El recuento de los daños mundiales producidos por la COVID-19, no solo se vincula a temas de salud pública, sino también a situaciones contrarias; por ejemplo: en el aspecto educativo, económico, psicológico, entre otros. Como medidas de acción, la mayoría de los gobiernos sugirieron u obligaron a un confinamiento temporal; de tal manera que se permitiera disminuir la cantidad de contagios entre la ciudadanía y, además, que los sistemas de salud no colapsasen. Por un lado, este confinamiento poseía un aspecto positivo; por otro, permitió que las familias se aislaran en espacios reducidos, lo cual ocasionó situaciones de riesgo y un ámbito propicio para la violencia de género.
Tal como señala el artículo de Miguel Lorente-Acosta1, este aislamiento conllevó un impacto alarmante en el aumento de casos por abuso (físico y/o psicológico) en contra de la mujer registrados en los centros policiales. Uno de los puntos relevantes de dicho artículo es el planteamiento sobre rol del agresor, el cual se centra en buscar el control e impunidad para ejercer la violencia hacia su víctima. No obstante, estos agresores no mostrarían dicha «facilidad» de acción, si no tuvieran la complicidad (refiriéndonos también al silencio) de la familia, dado que, en algunos lugares, e incluso en países del hemisferio sur como el Perú, aún mantienen la visión que una mujer debe soportar las actitudes del varón, cualesquiera que estas sean, incluso si van en desmedro de su bienestar físico y mental2,3.
Un elemento que debe sumarse para complementar el artículo en mención es la mentalidad femenina que fue socialmente establecida para soportar el abuso por parte de los varones. La dependencia afectiva e incluso la protección hacia los hijos genera que las mujeres se encuentren vulnerables a diversos abusos4,5. Por lo tanto, hubiese sido importante mencionar este tipo de indicadores, ya que enriquecería aún más su aporte. Si bien es cierto que el confinamiento atrapa a las mujeres, lo es en mayor grado que el confinamiento mental, aquella «prisión psicológica» radicaliza el abuso hacia ellas6.
Finalmente, el gran reto es cómo detener esta situación de violencia dentro de un ambiente en el cual, por el contexto actual, nos vemos obligados a convivir con el agresor. Posiblemente, aumentando los canales de comunicación a través de dispositivos móviles, no solo para el caso de las mujeres, sino también el de los varones (en menor número) que también sufren violencia en su hogar. Sobre todo, cambiar la mentalidad femenina que aún existe en Latinoamérica, aquella que muchas veces normaliza la agresión física y mental. Por ende, minimizar riesgos implica también detectar a tiempo la violencia, pues la ayuda preventiva permite descubrir esta situación la cual no podemos sortear, pero sí intentar evitar.