El carcinoma de colon y recto constituye aproximadamente el 9 al 10% de todos los nuevos cánceres diagnosticados en el mundo, siendo el cuarto cáncer más frecuente en hombres (después del de pulmón, próstata y estómago) y el tercero en la población femenina; solo precedido por el cáncer de seno y cuello uterino1–3. Esta situación constituye un problema de salud pública no solo en los países de medianos y bajos ingresos sino también en los países del primer mundo. En la década de los ochenta, se registró una tendencia hacia el incremento de la incidencia en los países orientales como Japón, China, Filipinas y Singapur. En los años noventa se registró una disminución en la incidencia de esta patología en Japón, Estados Unidos y Nueva Zelanda, que ha hecho necesaria la promoción de las políticas de salud orientadas a la prevención y la detección temprana, estrategias que impactan directamente en los servicios oncológicos. Se estima que en los Estados Unidos de América los gastos anuales por cáncer colorrectal oscilan entre 5.300 a 6.500 millones de dólares y a nivel mundial alcanzan los 14.000 a 22.000 millones de dólares/año4.
Recientemente se ha resaltado en los medios de comunicación la dieta como factor asociado al desarrollo de cáncer de colón, lo que quizá ha generado un pánico general relacionado al consumo de las carnes rojas y los alimentos procesados, lo cual ha impactado en el devenir diario de los hábitos alimenticios de la población general, que a su vez podría tener un impacto en la economía alrededor de la producción y distribución de la misma.
La Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC) ha explicado que las carnes rojas contienen proteínas de valor biológico indiscutible así como importantes micronutrientes como la vitamina B, hierro y zinc. Por su parte, la carne procesada curada o ahumada contiene químicos carcinógenos que incluyen los compuestos N-nitroso e hidrocarburos policíclicos aromáticos; igualmente la cocción produce aminas aromáticas heterocíclicas que al ser expuestas a altas temperaturas incrementan la cantidad de estos compuestos. El porcentaje de consumo de carne en la alimentación varía entre los países, siendo el rango tan amplio que va desde 50-200 gramos al día. De acuerdo con el análisis de la evidencia, que proviene de estudios de cohortes prospectivos realizados durante más de 20 años, la IARC encuentra que el consumo de 50g de carne procesadas al día incrementa el riesgo de cáncer colorrectal en un 18%. La recomendación entonces es limitar el consumo de carnes rojas y evitar o reducir el consumo de carnes procesadas5,6.
Es claro que la alta incidencia de carcinoma colorrectal está asociada al elevado contenido calórico de los alimentos de la grasa animal y su asociación y el riesgo del cáncer7; además, otros factores están presentes en el riesgo de la génesis del tumor. Los múltiples estudios epidemiológicos en el tiempo y en el espacio han demostrado asociación con la obesidad, el consumo de alcohol, el tabaquismo, dietas bajas en consumo de frutas y vegetales, granos o vitamina D, el uso prologado (formulado o autorecetado) de medicamentos analgésicos o antiinflamatorios (los denominados AINEs), la terapia de reemplazo hormonal estrogénica, la inflamación crónica y en especial la baja actividad física y los hábitos de sedentarismo8–10.
Si bien tenemos un avanzado conocimiento en el entendimiento sobre las vías moleculares del cáncer como la relación con la activación de los genes promotores del cáncer (GEN KRAS) y su resistencia al tratamiento11, las alteraciones en los genes del APC y p53 relacionados con la prevención, del papel de los genes reparadores del ADN -Mistmach Repair-Enzymes-12 o la clara asociación de pacientes con síndrome de Lynch, poliposis adenomatosa familiar o la enfermedad inflamatoria intestinal idiopática crónica; también son ciertas nuestras limitaciones en el entendimiento pleno de la interrelación con la dieta (los nutrientes, los tipos de cocción, la cantidad, la frecuencia de consumo, la sinergia con otros alimentos o condiciones médicas, etc.), para determinar con absoluta precisión todos los efectos del “gen-dieta” que permitan aseverar que el consumo de un único o determinado alimento es el exclusivo factor en la generación del tumor como en estos momentos se le está imputando a las carnes rojas.
Idealmente la prevención, y en este caso específico, los hábitos de consumo constituyen un factor clave en la evolución de la enfermedad; sin embargo, no es posible escapar a las múltiples variables que determina el pronóstico cuando el cáncer ya ha sido diagnósticado. Vilorio-Marqués et al., en el artículo de esta edición, nos muestra un rico análisis en su serie de más de 400 casos en León (España) en relación con las características clínicas e histopatológicas del cáncer colorrectal vinculadas a la exposición a factores de riesgo, así como los propios inherentes al tumor como su localización, grado de diferenciación y a los estudios moleculares, en especial al estado mutacional del Gen KRAS y a la inestabilidad microsatelital13.
En este punto, además de la actual tertulia gastronómica y molecular, no es honorable ignorar la realidad social de un país predominantemente pobre como el nuestro, con un ingreso per cápita bajo, con un salario mínimo que no suple las necesidades básicas; en tan siquiera poder entender ¿Cuántas veces a la semana una persona o una familia puede comprar y consumir una libra de carne? O tan solo esquivar la mirada a la estadística que muestra que cinco mil niños mueren al año por desnutrición o que doce de cada cien sufren de hambre en Colombia14. Todo esto a la luz de los también demostrados beneficios del consumo de carne en el desarrollo físico, mental e intelectual de una persona.
Como siempre la prevención, pero más en esta situación, donde la moderación en el consumo constituye la mejor elección, en especial para encontrar el adecuado balance entre el uso y el abuso.