Al tratar sobre el envejecimiento, el objetivo principal no es la prolongación de la vida, sino procurar la máxima calidad de vida posible para el mayor número de personas durante el mayor tiempo posible. Esto implica establecer medidas para prevenir la incapacidad y para paliar al máximo las consecuencias de ésta, cuando sea inevitable. Asimismo, resulta fundamental investigar a fondo todas las causas que producen incapacidad, así como los mecanismos íntimos de su desarrollo, para poder diseñar nuevas medidas preventivas, curativas o paliativas eficaces.
Desde el punto de vista neurológico el ictus, la demencia y la enfermedad de Parkinson, constituyen el mayor reto para la investigación en este comienzo de siglo. Los ictus cerebrales afectan a un 4-8,5% de la población mayor de 65 años y constituyen la primera causa de incapacidad física a largo plazo; un 15% de los casos desarrolla demencia (1). La mortalidad por enfermedad vascular cerebral en España, ajustada por edad, ascendió al 71,5 por 100.000 personas/año en 1995 11,6% del total de fallecimientos (1). La demencia afecta al 6,4% de la población mayor de 64 años, produce incapacidad física e intelectual y constituye la tercera causa de mortalidad en el individuo de edad avanzada (2). A partir de los 65 años la prevalencia se duplica cada cinco años, pasando desde 0,8% en la población de 65 a 69 años, hasta 28,5% en el segmento de 90 años o más. La distribución aproximada de las causas es la siguiente: enfermedad de Alzheimer, 60%; demencia con cuerpos de Lewy, 15%; degeneración frontotemporal, 10%; demencia vascular pura, 10%; otras, 5%. Por otra parte el «deterioro cognitivo ligero» tiene una prevalencia del 25-40% en los mayores de 60 años, y un 12% de ellos, por cada año que transcurre, cumplen criterios de demencia (3). La prevalencia de la enfermedad de Parkinson se sitúa en torno al 1,6 % de la población mayor de 64 años (4). Produce incapacidad física, que progresa conforme avanza la enfermedad, y hasta un 15% de los pacientes desarrolla demencia en sus fases avanzadas.
Para combatir los efectos del ictus no sólo son convenientes campañas educativas para evitar los factores de riesgo (mejorar los hábitos dietéticos para prevenir la obesidad, la hipertensión arterial, la diabetes y la hiperlipidemia; erradicar el hábito tabáquico y el alcoholismo; estimular la actividad física recomendable), sino que es esencial desarrollar con inmediatez tratamientos trombolíticos eficaces e implantar en todo el país los medios necesarios para su aplicación precoz, así como investigar tratamientos neuroprotectores que potencien la neuroplasticidad y reduzcan ostensiblemente el grado de incapacidad posterior.
En las demencias degenerativas y en la enfermedad de Parkinson juega un papel patogénico esencial la presencia de una proteína anómala, principalmente el β-amiloide, la proteína ty la α-sinucleína. Las investigaciones sobre la etiopatogenia de estas enfermedades, en vistas al desarrollo futuro de un tratamiento preventivo/curativo, exige continuar identificando las alteraciones genéticas que pueden determinar por sí mismas el desarrollo de la enfermedad, o que pueden ejercer como predisponentes al facilitar algún paso de la cadena patogénica. Además, sería deseable conocer con mayor precisión toda la cadena de acontecimientos que ocurren a nivel molecularcelular desde que aparece la proteína anómala hasta que ocurre la muerte celular. En particular, deberían identificarse todas las enzimas que intervienen en la producción, actividad o agregación de esas proteínas, puesto que una actuación sobre ellas podría lograr interrumpir cerca de su origen toda la cadena patogénica. Para facilitar el desarrollo de tratamientos sustitutivos que compensen las deficiencias neuroquímicas, debe precisarse en todas las demencias qué neurotransmisores y neuropéptidos se hallan deficientes, en qué grado y en qué partes del encéfalo, identificando todos los subtipos de receptores involucrados en los circuitos afectados. Desde una perspectiva clínica, debemos mejorar el diagnóstico precoz. En cualquier enfermedad neurodegenerativa, los tratamientos destinados a detener o frenar la progresión de la enfermedad son tanto más eficaces cuanto más precozmente se apliquen. Es necesario continuar la búsqueda de nuevos marcadores de diagnóstico precoz y/o investigar maneras de incrementar los valores predictivos de los marcadores ya disponibles, no sólo en la enfermedad de Alzheimer, sino en todas las enfermedades neurodegenerativas. De este modo estaremos preparados para su aplicación masiva (a sujetos asintomáticos de riesgo y a pacientes con síntomas incipientes) cuando se desarrollen fármacos más eficaces. En cuanto al tratamiento, debe acelerarse el desarrollo de productos moduladores de las enzimas que regulan la formación y agregación del β-amiloide de 40-42 aminoácidos, como por ejemplo los inhibidores selectivos de las secretasas β y g , e intentar hacer lo mismo con las enzimas que actúan de forma anormal sobre la proteína tau y la α-sinucleína. Debería potenciarse la investigación de tratamientos como la sensibilización «vacunal» al β-A42, o de los injertos en el cerebro de células pluripotenciales que pudieran desarrollarse y sustituir al tejido degenerado. Debe investigarse la eficacia de administrar combinaciones de fármacos posiblemente sinérgicos que han mostrado por separado alguna eficacia como neuroprotectores. Deben crearse productos para cada una de las demencias degenerativas, que contengan en combinación sinérgica agonistas y/o antagonistas de los receptores específicos involucrados en las redes neuronales afectadas, como medida para compensar las deficiencias neuroquímicas.
Tratando de analizar por qué la investigación en nuestro país no avanza con la progresión que sería deseable, apreciamos que las inversiones con esta finalidad son inferiores a las de otros países desarrollados, y que existe una incoordinación entre los investigadores. Muchos trabajos de investigación se realizan de manera aislada en Unidades asistenciales o docentes, y muchos de ellos adolecen de defectos metodológicos, de un tamaño muestral escaso, de un tratamiento estadístico cuestionable, y los resultados caen en el olvido en poco tiempo. Podría ser conveniente establecer un registro nacional de investigadores (acreditados por su labor individual en los últimos años), que estuviesen dispuestos a trabajar de forma coordinada, distribuidos en grupos de acción selectiva en función del área del conocimiento en la que cada cual fuese más experto. Cualquier iniciativa de trabajo podría generar un procedimiento metodológico consensuado y una ejecución colectiva, aportando cada cual la casuística o tarea que le fuera posible, en función de sus posibilidades. Además, el material de las muestras podría servir para realizar estudios diferentes por otros grupos de la red (por ejemplo, con una misma muestra de enfermos con demencia se podrían realizar estudios genéticos, de marcadores biológicos, de neuroimagen, terapéuticos, epidemiológicos, socioeconómicos, etc.). Funcionando una red de investigadores sería más fácil disponer de bancos de datos significativos (casos, muestras biológicas, cerebros), cuidando de garantizar el más estricto cumplimiento de la normativa ética; esto ampliaría enormemente el potencial investigador. La existencia de redes de investigadores particulares, apoyadas por la inversión pública, permitiría realizar más trabajos de investigación básica y clínica sobre entidades nosológicas muy importantes que, por no ser las más prevalentes, no atraen la atención de la inversión privada. Por ejemplo, los avances en los conocimientos sobre la enfermedad de Alzheimer (50-60% de las demencias), y sobre la posibilidad de nuevos tratamientos, se han multiplicado en los últimos años desproporcionadamente a lo que se ha avanzado acerca de la degeneración frontotemporal y la demencia con cuerpos de Lewy (25-30% de las demencias entre ambas).
Las inversiones para preservar la calidad de vida de la persona que envejece deben distribuirse de una manera equilibrada entre el fomento de la investigación (básica y clínica), la mejora de la actividad asistencial y el diseño y aplicación de políticas sociosanitarias y económicas específicas y apropiadas. Por su parte, los investigadores básico y clínico deben compartir su tarea de forma coordinada, a través de una colaboración interdisciplinar, para lograr un rendimiento óptimo.