Es probable que la evolución hacia la muerte natural, sin intervención médica, habitual hasta hace algunos años, se pudiera deber a la falta de medios y de recursos médicos que influirían en dicha evolución. La aparición de técnicas médicas que alargan la supervivencia ha creado en nuestra sociedad la falsa creencia de que el sostenimiento de la vida va paralelo a un mantenimiento de la calidad de la misma, lo cual es en la mayoría de los casos, falso. El hecho de que en algunas ocasiones se haya conseguido mantener o sufrir mínimas pérdidas de nuestras funciones físicas e intelectuales ha servido para crear la obligación de probar todas las técnicas médicas, provocando tratamientos y actitudes claramente futiles. En situaciones de terminalidad, nuestra actitud debe ser proporcional a las necesidades del paciente, y debemos apoyarnos en los principios de la Bioética. Una Bioética ágil y no excesivamente académica, que nos ayude a tomar decisiones dirigidas a satisfacer esas necesidades. Una bioética que analice la vida no solo desde el plano biológico, sino también desde la dimensión biográfica, planteando el mantenimiento de la misma como un derecho, no como una obligación.
The progression toward a natural death, without medical intervention, which was the normal route until fairly recently, could be attributed to the lack of means and medical facilities, influencing the development of events toward a normal death. The advances in medical technology that prolong life have created a false notion in our society that a longer life goes hand in hand with a high quality of life, which in most cases is false. The fact that intellectual and physical functions have sometimes been maintained or only minimally impaired has served to create the obligation to try all medical techniques, provoking clearly futile treatments and behaviors. In the terminally ill, our approach should be proportional to the needs of the patient and should be based on the principles of bioethics. A wise and not too academic bioethical approach should be able to help us to take the right decisions aimed at satisfying the patient's needs at the end of life. A bioethical approach that studies life not simply from the biological but also from the biographical perspective – with maintenance of life as a right rather than as an obligation – is required.
Falleció de muerte natural. Esta frase bastante habitual hace unas décadas prácticamente ha desaparecido de nuestro lenguaje habitual. En general, se atribuye el adjetivo “natural” a todas aquellas muertes para las que no existe una causa externa identificable, como accidentes o muertes violentas. Hoy en día el término “muerte natural” tiende a sustituirse por los diagnósticos de las respectivas patologías que derivaron en la muerte. Para morir debe objetivarse un motivo fundamental, causas desencadenantes, etc., como corroborando que este motivo era inevitable. El término “muerte natural” no solo hacía referencia a la posible causalidad, sino que también tenía la connotación de que el hecho de morir era algo natural, enraizado en la propia naturaleza del hombre y por lo tanto aceptado como tal.
En la actualidad el concepto de la naturaleza de la muerte ha cambiado. Ya no se considera la muerte como algo natural, sino como el enemigo número uno de la sociedad del bienestar y la opulencia. El aumento espectacular de la esperanza de vida en los últimos años, nos ha hecho creer que podemos alcanzar la inmortalidad. En este sentido, se utiliza a la medicina como el principal instrumento de lucha contra la muerte1.
Un fin esencial de la medicina es, efectivamente, evitar la muerte, pero siempre debería mantenerse en sano conflicto con el deber de la medicina de aceptar la misma como el destino de todos los seres humanos. La muerte solo se puede posponer, no evitar2.
La enfermedad, como fenómeno concomitante al ser humano, no ha sido conquistada. Solo se pueden superar algunas enfermedades, que a su vez se van a ver sustituidas por otras que aparecerán en el transcurso de la vida. Paradójicamente, el propio éxito de la medicina moderna en la salvación de vidas ha provocado un aumento y no una reducción de la tasa de morbilidad, lo que convierte el proceso de morir en un problema más complejo. De hecho, la epidemiología nos revela unos patrones de mortalidad que demuestran que la muerte no se erradica, sino que se traslada de un grupo de enfermedades a otro3.
Puesto que estamos abocados a la muerte, el mantenimiento de la vida no debería considerarse más importante que lograr una muerte en paz4.
La muerte como un derechoSe pueden distinguir distintos tipos de muerte no violentas. Por un lado, existe una “muerte aguda” que aparece de forma inesperada (por ejemplo, un infarto de miocardio). Otro tipo puede ser la “muerte subaguda”, aquella provocada por la presencia de enfermedades que podrían ser controlables médicamente, pero que por la presencia de diversos factores no responden a los tratamientos y desembocan en la muerte. Y finalmente estaría la muerte que se podría denominar “crónica”, aquella que sabemos con certeza que se va a producir sin poder determinar el momento, pudiéndose alargar el proceso semanas o meses.
El desarrollo de las técnicas médicas permite alargar la vida en estos casos, lo que provoca que la muerte haya dejado de ser natural. Para que un paciente en estas circunstancias muera, alguien debe tomar una decisión. Alguien tiene que hacer o dejar de hacer algo. Es decir, la evolución natural hacia la muerte puede ser interrumpida de muchas maneras, y como consecuencia en muchas ocasiones alguien decide cuándo a un enfermo le toca morir.
La demencia en su estadio final es un ejemplo de enfermedad que va desembocar en una muerte crónica, con pronóstico vital incierto y con múltiples y variados síntomas. A pesar de reconocerse que no existe un tratamiento efectivo que revierta la progresión de la enfermedad, la demencia es el paradigma del aumento de la supervivencia de las enfermedades crónicas por la aplicación de cuidados y técnicas médicas5.
Es aquí donde muchos profesionales de la medicina nos planteamos dónde está el límite de nuestra actuación. Sabemos que la enfermedad no tiene curación, que progresa y que afecta los niveles cognitivos y funcionales fundamentales, lo que hace que la persona sufra una muerte biográfica y social6. Hasta qué punto, al mantener medidas terapéuticas de mantenimiento de la vida biológica, estamos provocando daño (lo que va en contra de las principios bioéticos) o estamos atentando al derecho inherente de todas las personas a morir. Quizás sea conveniente aclarar que entendemos el “derecho a morir” no como un derecho positivo, que implicaría el deber por parte de otro agente de ejecutar ese derecho, sino como la posibilidad de renunciar al “derecho a vivir” cuando la vida pierde todo su valor7. Se debe entender este derecho como un derecho humano y no como una prerrogativa divina o de la naturaleza.
Tratamientos fútilesSi aceptamos la tendencia actual de definir la muerte como un proceso y no como un hecho determinable en el tiempo, indudablemente surgirán una serie de planteamientos o dilemas cuya resolución, adecuada o no, va a influir de manera muy determinante en la calidad y en la dignidad de vida de los seres humanos.
La primera duda que se nos plantea ante la cercanía de la muerte de una persona es si estamos en realidad en una situación irreversible. Y si esto es así, ¿cuándo empieza el proceso?, ¿podemos modificar su evolución?, ¿cuándo termina?; es decir, ¿cuál es el momento exacto de la muerte?
Las actuaciones médicas han hecho que esta última pregunta que parece la más obvia, haya sido y sea todavía objeto de largas y complejas discusiones. Incluso han desembocado en la creación de comités que intentan llegar a acuerdos sobre el momento en que se puede determinar la muerte de una persona. De hecho, fue necesario crear un comité específico en la década de 1960 para definir la muerte cerebral de una persona, que permitiera la extracción de órganos para trasplantes. En la actualidad hay un debate importante sobre si las personas en estado vegetativo permanente deben considerarse vivos o muertos8.
Esto nos lleva a afirmar que tanto el inicio de la vida como su final no son hechos brutos en sí que simplemente nos limitamos a constatar, sino acuerdos normativos que marcan criterios para decidir quienes deben ser considerados vivos y quienes muertos. En estos acuerdos intervienen juicios de valor relacionados con dos factores: la calidad de vida y la utilidad social9.
De todas formas, es bueno recordar que estas dudas no son solo el fruto de la evolución de la medicina o de los valores de la sociedad actual. Ya en el siglo I, Plinio el Viejo aseguraba que “tan incierto es el juicio de los hombres que ni tan siquiera puede determinar la muerte”.
No es objeto de este trabajo la definición del momento de la muerte, sino el de la intervención médica durante el proceso en sí. Este planteamiento era impensable hace unos años ya que era imposible técnicamente influir en el proceso de la muerte. Tal es así que la medicina desahuciaba a los moribundos, lo que significaba en la práctica su abandono, como reflejo de la sensación de fracaso y de inutilidad.
En la actualidad nos encontramos en muchas ocasiones en una situación totalmente opuesta. La presencia de numerosos medios técnicos que permiten alargar la supervivencia, no así la vida, nos conducen a un empeño terapéutico que en la mayoría de los casos desemboca en el mismo final, es decir, en la muerte. Pero su aplicación no siempre va a significar un claro beneficio para la persona que está en proceso de morir. Es decir, el uso de ciertas técnicas médicas en las situaciones de final de vida es la mayoría de las veces por lo menos inútil y en muchas ocasiones perjudicial. El aumento de la incidencia de estas situaciones ha puesto de moda en nuestro vocabulario una nueva terminología, como “futilidad” y “limitación de esfuerzo terapéutico”.
Se entiende por futilidad médica un tratamiento del cual no se espera razonablemente que alcance sus objetivos, sean ellos estrictamente biológicos, de probabilidad de supervivencia o de beneficio en la calidad de vida del paciente10.
Un tratamiento no es por sí mismo fútil, sino que se convierte en inútil en virtud del objetivo que se pretende obtener. La futilidad se determina de forma individual en cada caso y en un momento evolutivo determinado, ya que lo que es fútil en un caso puede ser necesario en el mismo paciente en otro momento evolutivo o en otro paciente.
Mantener una actitud de futilidad terapéutica choca con los principios fundamentales de la Bioética. En primer lugar, con el de “beneficencia”, por principio, ya que se determina que un tratamiento es fútil cuando no aporta ningún beneficio. También afecta al principio de “justicia”, por cuanto se destinan los siempre escasos recursos disponibles a tratamientos carentes de utilidad. No cumple con el principio de “autonomía”, ya que el paciente debería dar su consentimiento y conocer que es un tratamiento inútil. Y no debemos olvidar que afecta seriamente al principio de “no maleficencia”, ya que no existen tratamientos inocuos, en cuanto a su posible yatrogenia.
Sin embargo, los tratamientos fútiles son solicitados en numerosas ocasiones tanto por el paciente como por los familiares. Estas situaciones, nos pueden llevar a dudas y conflictos sobre el derecho de los pacientes a recibir los tratamientos solicitados. En este contexto es preciso aclarar que el derecho de autonomía no incluye una medicina a la carta, en la que el paciente pueda solicitar un tipo específico de tratamiento, sino que permite escoger y rechazar entre las opciones válidas en una situación. Por lo tanto, las actuaciones consideradas fútiles no deben ser propuestas como posibilidad. Lo fútil no tiene indicación o la ha perdido en un caso concreto.
Lo adecuado es que las actuaciones fútiles no deban comenzarse, ni siquiera en caso de demanda, aunque puede ocurrir que la futilidad pueda sobrevenir y es corriente que así sea. Un tratamiento se comienza con la esperanza de su bondad y luego puede resultar o devenir fútil cuando muestra escasos resultados. Entonces debe ser retirado. Para detener una actuación fútil no se requiere, en principio, el consentimiento del paciente. Sí debería informarse del cambio que la situación impone, máxime si se recabó el consentimiento para iniciarla, y conviene explicar con sensibilidad la necesidad de parar la actuación. Además, puede no ser oportuno imponer este tipo de decisión a los familiares ya que este hecho puede aumentar su sufrimiento y sensación de culpabilidad. Es una responsabilidad profesional, por lo tanto, es importante meditar bien la propuesta de tratamientos que pudieran ser fútiles, ya que la retirada de los mismos puede también provocar perjuicios11.
En el informe SUPPORT, en relación a la resucitación cardiopulmonar en ancianos hospitalizados, se afirma que los médicos tienen la responsabilidad de iniciar el proceso de discusión, teniendo en cuenta que la mayoría de los pacientes ingresados prefieren participar en las decisiones. También se recoge en la revisión la preferencia de los tutores y familiares de que sea el médico quien tome la decisión cuando el paciente está incapacitado12.
Es posible que el hecho de que estos tratamientos sean en numerosas ocasiones solicitados por los propios pacientes o sus familiares responda a dificultades en la comunicación, ignorancia o falta de confianza en el equipo asistencial. Una mejora en la comunicación podría impedir que se soliciten estos tratamientos, o se entendería más fácilmente el hecho de que un tratamiento se convierta en inoperante y sea preciso retirarlo13.
El principal problema de la futilidad surge en el momento en el que nos planteamos qué es o no fútil y quién tiene la autoridad para determinarlo. Es un debate activo aunque menos intenso o más limitado que hace unos años.
Existe una gran variabilidad en la consideración de la futilidad, seguramente tanta como en la práctica clínica. El margen de ambigüedad puede ser alto, porque las decisiones clínicas nunca tienen un carácter de certeza sino de probabilidad. Además, el resultado de la aplicación o no de un tratamiento no equivale la mayoría de las veces a un simple sobrevivir o morir, sino que incluye un amplio abanico de posibilidades. Entre éstas destaca la pérdida o disminución de funciones físicas y/o mentales con el consiguiente incremento de la dependencia y la temible percepción de ser una carga.
Para disminuir la incertidumbre en la decisión de futilidad hay autores que proponen la llamada “prueba terapéutica”, que consiste en tomar un curso de acción y comprobar al poco tiempo los resultados, modificando dicha acción en virtud de su constatación objetiva. Esta prueba requiere un acuerdo previo con el paciente o sus familiares, para que en el caso de que la acción elegida no alcance el fin que se desea, se abandone el tratamiento buscando alternativas más adecuadas y proporcionadas.
Pero aunque se reduzca la incertidumbre, ésta nunca va a desaparecer. Si bien la decisión debe ser, como ya se ha dicho anteriormente, de los profesionales, el compartir la toma de decisiones no solo es beneficioso para nuestra conciencia, sino que también puede servir de ayuda a la hora de buscar el mejor interés del paciente. Porque aunque el componente técnico tiene un gran peso, es preciso evaluar otras circunstancias y posibles consecuencias, entre las que presentan un papel relevante cuestiones tales como los valores y deseos del paciente o los recursos existentes. En este sentido, recordamos la opinión de Dworkin14: “Si nos preocupa genuinamente la vida que llevan los demás, aceptemos también que ninguna vida es buena cuando se la conduce en contra de las propias convicciones, y que no constituye ayuda alguna a la vida de otra persona, sino que la envenena, imponerle valores que no puede aceptar y a los que sólo puede someterse por miedo o por prudencia”. De la misma forma, sentencia de una manera más irónica George Bernard Shaw al respecto: “No hagas a los demás lo que te gustaría que te hicieran a tí: puede que tengan gustos diferentes”.
El dilema del esfuerzo terapéuticoLa no aplicación de tratamientos o la retirada de los mismos por no ser beneficiosos nos llevaría a la situación de limitación del esfuerzo terapéutico (LET). La LET es un concepto ambiguo y peligroso, lo que lo convierte en atractivo y su abordaje en algo complejo y valiente15.
De entrada hay quienes estiman que limitación es una expresión que podría considerarse negativa y que tendría consideraciones de negación y abandono, y creen que sería más adecuado hablar de “ajuste”, “adecuación” o “proporcionalidad” del esfuerzo terapéutico.
Porque no se trata solo de “dejar de hacer” sino de una actitud proactiva que incluye añadir o modificar medidas de acuerdo a los objetivos terapéuticos del momento10. En el ámbito anglosajón, y en Estados Unidos de forma especial, se refieren más a no iniciar o retirar un tratamiento médico (withhold o withdrawn).
Independientemente del término utilizado, la justificación del mismo se da ante la percepción de una desproporción entre los fines y los medios terapéuticos10.
En la actualidad subsisten todavía grandes controversias sobre si determinadas técnicas terapéuticas (nutrición forzada, hidratación) son tratamientos que pueden volverse fútiles o son cuidados básicos. Asimismo, asistimos a debates sobre si ciertas técnicas terapéuticas (sedación) pueden adelantar o provocar directamente la muerte16. La activación del debate social sobre estas cuestiones puede ayudar a disipar dudas y a aumentar la confianza de la sociedad, asegurando que la LET, no es más que una adecuación del tratamiento a unos fines realistas, que nada tienen que ver con el abandono o la aceleración del proceso de la muerte.
Sería deseable contar con criterios consensuados y guías clínicas que ayuden a los profesionales en la toma de decisiones, dada la variabilidad de las situaciones que podemos encontrar y que siempre requieren de una decisión individualizada. Y aunque la responsabilidad de la decisión es siempre del profesional, ésta debe ser el fruto de una deliberación argumentada y serena entre el paciente (o sus representantes) y el profesional, fundamentada en una relación asistencial sobre la base de la participación y la confianza. En esta deliberación deben intervenir no solo criterios técnicos en cuanto a calidad de vida y supervivencia, sino también los valores del paciente y, por qué no, los recursos asistenciales17.
La toma de decisiones, sobre todo si existe una elevada incertidumbre, es siempre complicada y más si debemos elegir entre decisiones que pueden tener consecuencias negativas y en un ambiente de elevada carga emocional. Por estos motivos, sería adecuado dotarnos de una metodología que facilite la comunicación y el planteamiento de los problemas10. Esta metodología debería dar respuesta al menos a las siguientes cuatro preguntas:
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¿Se beneficia al paciente médicamente, sin causarle daño?
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¿Se respeta en lo posible el derecho de autonomía del paciente?
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¿Las condiciones futuras podrían ser indeseables para el paciente?
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¿Existen problemas no médicos que podrían influir en la toma de decisiones terapéuticas?
Es preciso tener muy en cuenta nuestras limitaciones y que la medicina no puede por sí misma erradicar totalmente el sufrimiento que producen las enfermedades degenerativas, crónicas e invalidantes18.
La medicina clínica debería incidir menos en la búsqueda de la supervivencia del ser humano y reafirmarse en sus fines originales: la necesidad de ayuda, consuelo y compañía de los enfermos y moribundos buscando remedios para el alivio del malestar y del sufrimiento19.
Una norma sencilla que debería estar siempre presente en nuestras actuaciones sería: Hacer bien, a tiempo, lo necesario. Esta sencilla frase recoge el principio fundamental de la actuación médica en la atención en situaciones de final de la vida. Es decir una buena praxis, siempre activa y sin actitudes fútiles. El hecho de que en la actualidad podamos hacer más cosas no significa necesariamente que esas acciones redunden en un beneficio para el que las recibe.
Pero lo sencillo resulta muchas veces complicado, y sería necesaria una preparación especial y específica para aplicar normas tan elementales. Ante la incertidumbre y sobre todo ante nuestra incapacidad, tenemos la tendencia a refugiarnos en normas y protocolos, que deben ser una ayuda para aquel que tiene una buena preparación pero que en manos del no competente o inexperto son tan inútiles como peligrosas. La excesiva dependencia o la interpretación rígida de normas o principios como los de la Bioética moderna pueden tranquilizar la conciencia del sanitario no suficientemente preparado, pero no aportan beneficios al paciente que sufre.
Últimamente han surgido voces discrepantes sobre lo que se considera exagerada dependencia de la Bioética en las decisiones médicas, la excesiva protocolización de las actuaciones terapéuticas y la obligatoriedad de que los pacientes o sus familiares expresen su consentimiento. Así se expresa el neurólogo argentino H. D. Fraiman20, en un artículo en el que se queja con cierta nostalgia del cambio de la deontología médica tradicional por la nueva bioética: “En la faz personal, preferiría, cuando necesite un colega, en vicisitudes potencialmente infaustas, no a un técnico altamente informado, sino a un ser humano, incluidas sus dudas y ansiedades personales, con todas las carencias e incertidumbres inherentes a su condición de persona, sentir su amistad y comprensión, y poder confiar en él y en su criterio, entregarme a él ciegamente, sin pretensiones de certezas ni de consentimientos informados (ni de protocolos cuidadosamente confirmados con dos testigos, como en las directivas anticipadas de la actual Bioética). Que intente curarme, sí, pero que me cuide, que calme en la medida de sus posibilidades mis zozobras y miedos. Aunque tenga que mentirme un poquito. Un médico que se sienta libre del peso de la ley (aunque no por encima de la ley). No deseo ni es mi intención ser un consumidor informatizado, compartiendo la responsabilidad y la cibernáutica de mi salud con él.”.
Es difícil realizar juicios absolutos, en situaciones transcendentes, donde predomina una gran carga emocional y sobretodo mucha incertidumbre sobre el resultado. Por eso y porque es preciso homogeneizar las decisiones, necesitamos unos principios éticos en qué basarnos. Pero no una ética encorsetada, pendiente de largos y argumentados informes, metodológicamente rígida y protocolizada. Necesitamos una ética en que lo contrario de relativo no sea absoluto sino proporcionado. Una ética flexible que se adapte a las distintas situaciones y en la que el paciente tenga facilidad para expresar sus deseos, valores e inquietudes, pero que no se vea en la obligación de tomar decisiones firmadas y rubricadas si no es ese su deseo. Una ética que dé seguridad al médico y facilite una relación basada en la confianza con el paciente y no en el miedo a posibles denuncias. Una ética que se entienda como el análisis fundamentado y racional de las conductas morales relacionadas con las actitudes y acciones médicas en relación al bienestar y conveniencia de los pacientes21.
Por último, es necesario remarcar que no existe una dignidad específica de la vida en la cercanía de la muerte, como si el final de la vida fuese una etapa diferente del resto. El final de la vida es una continuación natural de la vida humana por lo que todos los principios que rigen la vida de un ser humano deben ser contemplados de la misma forma en el final de la misma22. No parece lógico reflexionar sobre morir dignamente si no lo hacemos sobre los principios de vivir con dignidad. Defender la “dignidad de la muerte” es un indicador de excelencia, pero solo tiene sentido si previamente se ha defendido la dignidad de la vida en todo su conjunto.
Conflicto de interesesLos autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.