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Vol. 31. Núm. 2.
Páginas 67-69 (marzo - abril 2016)
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Aplicar o no aplicar un procedimiento médico: ¡esa es la cuestión!
To perform or not to perform a medical procedure: That is the question!
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M.A. Sánchez-González
Departamento de Medicina Preventiva e Historia de la Ciencia, Facultad de Medicina, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, España
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Aplicar o dejar de aplicar un procedimiento médico ha sido, tal vez, el principal dilema ético de los médicos a lo largo de la historia. Y los problemas de limitación de tratamientos han sido también los que más han influido en el origen y el desarrollo de la bioética asistencial actual.

La expresión «limitación del esfuerzo terapéutico» (LET) comenzó a utilizarse hace unas pocas décadas entre los especialistas de medicina intensiva, para referirse a la no aplicación de tratamientos mantenedores de las funciones vitales. Sin embargo, en la actualidad la expresión «LET» es utilizada en otros contextos médicos para calificar la renuncia a aplicar cualquier procedimiento diagnóstico, terapéutico o de planificación terapéutica en situaciones extremas que permiten justificar la abstención. No obstante, en el idioma inglés, y en los tesauri bibliográficos, no se suele utilizar esta expresión. Y su significado aparece desdoblado en los términos withholding (no iniciar) y withdrawal (retirar una vez comenzado). Asimismo hay quienes critican la expresión «LET», porque parece implicar una disminución del esfuerzo asistencial que merecen todos los enfermos, y se sugiere emplear otras expresiones como «adecuación del esfuerzo» o «abstención selectiva». Ahora bien, lo cierto es que no parece lingüísticamente necesario prescindir del término «LET», porque «limitación» no debería tener en estos casos la acepción de disminución o reducción, sino el significado de «poner límites». Y en este último sentido la expresión «LET» conlleva un significado perfectamente apropiado.

Lo que hoy llamamos limitación del esfuerzo terapéutico ha recibido otros nombres en las diferentes épocas. Y también han sido muy diferentes los criterios de los médicos y la frecuencia con que han limitado los tratamientos.

La medicina antigua creyó que había que respetar el orden natural que supuestamente rige la vida humana, y ayudar simplemente al poder curativo de la Naturaleza. Por eso no debían tratarse las enfermedades consideradas «mortales por necesidad natural», y así los médicos seguían el consejo de Hipócrates: «El objetivo de la Medicina es disminuir la violencia de las enfermedades y evitar los sufrimientos de los enfermos, absteniéndose de tocar a aquellos en quienes el mal es el más fuerte, y están situados más allá de los recursos del arte»1.

Los médicos antiguos procuraban conocer si el desorden del enfermo ocurría por una «necesidad forzosa» ante la cual nada puede el arte médico. En tal caso debían abstenerse de toda intervención, acatando el curso natural de la enfermedad como un decreto ineludible de la divina Physis. Intervenir en esos casos hubiera sido incurrir en el pecado de Hybris o de «desmesura soberbia» contra la Naturaleza.

Hasta hace poco en España se llamó «desahuciados» a los enfermos para los que no existía esperanza de curación. En tales casos se prescindía totalmente de cualquier actuación médica activa que no sirviera para aliviar el malestar o el dolor intenso. Pero la práctica del desahucio fue abandonada en primer lugar en las unidades de cuidados intensivos que permitían mantener las funciones vitales mientras se esperaba un cambio en la situación o el pronóstico del paciente; y en segundo lugar en las unidades de cuidados paliativos que pasaron a hablar de pacientes «terminales», y a adoptar con ellos una conducta activa muy distinta a la del antiguo desahucio.

En la Edad Moderna se produjeron 2 cambios relevantes para el tema que nos ocupa. En primer lugar cambió la actitud del hombre hacia la naturaleza, apareciendo una nueva mentalidad de lucha y dominio. Y en segundo lugar el hombre moderno pasó a valorar de un modo distinto la vida en este mundo. La vida mundana y su disfrute se convirtió en el valor supremo. Y el derecho a la vida, entendido como derecho a una vida buena, se proclamó como base de todos los demás derechos.

Consecuentemente, la medicina moderna asumió el programa de hacer retroceder indefinidamente la enfermedad y la muerte. Apareció así el llamado «imperativo tecnológico» que obliga a hacer todo lo posible siempre. Y se instauraron tratamientos heroicos y terapias agresivas. Pero, ya en el siglo xx, algunos de esos tratamientos fueron calificados de «encarnizamientos» u «obstinaciones» terapéuticas, hasta el punto de que los movimientos a favor del consentimiento informado, las directivas anticipadas y la eutanasia pueden verse como una defensa de los pacientes frente a dicho encarnizamiento.

En los años 60 del pasado siglo fueron los propios médicos los que comenzaron a pensar que no siempre hay que hacer todo lo técnicamente posible. El primer tratamiento cuya indicación universal pusieron en duda fue la reanimación cardiopulmonar (RCP) en casos de parada cardiaca. Por lo que, a partir de 1962, fueron apareciendo declaraciones oficiales que establecían criterios para limitar el uso de la RCP. Una década después surgieron los primeros debates sobre el uso de tratamientos mantenedores de funciones vitales, tales como la ventilación mecánica, la nutrición artificial y los cuidados intensivos en general. Y en los años ochenta se incorporó a las discusiones el concepto de «futilidad terapéutica», que generó en 1989 el primer artículo consagrado enteramente al análisis de este concepto, publicado por un equipo de autores que en ese momento trabajábamos en la Universidad de Chicago2.

Podemos pues afirmar que el imperativo tecnológico tiene cada vez menos vigencia en la medicina actual. Y de hecho, la mayoría de las muertes en unidades de cuidados intensivos se producen actualmente después de haber renunciado a alguna medida de soporte vital.

La tendencia a limitar tratamientos ha sido, en efecto, creciente en los últimos años3. Varios estudios norteamericanos publicados en los años 904 reportaron ya entre un 4 y un 13% de limitaciones del soporte vital entre todos los pacientes admitidos en unidades de cuidados intensivos; y entre un 46% y un 91% de los pacientes que mueren en las UCI. En Europa en 2015 parece que se ha llegado ya a la cifra del 13% de limitaciones en el total de los ingresados en UCI5.

En España, el estudio multicéntrico de Esteban et al.6 puso de manifiesto en 2001 que un 6,6% de los pacientes ingresados en UCI recibió alguna limitación del soporte vital, y que un 34,3% de los pacientes que murieron lo hicieron tras la suspensión de alguna de esas medidas. Todo lo cual parece indicar que en los países del Sur de Europa son algo menos frecuentes las decisiones de limitación terapéutica. El estudio de Herreros et al.7, que se publica en este número, reporta cifras de LET algo más altas, que llegan al 86,3% de todos los fallecidos en un servicio de medicina interna. Diferencias al alza que pueden deberse a que el estudio de Herreros es 15 años posterior, o a que la limitación del esfuerzo en medicina interna se conceptúa y clasifica de distinta forma que en las UCI.

Otro aspecto que llama la atención en la LET es la gran variabilidad que existe en los criterios de limitación empleados. Se ha comprobado que distintos equipos de cuidados intensivos, y distintos intensivistas dentro del mismo equipo, utilizan criterios bastante diferentes para limitar tratamientos, y en esos criterios existen importantes sesgos psicológicos y culturales, como lo muestra el hecho de que en 2003 en el Norte de Europa el 47% de las muertes habían sido precedidas de retiradas, mientras que en Europa del Sur este porcentaje era solo del 18%8.

Los médicos más religiosos y de más edad tienden a limitar menos. En Japón la limitación del esfuerzo es mucho más infrecuente. Y también existen grandes diferencias de criterio entre los pacientes y sus familiares, y entre estos y los médicos.

Por otra parte, la participación del paciente y de la familia en la toma de decisiones también es muy variable. En Norteamérica, en el año 1997, Prendergast encontró que el propio paciente (directamente o por instrucciones previas) y su familia intervinieron entre un 93% y un 100% de las veces9, mientras que en Europa del Norte, en 2005, Cohen10 señaló que ese porcentaje fue del 88%, mientras que solo fue del 48% en Europa del Sur.

La variabilidad afecta también al tipo de tratamientos que se limitan. La nutrición artificial, por ejemplo, tiende a limitarse bastante más en Norteamérica porque se considera un tratamiento médico, mientras que en Europa del Sur se limita menos porque existe una cultura que contempla la alimentación como un cuidado básico que no debe negarse nunca.

Esta variabilidad en la toma de decisiones pone de manifiesto un pluralismo de valores probablemente irreducible, y desde luego, respetable. Sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos de qué manera podemos tomar las mejores decisiones.

Las decisiones pueden ser más prudentes aceptando la idea de que lo más ético es hacer lo mejor que sea posible en cada situación problemática. Y lo mejor es tener en cuenta todos los valores en conflicto, jerarquizarlos, ponderarlos y armonizarlos de manera óptima. Para conseguir esto es preciso deliberar caso por caso, no considerando solo principios éticos, sino prestando también atención al contexto, observando las circunstancias, incorporando los valores de todos los implicados y calculando las consecuencias de la decisión. En una palabra: hay que deliberar individualizadamente, asumiendo que la mejor decisión para un cierto caso puede no serlo para otro, por muy parecidos que ambos casos parezcan al principio.

Asumir este planteamiento es difícil porque nuestra tradición moral ha estado basada en el supuesto de que existe una ley natural o divina que establece un conjunto de principios o mandamientos morales, cuyo contenido material determina exclusivamente la bondad o maldad de los actos. Según esto, nos parece lógico formular normas generales desde las que puedan deducirse los actos correctos. Y desde esta perspectiva hay actos buenos o malos en sí mismos, que son los que se deducen de los principios materiales que creemos aplicables.

En contra de la última perspectiva mencionada podemos recordar las palabras de Kant: «no hay ningún acto que sea bueno sin restricción, a no ser tan solo una buena voluntad».

Según esto, tendríamos que insistir menos en preguntar si determinados actos, como acortar la vida de un enfermo en situaciones extremas, son intrínsecamente buenos o malos siempre. Y cultivar, por el contrario, la sabiduría de encontrar en cada caso las decisiones más prudentes, que tienen en cuenta todos los factores de la decisión.

Por otra parte, no deberíamos confiar demasiado en la capacidad de las leyes escritas para resolver nuestros problemas. Renunciar a legislar en exceso es difícil, pero lo cierto es que no parece deseable uniformar criterios imponiendo leyes o normas que establezcan de antemano, rígidamente, lo que hay que hacer en todos los casos.

Necesitamos pues menos leyes y menos normas universales cerradas, y más capacidad de deliberación individualizada que pueda tener en cuenta todos los valores en conflicto y todos los factores morales que permiten descubrir, en cada caso, las mejores soluciones. La ética no obliga a realizar lo «bueno» ideal, sino que invita más bien a realizar lo «mejor» que resulta posible.

Bibliografía
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Hippocrates. De l’Art. En: Hakkert AM, editor. Opera omnia. Vol. 6. Amsterdam: Ed. E. Littré, 1962; p. 5-7.
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J.D. Lantos, P.A. Singer, R.M. Walker, G.P. Gramelspacher, G.R. Shapiro, M.A. Sanchez-Gonzalez, et al.
The illusion of futility in clinical practice.
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T.J. Prendergast, J.M. Luce.
Increasing incidence of withholding and withdrawal of life support from the critically ill.
Am J Respir Crit Care Med, 155 (1997), pp. 15-20
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N.G. Smedira, B.H. Evans, L.S. Grais, N.H. Cohen, B. Lo, M. Cooke, et al.
Withholding and withdrawal of life support from the critically ill.
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Respective impact of no escalation of treatment, withholding and withrawal of life-sustaining treatment on ICU patients’ prognosis: A multicenter study of the outcomerea research group.
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[6]
A. Esteban, F. Gordo, J.F. Solsona, I. Alía, J. Caballero, C. Bouza, et al.
Withdrawing and withholding life support in the intensive care unit: A Spanish prospective multi-centre observational study.
Intensive Care Med, 27 (2001), pp. 1744-1749
[7]
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[8]
C.L. Sprung, S.L. Cohen, P. Sjokvist, M. Baras, H.H. Bulow, S. Hovilehto, et al.
The ethicus study.
JAMA, 290 (2003), pp. 790-797
[9]
T.J. Prendergast, M.T. Claessens, J.M. Luce.
A national survey of end-of-life care for critically ill patients.
Am J Respir Crit Care Med, 158 (1998), pp. 1163-1167
[10]
S. Cohen, C. Sprung, P. Sjokvist, A. Lippert, B. Ricou, M. Baras, et al.
Communication of end-of-life decisions in European intensive care units.
Intensive Care Med, 31 (2005), pp. 1215-1221
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