El artículo de revisión del Dr. Juan Herrera Tejedor titulado «Preferencias de las personas muy mayores sobre la atención sanitaria», publicado en este mismo número de la revista, constata la satisfacción de las personas muy mayores por la atención médica recibida, pero a la vez concluye que «las preferencias de las personas muy mayores no son consideradas en la planificación sanitaria», por lo que recomienda «potenciar la planificación anticipada de los cuidados». Con esto plantea un problema de fondo en la asistencia sanitaria en general, y en la geriátrica en particular, que con el paso del tiempo no hace sino adquirir caracteres cada vez más acuciantes.
El respeto de la autonomía de las personas, tanto sanas como enfermas, ha llevado en el último medio siglo a la introducción en la práctica clínica de un cierto número de documentos. Los más importantes son los consentimientos informados (CI) y las llamadas en la Ley básica 41/2002 instrucciones previas (IP) o «voluntades anticipadas», en alguna legislación autonómica. En ambos casos se busca cumplir con unos requisitos mínimos exigidos por la legislación y dejar constancia documentada de ello. A día de hoy, el CI se ha convertido ya en una práctica rutinaria en la medicina española, si bien las IP continúan siendo una rareza en nuestro medio. Según los datos del Registro Nacional de Instrucciones Previas, la tasa de IP cumplimentadas por 1.000 habitantes en España es de tan solo 4,52. Por tanto, de cada 1.000 personas, no llegan a 5 las que han formalizado ese tipo de documento.
Parece necesario preguntarse por las razones de tan baja cobertura. Y por más que puedan aducirse muchas y muy diversas razones, hay una que resulta obvia a poco que se analice el tema. Se trata de que las personas, sobre todo las jóvenes y sanas, son muy reticentes a rellenar y firmar este tipo de documentos. No es un azar que el número de IP cumplimentadas aumente con la edad, y que el mayor número de las que figuran en el Registro Nacional correspondan a personas mayores de 65 años (el 47,66%). Pero aun así, resulta muy significativo que los mayores de 65 años hayan cumplimentado solo 102.645 documentos, en un país con una población de personas con edad superior a la citada cercana a los 8 millones y medio. Parece que o bien los médicos que atienden a las personas mayores tienen muchas reticencias ante el tema de las IP, o bien los pacientes son los que se resisten a cumplimentar ese tipo de documentos. O quizá ambas cosas a la vez.
¿Está fundada tanta susceptibilidad? Pudiera ser. De hecho, los psicólogos han llevado a cabo durante las últimas décadas estudios que demuestran la poca fiabilidad de nuestras decisiones de futuro. Han demostrado que están llenas de sesgos, y que por eso mismo son muy poco fiables. Algo, por lo demás obvio, habida cuenta de que, como dice la sabiduría popular, no es lo mismo estar toreando que ver el espectáculo desde la barrera. Ambas estimaciones son completamente distintas. Es muy probable que al espectador le parezca que el torero se arrima poco, o que toma excesivas precauciones, o que está muerto de miedo, etc., juicios que desde luego no compartiría quien está en la arena y tiene que lidiar el toro. Él diría que solo intenta no tomar decisiones precipitadas, siendo razonable y prudente. Pues bien, las decisiones de futuro son juicios que hacemos siempre desde la barrera. De ahí que sus sesgos se deban a que vemos las situaciones futuras como ajenas, o como lejanas, lo que nos permite hacer juicios por lo general apresurados, que muy probablemente rectificaríamos caso de convertirnos en protagonistas de las situaciones que en ese momento solo imaginamos. Los psicólogos han bautizado este fenómeno con el nombre de affective forcasting, la distorsión emocional que tienen nuestras previsiones o los sesgos de las decisiones de futuro1. Dentro de este marco, han distinguido varias docenas de sesgos específicos, algunos de los cuales puede encontrar el lector interesado en el bien conocido libro de Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio2.
Realizado el diagnóstico, es comprensible preguntarse por su posible terapéutica. Y como era de suponer, esta consiste en hacer las cosas mejor, lo que significa tanto como dedicarlas más tiempo y pertrechados de una mayor y mejor formación. El resultado ha sido la aparición de una nueva categoría, la de Advance Care Planning, lo que se ha traducido al castellano como «Planificación anticipada de la atención médica». La expresión deja claro que es preciso adelantarse a los acontecimientos y planificar los cuidados con el paciente, sobre todo en el caso de las enfermedades crónicas3.
Aquí no se trata de firmar documentos sino de planificar, hablando con el paciente y elaborando con él un plan de cuidados. Tanto el CI como las IP son documentos legales, no solo por su origen sino también por el modo como están concebidos. Buscan asegurar y garantizar esos mínimos que son exigibles jurídicamente. Se trata simplemente de mínimos, porque hay cosas, muchas, que ni pueden exigirse mediante leyes, ni tampoco cabe incluir en un documento genérico. Buena práctica no se identifica sin más con práctica legal.
De ahí que tanto el CI como las IP tengan una importantísima dimensión ética, más allá de la jurídica. Son instrumentos que tienen por objeto mejorar la calidad de la asistencia. Para ello es preciso concebirlos de un modo algo distinto al usual en el ámbito jurídico. No se trata de meros documentos, ni tampoco de actos puntuales, sino de procesos, o mejor aún, de un nuevo estilo en la relación clínica, en el que intentamos, entre otras cosas, neutralizar los sesgos. Algo que no puede hacerse más que «deliberando». La relación clínica debe entenderse como un proceso deliberativo entre el profesional y el paciente, en orden a tomar la decisión más correcta posible, la óptima. He defendido desde hace ya bastantes años que la relación clínica es un proceso deliberativo entre profesional y paciente4. No se trata solo de deliberar sobre los hechos clínicos, ni por tanto basta con informar sobre el diagnóstico, pronóstico y alternativas de tratamiento. Además de los hechos clínicos, en toda decisión sanitaria hay que tener en cuenta los valores (económicos, culturales, religiosos, estéticos, etc.), y hay que deliberar sobre ellos, porque es en estos donde nos acechan, sin darnos cuenta de ello, los sesgos más graves. Si los discapacitados se resisten a que se les llame así y prefieren la denominación de «diversos funcionales», no es por una cuestión de hecho, porque quieren ocultar su disfunción, sino porque saben que el término «discapacitado» encierra una valoración negativa de la que además no se es consciente y que tiene como consecuencia el que se les discrimine negativamente en la vida real5.
Esto que se dice de la discapacidad, sirve para otras muchas situaciones. ¿Por qué las personas mayores no quieren que se les llame ancianos o viejos, etc.? Porque esos términos conllevan valoraciones negativas, que a la vez generan conductas discriminatorias que tendemos a considerar naturales. Las valoraciones rápidas, espontáneas, suelen estar sesgadas. Es el «pensar rápido» de Kahneman, puramente subcortical. Para evitarlas, no tenemos otro remedio que elevar el asunto a corteza y deliberar sobre ellas, es decir, sobre los valores en juego en las decisiones que vayamos a tomar. No es tarea fácil. El profesional sabe más o menos bien deliberar sobre los hechos clínicos. Eso es o debe ser una buena sesión clínica. Pero no sabe cómo hacer eso mismo con los valores, y menos en el proceso de la relación clínica. Es una de nuestras grandes asignaturas pendientes, si no la principal. Sin ello no habrá calidad en las relaciones clínicas, por más que se cumplimenten los documentos de CI e IP.
Se comprende, a la vista de lo dicho, que haya sido preciso introducir un nuevo concepto, que en el fondo es toda una nueva estrategia en la relación clínica. Es lo que se conoce como «Planificación anticipada de la atención». Se trata del plan establecido conjuntamente por el profesional y el enfermo, tras un proceso deliberativo entre ambos en el que no solo se haya informado y discutido sobre los hechos clínicos, sino que también se hayan identificado los valores en juego y discutido el modo de gestionarlos de la forma más sensata, razonable y prudente posible. Eso evitará no solo las decisiones precipitadas sino también las discriminaciones negativas, a las que tan expuestos están los enfermos crónicos y los ancianos. El resultado será una mejora de la calidad de la asistencia médica. No hay calidad sin gestión adecuada de los valores. Y tampoco es posible esta gestión si el profesional no sabe cómo hacerlo o se halla lleno de incertidumbre y angustia. Continúa siendo válida la vieja consigna de Freud de que nadie puede ayudar a otro a resolver un problema que él no tenga previamente resuelto.