esta póliza complementaria sería sensiblemente diferente al que hoy tienen en el sector público, pues las compañías aseguradoras tienen amplia experiencia en gestionar la demanda y sería de esperar que esta misma actitud se tradujera a la hora de la utilización de las prestaciones vinculadas al sector público.
A partir de esta línea troncal de pensamiento, que no es original, pues
está, por ejemplo, muy cercana al modelo holandés, caben multitud de variantes que no excluyen, por ejemplo, el copago o el reembolso de los gastos incurridos.
Paralelo a ello, deberá actuarse sobre la oferta no aumentando la provisión pública salvo en aquellos lugares o tipo de prestaciones en que fuese necesario preservar la equidad o el carácter de pilot gere del dispositivo.
Gestionar implica riesgo y el derecho público está hecho expresa mente para evitar el riesgo. Interventores, estatutarios y funcionarios, procedimientos administrativos de compra, plurianualidades en inversiones sujetas a acuerdos de gobierno, no libertad de las partes a la hora de la negociación de las condiciones laborales, son apenas unos ejemplos de la imposibilidad de gestionar en el sector público. Administrar, que es lo que permite el derecho público, estará bien para la "administración", pero no para la sanidad y la educación.
La profundización del networking público-privado es obligatorio si se tienen bien "ligados los machos" de la acreditación y la homologación, las cautelas sobre la selección adversa, la evaluación de la calidad, la minimización del riesgo y el conocimiento a fondo de los costes de producción sobre las cuales compartir el riesgo en base a la capitación o mecanismos similares.
La falacia de seguir apelando a la industria farmacéutica, o de confiar en la mejora de la eficiencia en las condiciones actuales del sector público, a la espera de la onda ascendente del ciclo económico, es el sueño de una noche de verano. Nada será igual a partir del año 2008.
Descorazona la miopía de los políticos españoles en seguir apostando por medidas coyunturales y no entrar en el fondo de la cuestión con medidas estructurales. Cuando se tiene la valentía de proponer medidas, como la que ha puesto encima de la mesa el presidente del Gobierno, jugándose los resultados electorales del 2012, debe irse un poco más allá actuando como un verdadero estadista dejando de pensar en politics y actuando en términos de policy. Así pasaría a la historia, cosa que no ocurrirá si no es capaz, lo que con los lineamientos actuales no sucederá, de superar el efecto muelle que, inevitablemente, producirá el paquete actual de medidas para contener el déficit público puesto encima de la mesa.
La contención durará, como mucho, mientras se presione el "muelle" del gasto pero, tan pronto como esta presión se afloje, el "muelle" no sólo se recuperará a su posición inicial sino que a buen seguro rebotará.
Si en algo el estado de las autonomías es un ejemplo de modelo federal de Estado es en la salud, por lo que el verdadero Ministerio de Salud es el Consejo Interterritorial. De aquí debería partir la iniciativa de que no es posible tener 17 modelos de salud como compartimentos estancos y prestaciones distintas para los ciudadanos en cada comunidad que, incluso en algunos casos, roza el derecho constitucional común a la protección a la salud derivado de las diversas interpretaciones de este derecho según la óptica de sus gestores.
De revisarse el contrato social, habría que reajustar la Ley General de Sanidad, magnífica ley sobre la cual ha pivotado la creación y desarrollo de este espléndido Sistema Nacional de Salud del que disfrutamos pero que, incluso con la realidad de hoy, sin modificar el contrato social, no es la que necesitaríamos para la gobernanza del sistema autonómico.
Nos guste o no, no hay más remedio que reajustar el Estado de bienestar a nuestras posibilidades reales. Es bien cierto que, en comparación con los países de nuestro entorno, no habíamos llegado todavía a sus niveles pero, en una situación como ésta, es una ventaja pues los reajustes precisos para legarlo a nuestros hijos y nietos serán menores que los que ya están haciendo ellos.