Las organizaciones complejas han de saber convivir y manejar las incertidumbres y las paradojas. Los médicos más reflexivos ya saben que se pueden combinar excelentes procedimientos y mala medicina; o que hacemos cosas porque siempre se han hecho, sin que nunca nadie cuestione si alteran el curso natural de las enfermedades; o que de pronto hay modas que nos llevan a usar nuevos medicamentos o tecnologías, sin que realmente sepamos o cuestionemos el valor añadido que suponen.
Para ordenar y sistematizar las dimensiones de actuación inapropiada, hace un par de años desempolvé y actualicé la vieja clasificación de Brian Jennet; esta checklist nos lleva a preguntarnos: a) si la decisión clínica que vamos a tomar es efectiva, lo que no siempre está tan claro cuando miramos la literatura de mejor calidad y mayor actualidad; b) si es segura, debiendo considerar que el principio de no maleficencia nos obliga a que los beneficios dominen claramente sobre los riesgos, y que el paciente debe ejercer la autonomía de su voluntad en este balance; c) si es necesaria, en el sentido de que no haya otras alternativas más sencillas y menos intervencionistas para conseguir lo mismo; d) si es útil o no, porque con frecuencia la enfermedad del paciente está tan avanzada que nuestra acción no añade ningún valor; e) si es una acción clemente, teniendo en cuenta la calidad de vida del paciente tras la intervención, y no solo la lógica técnica de actuación sobre el órgano o sistema; f) y, finalmente, si el coste es razonable o es desproporcionado e insensato1.
La medicina es una industria globalizada, organizada por clanes planetarios de especialidades. Esto tiene aspectos muy positivos, porque cualquier avance que se publica hoy en el New England Journal of Medicine, Neuron, Heart, CA: A Cancer Journal for Clinicians, etc. puede ser inmediatamente aplicado en cualquier hospital del mundo, desde Sídney a San Francisco. Y salvo que se necesite equipo o medicamentos no disponibles localmente, se puede poner en marcha de forma silente, sin la autorización institucional o de los gerentes. Esto otorga un enorme dinamismo y propulsa la innovación clínica, ya que la gran mayoría de profesionales confía en revistas con sistemas de control científico serios y que son avaladas con factores de impacto altos. Pero el que haya tantos «seguidores» para una vanguardia escasa en tamaño, supone una enorme responsabilidad sobre los hombros de una comunidad muy pequeña de líderes profesionales de cada especialidad médica global. Y también un riesgo: la desorientación o la captura por intereses de unos pocos pueden tener efectos devastadores.
Una parte de la crítica al modelo actual de la industria médica gira en torno a la alianza entre Big-Pharma y Big-Medicine2, en la cual se dan 2 fenómenos:
- a)
Una industria farmacéutica y tecnológica que ha acostumbrado en las pasadas décadas a sus accionistas a obtener beneficios muy superiores al sector industrial de referencia, y que sufre de un declive de la innovación efectiva, lo que le lleva a intentar compensar con acciones de inducción de demanda lo que no consigue con efectividad incremental de producto; demasiada presión lleva a malas prácticas, algunas de las cuales han eclosionado como escándalos.
- b)
Una progresiva abducción de los líderes científicos y profesionales de la medicina por parte del sector industrial, consolidando aquellos su posición de dominio en prestigio, poder y riqueza, a cambio de ser complacientes a la hora de canalizar innovaciones hacia sus seguidores, adormecer el sentido crítico con los problemas metodológicos de las investigaciones, y no prestar demasiada atención a los efectos adversos y riesgos de las innovaciones.
Esta mutación de la Big-Medicine hasta convertirse en «élites extractivas» de la mano de la Big-Pharma y de la Big-Tech, es silente y progresiva, pero no menos real y efectiva. Y afecta en diferentes gradientes a todo el cuerpo profesional. Incluso, como afirma Spence, los médicos normales y corrientes tienen también su cuota de responsabilidad, al someterse acríticamente al poder desde una «deferencia» mal entendida…3. «La ¿deferencia¿ se refiere a obediencia, conformidad y exigencia de respeto. Pero la deferencia no es inteligente, y además es complaciente, arrogante, y venenosa para el pensamiento libre y la innovación. Las armas de la deferencia son los títulos, premios, medallas, batas, trajes de gala, arte, lenguaje, academia, calificaciones, instituciones prestigiosas, publicaciones, pronunciación distinguida, buenos modos, saber estar… Tenemos una elite internacional intocable y distante, que se denominan expertos, junto con empresas de comportamiento no ético. La deferencia significa que las voces de muchos son ocultadas por las de estos pocos. La deferencia es un instrumento autoritario de opresión intelectual que nos impide preguntarnos ¿por qué¿. Nosotros, ¿don nadies¿, médicos normales de hospitales y centros de salud, necesitamos cuestionar, desafiar y rechazar colaborar en esto. Echar abajo la ortodoxia y promover la democracia profesional intelectual. No tenemos nada mejor. Todas nuestras opiniones cuentan. Respeto… por supuesto; deferencia… claro que no. El juicio contra la deferencia queda visto para sentencia».
Por eso el cambio es tan complejo: los que más saben de cada tema, tienden a estar mucho más cerca del núcleo que concentra los conflictos de interés. No hay un plano de clivaje claro, no es una película de buenos y malos (aunque «haberlos haylos») y, por lo tanto, hemos de saber distinguir el grano de la paja, obligándonos al buen gobierno del método científico, a la vez que fomentando la reducción progresiva de los conflictos de interés que atan a las especialidades médicas con los intereses directos del sector industrial en las revistas, formación, premios y reuniones científicas y profesionales.
Todo lo anterior vale para antes de la crisis económica. Lo que ocurrió entre 1998 y 2008 es que un crecimiento especulativo de las finanzas públicas permitió en toda Europa (y más aún en España), que los problemas estructurales de la medicina moderna no se hicieran evidentes. Así, la sociedad española acabó incrementando un 50% de su presupuesto sanitario (para expandir la red asistencial, y para financiar medios diagnósticos y terapéuticos innovadores). La medicina moderna siguió por la senda de la «parte plana» de la curva de rendimientos del gasto sanitario en salud: cada vez es más caro hacer más de lo mismo: mucho gasto y pocos resultados en salud.
La crisis económica hace desaparecer el componente de «sostenibilidad externa»; es decir, la disponibilidad de la sociedad a pagar todas nuestras facturas; se acabó este maná que acababa cubriendo los gastos cada año (o cada 4 años en las operaciones periódicas de pago de la deuda acumulada a suministradores). Y por eso, el debate de cómo construir sistemas internamente sostenibles se hace vital para los sistemas públicos de salud.
Las autoridades sanitarias, espoleadas por los ministerios económicos, buscan soluciones rápidas: en lo «macro» con copagos para reducir la demanda (presentado como penalización del «abuso»); en lo «meso» con recortes en factores de producción (recursos humanos, capital, y gastos corrientes) o en precios de dichos factores (sueldos, precio de medicamentos sin patente y otros insumos); algunos han pescado a río revuelto, proponiendo la externalización-privatización, congruente con preferencias ideológicas, pero sin justificación por mejoras de eficiencia; y finalmente, la agenda «micro» ha sido en la práctica obviada desde 2010 hasta 2013.
Sin embargo, cuando las políticas de austeridad han agotado las medidas más al alcance de la mano (las manzanas del árbol de la austeridad que cuelgan bajo), se vuelven los ojos a cambios estructurales de mayor profundidad: atacar la irracionalidad de la medicina moderna, y de la organización sanitaria, situándolas en la senda virtuosa del impacto en salud (manzanas que colgarían alto en el mencionado árbol). Estos cambios estructurales están bien documentados, y gozan de un amplio nivel de consenso (ver el documento sintético de la Asociación de Economía de la Salud de 2012 y su actualización y ampliación de 2014)4,5.
Pero, para avanzar en ellos se precisa un nuevo marco de gobierno institucional basado en la gestión del conocimiento por las autoridades sanitarias, y el desarrollo de políticas profesionales activas que implican ceder poder y responsabilidad a los micro-sistemas clínicos. Además, los médicos y enfermeras, muy castigados por los recortes lineales de estos años, son renuentes a prestar su apoyo, pues se ha perdido la confianza (¿cómo se atreven a pedirnos que les ayudemos ahora coger las manzanas de arriba?); igualmente ocurre con la población, para la que cualquier indicación de «dejar de hacer algo» entra en el inventario de recortes de prestaciones imputables a los intentos de erosionar a la sanidad pública.
Es en este punto donde la insoportable debilidad del llamado «Sistema Nacional de Salud» nos hace pagar un altísimo precio, ya que carece de los instrumentos de gobernabilidad mínima, está lastrado por altos costes de interferencia política, y sigue renuente a desarrollar una nueva generación de instrumentos de gestión del conocimiento, que estructuren desde la escala apropiada una evaluación independiente y legitimada de tecnologías, medicamentos, procedimientos y modelos de respuesta asistencial. La reivindicación cada vez más amplia de un Hispa-NICE (al estilo británico) recibe la pobre respuesta política de que la coordinación de micro-agencias central y autonómicas de evaluación de tecnologías ya cumple esta función. Más juego de espejos en vez de respuestas serias a los problemas.
Una serie de sociedades científicas españolas han intentado poner en marcha iniciativas de «desinversión» tipo do not do6 británico o choosing wisely7 estadounidense, al parecer convocados y alentados por el Ministerio8; buena iniciativa si es un punto de partida para poner en marcha un escrutinio independiente y de calidad sobre la efectividad, seguridad, eficiencia y calidad de las intervenciones sanitarias; aunque lamentablemente la idea de «externalizar» a las sociedades científicas esta tarea no ayuda mucho a contrarrestar la influencia de la industria sanitaria sobre las élites médicas que antes hemos mencionado.
En este contexto hay aspectos positivos a comentar: los sanitarios han tenido comportamientos meritorios: la «marea blanca» de Madrid no se ha limitado a parar la privatización, sino que ha ido articulando un discurso de racionalización de los servicios y formulando la idea de implicación profesional para ahorrar evitando recortes lineales. El Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, ha planteado desde la perspectiva de la gestión clínica una apuesta clara por la co-responsabilidad, que llevó al Foro de la Profesión Médica a un atrevido pacto con el Ministerio de Sanidad en el verano pasado9.
En último término, sin reformar los sistemas de gobierno sanitario ni garantizar una mínima estabilidad y predictibilidad a la financiación de los servicios, va a ser difícil acometer cambios estructurales que todos diagnostican y proponen10.
La idea de desinvertir en lo inapropiado para reinvertir en acciones con mayor impacto es hoy un discurso central para el rearme moral y científico de la profesión médica. Ya que ahí arriba parece que no saben, no pueden, o no quieren actuar, la sostenibilidad interna va a depender crucialmente de que los clínicos den un paso a delante, valiente y generoso.
Profesionalismo frente a gerencialismo atolondrado y propuestas neoliberales de poner «ordeno y mando» a través de empresas con ánimo de lucro que «metan en cintura» a los sanitarios; en un reciente artículo de El País intentaba argumentar contra la insoportable levedad de la cultura gerencialista actual: «Escuchamos decir: los empleados con incentivos trabajan más; no pueden cobrar igual los que trabajan y los que no trabajan; los funcionarios se vuelven vagos al tener seguridad absoluta en su empleo... Algunos dirían: ideología liberal; yo añadiría: falacia fabricada para maquillar y manipular. … Estos argumentos desembocan en una receta general: el combinado palo-zanahoria (ración doble de lo primero que de lo segundo) para aumentar la productividad del trabajador. Lo importante no sería el talento sino la capacidad de sacar y cumplir con los objetivos marcados; el problema no sería de ¿inspiration¿ (inspiración para dirigir el barco) sino de ¿perspiration¿ (sudoración de los galeotes remando vigorosamente). Y la amenaza de despido actuando como castigo supremo que garantiza la supremacía de la jerarquía en la organización. Pero la realidad afortunadamente da cabida a muchas y mejores versiones de nosotros mismos. La mayoría lo que quiere es una seguridad económica razonable, y… muchos otras cosas en la vida, incluida la reputación profesional, la relación cordial con los compañeros, la sensación de hacer las cosas bien, o la de servir a los demás. La nueva economía del comportamiento (desde el Nobel Kahneman al divulgador Ariely) está desvelando precisamente esta complejidad y riqueza de la naturaleza humana.»11.
Por lo tanto, la receta sería «desinversión en lo inapropiado y reinversión en lo que añade valor», como un arma de racionalidad, como guía de una nueva legitimidad en nuestra función clínica: frente a políticos ilegítimos, gerentes atolondrados, líderes médicos descarriados y compañeros demasiado deferentes.
Por lo que nos jugamos, toca rescatar el lema de los indignados de todos los sectores «sí se puede – si se quiere», porque hay que estar dispuesto a hacer cosas para que el futuro deseado se haga realidad.