El ingreso de pacientes mayores de 65 años en las unidades de cuidados intensivos (UCI) es cada vez más frecuente y está directamente relacionado con el envejecimiento de la población. En una revisión reciente, los pacientes mayores de 65 años representaban el 42-51% de los admitidos en una UCI; en nuestro país el porcentaje oscila entre el 27 y el 45%. Además, este grupo consume más del 60% de las estancias de estas unidades. Estas cifras aumentarán en cerca del 20% en los próximos 20 años1,2, lo que ha llevado a que algunos autores adviertan que la provisión de camas de cuidados intensivos en países como EE. UU. debería revisarse al alza basándose en esta nueva situación3.
Es un hecho conocido que la edad avanzada es un factor importante para que los profesionales sanitarios, los familiares y, en ocasiones, el propio paciente rechacen el ingreso del anciano en la UCI. Sin embargo, la gran mayoría de los supervivientes y sus familias aceptarían un reingreso en la UCI, después de una primera experiencia, incluso en aquellos casos con expectativas vitales limitadas4,5. De hecho, la mayoría de los autores coincide en que la edad por sí sola no debe ser un criterio de exclusión en estas unidades. Por otro lado, tampoco podemos obviar el coste económico que comporta el ingreso indiscriminado de ancianos en la UCI en unas circunstancias en que el gasto sanitario tiende a un crecimiento exponencial, mientras que los recursos económicos están limitados. Por estas razones, es especialmente importante conocer, en este grupo de pacientes, el beneficio que obtienen en términos de supervivencia y de supervivencia libre de discapacidad tras su paso por la UCI2,6.
Al analizar la mortalidad global de los ancianos ingresados en estas unidades, encontramos una enorme variabilidad que oscila entre el 20 y el 50%. Esta disparidad se explica por la gran heterogeneidad de los estudios publicados, tanto en los criterios de inclusión de los pacientes (electivos y/o programados), como en el rango de edad, la situación funcional y la calidad de vida previa, el diagnóstico de admisión y la tipología de la UCI (médica, quirúrgica o mixta). Además, pocos trabajos son prospectivos y los períodos de seguimiento son muy variables2,7. Los factores independientes predictivos de mortalidad a corto plazo (hospitalaria) son la gravedad de la enfermedad que condiciona el ingreso (evaluada por escalas como el APACHE II y el SOFA), la intensidad terapéutica recibida (OMEGA, TISS [Therapeutic Intervention Scoring System]) y en algunos estudios la edad extrema (pacientes > 80 años)1,2,7,8. En el trabajo publicado por Fernández del Campo et al9 en este número de la Revista, se exponen resultados similares en una cohorte de pacientes no seleccionados, de forma que aquellos pacientes con una puntuación en la escala de APACHE II modificada (excluido el factor edad) ≥ 16 y una puntuación en la escala SOFA > 4 son los que, de forma significativa, en el análisis multivariante tienen una mayor mortalidad hospitalaria global. Los factores relacionados con la mortalidad a largo plazo son una deficiente situación funcional y de calidad de vida previa al ingreso en la UCI, y en algunos estudios se ha encontrado relación con una elevada comorbilidad8,10,11.
La calidad de vida y el estado funcional son elementos básicos a la hora de evaluar los resultados asistenciales, ya que son el reflejo de la supervivencia libre de discapacidad tras el paso por la UCI de cualquier paciente, y especialmente de los ancianos. Para responder a esta cuestión tan trascendente, disponemos de pocos estudios con una metodología bien diseñada. Muchos emplean escalas no validadas, con períodos de seguimiento variables, y suelen mezclar pacientes médicos con quirúrgicos. Los datos nos indican que la mayoría de los supervivientes conserva una buena situación funcional al año del seguimiento y, lo que es más destacable, una percepción de calidad de vida satisfactoria, de tal forma que mayoritariamente reside en su domicilio. En este caso, los factores predictivos independientes son el estado funcional y la calidad de vida basal, así como la enfermedad que motivó el ingreso en la UCI12-15.
Este nuevo escenario en la atención al anciano en situación crítica obliga a plantearnos algunos retos que no aceptan más demora, en especial algunos aspectos éticos en el cuidado de estos pacientes y, en concreto, el concepto de limitación del esfuerzo terapéutico (LET). Algunos trabajos demuestran que los profesionales no mantenemos una adecuada comunicación con el paciente y con sus familiares sobre aspectos como la retirada de medidas tera péuticas agresivas en la UCI4,5. La LET hace referencia a la idoneidad en el tratamiento del anciano en situación crítica, incluidos el propio ingreso en la UCI, la intensidad terapéutica, los procedimientos diagnósticos por aplicar, la retirada de medicación en situaciones irreversibles o el inicio de medidas paliativas. En el artículo de Fernández del Campo et al9, se encuentra una mayor LET en aquellos pacientes que tienen una peor situación funcional basal, independientemente de la edad y la gravedad de la enfermedad de base. Otros retos que no debemos olvidar en la asistencia de estos pacientes son la presencia e intensidad de síndromes geriátricos, la necesidad de un cuidador para dar respuesta a las necesidades básicas de la vida diaria, así como el porcentaje de pacientes que necesitan un centro sociosanitario al alta del hospital y durante cuánto tiempo, cuestiones que, desafortunadamente, no se abordan en la mayoría de los estudios publicados1,3,7,13. La razón de estas carencias probablemente resida en el hecho de que estos estudios los han efectuado, sobre todo, intensivistas y otros especialistas con escasa formación en geriatría.
En resumen, la asistencia a los ancianos en la UCI es una realidad creciente. En la actualidad, no disponemos de instrumentos bien definidos que nos permitan predecir qué paciente anciano se beneficiará y cuál no de un ingreso en una UCI. En nuestra opinión, uno de los retos del futuro en la atención geriátrica debe ser su implementación en las UCI, de forma que una mínima valoración funcional basal en el momento del ingreso y una intervención geriátrica activa en el momento del alta, tanto de la UCI como del hospital, deben convertirse en un campo prioritario para la investigación clínica en geriatría. Estas actuaciones pueden contribuir, en un futuro, a mejorar la calidad de vida de los ancianos que han superado el ingreso en una UCI.