Ha transcurrido casi una década desde que, en este mismo espacio, publicamos un editorial sobre residencias1 que finalizaba así: «Estamos ante un nuevo reto: un cambio cultural, sostenible, que responda realmente a las expectativas de las personas que hoy y en el futuro deseamos ser atendidas con profesionalidad, pero ‘como en casa’. Sería un error banalizar iniciativas de las que tenemos evidencia por no asumir los riesgos y las resistencias que siempre acompañan a los cambios. Es nuestra oportunidad».
En principio, durante el tiempo transcurrido desde la elaboración de este texto, profesionales, expertos en geriatría y gerontología y ciudadanía en general lo han ratificado. Todos coinciden en la necesidad de afrontar un proceso de transformación en los cuidados de larga duración, cuyas debilidades han quedado definitivamente visibilizadas durante la pandemia, en especial, y de forma dramática, en lo que hace referencia al ámbito residencial2,3. A todo ello ha querido responder el reciente Acuerdo sobre criterios comunes de acreditación y calidad de los centros y servicios del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD)4 que orienta el desarrollo de la provisión de cuidados de larga duración en España.
En este sentido, en la última década se han generado conocimientos de carácter multidisciplinar, así como cambios en las expectativas y los deseos de las personas mayores y sus familias –especialmente a raíz del impacto de la COVID-19– en torno a asuntos importantes que no solo justifican, sino que también orientan el proceso para llevar a cabo este itinerario de cambio.
El primero de ellos, esencial, evidencia el deseo contundente de las personas de permanecer en su domicilio y entorno habitual, lo que exige una transformación radical del modelo de provisión de servicios domiciliarios y comunitarios. «Envejecer en casa», cuando se necesitan apoyos, afecta directamente al sistema público de servicios sociales y su estructura organizativa5. Asimismo, ha de incluir también al sistema sanitario que, definitivamente, ha de avanzar en una coordinación –principalmente desde atención primaria de salud– mucho más estrecha, estable y sistemática que la existente, mediante la creación de espacios y acciones de coordinación, posiblemente virtuales, que hicieran posible una atención más ágil y eficaz, más sostenible y más cercana al objetivo «una persona, un plan»6.
Se vislumbra, por tanto, un vuelco en las prioridades entre el binomio domicilio / residencias que supone un gran esfuerzo conceptual y de gestión. Para afrontar este reto, se propone un modelo ecosistémico5,7, con claros límites territoriales y orientación comunitaria mediante el que podamos garantizar una vida cotidiana más digna, con más sentido y más feliz para las personas comprometidas en los cuidados como receptoras o como proveedoras. El espacio pequeño, el vecindario, la casa, la acción voluntaria y asociativa, el centro de salud, el sector de empleo y cuidados, la disponibilidad de productos de apoyo, el diseño urbano y los servicios de proximidad se convierten en este modelo en una especie de red invisible de apoyo y protección para personas en situación de dependencia y sus cuidadoras.
Además, hay que sumar una gama diversa de alojamientos (cohousing, viviendas colaborativas, apartamentos con servicios externos o internos, viviendas para toda la vida) ajustada a cada entorno, adaptada a la evolución de las situaciones de dependencia, y que en nuestro contexto resulta todavía limitada8.
Pero para que en este modelo más flexible e inclusivo, lo profesional y lo «informal» se fundan en torno a la persona que necesita ayuda, son imprescindibles profesionales que gestionen los casos y que garanticen que esa coordinación e integración de esfuerzos va a funcionar9,10. Se trataría, por tanto, de identificar y desarrollar perfiles profesionales de procedencia social o sanitaria, que incluyan competencias personales y profesionales variadas para cuidar y apoyar a personas con diferentes grados de complejidad sociosanitaria6,11.
Todo ello, además, plantea interrogantes tales como si la metodología de gestión de casos es generalizable a todos los niveles de atención, o si esta se debe circunscribir a casos complejos, teniendo en cuenta su sostenibilidad y coste/ efectividad. Dilemas que necesitan respuestas –basadas en evaluaciones rigurosas– a través de la experimentación e innovación en nuestros contextos.
¿Y dónde quedan en este modelo las residencias y otros alojamientos para las personas que los necesitan?
Aunque no cabe duda que en las últimas décadas los dispositivos de atención residencial de nuestro país han experimentado una progresiva mejora en la calidad de sus servicios, diversos estudios han continuado poniendo en evidencia las repercusiones negativas del modelo que los sustenta. Así, se han identificado en las personas residentes elevados niveles de síntomas neuropsiquiátricos (por ejemplo, agitación y depresión), uso de restricciones físicas y consumos preocupantes de fármacos psicotrópicos, entre otras consecuencias12. En este mismo sentido, y a raíz de los devastadores efectos de la pandemia en residencias3,13, se ha evidenciado la relación entre algunas características de los centros como el tamaño, el tipo de titularidad y gestión con una mayor incidencia14 y la mortalidad asociada a COVID-1915,16.
Todo ello orienta hacia un cambio de paradigma que transforme el actual modelo médico asistencial de carácter institucional en entornos hogareños en los que puedan convivir en unidades pequeñas, personas con necesidades complejas, en especial derivadas de enfermedades neurodegenerativas17. Sin embargo, la transición de modelos asistencialistas a otros basados en derechos es larga y compleja. Experiencias previas en nuestro contexto han puesto de manifiesto la importancia de diversos factores para facilitar el proceso, entre las que cabe destacar la motivación de los profesionales, las redes relacionales entre los distintos agentes implicados (personas mayores, familias y profesionales), el trabajo en equipo, el acompañamiento continuado y la generación de nuevos modelos organizativos18–20. Por otro lado, aunque la obtención de las consecuencias de este cambio de enfoque es relativamente reciente y ha de ser reforzada y continuada12, se disponen ya de numerosas evidencias que muestran el valor de intervenciones en los entornos físico-arquitectónicos, organizativos, etc. a la hora de promover el bienestar de las personas que viven en ellos21,22, resultados que son asimismo congruentes con lo que las personas esperan y desean de este tipo de alojamientos23. Hallazgos que han de ser ampliados y contrastados en proyectos de investigación social colaborativos y ajustados a nuestra realidad social y cultural.
Tenemos, pues, por delante el complejo reto de afrontar un proceso de desinstitucionalización de nuestro modelo residencial, solicitado por la Unión Europea y exigido de forma explícita en el art. 19 de la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad24.
Nos consta que un cambio de carácter multidimensional y ecosistémico, como el que hemos descrito, tendrá que hacer frente a muy distintas dificultades y a la puesta en marcha de muy diversas estrategias, tales como la inversión en formación y acompañamiento de las profesionales implicadas en los cuidados –predominantemente mujeres y con gran diversidad étnica y cultural–, la reducción de la precariedad laboral del sector y la puesta en valor del trabajo en el ámbito de los cuidados. Del mismo modo, las familias y las personas cuidadoras no profesionales deben ganar en visibilidad, reconocimiento y prestigio social, así como recibir recursos, apoyos y la información necesaria para su desempeño.
Avanzar en el buen cuidado supone en definitiva un «cambio cultural de calado», con una sólida base ética y que sitúe a TODAS las personas en el centro (personas mayores, profesionales y familias) protegiendo sus derechos y apoyando vidas que merezcan la pena ser vividas. Cuidar bien va más allá de cada uno de los componentes citados, todos imprescindibles, pero ninguno único. Conseguirlo será más factible en la medida que se disponga –además de recursos humanos y financieros suficientes– de consenso entre responsables políticos, agentes sociales, profesionales y comunidad, con mirada a largo plazo, pero que no demore las decisiones y que no muestre temor a la evaluación de las mismas y a la rendición de cuentas a lo largo del proceso. Desde el consenso y la defensa de los derechos democráticos básicos lo vamos a conseguir. Es nuestra oportunidad. Ahora sí.