El concepto de armonización terapéutica (therapeutic harmonization) nació en Canadá —de la mano de Moorhouse y Mallery— hace aproximadamente un decenio1. Ante la realidad emergente de un grupo de personas con alta complejidad —muchas de ellas en situación de final de vida—, se hacía imprescindible encontrar respuestas asistenciales coherentes con la realidad clínica de los pacientes y sus preferencias y valores. De aquella idea nació el programa PATH (PAlliative & Therapeutic Harmonization), ambiciosa propuesta —aún vigente—, que incluye tanto aspectos clínicos como educativos y organizativos2. Algunos de los elementos clave del programa son: valoración del grado de fragilidad de las personas como base de su diagnóstico situacional; empoderamiento de los pacientes y sus familias para la toma de decisiones, y rediseño de los sistemas organizativos para facilitar este enfoque.
De aquella realidad emergente, al «tsunami» que ya ha llegado a nuestras latitudes: el de un ingente número de personas con necesidades de atención compleja, que ponen a prueba tanto la pericia de los profesionales como las capacidades del sistema de salud para encontrar respuestas armonizadas3. Un típico ejemplo de armonización terapéutica es la necesidad de adecuación de la intensidad terapéutica en pacientes en situación avanzada, como el que describen Toyas Miazza et al. en un interesante artículo publicado en este mismo número de la revista4.
La armonización terapéutica a la prácticaMucho se ha escrito sobre cómo los profesionales pueden facilitar la armonización terapéutica basándose en la toma de decisiones individualizada3, siendo el diagnóstico de precisión el punto de partida común de la mayor parte de propuestas conceptuales. Este diagnóstico situacional requiere de respuestas concretas a las siguientes cuestiones: 1) ¿cuál es el grado de reserva de la persona/en qué momento de su trayectoria vital está?, de acuerdo con una aproximación multidimensional al paciente —mediante, por ejemplo, una valoración geriátrica integral y/o un índice de fragilidad—; y 2) ¿qué necesidades tiene? —ya sean estas contextuales, básicas o esenciales—5. A partir de esta información, resultará mucho más fácil afrontar la toma de decisiones compartida con las personas, en la cual, en función del diagnóstico de situación, de las opciones terapéuticas posibles y de sus valores y preferencias, será factible diseñar de forma conjunta y armónica un plan de atención específico.
Lo que no está tan claro es que los sistemas de salud sean facilitadores de este planteamiento armonizador: ¿hasta qué punto el conjunto de organizaciones asistenciales están en condiciones de poder garantizar una atención centrada en la persona? ¿Están las estrategias, los dispositivos y los circuitos diseñados para facilitarlo? Demasiado a menudo a los pacientes y a los profesionales se nos hace tangible una realidad con la que es difícil de convivir: la de un sistema que se nos ha quedado atrapado en su tiempo y sus circunstancias y que a veces está desenfocado con respecto a las necesidades actuales de las personas. Ante este hecho, resulta evidente la necesidad de transformación y de desarrollo de estrategias que faciliten una atención más integrada —elemento clave para la armonización de los sistemas—. El hilo conductor de este proceso debería ser el encadenamiento de múltiples intervenciones de valor —otro elemento clave—, con un objetivo común: alinear los sistemas de salud a los resultados que importan a las personas6.
Alineando los sistemas de salud a los resultados que importan a las personasLa realidad epidemiológica actual está actuando como un «test de estrés», que permite valorar tanto las bondades como las limitaciones de los sistemas de salud. En el clásico «The end of disease era»7 del año 2004, Tinetti y Fried nos advertían de que, aunque el aprendizaje realizado en los últimos años seguía siendo imprescindible, era necesario adaptar aquel conocimiento —y los sistemas asistenciales— a las situaciones de multimorbilidad y a la individualidad de la persona.
Evidentemente, las políticas de salud y las organizaciones encargadas de prestar la atención a las personas no deberían ser ajenas a este cambio de era. Pero ¿qué puede impulsar este cambio? Un elemento clásico y clave para su reorientación es la utilización de los indicadores, a los que habitualmente se vincula la financiación: el clásico «dime cómo me pagas, y te diré cómo trabajo». En este sentido, resulta especialmente desalentador constatar como seguimos centrados en valorar los resultados mediante indicadores basados en volumen (procesos —por ejemplo: ¿cuál es la estancia media del servicio de Traumatología?— y estructuras —por ejemplo: ¿qué ratio de pacientes por enfermera tienen en aquella unidad?—), dedicando poco esfuerzo en obtener resultados específicos de salud basados en el valor (por ejemplo: ¿ha recuperado la situación funcional previa la persona que se rompió el fémur?). En resumen: ¿no será que nos conformamos con medir aquello que es más sencillo de obtener, en vez de verificar el valor de nuestras intervenciones?
A lo largo de los últimos años ha habido avances significativos en este sentido: desde que en 2008 Berwick et al. introdujeran la necesidad de valorar los resultados en visión triple aim (costos, resultados de salud y experiencia de atención)8 —a la que posteriormente se añadió la necesidad de valorar también la experiencia de los profesionales—9 hasta el concepto de «valor» de Porter10. Efectivamente, en el año 2010, este ingeniero aeronáutico «rompía la baraja» de los indicadores de proceso, poniendo encima de la mesa la importancia de evaluar los resultados de salud obtenidos (nivel de salud obtenido/retenido, tiempo de recuperación/retorno a la actividad previa, complicaciones aparecidas, etc.) en relación con la inversión realizada.
Este «nuevo» enfoque en la evaluación de resultados, junto con el paradigma de la necesidad de toma de decisiones compartidas planteado por Coulter y Collins en 2011 —que se resumía en el ya clásico «no toma de decisiones sobre mí, sin mí»11—, nos condujo al concepto de «resultados que importan a las personas», formulado por primera vez en 2012 por Reuben y Tinetti12. La idea es sencilla: podemos ofrecer una mejor atención si nos centramos en objetivos individuales de salud del paciente —ya sea con relación a resultados de salud (patient-reported outcomes [PROMs]) o de experiencia de atención (patient-reported experience [PREMs])13—. También resulta interesante la propuesta recientemente publicada por el International Consortium for Health Outcomes Measurement (ICHOM), que ha desarrollado una lista de indicadores pensados para facilitar el rediseño de los sistemas según las necesidades de las personas de perfil geriátrico y múltiples enfermedades crónicas14.
Llegados a este punto, y ante este escenario, se plantea la duda de hasta qué punto seremos capaces de cumplir las expectativas: ¿no nos pedirán cosas imposibles este grupo de pacientes? Cuando se lo preguntamos, la respuesta es abrumadoramente simple: lo que más les importa es poder mantener el mejor grado de autonomía posible, minimizar la carga de tratamiento, mantener su rol social y, en definitiva, poder mantener el control sobre su vida13. ¿Y si las enfermedades crónicas son avanzadas? Curiosamente, entre las 10 primeras preocupaciones de estos pacientes no está el resultado al que los sistemas de salud dedicamos más esfuerzos: intentar incrementar la supervivencia15. Finalmente: ¿no será esta una idea bonita, pero irreal? Existen experiencias muy interesantes —algunas de gran abasto— de alineación de sistemas de salud basados en resultados que importan a las personas, con resultados muy destacables: mejoría de la eficiencia de trabajo (workflow) —con el consiguiente ahorro de tiempo y dinero—, de la calidad de vida de los pacientes y, en algunos casos, de su supervivencia y de la experiencia de atención por parte de pacientes y profesionales16. En definitiva: de la armonización entre el sistema de salud y los resultados que importan a las personas.
Así pues, ¿a qué estamos esperando?
AutoríaTodos los autores han participado en la concepción y diseño del manuscrito, la recogida, el análisis e interpretación de los datos, así como en la redacción, revisión y aprobación definitiva del manuscrito.