Una vez concluidos los xxix Juegos Olímpicos de la era moderna y al margen de medallero y resultados quizá sea el momento de analizar las claves socioculturales de los mismos. Los Juegos de Pekín han sido los más caros de la Historia. Probablemente el evento humano que haya requerido más recursos humanos y económicos. Y una vez apagados, literalmente, los fuegos artificiales de la ceremonia de clausura, las interrogantes deben apuntar a las esencias del olimpismo. ¿Hasta qué punto los Juegos actuales son olímpicos?
El barón Pierre de Coubertin, historiador y pedagogo francés, concibió los Juegos Olímpicos modernos como un encuentro planetario de deportistas unidos bajo el denominador común de la solidaridad de pueblos y culturas. Sin ánimo de lucro y bajo el lema "lo importante es participar". Con estas premisas se decide su reinstauración en 1894 durante los debates de un Congreso Internacional de Educación Física celebrado en la Sorbona de París. El 24 de marzo de 1896 el rey Jorge de Grecia, y tras dificultades de todo tipo, pronuncia por primera vez las palabras rituales: "Declaro abierto los Juegos Olímpicos de Atenas".
Desde entonces, no deja de sorprender la supervivencia de los Juegos a través de un siglo xx plagado de conflictos entre naciones. La idea primigenia de aquellos románticos reunidos en la Sorbona ha tenido que irse adaptando a numerosos condicionantes económicos, sociales y políticos. El deporte se convierte, en el pasado siglo, en un poderoso instrumento al servicio de los nacionalismos clásicos y emergentes. No sólo se llega el primero a la meta de los 100 metros lisos. El atleta que lo consigue se convierte en un soldado-héroe que reivindica algo más que su capacidad física. Los escudos sobre las camisetas se convierten en símbolos de reivindicación geopolítica.
El primitivo lema se va modificando ante las evidencias: lo importante no es participar sino ganar.
Sería prolijo enumerar los avatares que esta instrumentalización del deporte ha ido provocando en las relaciones internacionales. Baste recordar como botones de muestra los monolíticos Juegos de Berlín de 1936 en pleno apogeo del delirio nazi o los trágicos Juegos de Munich de 1972. El deporte pasa así de ser un poderoso catalizador de la paz a un involuntario aliado de la guerra.
Por otro lado, la victoria simbólica en unos Juegos adquiere una trascendencia publicitaria de tal calibre que inevitablemente transgrede los límites de la ética deportiva. La comercialización que conlleva un acontecimiento visualizado simultáneamente por millones de personas entraña sus riesgos. La sombra del "doping" es alargada y tampoco ha estado ausente en los Juegos de Pekín, si bien es cierto que comparativamente respecto a otras ediciones, el porcentaje detectado ha sido pequeño. Sin lanzar las campanas al vuelo, se percibe una mayor solidez en los sistemas de control antidoping y se tiene la sensación de que el efecto disuasorio se está produciendo en la comunidad deportiva internacional.
Existen otros aspectos que no quisiéramos dejar de lado en este análisis. El llamado "doping tecnológico" ha surgido con indudable fuerza en la pasada edición de los Juegos Olímpicos. El tema merece mayor atención y aquí solamente lo reseñamos en espera de estudios más técnicos y científicos. La utilización de bañadores que aportan ventajas en la flotabilidad o el diseño del cubo olímpico con mayor profundidad, por ejemplo, abren un debate sobre la utilización de la tecnología como apoyo del deportista.
Desde otro punto de vista, si analizamos el medallero general siguen siendo evidentes las diferencias entre los países incluidos dentro del ámbito del primer mundo y los del segundo y tercero. Las diferencias socioeconómicas, abismales en muchos casos, se reflejan en la distribución del viejo laurel de olivo, símbolo de la gloria olímpica. La participación en número de deportistas de los distintos países habla por sí misma. Es obvio que los deportistas de todo el mundo no compiten en igualdad de condiciones socioeconómicas y ello se traduce también en resultados deportivos. La comunidad deportiva internacional no puede permanecer muda más tiempo en este sentido y debe promover actuaciones que impliquen a instancias superiores con mayor capacidad política.
Por todo ello, a nuestro modo de entender, urge una revisión en profundidad del concepto de olimpismo. Desde nuestro punto de vista sanitario, las premisas están bien claras. Juego limpio. El deporte de competición y alto rendimiento es tanto más admirable en cuanto preserva la salud del deportista.
Nuestra obligación como médicos del deporte es proporcionar la máxima ayuda a los deportistas para optimizar su rendimiento basándonos en una constante investigación de los recursos naturales del cuerpo humano en movimiento. Más sanos. Más altos, más fuertes, más veloces.
Comité Editorial Revista Andaluza de Medicina del Deporte