Los ancianos son hoy en día los mayores consumidores de medicamentos. Este consumo de fármacos va en aumento en los últimos años y se incrementa progresivamente con la edad1. El aumento de los problemas de salud que se asocian al envejecimiento es probablemente la principal causa, pero también está condicionado por otras situaciones vitales y pronósticas. Como ejemplo, cada vez hay más evidencia de que los mayores con fragilidad consumen más medicamentos que aquellos que no son frágiles, independientemente de la edad o las comorbilidades2. En etapas más avanzadas, como pacientes en su último periodo vital, la polifarmacia se acentúa aún más, y tiene además unas características específicas. Un interesante estudio realizado en Suecia con más de medio millón de personas mayores de 65 años analizó el consumo de fármacos durante el último año de vida de los participantes3. Los resultados mostraron que el consumo de medicamentos fue aumentando progresivamente hasta el fallecimiento, y que las personas que consumían al menos 10 fármacos aumentaron de un 30,3 a un 47,2% durante este periodo. Además, señalaban que toda esta alta carga farmacológica en el último mes de vida no era atribuible solo a tratamientos sintomáticos, sino también a medicamentos con un claro objetivo preventivo a largo plazo. Como ejemplo, en ese último mes de vida más del 50% de los participantes consumieron antitrombóticos, más del 40% betabloqueantes, más del 20% IECA y más del 15% estatinas. Estos datos nos invitan a pensar que estamos empleando en este perfil de paciente tratamientos con escaso beneficio potencial, o podríamos estar hablando incluso de tratamientos inadecuados, entendiéndolos como aquellos tratamientos que no son adecuados para la situación clínica y funcional del paciente, y para su esperanza de vida y objetivos terapéuticos4. En esas circunstancias el equilibrio entre iatrogenia y beneficio real es ciertamente inestable y muchas veces impredecible.
Este uso potencialmente inadecuado de fármacos en personas mayores al final de la vida se plantea como un problema tanto por su frecuencia como por su importancia en una población especialmente vulnerable. Por este motivo comienzan a surgir iniciativas y propuestas que tratan de favorecer una prescripción más dinámica que responda a situaciones vitales cambiantes, y que en el periodo final de vida intenten optimizar la adecuación terapéutica, incluyendo la deprescripción de medicamentos cuando sea necesario.
Con este objetivo, la Revista Española de Geriatría y Gerontología ha publicado recientemente los criterios STOPP-Pal, la versión en español de los criterios STOPP-Frail5 de uso potencialmente inapropiado de fármacos en cuidados paliativos6. Esta herramienta se realizó combinando el consenso de expertos con una revisión exhaustiva de la literatura científica, y comprende 27 criterios explícitos organizados en sistemas fisiológicos, al igual que los originales STOPP-START7. Pretende ayudar al médico prescriptor en la deprescripción de medicamentos con escaso beneficio en pacientes de edad avanzada y enfermedad en fase terminal. Acertadamente a nuestro juicio, la versión española ha sido traducida como STOPP-Pal, intentando evitar posibles confusiones ya señaladas con anterioridad8 respecto a la población diana en la que deberían aplicarse estos criterios, que no es otra que los pacientes con necesidad de cuidados paliativos, y que los mismos autores definen como «pacientes con enfermedades en estadio terminal, con una esperanza de vida inferior a un año, con deterioro funcional físico y/o deterioro cognitivo avanzados, y aquellos pacientes en los que es prioritario el control de síntomas frente a la prevención de la enfermedad».
La aplicación de este tipo de estrategias responde fundamentalmente a 2 principios éticos de la medicina: el de no maleficencia y el de justicia. El de no maleficencia porque el uso de medicamentos con escaso beneficio en pacientes con esperanza de vida limitada se asocia inevitablemente a eventos adversos por medicamentos, dada su especial vulnerabilidad; de hecho, incluso la carga excesiva de tratamiento puede influir negativamente sobre la percepción del estado de salud, el bienestar y la calidad de vida de los pacientes, aun cuando no se den efectos adversos. Y el de justicia porque el uso de medicamentos innecesarios y los costes asociados comprometen una adecuada distribución de los bienes comunes que garantice una correcta atención sanitaria para toda la sociedad.
Indudablemente, las herramientas como los criterios STOPP-Pal no pueden ni pretenden sustituir el juicio clínico del prescriptor, que debe manejar muchas más variables que las farmacológicas, incluyendo las percepciones y preferencias del paciente y sus familiares. Pero sin duda el estandarizar ciertas posturas puede facilitar en la práctica la deprescripción de medicamentos en pacientes en situación paliativa y globalmente aumentar la conciencia de la necesidad de adecuar los tratamientos también en las etapas finales de la vida. En este sentido nos encontramos también ante el reto de la exclusión de este tipo de pacientes en los ensayos clínicos y otros estudios con medicamentos9. Las consiguientes lagunas en el conocimiento en este campo limitan también un uso más adecuado de los fármacos en esta población, y condicionan la efectividad (y los resultados esperados) de estrategias como la deprescripción, por lo que debemos colectivamente fomentar la investigación en esta área10.
Será de vital importancia para afrontar este creciente problema de salud pública que todos los profesionales que trabajamos con pacientes en cuidados paliativos mantengamos una actitud proactiva hacia la adecuación de la terapia farmacológica al final de vida, trabajando conjuntamente, incorporando estrategias previamente planificadas para la revisión de tratamientos en estos pacientes y ayudándonos de nuevas herramientas como los criterios STOPP-Pal siempre que sea necesario para poder prestar la mejor atención a los pacientes.