Estimados compañeros, imaginaos la rutilante escena del primer acto de L’elisir d’amore, la deliciosa ópera de Gaetano Donizetti, secuencia que unas líneas más abajo pasaré a relataros. Ópera en el que el bobo e ignorante, pero bondadoso Nemorino está enamorado de Adina. Viéndola leer, el infeliz lamenta su ignorancia, mientras ella, en cambio, es la admiración del pueblo1. Precisamente, Adina está leyendo la historia de Tristán e Isolda y se ríe de que nadie pueda necesitar un elixir para despertar el amor, pues ella, poseedora del rubro Coquetish, sabe maneras mucho más eficaces para hacerlo.
Y es en la quinta escena de este primer acto, en que, a toque de trompeta, se anuncia la llegada en carroza al pueblo de un charlatán que se las da de médico. Es Dulcamara (¡no confundir con la solanácea Dulcamara!) quien pregona los maravillosos efectos universales de un elixir que lleva embotellado (y que pretende “regalar” por el módico precio de un escudo), momento en el que este seductor y gran embaucador inicia su legendaria aria: “Udite, udite, o rustici; attenti, non fiatate” Oíd, oíd, rústicos campesinos y no digáis ni una palabra2. El público del Gran Teatre del Liceu queda súbitamente hipnotizado y extasiado, y es que el “dottore enciclopedico chiamato Dulcamara”, un bajo barítono desternillante, al son de una alegre y contagiosa melodía también posee el rubro Loquacity, y es así como, con gran ironía, describe en dicha aria todas aquellas (supuestas e interminables) virtudes de su elixir curalotodo que, por encima de todo, van a servir básicamente par engordar su bolsillo.
Desde tiempos inmemoriales, los humanos han elaborado todo tipo de brebajes y elixires con el fin de sanar el sufrimiento humano —ya sea físico, psicológico o moral— y, en última instancia, liberarnos de la muerte. Sin embargo, una vida infinita no lo es todo: hay que añadirle la juventud eterna. Si no, podríamos llegar a compartir el fatal destino de la Sibila de Cumas. Es una de las 5 sibilas representadas en la bóveda de la Capilla Sixtina, pero solo a ella le dio Miguel Ángel un rostro de vieja surcado por las arrugas y lleno de angustia. De joven había implorado a Apolo que le concediera la inmortalidad. Al ver cumplido su deseo, se negó a entregar al dios la recompensa que le había prometido: su cuerpo. Por ello fue castigada. En su petición de una vida eterna o insólitamente larga se olvidó de incluir el deseo de conservar sin merma su belleza y juventud. Con el tiempo se fue encogiendo y, finalmente, los sacerdotes la metieron en un frasco que colgaron de la pared. Cuando los viajeros le preguntaban: “¿Qué deseas Sibila?”, ella contestaba: “¡Deseo morir!”3.
Y es que, dados los tiempos tan convulsos que corren, habrá que saber —como en la escena del entrañable Dulcamara— quiénes son los rústicos de la película y quiénes los embaucadores. Y que el respetable decida en libertad. Recientemente, algunas sociedades europeas no excesivamente rústicas —como la suiza y alemana— han decidido reconocer y validar de nuevo la homeopatía. Suiza ha decidido incorporar —este último mes de junio de 2017— también el medicamento homeopático como terapia incluida en su Sistema Nacional de Salud Público4. Asimismo, la farmaindustria alemana (Bundesverband der Pharmazeutischen Industrie) se ha posicionado públicamente a favor de la homeopatía y ha emitido el siguiente comunicado: “La homeopatía es una terapia reconocida y eficaz para los pacientes... y de primera elección para muchos de ellos —hasta el 70% de su población la consume—”5. En Francia, desde hace ya algunos lustros, se reembolsa el gasto por el medicamento homeopático. ¿Acaso creen algunos columnistas de pluma fácil y mente condicionada por prejuicios o ignorancia que suizos, alemanes y franceses son analfabetos, supersticiosos y estúpidos? Precisamente en estos países es donde la farmaindustria es más potente a nivel europeo y mundial.
Y si es cuestión de perseguir a algún médico o sistema terapéutico no hegemónico (triste deporte nacional actual), ¡qué sea al embaucador, sea homeópata o alópata!, ¡qué los hay tristemente en ambos lados! A mi entender, es el médico (alópata, homeópata, integrativo u holístico...) el que ayuda a la curación con su aptitud y conocimientos; su nivel de conciencia; su recto propósito; su voluntad de bien, y también con el discernimiento y la ética suficiente y necesaria como para saber hasta dónde puede llegar en cada momento con las estrategias terapéuticas que conoce, domina y dispone. El que aquí escribe y ahora leéis desempeñó durante años la responsabilidad de ejercer como perito médico judicial para asuntos pediátricos contratado por el Servicio Catalán de Salud. Debí emitir peritajes judiciales contundentes cuando la lex artis de algunos médicos quedó en entredicho. La ética por encima de todo: “La principal lealtad del médico homeópata es la que le debe al paciente”. Así de claro queda detallado en el presente número de Revista Médica De Homeopatía en el culto y riguroso artículo de la Dra. María Jesús Pita Conde: “Ser médico homeópata y no morir en el intento. Hablando de Ética”6.
Finalizo ya. Un Rey le preguntó a su guía espiritual: “¿Hay algo más elevado que nacemos, crecemos y morimos? El consejero respondió: “No nacemos, no morimos”. Uno tenía el trabajo espiritual hecho, el otro lo tenía por empezar.
Estimado compañero homeópata, médico por encima de todo, no desfallezcas en tu noble esfuerzo por ayudar a aquel ser que nace, crece... y estará también finalmente un día —como todos, ¡si no quiere acabar como la Sibila de Cumas!— con su nave a punto de partir; a aquel que se sienta al otro lado de la mesa de tu consulta, y sabes que es aquella imagen de ti que desconocías y se te hace presente, solo a él le debes la lealtad de tu sacrificio: tu “sacro oficio” (es decir, tu sagrado oficio), tu propósito de serle útil. Oyes ladrar afuera, le miras a los ojos y quizás te preguntes: ¿por qué soy tan afortunado al confiarme su dolor y su sufrimiento? Ladran y ladran afuera. Non fiatate, non fiatate. Repito, no desfallezcas. Me inclino ante ti.