Dentro del marco de la protección radiológica, los efectos biológicos de las radiaciones ionizantes (RI), en relación con la dosis recibida, son tradicionalmente clasificados como efectos estocásticos (dosis bajas) o determinísticos (dosis superiores a un umbral). Los eventos iniciales en los que se sostienen estos efectos son la mutación genética y la muerte celular, respectivamente. Mientras que la secuencia de los cambios genéticos son la base del proceso carcinogénico, la muerte de las células establece el fundamento de las terapias oncológicas dirigidas a la ablación tumoral, con posibles daños en el tejido sano. A pesar de que la carcinogénesis radioinducida quedó demostrada experimental y epidemiológicamente, un enfoque particular propone que la radiación ionizante constituye, desde un punto de vista antagónico, una de las principales modalidades para el tratamiento curativo del cáncer1.
A partir de esta dualidad, el conocimiento ha avanzado y se han propuesto nuevos mecanismos para abordar las consecuencias de las exposiciones radiantes. Esta evolución plantea un cambio de paradigma, ya que la citotoxicidad directa, descrita como la primera vía de daño reconocida2, se ha ido complementando desde de la década del 90 con fenómenos más complejos e integrales, como el efecto bystander (BSE) o la inestabilidad genómica (IG). Estos, apartándose de la teoría del blanco, establecen una dinámica biológica que subyace a la respuesta radioinducida3,4.
Asimismo, en los últimos años una visión aún más holística determina que el sistema inmune, a través de una señalización sistémica, constituye un elemento fundamental para explicar los efectos a nivel organísmico2,5. En un esfuerzo por concebir los eventos colaterales de la radiación (BSE) en el individuo, se ha logrado comprender el efecto abscopal y la respuesta adaptativa (RA) inducida por señales antiinflamatorias5,6. Por otra parte, la IG y la radiosensibilidad individual han sido consideradas de manera exhaustiva como elementos clave de la interacción genoma- microambiente y como determinantes bidireccionales de la respuesta radioinducida5.
Con respecto a los tratamientos radioterapéuticos, en la actualidad la patogénesis sostenida en el tejido normal se entiende como un proceso de interacción entre los diferentes elementos celulares y moleculares2. En condiciones de estrés ambiental, especies reactivas de oxígeno (ERO) inducen una injuria celular que produce infiltración de linfocitos y macrófagos con liberación de citoquinas y estimulación fibroblástica. Esta, a su vez, deriva en la producción cíclica de ERO.
El concepto emergente se centraliza en la incapacidad de reparación y recuperación de las células madres y progenitoras del parénquima y endotelio vascular, en virtud de un microambiente que perpetúa el deterioro crónico. Este ambiente se instaura a través de la retroalimentación de radicales libres y cascadas de citoquinas y quimoquinas, que conciertan en el tejido irradiado una respuesta inflamatoria progresiva en el tiempo. Entre estos elementos, la interleuquina 1 (IL-1), el factor de necrosis tumoral alfa (TNF-α) y el de crecimiento transformante beta (TGF-ß) son las citoquinas más estudiadas2,7. Mientras las dos primeras, centrales en la inflamación crónica y aguda, participan en la degradación de la matriz celular por medio de las metaloproteinasas de matriz; el TGF-ß es una citoquina pleiotrópica que interviene en diversos procesos celulares, entre los que se destacan el crecimiento de células epiteliales, la producción de matriz y la proliferación de células mesenquimáticas. Su papel es fundamental en la fibrosis radioinducida2,8 y se ha observado que se activa por dosis bajas de RI.
Este escenario también permite abordar los efectos de las dosis bajas, en tanto la protección radioadaptativa previene el daño del ácido desoxiribonucleico (ADN) y, además, estimula la respuesta inmune6. Al respecto, se plantea un cambio del fenotipo de los macrófagos hacia una respuesta antiinflamatoria, así como una disminución de la IL-1B y los procesos asociados, que se inician con la traslocación de los factores de transcripción específicos, como el de necrosis Kappa beta (NF-kß)2,9. A nivel molecular, recientemente se ha propuesto que este último factor actúa como interruptor de la inflamación, modulando la respuesta inmune a través de diferentes dosis de RI. Las dosis altas o bajas crónicas provocarían inflamación, activando este factor en el citoplasma mediante ligandos extracelulares o por rutas internas. Entre los primeros, se encuentran la IL-1, el TNF-α y los factores de crecimiento.
Si bien la unión con el receptor recluta distintas moléculas que convergen en vías de inflamación, aún no están bien definidas las rutas intermedias. Las señales intracelulares más estudiadas han sido la activación del gen ataxia telangiectasia mutado (ATM) por daño genotóxico, las vías de fosfatidilinositol 3-kinasa (PI-3K) y de las proteína quinasas activadas por mitógenos (MAPK), y el aumento de ERO. La activación de este factor que se completa en el núcleo habilita la expresión alternativa de más de 100 genes (IL-1 y 6, TNF-α, COX-2, entre otros)9. A dosis bajas, la participación de las ERO y las especies reactivas de nitrógeno (ERN) son elementales en la activación y permiten una mejor interpretación a través de la liberación de citoquinas pro o antiinflamatorias del BSE y la RA, respectivamente. De esta manera, se logran incluir estamentos puntuales sostenidos en blancos específicos dentro del marco genérico de la respuesta a nivel individuo.
Según lo expuesto, la comprensión y un esclarecimiento más acabado de los efectos biológicos de las RI es de vital importancia, no solo para reducir los riesgos del proceso carcinogénico, sino también para optimizar las terapias oncológicas actuales.
Conflicto de interesesLos autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.