La violencia política es un fenómeno, presente en todo el mundo, que involucra de manera creciente a la población civil, especialmente en países de medianos y bajos ingresos. Es una situación prioritaria en el campo de la salud colectiva, por sus múltiples y complejos efectos para la salud física y mental y los ecosistemas humanos y sociales. El objetivo es presentar las principales tendencias, que coexisten en la investigación y la práctica, en la forma de comprender los efectos en salud mental, incluyendo la mirada biomédica del trauma psiquiátrico y la incorporación de la dimensión colectiva de dichas afectaciones, resultante del diálogo de disciplinas de la salud y las ciencias sociales.
MétodosRevisión de producción investigativa de la relación violencia política-violencia colectiva y salud mental en bases de datos internacionales y centros de documentación universitarios y de organizaciones no gubernamentales nacionales, en una delimitación temporal que ocupa la última década del siglo xx y la primera de este siglo, bajo los nominadores trauma, guerra, conflicto armado y violencia política.
ResultadoSe muestran las limitaciones de la generalización explicativa del trauma psiquiátrico para entender la compleja incidencia de la violencia\ política en salud mental. Los constructos que incorporan las dimensiones social, política y colectiva amplían dicha comprensión y expanden, conceptual y metodológicamente, el saber de la salud mental, reorientando sus preguntas.
ConclusionesSe esboza una ruta superadora de la mirada epidemiológica biomédica, individualizada y de corto plazo, conducente a su desmedicalización, y al reconocimiento de que, más que enfermos, las personas y comunidades que sufren los efectos de la violencia política son sujetos potentes para poner en escena alternativas que les permitan transformar y realizar la vida que sueñan.
Political violence is a global phenomenon, especially in low- to middle-income countries. This phenomenon increasingly involves civilians. This situation is a priority in collective health, as it produces multiple and complex effects on physical and mental health, and human and social ecosystems. The objective of this article is to present the main tendencies that coexist in research and practice on the understanding of the effects of political violence on mental health. The biomedical approach of psychiatric trauma and the wider perspective of social sciences, which incorporate the collective dimension of these effects, are also taken into account.
MethodsReview of research determines the relationship with political violence / collective violence and mental health in international databases and national documentation centers, academics and NGOs within the last decade of the twentieth century, and the first of this century under the headings of trauma, war, armed conflict and political violence.
ResultsThe limitations of general explanations of psychiatric trauma in understanding the complex effects of political violence on mental health are shown. The constructs that incorporate social and collective dimensions increase this comprehension of these effects and knowledge of mental health, both conceptually as methodologically.
ConclusionsIn a political violence context it urgent to change attitudes about mental health. It is a way to overcome the biomedical, individualistic, and short term epidemiology, and to remove medication from mental health. This means acknowledging that people who experience the effects of political violence effects are not sick. They are powerful people who can transform and produce the life they dream of.
La incorporación de los problemas relacionados con la violencia en la agenda de los gestores de políticas de salud es relativamente reciente; aunque el interés por conocer el impacto de fenómenos como las guerras y los conflictos armados en la salud está presente desde principios del siglo pasado. Los primeros estudios, en los años sesenta y setenta del siglo xx, asociados a violencia familiar y de género, y el interés suscitado por la situación de crisis humanitaria en Biafra, Nigeria, son precursores importantes de su incorporación oficial en los discursos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), en la década de los noventa1–5. El interés en estos fenómenos se incrementa por el impacto que tienen en la calidad de vida, la morbilidad y la mortalidad, por el sufrimiento y la discapacidad que producen y, además, por el aumento de costos que causan a los servicios de salud. En el «Informe Bruntland» (OMS, 2000), se señala la mayor vulnerabilidad de las poblaciones traumatizadas por violencia y la probabilidad de incremento de trastornos mentales en dichas poblaciones6. Una parte sustancial de los problemas de salud mental en los países de bajos y medianos ingresos se puede atribuir a la violencia, de tal manera que las intervenciones dirigidas a disminuirla podrían tener un impacto positivo en la salud mental de sus poblaciones7.
La OMS8 define el hecho violento como «el uso intencional de la fuerza y el poder, real o en grado de amenaza, contra la propia persona, contra otros, contra un grupo o una comunidad, que resulte en lesiones, muerte, daños físicos, psicológicos, deficiencia de desarrollo o privación». Según sean los actores involucrados en los actos violentos, diferencia dichos actos como autoinfligidos (comportamientos suicidas y autolesiones), interpersonales (familia, pareja o comunidad) y colectivos (económica, política y social). El Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) define violencia política, incluida en la violencia colectiva y foco de interés de este artículo, como «un medio de lucha político-social, ya sea con el fin de mantener, modificar, sustituir o destruir un modelo de Estado o de sociedad; también para destruir o reprimir a un grupo humano —esté o no organizado— con identidad dentro de la sociedad, por su afinidad social, política, gremial, étnica, racial, religiosa, cultural o ideológica»9. La OMS estima que las tasas de mortalidad en el año 2000 atribuibles a guerras y conflictos armados oscilaban entre menos de 1/100.000 hab. en países de ingresos altos y 6,2/100.000 hab. en países de bajos y medianos ingresos4. Esta afectación desigual no solo se expresa en la mortalidad, sino en la variedad adicional de efectos que produce10: enfermedades físicas, discapacidades y angustia; destrucción de la infraestructura material, social y cultural, expresada en las redes sociales y los ecosistemas naturales y humanos, alteración del tejido social, de las formas de convivencia, de las redes de solidaridad y cooperación, de la dinámica de la vida cotidiana y las historias de vida4,11–14. El terror generalizado, la polarización social y la militarización forzada de la vida cotidiana, da lugar a cambios significativos en las formas de vida de la población civil, difíciles de medir y evaluar13.
Estos impactos se han incrementado como resultado de un cambio importante en los patrones de los conflictos armados o guerras en los últimos 50 años, que han cambiado de enfrentamientos entre Estados a enfrentamientos internos que involucran en forma creciente a la población civil13, por lo que constituyen emergencias humanitarias complejas15, homologables a catástrofes sociales marcadas por la destrucción de la infraestructura política, económica, sociocultural y de los cuidados de salud, sumada a la inhabilidad de la población afectada para ser económicamente autosuficiente16–18. El foco central de la atención a dichas emergencias se ha dirigido fundamentalmente al evento inmediato y no a sus causas, y ha generado respuestas humanitarias respaldadas por un creciente número de agencias de todo el mundo concediendo un lugar marginal a los análisis de tipo político y económico18.
La mirada traumatogénica de la violencia y su inclusión en el diagnóstico psiquiátricoLa mirada convencional para entender los efectos de situaciones devastadoras como las derivadas de la violencia política están cobijadas bajo la noción común de trauma. Según Hacking19, esta palabra se ha convertido en una metáfora para nombrar cualquier evento desagradable y sus efectos psicológicos, corporales y morales. Hasta el siglo xviii,era un término usado en el ámbito de la cirugía para referirse a lesiones en el cuerpo, que podía llegar a producir afecciones potencialmente mortales producto de un daño multisistémico19,20. En el siglo xix, el trauma dio un salto del ámbito del cuerpo físico al ámbito de la mente, mediado por unas corrientes que privilegiaron su explicación somática y otras que se centraron en lo psicológico. En la primera se resaltó el papel del sistema nervioso como estructura afectada de referencia y los mecanismos fisiológicos de dolor y miedo. La corriente psicológica, por su parte, centró su interés en la amnesia y el papel patogénico de ciertos recuerdos. Hacia finales del siglo xx, el denominado síndrome de estrés postraumático (PSTD) tomó el lugar hegemónico explicativo19–21. Este conjunto de explicaciones se inscribe en el paradigma moderno de pensamiento en el campo de la salud, en el cual se cruzan eclécticamente orientaciones anatomoclínicas, fisiopatológicas y etiopatológicas22,23.
La incorporación del diagnóstico de PSTD en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM), de la Asociación Americana de Psiquiatría, en su tercera versión en 1980, obedeció a un asunto coyuntural, mediante el cual los excombatientes de la guerra del Vietnam solicitaban compensaciones económicas al gobierno de Estados Unidos, en relación con las secuelas permanentes producidas por su participación en dicha guerra, lo cual, según McNally24 y Summerfield25, constituye la principal fuente de sus contradicciones. El PSTD es un síndrome centrado en el miedo condicionado y los procesos psicobiológicos desencadenados26, inscrito en el cruce entre la epidemiología psiquiátrica y el trauma psicológico27. Los criterios diagnósticos consideran no solo la presencia de los síntomas asociados al síndrome (intrusión, evasión e irritabilidad), sino además la obligatoria exposición a un evento traumático identificable24,27,28. Dicho evento etiológico puede ser una variada gama de situaciones que combina miedo, amenaza, pérdida, degradación, humillación, deshumanización, separación o relocalización, exposición a situaciones grotescas, ser testigo de actos de violencia contra seres queridos o causar la muerte o graves daños a otros. Se adjetivan como traumáticos los eventos inesperados, inexplicables e incontrolables y que, por lo tanto, logran exceder los recursos de afrontamiento de las personas o el quiebre de sus defensas26,29. El abanico tan amplio de posibilidades hace que cualquier evento se pueda tipificar como potencialmente traumático, con el riesgo de producir una excesiva medicalización de la vida cotidiana, una patologización de la expresión humana de sufrimiento y una sobrevaloración de la explicación traumatogénica24,25, y de ahí, el riesgo de encuadrar los efectos de la guerra como un asunto de orden psicológico, más que de orden político30.
Debates sobre la perspectiva del traumaA pesar del predominio del lugar explicativo del PSTD y el crecimiento de entidades dedicadas a su investigación, en paralelo han aparecido debates que señalan sus límites y controversias. Un primer debate, de orden epistemológico, señala cómo el PSTD propone un modelo occidental único, capaz de ofrecer herramientas estándar para cualquier tipo de población31–33 desconociendo las particularidades de cada contexto. Al abordar respuestas fisiológicas universales, esta tendencia refuerza el positivismo hegemónico con el que la psiquiatría contemporánea ha esencializado el modelo biomédico, imponiendo categorías sin el reconocimiento y la validación cultural debidos. Kleinman ha llamado a este pretendido universalismo la falacia del diagnóstico de PSTD, que pretende homologar la interpretación de síntomas semejantes en contextos culturales diversos23. La respuesta a estas críticas ha conducido a la adaptación de los instrumentos y las herramientas de diagnóstico y reconocer la presencia de factores moduladores de la respuesta al trauma, tales como la gravedad y la intensidad, y algunas características del individuo, como sexo, experiencia previa, características de la personalidad, antecedentes psicopatológicos, etc.34. En segundo lugar, desde el punto de vista sociotécnico, se discute el posicionamiento de medidas terapéuticas altamente medicalizadas, en detrimento de mecanismos endógenos, locales y culturales de recuperación y afrontamiento. Al subestimar los factores socioculturales y situacionales, la víctima se convierte en consumidor pasivo, mientras el experto asume el papel protagónico32,35. Una tercera controversia hace referencia a la prioridad que se asigna al análisis individual basado en la respuesta psicofisiológica, desconociendo la dimensión colectiva y los factores socioculturales que subyacen a las respuestas particulares12,31,32,36. Esta crítica se correlaciona con la descontextualización tanto de las respuestas de las poblaciones como de las intervenciones requeridas. No es deseable, ni ética ni políticamente, generar intervenciones individuales sobre un fenómeno colectivo como es la guerra26, en tanto esta no es una experiencia privada, y el sufrimiento que genera debe resolverse necesariamente en el contexto social12. Finalmente, y más allá de las discusiones de orden pragmático y/o instrumental, Kienzler34 afirma que lo más importante es reconocer que el conocimiento psicológico es el producto de una cultura particular en un momento particular, esto es, forma parte de un sistema etnomédico, como cualquier otro. Por lo tanto, el PSTD no es solo producto del trauma en sí mismo, sino del trauma y la cultura actuando juntas. Supone que tanto víctimas como investigadores y profesionales forman parte de dichos circuitos culturales. Este supuesto debe acompañar cualquier acercamiento al fenómeno.
Inclusión de la dimensión social y colectiva del trauma: la ampliación de la miradaLas críticas señaladas al PSTD se dirigen a los supuestos del positivismo y su correlato en el modelo biomédico psiquiátrico, y abogan por la exploración de otras vías de abordaje. Los debates alrededor del trauma indican que tanto la epidemiología clásica como los estudios focalizados en el PSTD se han vuelto limitados, teórica y metodológicamente, para la exploración de la violencia política y el trauma colectivo y el diseño de intervenciones efectivas, muy especialmente en el campo de la salud mental37. El sentido del debate no es negar la naturaleza traumatogénica de la violencia política, sino el absolutismo de una respuesta única que, desde la perspectiva biomédica del trauma, no logra captar en su totalidad la experiencia de las víctimas y los supervivientes26.
En el seno de las prácticas biomédicas, y alimentadas en buena medida por los aportes de las ciencias sociales, aparece una serie de propuestas cuyo propósito es contribuir conceptual y metodológicamente a incorporar las necesidades de las comunidades afectadas por la guerra, así como de los profesionales que acompañan a dichas poblaciones. Respecto a la salud mental, estas perspectivas permiten explorar las formas particulares de expresión del bienestar y la angustia, y al tiempo incorporar el significado personal y social de la experiencia en los pasos siguientes de integración y recuperación27. La experiencia violenta aparece de esta forma atravesada por estructuras sociales, económicas, políticas y culturales que permean tanto la construcción de su significado como las respuestas materiales y/o simbólicas implementadas por los individuos y los grupos sociales31. Estas nuevas miradas amplían su alcance en una perspectiva colectiva que enfatiza las relaciones y los intercambios sociales. Desde la dimensión cultural, el trauma aparece como experiencia compartida de los miembros de una colectividad que les ha dejado marcas en su conciencia grupal, su memoria y sus procesos identitarios. Más allá del evento en sí, son los significados compartidos de la experiencia lo que va configurando el proceso del trauma cultural y construye respuestas sociales y simbólicas a lo sucedido, las víctimas, los perpetradores, las comunidades y sus interrelaciones38. Otros aportes en esta misma línea son los de Martin Baró en Centroamérica, quien en la década de los ochenta introdujo el constructo de trauma psicosocial. Esta noción permite nombrar los efectos de la guerra en la forma de ser y actuar de las personas, así como su cristalización en las relaciones entre ellas y los grupos sociales: «El efecto más deletéreo de la guerra en la salud mental hay que buscarlo en el socavamiento de las relaciones sociales, que es el andamiaje donde nos construimos históricamente como personas y como comunidad humana. Aflore o no en trastornos individuales, el deterioro de la convivencia social es ya, en sí mismo, un grave trastorno social, un empeoramiento en nuestra capacidad colectiva de trabajar y amar, de afirmar nuestra peculiar identidad, de decir nuestra palabra personal y comunitaria en la historia de los pueblos»39.
Por su parte, Janine Puget, desde el lugar del psicoanálisis, considera que los eventos traumáticos instauran una nueva subjetividad social, en la medida en que irrumpen en los víncu-los sociales y de intercambio. Define el traumatismo social como el efecto derivado de dichos eventos en las modalidades y las expresiones del intercambio subjetivo40. Desde la antropología, por su parte, se acuña la noción de sufrimiento social. Dicha noción nombra los efectos de la estructura de poderes institucionalizados y su influencia en las respuestas sociales41. Involucra niveles de análisis tanto macroestructurales como microsociales, lo cual permite entender cómo se genera el sufrimiento en el conjunto de unas condiciones históricas y sociales determinadas27, y no de forma aislada13. El sufrimiento se considera una experiencia humana universal, en la que individuos y grupos soportan determinados cargas, problemas y heridas graves en el cuerpo y el espíritu. Sin embargo, no hay una sola forma de sufrir, las percepciones y las expresiones son diversas, incluso en la misma comunidad: diferencias de sexo, edad, grupo, etnia, religión, y situación económica, así como los procesos globales, influyen en los mundos locales y transforman el sufrimiento en una experiencia intersubjetiva compleja34. El sufrimiento repercute en los cuerpos y los lugares sociales, agrupando un amplio espectro de situaciones de dolor producto de la experiencia social, así como una serie de métodos de resistencia visibles en el cuerpo y en el lenguaje42.
El enfoque psicosocial: una mirada integradoraEn el panorama de la investigación y la práctica del cuidado de la salud mental, aparecen fundamentalmente dos propuestas polarizadas. Por un lado, están las centradas en la perspectiva del trauma psiquiátrico anteriormente presentada y, por el otro, las aproximaciones desde el llamado enfoque psicosocial43. Este enfoque recoge los elementos conceptuales relacionados con la dimensión colectiva del trauma y fundamentalmente se constituye en una propuesta metodológica y práctica de acompañamiento. Allí, se otorga un lugar central a las situaciones de la cotidianidad que inundan las narrativas de las víctimas, incluso en mayor proporción que las directamente relacionadas con la experiencia de guerra44,45. El enfoque psicosocial invita a integrar lo emocional y lo social tanto en la evaluación de los impactos de la violencia política en individuos, familias y comunidades como en los procesos de recuperación. Enmarcada en las particularidades del contexto donde se genera la experiencia y la categoría de sujetos de derechos, se enfatiza en esta propuesta la importancia de las redes de soporte social y el reconocimiento de los recursos propios17,46–48. Hay quienes afirman que el acompañamiento psicosocial supera el abordaje de la atención en salud mental tradicional47, mientras otros entienden lo psicosocial como una forma de abordaje de la salud mental.
El aporte importante de las propuesta de acompañamiento psicosocial es su pretensión explícita de no homogeneizar a las víctimas ni las situaciones. Cada situación es una experiencia particular y diferencial, pero además dinámica en su temporalidad. La situación de los sujetos es distinta antes, durante y después del conflicto. Las personas afectadas no pueden ser tomadas como una categoría homogénea44. Su experiencia subjetiva está atravesada por moduladores como sexo, clase y etnia, que la hacen heterogéneas49–51. Los supervivientes no son recipientes pasivos de los efectos psicológicos negativos. Por el contrario, son sujetos activos en los procesos de resolver sus problemas, negociar la vida interrumpida, sus pérdidas, los choques culturales, la configuración de sí mismos, de sus comunidades y, finalmente, el legado de la guerra en sí misma, dentro de sus trayectorias vitales individuales y colectivas34.
Desde este lugar comprensivo, las tradiciones culturales y comunitarias representan importantes fuentes de resiliencia y se constituyen en recursos para dar sentido a la experiencia vivida y desarrollar estrategias de afrontamiento26. La utilización de recursos endógenos pone en escena la tensión entre el punto de vista médico terapéutico y el sociomoral, la centralidad de los procesos psicológicos frente a los procesos sociales y la importancia de la reconstrucción y la recuperación en el ámbito de la vida diaria. Summerfield12, enfatiza: «la pregunta de cómo las personas se recuperan de las atrocidades y de la guerra es profunda, pero la lección que la historia nos enseña es muy sencilla. Recuperarse no es un proceso discreto, sino por sobre todo práctico y relativamente simple: sucede en la vida de la gente más que en sus mecanismos intrapsíquicos o en su psicología. Recuperase es un retorno a la vida cotidiana, familiar y comunitaria, en lo cultural, lo religioso y en la recuperación de las funciones económicas, que hacen al mundo inteligible».
A modo de cierre: la salud mental en el ámbito de lo micropolíticoLa perspectiva que introducen las ciencias sociales al campo de la salud mental indica su insoslayable incursión en las arenas de lo micropolítico. Esto conlleva una forma alternativa de entender la política y, por ende, el poder; es situar el poder en procesos micro como los que envuelven a las situaciones personales y emocionales, y darles legitimidad en lo público. Lo público no es en este caso el terreno de lo institucional-estatal, sino el escenario de encuentro de las personas y las cosas, en el espacio de lo cotidiano y lo próximo52. En ellos se expresa y se experimenta el sufrimiento y los efectos de la violencia política en la producción y la transformación de la vida cotidiana. Una mirada desde lo político permite examinar las diversas dinámicas por cuyo medio se movilizan recursos, con el fin de «agredir, defenderse, protegerse, acallarse y olvidar o recordar y hacer el duelo»53. Como señala Jimeno, «referirse a la violencia anteponiendo la palabra ‘experiencia’ busca apuntalar el enfoque que considera la acción violenta desde el punto de vista de los sujetos involucrados, a mirarla desde su perspectiva, a colocarla en el terreno mismo de la subjetividad»54.
La aproximación a lo micropolítico se logra en la medida en que se redimensionan los alcances de la experiencia violenta sobre la vida cotidiana y las relaciones sociales, y se reconoce allí un terreno propicio para entender la salud mental como un ámbito eminentemente relacional e histórico, antesala de la acción política y la responsabilidad social. Cuando un colectivo conoce la fuente de su sufrimiento, se hace cargo de ella y comparte el sufrimiento de otros, se fortalece su sentido de solidaridad38 y dirige su mirada a la recuperación de las heridas en los ámbitos locales52. Adicionalmente, esta mirada micropolítica alude al distanciamiento necesario de sistemas de diagnóstico que ocultan la dimensión social, rompiendo con los roles y guiones predeterminados, tanto de los profesionales como de los individuos y los colectivos55. Parte de la lucha es salirse de la estructura dicotómica del modelo biomédico que pone el sufrimiento del lado de la patología, en el sentido médico del término, y la ausencia de sufrimiento como una buena salud mental. Como se ha expuesto anteriormente, sufrir no es una enfermedad, sino una situación de la existencia, que permite al sujeto interactuar con su realidad y constituirse como tal56. El reciente fenómeno de las comisiones de la verdad representa un amplio deseo de hablar acerca de lo que ha sucedido y cómo la gente ha sufrido, en un contexto social y político más que en un contexto médico. Las personas que han sido afectadas por violencia política usualmente no se ven a sí mismas como enfermas. Verlos como enfermos, y no como víctimas de un sistema opresivo, contribuye a aumentar su sufrimiento. La medicalización en este contexto es despolitización, cuando no nueva opresión, pero además entorpece los procesos de recuperación, en la medida en que el señalamiento como enfermos los distancia del contexto político de su sufrimiento y de la intencionalidad política que lo ha causado57. Esto no significa desconocer que hay personas afectadas gravemente que requieren un soporte especializado, pero sí evitar la estigmatización, que tiende a ver a todos como traumatizados, de tal forma que se patologizan respuestas normales y se reduce a términos médicos una compleja situación política, histórica y cultural17,44.
Esta incursión en lo micropolítico privilegia la atención sobre lo local, lo marginal, lo periférico, como «otros» lugares reticulados del poder y la resistencia, y terapéuticamente implica reconocer la imposibilidad de cambiar al otro, la necesidad de construir respuestas conjuntamente, evitando discursos moralizadores y predicciones basadas en estatus profesionales y científicos55. Parte de esta ruta es contribuir desde el campo de la salud mental a fortalecer los procesos que permitan a los sujetos que han sufrido eventos violentos transitar de su situación de víctimas hacia la de supervivientes con capacidad de agencia44. Como afirma Furtos56, la propuesta por una nueva salud mental apuesta a que quien sufre no desaparezca en tanto que sujeto y tenga, por el contrario, un lugar para ocupar tanto en la escena privada como en las diferentes escenas públicas.
Así, incursionar en lo micropolítico desde la salud mental implica superar la mirada individualista e interrogar las relaciones interpersonales e intergrupales que emergen en el seno de acontecimientos, como los que origina la violencia política39. Igualmente, se orienta a reconocer las movilizaciones suscitadas en la capacidad de transformación de la realidad por los sujetos, su participación en la toma de decisiones, la producción de beneficios colectivos, la creatividad, la respuesta crítica a los problemas sociales58, es decir, cómo los contextos de violencia política modifican el sentido de lo público, de la cohesión social y el tejido comunitario59. La categoría de sufrimiento, por oposición a la categoría de enfermedad, permite politizar e historizar el proceso de constitución de los sujetos, en relación con la singularidad de la experiencia vivida y de los eventos de la vida cotidiana37. Desde esta perspectiva, las preguntas y los debates se extienden en complejidad y alcance, en una ruta superadora de la mirada epidemiológica biomédica, individualizada y de corto plazo. Atender a quien sufre partiendo de categorías más activas para el sujeto y su dignidad, apartándose del convencional lenguaje del trauma, no significa minimizar el sufrimiento, sino, al contrario, dar crédito y valor a los recursos propios y a las redes de soporte60, que son pilares fundamentales para la salud mental.
Conflicto de interesesLa autora declara no tener ningún conflicto de intereses.
Este artículo forma parte de las revisiones y reflexiones derivadas de la tesis doctoral de la autora, titulada «Violencia, Resistencia y Subjetividad. Hilos que (des)tejen y tejen la salud mental. Estudio de caso», Municipio de San Francisco, Oriente Antioqueño, Colombia, iniciada en 2011 y actualmente en curso, para optar al título de Doctora en Salud Mental Comunitaria en la Universidad Nacional de Lanús (Buenos Aires, Argentina). Este proyecto no recibe financiación ni subvención distinta de la derivada de la comisión de estudios concedida por la Universidad de Antioquia.