Hace ahora un año que la explosión de la pandemia de Coronavirus cambió de forma drástica nuestras vidas, obligándonos a rediseñar, en un corto periodo de tiempo, la mayor parte de nuestra actividad personal y profesional para poder adaptarnos a una situación desconocida.
Nuestra sociedad se ha visto seriamente amenazada y son muchas las consecuencias que esta epidemia está dejando tras de sí, tanto desde el punto de vista social como económico, político y, desde luego, médico.
Los diferentes sistemas sanitarios se han visto sobrecargados de una forma sin precedentes en nuestra historia reciente, y su capacidad de reacción ha mostrado debilidades que no habíamos sido capaces de prever.
Los hospitales a lo largo de las diferentes olas, y vamos por la tercera en el momento de escribir estas líneas, se han visto obligados a suspender la actividad programada, volcando la mayoría de los recursos en atender a los pacientes de COVID en detrimento de otras patologías. En muchos casos tan solo la actividad urgente ha podido mantenerse, e incluso ésta ha debido realizarse en condiciones más que precarias.
En estas circunstancias, la capacidad docente de nuestros hospitales se ha visto seriamente limitada y, de forma más grave, en el caso de las especialidades quirúrgicas. Las consecuencias en la formación de nuestros especialistas son difíciles de evaluar debido a la heterogeneidad de nuestro sistema sanitario. De tal forma, la repercusión ha sido diferente en un hospital general al de uno monográfico, y también distinta en un hospital grande frente a uno pequeño. Incluso la diferente distribución geográfica de la pandemia en nuestra nación ha condicionado diferencias significativas en la continuidad asistencial. De forma global, no obstante, podemos afirmar que la repercusión tiene que ser claramente negativa.
En el informe realizado por la vocalía de médicos jóvenes de la OMC en diciembre de 2020, más del 90% de los residentes consideraron que su formación se había visto muy disminuida, y más del 60% consideraron que el tiempo de residencia debería prolongarse para compensar esta disminución1. Los resultados de la encuesta a los tutores en noviembre de 2020 arrojaban, si cabe, peores resultados, con perdidas de actividad por encima del 50% en todas las áreas2.
Es comprensible la actitud inicial del Ministerio sobre esta cuestión. La violencia y lo inesperado de la situación justificó las primeras reacciones, que se tradujeron en las ordenes de marzo y abril, donde inicialmente se prorrogó la contratación y, en menos de 15 días, se establecieron los plazos de evaluación y la fecha final de residencia3,4. Más difícil es comprender la actitud actual de continuidad y silencio, como si nada estuviera pasando. Ciertamente que la prolongación del periodo de residencia plantea problemas de difícil solución, como sería la superación de la capacidad docente de los servicios, máxime cuando se ha realizado ya la siguiente convocatoria, pero, al menos, debería haberse consultado a las Comisiones Nacionales su viabilidad o las alternativas que pudieran sugerirse. Aún estamos a tiempo.
En el momento actual no sabemos cuanto puede durar esta situación, por lo que deben arbitrarse las medidas necesarias para minimizar su impacto mientras dure y prepararnos para su posible prolongación, permitiendo la modificación de los programas, de los criterios de acreditación docente y los sistemas de evaluación.
En mi opinión, la homogeneización de la actividad docente de nuestros hospitales mediante el establecimiento de un programa de evaluación por competencias de nuestros residentes es la única manera de garantizar que nuestros especialistas en formación alcancen la capacidad suficiente para el desempeño de nuestra Especialidad.
Ha sido un recurso aceptable y un esfuerzo encomiable trasladar los cursos presenciales a programas “on line”. Sin embargo, no es suficiente, puesto que en muchos casos supone una vuelta a la lección magistral del siglo pasado, solo que a través de una pantalla de ordenador y con limitadísima capacidad de participación. Debemos comprender que la incorporación de la tecnología a la formación pasa por la popularización del uso de la realidad virtual o la inversión en programas de simulación que permitan una participación real y activa del especialista en formación.
La SECOT tiene la responsabilidad de liderar esta trasformación, proponiendo la modificación del programa, estableciendo los recursos tecnológicos de los que debe disponer cualquier unidad docente y proponiendo las competencias que deben adquirirse durante el periodo de formación, elaborando un plan de contingencia que evite improvisaciones futuras para circunstancias similares.
No es cierto que de esta pandemia vayamos a salir más fuertes, pero sí debemos obtener la experiencia que nos permita estar preparados para afrontar, en el futuro, situaciones parecidas. Ahora bien, es necesario conocer que la experiencia proviene de la reflexión sobre un acto, no de la repetición mecánica del mismo. Es, pues, el momento de reflexionar y elaborar un plan de actuación ante situaciones de emergencia que permita garantizar la formación de nuestros especialistas. En definitiva, seguir la sugerencia de Vivian Greene: La vida no es esperar a que pase la tormenta, es aprender a bailar bajo la lluvia.