A nadie un poco avezado se le escapa que el pie del niño no es el pie de un adulto pequeño, y a esta sutileza, aplicable y aplicada a muchos de nuestros órganos en crecimiento, nos gustaría añadir que, según sea el diagnóstico y tratamiento de las anomalías que pueda presentar, en cuanto a precocidad y duración, la extremidad podálica infantil podrá evolucionar hacia una patología crónica en el pie de la persona adulta. Y es que el pie del niño, como decimos órgano en crecimiento, tiene una gran capacidad plástica, por lo que es fácilmente adaptable y maleable. De ahí que las alteraciones en la morfología normal presentadas en el momento del nacimiento deben corregirse tempranamente, ya que de lo contrario, siguiendo las leyes óseas, van a originar rápidamente lesiones irreductibles. Recordemos tan sólo en este sentido las diferentes formas del astrágalo en un niño con pie zambo equinovaro, pie cavo o pie astragalovertical.
Por todo ello, el pie del niño ha de ser objeto, siempre, de un meticuloso análisis objetivo, e insistimos en lo de objetivo, porque otra singularidad característica del pie infantil es la de que el niño no viene a la consulta; al niño lo traen. Por lo tanto, su fisiopatología va a venir tamizada por las opiniones de la madre, abuela, vecinas y todos aquellos que consideran que aquel pie tiene «algo» diferente.
No es infrecuente, y sí muy comprensible, que los padres que han padecido patologías previas en los pies estén más predispuestos a la hipervaloración de los pies de sus hijos. Recordemos los casos de familias con pies cavos por procesos neurológicos hereditarios.
No restemos importancia y valoremos a fondo al niño que nos traen porque parece que tuerce un pie, aunque no haya empezado a caminar, o porque parece que cojea cuando corre tras la pelota en el patio. Lógicamente, debemos diferenciar 2 fases evolutivas en el pie infantil: una, la preandante, y otra, una vez iniciada la deambulación. En la fase preandante, como su nombre indica, el niño muestra su pie tal cual ha salido del útero materno y su disposición, en la mayor parte de los casos, va a ser de equino supinado, con discreta aducción del antepié; en muchas ocasiones esta postura va a remedar a la de un pie equinovaro congénito sin serlo. Durante esta fase preandante el pie va a adoptar la postura que la naturaleza mejor da a entender al niño: lo llevará a la boca para succionar el dedo gordo, lo utilizará como elemento de pataleo, pero en absoluto como elemento destinado a la bipedestación. Resulta sencillo analizar el pie durante la exploración dadas la laxitud de los ligamentos y la fácil elongación de los tendones en esta fase, que acabará cuando el niño tenga la intención de reptar o gatear. En este caso el pie puede ser vulnerable por el roce con el suelo y deberá cuidarse su forma de protección. Y es también en este momento cuando hemos de insistir en que se están produciendo las conexiones pie-cerebro. A edades tempranas estoy hablando de meses, ante cualquier niño, normal o con algún defecto psicomotor conocido, se deberá plantear una estimulación, llámese precoz o no, para que esta conexión pie-cerebro sea eficaz, buena y no excesivamente tardía. Es por ello que insistimos mucho en que el niño conozca con su pie el mundo exterior, que inicie la bipedestación descalzo y que trabaje con sus pies como si de las manos se tratase. Así entramos en la segunda fase, llamada fase «andante», más o menos precoz según los niños y con una variabilidad muy amplia que no creemos dependa únicamente de la maduración cerebral, si no de todo un conjunto de factores que no es aquí el momento de estudiar. En este momento el niño va a volver a presentar toda una serie de modificaciones en el apoyo del pie y en la forma en la que va a iniciar la deambulación, el subir y bajar por escaleras, etc.
La patología del pie del niño ya se ha descrito en este capítulo de forma amplia y clara. Simplemente me gustaría recordar las alteraciones de la bóveda que insinuábamos en el párrafo anterior y los trastornos derivados del crecimiento que pueden afectar tanto al antepié como al retropié (epifisitis del calcáneo).
Las malformaciones congénitas detectadas en el inicio pueden, en algún caso, por su morfología, necesitar tratamiento quirúrgico, aunque siempre es importante recordar que el pie precisa sobre todo un buen apoyo plantar y la posibilidad de calzarse correctamente (pie hendido, polidactilias, etc.). Me gustaría recordar, sobre todo por la trascendencia que tiene desde el punto de vista de la valoración familiar, algunas patologías menores, consideradas fisiológicas en muchas escuelas médicas pero que pueden ser objeto de tratamientos excesivos en otras. Me estoy refiriendo a la marcha con los pies en rotación interna, no derivada de un metatarso varo o aducto, sino secundaria a una aversión del cuello femoral. De igual forma hemos de saber explicar a las familias lo fisiológico del valgo de talón y las fases varoides y valgoides en la alineación de las extremidades inferiores. Demos consejos, evitemos las posiciones viciosas y guardemos las ortesis para casos muy acentuados. Ni que decir tiene que el pie laxo infantil es fisiológico y tratarlo con plantillas supone un inadecuado proceder que sólo se reservará para los casos de pies planovalgos acentuados con dificultad a la marcha.
Capítulo aparte, porque lo considero muy importante, es el relacionado con la sintomatología en la patología del pie del niño. De entrada al niño siempre hay que creerle. Es importante para evitar errores, pero hay que saber interpretar los síntomas. El síntoma dolor, al ser tan subjetivo, nunca es extrapolable a la sensación que provoca en el adulto que acompaña al niño. A éste una percepción de malestar, una molestia, un adormecimiento, una alteración sensitiva fuera de lo normal pueden generarle una sensación que identifique el dolor, que le provoque el llanto y que le haga decir «pupa». Todo esto puede inducir a error y por ello insisto en la necesidad de buscar una realidad sintomática lo más veraz posible.
Si el dolor es primordial, la deformidad, el edema o la inflamación serán necesarios para señalar la localización de la posible patología, aunque en muchas ocasiones este síntoma puede faltar. Será la cojera la que también de forma espectacular pondrá en sobreaviso a la familia y al médico de que hay algo en las extremidades inferiores que no funciona. Pero sabemos que los niños pueden cojear aunque no tengan dolor, como muchos casos de enfermedad de Perthes, o hacerlo de forma muy ostensible por una banal pero dolorosísima verruga plantar. Nunca dejemos de explorar exhaustivamente a un niño que cojea, desde la planta del pie hasta la cadera.
Me gustaría también reflexionar sobre cuáles son los enemigos del pie del niño: ni el médico ni la abuela han de pecar por defecto o por exceso en la posible corrección de alteraciones en las extremidades podálicas que no son más que fases evolutivas del desarrollo de un pie normal. Los padres han de evitar las posiciones viciosas en los niños y los adolescentes, controlar el calzado, que ha de ser fisiológico en cuanto a la forma, la horma y la constitución de los tejidos transpirables, a fin de evitar la maceración de la piel y las lesiones en las uñas, como la tan frecuente uña encarnada, y procurar que en cada momento la práctica deportiva se realice con el calzado adecuado.