Durante muchos años, el término «fragilidad» ha estado vinculado a los conceptos de envejecimiento y debilidad, y como condicionante de un inexorable deterioro funcional, discapacidad y mortalidad1. Sin embargo, el paradigma de la fragilidad en las personas mayores ha experimentado un crecimiento exponencial en la investigación y la práctica clínica en los últimos años2, consensuándose la definición de fragilidad, como una situación (potencialmente corregible o mejorable) de desregulación en múltiples sistemas biológicos, acumulación de déficits, disminución de la reserva fisiológica, y propensión a diversos eventos adversos3.
En los últimos años se ha realizado mucho progreso en la operacionalización de la fragilidad, para hacer de este constructo (o variable latente) una variable observada que está facilitando el entendimiento de factores tradicionalmente no medidos que pueden explicar importantes diferencias biológicas y funcionales entre personas de la misma edad cronológica. En efecto, para un amplio sector de la población de personas mayores, la edad cronológica no es un marcador adecuado para entender, medir o experimentar el envejecimiento; para ello es mucho más útil el espectro continuo de fortaleza-fragilidad4.
Es importante resaltar que la fragilidad es una condición de prevalencia minoritaria en las personas mayores residiendo en la comunidad. Por ejemplo, una revisión sistemática estimó que la prevalencia de la fragilidad en la comunidad en personas de edad igual o superior a los 65 años era en torno al 11%5, siendo en algunos estudios publicados en España en torno al 16,9%6. Por supuesto, en clínicas especializadas y en centros hospitalarios y residenciales la prevalencia es mucho más elevada7. Por consiguiente, es lógico que los profesionales de la geriatría mencionemos a menudo la palabra «frágil» para describir a los pacientes que vemos. Es primordialmente una satisfacción que este término se esté introduciendo de forma progresiva en áreas fuera de nuestra especialidad como la cirugía8, oncología9, nefrología10 y cirugía ortopédica11, entre otros, en reconocimiento a la importancia de la identificación de situaciones de vulnerabilidad en personas mayores sometidas a tratamientos agresivos y la necesidad de perfilar tratamientos personalizados en dichas situaciones. En todos estos campos de la medicina, la identificación de la fragilidad tiene como misión fundamental la valoración sistemática de las causas subyacentes y la identificación de la/s manera/s de corregirlas, como manera de prevenir la discapacidad12.
El cribado de pacientes frágiles, entre otras cosas, nos permite establecer un diagnóstico global, fruto de la valoración geriátrica integral, que nos ayuda a matizar algunos aspectos diagnósticos y terapéuticos. Una vez clasificado nuestro paciente como frágil, el algoritmo de decisiones diagnósticas y terapéuticas reflejará a aquellos pacientes más vulnerables y, por tanto, nos ayudará a evitar subjetividades en dichas decisiones11. La identificación de la vulnerabilidad en este contexto tiene como primer objetivo la comunicación: una valoración más fidedigna y realista del cociente riesgo/beneficio, el cual es muy difícil de estimar basándose en estudios clínicos, que por desgracia han venido excluyendo sistemáticamente a las personas frágiles, aunque afortunadamente esta situación, probablemente, se modifique en los próximos años, al menos a nivel europeo13. La comunicación de esta situación de vulnerabilidad abre las puertas a un mejor consentimiento informado y a una personalización de los tratamientos. Este proceso de atención individualizada al paciente conllevará en ocasiones a la recomendación de evitar pruebas o tratamientos que podrían causar más perjuicio que beneficio.
La identificación de la fragilidad (vulnerabilidad) en un contexto clínico específico tiene que conllevar necesariamente un proceso explícito (y bien comunicado) de valoración de los pros y los contras de la intervención propuesta, y una justificación de la recomendación clínica basada en fisiopatología especifica. No vale con decir «no vamos a hacer tal cosa porque el paciente es frágil»; al contrario, la identificación de una situación clínica de vulnerabilidad crea, paradójicamente, más trabajo: hay que pensarlo mejor, más cuidadosamente y, sobre todo, deben identificarse las causas subyacentes de dicha fragilidad e intentar corregirlas14.
Hay que evitar caer en la trampa de la restricción o racionamiento inapropiado (sin justificación) de intervenciones en los pacientes frágiles. Denegar un tratamiento a la persona mayor simplemente en base a la fragilidad (sin justificación) puede ser discriminatorio, y le hace mucha mella a la utilidad clínica del cribado de la fragilidad. Recordemos que hay tratamientos e intervenciones de los cuales se benefician primordialmente las personas frágiles. Ejemplos son la Valoración Geriátrica Integral en los pacientes mayores hospitalizados15, los criterios START16, y los programas de rehabilitación postaguda, donde los pacientes frágiles se pueden beneficiar tanto como los robustos17.
La discriminación debida a la edad está siendo superada, y en algunos países como el Reino Unido es oficialmente ilegal18. Ageísmo, edadismo o viejismo es un término prestado del inglés «ageism», que en 1968 se utilizó por primera vez para referirse a la discriminación por razón de edad19. Posteriormente Butler lo definió como el conjunto de actitudes negativas hacia los ancianos y su proceso de envejecimiento20. Como geriatras, hemos visto en numerosas ocasiones que nuestros pacientes han sufrido dicho ageísmo, pero también estamos siendo testigos de la modificación de dichas actitudes. Esto ha sido gracias en gran parte a la utilización de la Valoración Geriátrica Integral como herramienta de trabajo, y al desarrollo de modelos asistenciales innovadores. Así pues, superada la fase del ageísmo, podríamos acabar por iniciar la época del «fragilismo», y aquello que en principio debería beneficiar al paciente geriátrico podría acabar por convertirse paradójicamente en otro motivo de discriminación, volviéndose el concepto en nuestra contra y acabando por ser algo peyorativo.
La utilidad del concepto de fragilidad, va íntimamente vinculada a la geriatría y a los eventuales beneficios que nuestros pacientes obtienen de nuestras herramientas. Debemos evitar convertir el concepto de fragilidad en un nuevo motivo de discriminación en ancianos, en un nuevo ageísmo. Eventualmente la definición de paciente frágil solo podrá ser útil si podemos demostrar mediante estudios de promoción de la salud y de prevención que puede ser reversible o que sus consecuencias pueden ser modificadas o al menos retrasarlas. Actualmente la palabra «fragilidad» está omnipresente en todos los congresos, cursos y publicaciones en el campo de la geriatría, y corremos el riesgo de «quemar» el término, de alejarle de su valor más intrínseco, de denominar de forma universal a todos los ancianos como frágiles en nuestro afán de globalizar la terminología. ¡Fragilidad sí, pero evitemos el fragilismo!