La enfermedad de Alzheimer es un proceso neurodegenerativo, ligado en gran medida al envejecimiento. El reconocimiento de la enfermedad sigue siendo habitualmente tardío, pudiendo transcurrir 8 o 10 años antes de que los síntomas de la enfermedad generen el diagnóstico específico. Los grandes retos que tiene planteada esta enfermedad son, principalmente, el diagnóstico precoz y las medidas terapéuticas eficaces para evitar su aparición o frenar su desarrollo. Este empeño concita los esfuerzos de todas las disciplinas, tanto en la investigación como en la clínica1, pero, a medida que la enfermedad avanza, el interés y el esfuerzo por el estudio de las fases más severas de la enfermedad decrece, con el argumento de “poco o nada se puede hacer ya”. Sin embargo, un gran número de estos pacientes llega a estadios avanzados, con altos niveles de dependencia y de institucionalización. A pesar de los diferentes ritmos evolutivos de las demencias, no es infrecuente que transcurran 6–8 años, o incluso períodos más largos, desde la fase 7 en la escala GDS-FAST hasta el fallecimiento del paciente2. Demasiado tiempo para que, desde la visión integral de la Geriatría, no abordemos de forma sistemática las últimas fases de la demencia.
Además del estadiaje de la demencia por su deterioro cognitivo y funcional, hay que conocer su sintomatología característica y su abordaje racional. El dolor está infratratado en estos pacientes mientras que el número de fármacos con el que llegan a la fase final es excesivamente largo y con frecuencia inapropiado3.
Cuesta aceptar la terminalidad de la demencia más que en otras enfermedades incurables y cuesta también adoptar una actitud paliativa en su última fase que, como expresa Volicer4, debe tener como objetivos la calidad de vida, la dignidad y el confort.
Debemos revisar nuestra actitud en la relación con la familia y valorar si decisiones como el uso de sondas de alimentación, el tratamiento antibiótico de las infecciones de repetición, la hospitalización, etc. coinciden con la voluntad del paciente y los objetivos de dignidad y confort previamente expresados. La falta de documentación sobre las voluntades anticipadas del paciente y órdenes de “no hospitalización/no reanimación”, el uso de restricciones físicas o fármacos claramente fútiles en la fase final y el control sintomático son áreas de mejora en la atención final, tanto en centros geriátricos como en el hospital5,6.
El fallecimiento de una persona afectada por una enfermedad tan larga y cruel como la demencia supone una situación difícil de abordar para la familia y, en otra medida, también para el equipo asistencial que la ha atendido durante muchos años. Establecer una relación de confianza, marcar objetivos compartidos y planificar los cuidados hace más fácil la asunción del final de la vida y la elaboración del duelo.
Preocupados por este tema, el Foro de Geriatría AGURE, con el apoyo de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, organizó en Vitoria-Gasteiz una jornada geriátrica en la que se abordó, de manera interdisciplinaria, la problemática planteada en los pacientes con demencia avanzada, que dividimos en 4 grandes apartados: conceptos y definiciones, sintomatología específica y manejo, optimización de recursos y abordaje de la terminalidad.
Las reflexiones de esta jornada geriátrica son la base del presente monográfico. De las revisiones y las experiencias de todos los autores que han tomado parte en esta publicación se desprende un elemento común: la necesidad del abordaje multidisciplinario de los problemas de la demencia y de la planificación de los cuidados y las intervenciones desde las fases iniciales de la enfermedad.
Junto con esta necesidad, reivindicamos la importancia de la atención geriátrica en este campo, ya que pocas disciplinas, como la Geriatría, hacen realidad la atención continuada en la demencia, en equipo, de forma interdisciplinaria y desde sus primeras fases hasta el duelo final.